J. Pablo Dabove
Introducción
Dubois de Saligny —representante diplomático francés en México a mediados del siglo XIX— señaló en una oportunidad que el bandidaje mexicano había “pasado al estado de institución: [era] incluso la única institución que parec[ía] tomarse en serio y que funciona[ba] con una perfecta regularidad” (en López Cámara, 1967: 233-234). Este arranque de esprit va al centro de las paradojas de la modernidad latinoamericana. Al proponer al bandidaje como institución por excelencia, de Saligny testimonia nítidamente la imposibilidad fáctica del monopolio estatal de la violencia territorial “legítima”, condición necesaria de la formación de una nación-estado (Giddens, 1985). Al mismo tiempo, va más allá de la mera constatación del “caos” decimonónico. De Saligny pone en evidencia la negada (e inevitable) verdad de las instituciones. Si el bandidaje puede ser una institución modelo, es porque comparte con el Estado su origen violento, su legitimidad problemática, su carácter contingente. La afirmación de Saligny señala sobre todo la precariedad del límite que separa el sostenimiento de un orden del ataque al mismo y la colusión última (tanto en términos teóricos como empíricos) entre violencia estatal y no estatal (Thomson: 1994).
La construcción y/o sostenimiento del monopolio estatal de la violencia, vis-à-vis las múltiples y fluidas formas de violencia organizada no estatal (bandidaje, movimientos milenaristas, levantamientos indígenas y/ o campesinos, contrabando, violencia urbana, guerrilla, narcotráfico) es uno de los puntos de conflicto más agudos entre estados nacionales que desde el siglo XIX insisten, con éxito disparejo, en agendas modernizadoras y sus Otros. Desde la perspectiva estatal, este proceso implica la expropiación física de los medios de violencia de la sociedad civil, y la imposición y validación de narrativas que hagan “natural” y “necesaria” esta expropiación. Desde una perspectiva no-estatal, este proceso da lugar a la elaboración de contranarrativas que reivindican espacios y modos de sociabilidad alternativos.
El bandido social, tal como fuera concebido y propuesto por Hobsbawm a la reflexión histórica y cultural contemporánea (2000), es el primero en una serie de personajes —cuya última encarnación quizá sea el narcotraficante mexicano y colombiano— que en la historia cultural latinoamericana poscolonial funcionan como frontera entre espacios de soberanía. Ese carácter fronterizo determina que el tropo del bandido esté escindido (Stuart Hall, 1997: 229) entre los sueños nobles (el buen ladrón) y las pesadillas de la cultura (el monstruo sediento de sangre), entre la épica y la abyección, entre el fundador de naciones y la fiera. Esta dualidad lo hizo apropiado para dar cuenta de las ambigüedades irresueltas de la modernidad latinoamericana. El bandido medra en las encrucijadas de los caminos, pero también en las encrucijadas entre las ansiedades culturales de las élites y los violentos sueños de justicia de las clases populares. Así, de un lado y otro, las narrativas en torno a la violencia no estatal —desde el Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento, al narcocorrido contemporáneo y el hip-hop— sirven para establecer segmentos centrales del heterogéneo espacio discursivo y geopolítico que llamamos Latinoamérica.
En las páginas que siguen, abordaré este problema a partir de un caso en particular, perteneciente al vasto universo de lo que he denominado en otra parte (Dabove, 2002) “narrativas de bandidos”: la novela Zárate (1882), de Eduardo Blanco (1839-1912). Leeré en esta novela un triple movimiento de intervención política y cultural: primero, la exaltación de una élite agraria en declive (aquella representada por don Carlos Delamar); luego, la interpretación del sentido y del destino de la violencia llanera en relación a esa élite tradicional y al proyecto de nación-estado en curso; finalmente, una crítica al proceso de modernización auspiciada por el Guzmanato. La violencia llanera, núcleo indómito del siglo XIX venezolano (Izard: 1981, 1982, 1983, 1984, 1987; Slatta: 1987) será el “significante flotante” (Laclau: 1996) por medio del cual Blanco lleva adelante esa intervención que, como veremos, en un momento se vuelve una crítica inescapable de su propia posición de enunciación.
“La Ilíada de los propios labios de Aquiles”
Como muchos de los venezolanos de su clase y de su época, Blanco alternó las letras con la política y la guerra. Medianamente prolífico, Blanco sobrevive en la historia literaria por dos obras: Venezuela heroica (1881) y Zárate (1882). La primera es una serie de relatos más o menos autónomos, de evidente propósito consagratorio, que corresponden a otras tantas batallas de la guerra de Independencia (1810-1821). La segunda, escrita en el intervalo entre la primera y la segunda edición —notablemente ampliada— de su obra épica, es la historia de Santos Zárate, bandido llanero en los valles de Aragua.
Venezuela heroica fue el primer best-seller de la historia editorial venezolana: dos mil ejemplares agotados en pocas semanas y cinco ediciones en dos años fueron un record que no sería igualado hasta varias décadas más tarde. Merced a este éxito, Blanco fue elegido en 1882 Individuo Correspondiente de la Real Academia Española (Krispín, 1997: 462). La obra tiene una escena mítica de nacimiento. Ésta provee in nuce todas sus coordenadas ideológicas, y por contraste ilustra la índole y los riesgos de la empresa de Blanco al encarar Zárate, tan cercana en el tiempo pero tan divergente de su antecesora.
Narrada hasta el hartazgo, la escena tiene más o menos esta forma: en 1861 un Páez ya anciano dirige la Guerra Larga del lado de los conservadores. Ante el giro desfavorable de la campaña, y el temor compartido por ambas facciones de que la guerra se saliera de madre y deviniera una rebelión popular incontenible, Páez y el General Falcón deciden reunirse en la llanura de Carabobo para estudiar los términos de un posible acuerdo. Blanco está presente en la reunión como edecán de Páez. En los interludios de las negociaciones, Páez narra in situ las alternativas de la batalla de Carabobo: “Allá estaba Bolívar…”, “Allá se plantó la Legión Británica…”. En un momento del relato, Falcón se dirige a Blanco y poniéndole la mano en el hombro, le dice: “¡Joven, está usted oyendo la Ilíada de los propios labios de Aquiles!”.
Todos los elementos del aliento nacionalista de Venezuela heroica están allí: (1) la gran épica nacional (la “Ilíada”) que liga las lanzas llaneras (ocasionalmente patriotas) a las viejas espadas homéricas; (2) el relato totalizador auspiciado por el estado (bajo la especie del prócer) que une simbólicamente una memoria a un territorio; (3) un repertorio determinado y homogéneo de sujetos (Bolívar, la Legión Británica, Páez) erigidos en protagonistas exclusivos de ese relato; (4) la conversación entre pares (“blancos”, letrados, hombres de estado) como ámbitoexclusivo de esa memoria. Independientemente de las opciones políticas circunstanciales —Blanco era conservador (Cf. Silva Beauregard: 1994; Bolet Toro: 1998, 2000)— el impulso de Venezuela heroica es el impulso general de la era Guzmán Blanco (1870-1888): un enfático arresto cultural para religar todas las instancias sociales a un imaginario único de nación-estado, cuya pieza central es la consagración de la memoria de Bolívar.
Venezuela heroica es el “evangelio de la Patria” como la llama Vallenilla Lanz recordando su lectura infantil de la obra (Plaza, 1996: 177). Zárate, considerada el inicio de la narrativa de inspiración nacional (Barnola, 1963: 21), es una obra más secular, pero de intención no menos piadosa. A primera vista su repertorio de sujetos es, si no idéntico, al menos complementario: orgullosos veteranos de las guerras de independencia, en una espiral que va del elevado caudillo al modesto soldado algo inclinado al aguardiente (otra vez Páez, el coronel Gonzalvo, el teniente Orellana, el sargento Camoruco), jóvenes militares imbuidos de espíritu nacionalista y reverencia a las instancias de autoridad (Horacio Delamar), propietarios de hacienda de viejo corte patriarcal (Don Carlos Delamar), letrados o artistas (Lastenio Sanfidel).
Así como el centro de la anécdota arriba mencionada es Páez, el centro del mundo post-independentista en Zárate es la hacienda azucarera que, con diversa fortuna, dirige don Carlos Delamar, una “porción de paraíso” en medio de las recientes devastaciones de una guerra que no dio cuartel. Sin embargo, Zárate es más que la indivisa celebración de un prócer (Páez) o de una particular síntesis social (el patrimonialismo agrario). Este deslizamiento del sentido ocurre por la intromisión en el seno de esa congregación del poder y del prestigio de un invitado improbable: Santos Zárate, el bandido llanero que no sólo comparte un lugar honroso en la mesa de Don Carlos, sino que está inextricablemente ligado a los destinos de su familia, y es responsable de su salvación.
Así, leeré Zárate no como una novela de indiviso aliento nacionalista (aunque negar su presencia, e incluso preeminencia sería en vano). Más allá de la serie criollista que culmina en Doña Bárbara (Rómulo Gallegos, 1929) a través de ¡En este país! (Luis Urbaneja-Achelpohl, 1910) —y donde las virtudes de la novela de Gallegos serían proyectadas retrospectivamente sobre el difuso borrador de Blanco— Zárate es un lugar donde las contradicciones e imposibilidades del proyecto nacional, y sobre todo su ligazón esencial con la violencia fuera de la ley (sobre la que la ley se funda), se ponen de manifiesto como una suerte de “retorno de lo reprimido” en el “inconsciente político” (Jameson, 1981) decimonónico.
Zárate toca el punto ciego del proyecto nacional. Luego de ese contacto con lo abyecto15, retrocede ante él con cierto horror que se disfraza de resignación ante el destino de las almas perdidas para el proyecto nacional, la triste suerte del llanero del Apure que podría haber sido compañero de Páez en “las gloriosas jornadas de Mucurita, La Miel o Las Queseras” (432) pero que se resignó a ser un outlaw con su cabeza tasada en dos mil pesos (422).
“El Torreón”: feudalismo y capitalismo periférico
Durante la Colonia, la familia extendida fue la identidad jurídica-políticoeconómica por excelencia en Hispanoamérica. Las Constituciones sinodales, de 1687, por ejemplo, reivindicando la preeminencia de los blancos criollos, obligaban a jueces del tribunal eclesiástico y curas de almas a diferenciar entre “padres de familia” y “multitud promiscual”. “Padres de familia” no nombraba, desde luego, a cualquiera posibilitado de paternidad biológica, sino a un sector particular de la sociedad que compartía el poder con el clero y con la autoridad secular. No los vecinos corrientes que formaban un hogar cristiano, sino el reducido grupo de personas que además de mujer e hijos tenían propiedades, servidumbre y esclavos (Pino, 2000: 45).
Don Carlos Delamar es sin duda alguna un padre de familia. Y en torno a la metáfora de la paternidad como eje del orden social la novela hace su primera apuesta, por la cual el patrimonialismo latifundista, esclavista pero benévolo, de ilusoria raigambre colonial, se presenta como principio de organización legítimo y hasta natural.
La hacienda es el espacio donde todo conflicto social se anula. No hay conflicto racial porque la esclavitud en la novela no es una institución orientada a la explotación de mano de obra (119). Está más dirigida a la protección de los cuerpos y la evangelización y disciplina de las almas (las habitaciones de los esclavos son un ameno claustro, no una prisión). No hay conflicto económico porque la hacienda azucarera parece no codiciar tierras o recursos y abre sus pasturas y aguas a los campesinos pobres. No hay conflicto político porque don Carlos rechaza tomar partido durante las guerras de la independencia y abandona Venezuela por Europa.
En el orden natural de la hacienda, toda práctica social es redundante, porque no hay transformación de lo social, sino repetición y perpetuación al infinito del status quo. Por eso la fiesta (y no la producción) es el modelo de práctica social (hay al menos tres en la novela, de diversa publicidad). Los personajes pertenecen desde el principio a un lugar social (que la novela hace equivaler a un lugar moral), en el que todos, con las excepciones de Santos Zárate y Sandalio Bustillón, se encuentran cómodos.
Esto tiene dos corolarios nada sorprendentes. En el mundo de “El Torreón” no hay trabajo y no hay violencia. En la novela nunca se muestra a nadie trabajando, salvo en el capítulo XVI, “Un idilio al través de una reja”, y en las diversas actividades de Teresa y Clavellina (costura y arreglo de vestidos). Pero en ambas ocasiones el trabajo se orienta al consumo ostensible (a la fiesta), no a la producción de una mercancía. Asimismo, nunca se mencionan los tablones de azúcar que sostienen la hacienda, salvo como refugio o habitación del mal, en el episodio donde el teniente Orellana encuentra a Zárate/ Oliveros en el cañaveral (342-343). Por otro lado, la legitimidad del orden patriarcal es tan abrumadora como para hacer, en la visión del patriarca, innecesaria toda apelación a la violencia, tanto la violencia penal, como la coerción a los esclavos.
Si el trabajo y la violencia han desaparecido, es porque “El Torreón” habita un remanso fuera del tiempo y de la Historia. Por eso, la novela refiere de manera tanto explícita como indirecta a la condición paradisíaca de la hacienda (182, 184, 187, 189, 289), y el jardín y los paisajes silvestres adyacentes (esto es: lo meramente decorativo) son el único rasgo digno de notación de la entera unidad de producción agraria.
Sin embargo, esta imagen de la hacienda como locus amoenus, que haría de Zárate una tardía versión de María, encuentra un límite inmediato aún antes que el mismo desarrollo de la trama la descomponga. Hay una duplicidad, inscripta en su nombre mismo, que cruza la identidad de la hacienda. Como vimos, el patrimonialismo, que se concibe como al margen de la Historia, apela con toda coherencia a una imagen intemporal que, cuando condesciende a formularse en términos políticos, remite al paradigma medieval, donde la casa es una fortaleza y sus habitantes son “castellanos” (como se llama repetidamente a Aurora, por ejemplo). Sin embargo, lo más “medieval” de la arquitectura de la hacienda es el torreón que le da su nombre. Pero el torreón no pertenece a la casa solariega, sino al trapiche (112). Así, el emblema marcial de la feudalidad (el torreón que se impone a la gleba como parte eminente del teatro de la ley) es arrebatado por la realidad —más pobre— del capitalismo periférico. El emblema de la feudalidad no pertenece para nada a la feudalidad sino al orden de la producción y a la historia: a una técnica de producción, por añadidura, en vías de convertirse en vetusta (el café era la mercancía en ascenso en Venezuela hacia la mitad del siglo XIX, y era ya el principal artículo de exportación para la época en que Blanco escribió la novela [Yarrington, 1997]). Es de ese desplazamiento del feudalismo del capitalismo azucarero en descenso, de donde surgen los conflictos de la novela.
Los conflictos son de dos órdenes y están corporizados en dos personajes: Bustillón y Zárate. En el primer caso, los flujos del capitalismo erosionan el orden (imaginariamente) inexpugnable y auto-sustentado del patriarcado rural y posibilitan las infames aspiraciones de advenedizos como Bustillón. Más rico que don Carlos (412), Bustillón quiere sin embargo legitimar su dominación por medio del matrimonio con Aurora, la hija de aquél (411 y ss.). El capitalismo, generalizando la lógica de la mercancía, implica el quiebre de la ideología que sustenta el origen simple de los valores, ya que en el mercado todo valor depende de la interacción de agentes contingentes. Bustillón representa esa ruina, ya que es quien careciendo de valor (de linaje, de origen) se ubica como hombre de influencia en el naciente estado. Como correctamente señala Silva Beauregard, Bustillón es una alegoría del Guzmanato, de las dudosas credenciales de sus hombres eminentes, de los aún más dudosos proyectos en función de los cuales la entera gestión se legitimaba, y de las formas que la modernización finisecular tomaba en Venezuela (Silva Beauregard, 1994: 418-421), en particular, la constitución de una poderosa burocracia (en términos relativos) adaptada a las nuevas reglas de la Venezuela burocrático-comercial que Guzmán Blanco estaba creando (Lombardi, 1982: 187-205).
En el segundo caso, las convulsiones de la Guerra de Independencia habían deteriorado la capacidad de la sociedad estamental para sostener su posición frente a las fuerzas que habían jugado un rol decisivo en el conflicto. Zárate es la metáfora de esos nuevos vectores de violencia y de su relación problemática con nuevos y viejos detentadores del poder en Venezuela. Como una “alegoría del presente” Zárate representa el declive de la vieja estructura de poder en la Venezuela de Guzmán Blanco y el reajuste de la gravitación en la política nacional de los sectores cuyo poder se basaba en la tierra (Lombardi, 1982: 199). A pesar de ser un terrateniente, don Carlos tiene poco peso político en su zona y nula influencia en la política nacional. Como el personaje de Presentación en Las lanzas coloradas (Úslar-Pietri, 1931) pone de manifiesto, una hacienda azucarera podía ser una base de poder formidable para lanzar una carrera como caudillo (este es el paradigma clásico del caudillismo, según Lynch, 1992). Don Carlos es incapaz de movilizar esa plataforma de poder.
Zárate es entonces el tropo que corporiza esta migración del poder fuera de la hacienda, hacia un principio nómada que entra en alianzas con la élite agraria tradicional, pero que no pertenece a ella. Si bien Zárate y Bustillón son anómalos en el orden social cuyo vértice es “El Torreón,” no lo son de la misma manera, y no mantienen con el Torreón la misma clase de relación.
Zárate como anomalía
Camuflado como José Oliveros, Zárate entra en escena (llega a la hacienda de Don Carlos pidiendo posada) al mismo tiempo que la épica de Venezuela heroica concluye, cuando el sol de la revolución se pone y la tormenta de la guerra civil ya se anuncia:
Días próximos a la batalla de Carabobo [la misma batalla sobre la que gira la anécdota de Venezuela Heroica], y a la puesta del sol, entre los espesos nublados de una lluviosa tarde del mes de mayo de 1821, hallábase don Carlos Delamar sentado, como de costumbre, en el corredor del patio exterior de la antigua casa de su hacienda, cuando vio entrar en el patio, por el callejón de limoneros, y dirigirse lentamente a la habitación del mayordomo a un desarrapado viajero montado en un triste rocín pobre de carnes, que anunciaba en su andar el más extremo abatimiento. (160, énfasis mío).
Esta escena es el reverso de la Ilíada que el joven Blanco escuchó con avidez. El relato de Páez se enfoca en el centro de la batalla y en sus partícipes ilustres. (Recordemos que las batallas de la Ilíada son una suma de combates singulares, de desafíos o fortuitos encuentros entre héroes bien caracterizados). La entrada de Santos (que llega a “El Torreón” para saquear la hacienda y asesinar a sus habitantes) nos lleva a los márgenes de esa batalla, a un espacio de violencia centrífuga, poblado de campesinos pobres que quizás pelearon las batallas de la Historia pero cuya violencia, más allá de las mejores ilusiones letradas, no se circunscribió nunca a los límites de la épica nacional. Dice la novela:
Tras el legionario que dejó las armas, apareció el bandido. Desde las primeras alboradas de la paz, numerosas cuadrillas de malhechores infestaron los caminos y se parapetaron en los bosques de algunas de nuestras provincias. Los vecindarios de los campos, los caseríos extraviados, las aldeas indefensas y hasta los pueblos no guarecidos con tropas regulares fueron teatro frecuente de robos y asesinatos, cometidos con inaudita audacia (45).
A diferencia de Cisneros, que porfiadamente sostenía la causa realista, Zárate
no parapetaba sus criminales fechorías con el escudo transparente de la política: era más franco. Durante los últimos años de la guerra de Independencia había ejercido su honorable profesión de salteador de caminos, tratando con ejemplar imparcialidad a venezolanos y españoles, y sin que fuera parte a influir en la penetración de sus delitos la bandera política a la que sus víctimas estuviesen afiliadas (46-47).
Zárate es, así, la aparición de un principio heterogéneo (para la novela: incomprensible y maligno, al menos inicialmente) en la escena de la fundación. A diferencia del enemigo realista, frente al cual se forma por contraste un sujeto nacional uniforme, el bandido descompone el “entre nos” del relato totalizador, porque aparece en el seno de ese sujeto nacional y demuestra que en el drama de la independencia alguien era un impostor. Dice Blanco:
Terminadas las guerras de la independencia y entregados nuestros hombres eminentes a la reorganización del país, así como los ciudadanos todos a recuperar por medio del trabajo el bienestar perdido en largos años de persistente lucha, Venezuela exhibió un nuevo cáncer, oculto hasta entonces por el humo de los combates y bajo la máscara política con que de ordinario se cubrieran las más ruines pasiones. Pero desautorizado el pretexto de la guerra, se hicieron insostenibles los disfraces, y tras el legionario que dejó las armas, apareció el bandido.
En Venezuela heroica la nación es un cuerpo que despierta en la independencia. En ese cuerpo, Zárate es un cáncer (45). No se sabe cómo es, pero está allí; se cree que está en un lado pero está en otro (o en muchos otros, 253- 264); se cree haberlo eliminado, pero resurge como una metástasis (68-69). La caza del bandido supone el dominio del cuerpo como metáfora de la estatización del territorio. Pero el bandido no es un enemigo exterior (como el español), otro cuerpo a fin de cuentas, y en tanto que tal provisto de una forma inteligible y localizable, sino un enemigo que no se hace presente. La épica de la independencia, tal como es narrada en Venezuela heroica, lo es en tanto supone la co-presencia, el mutuo reconocimiento de los adversarios sobre un mismo espacio tanto físico como simbólico: el campo de batalla que se disputan. Zárate nunca da batalla si puede evitarlo. Y, como en Güere, da batalla para salir de la batalla, escapar del cerco armado que el estado tiende, escapando del reconocimiento (395-400).
Zárate parece constituir una amenaza aún más grave que los realistas de antaño, porque pone en tela de juicio no sólo el disfrute de la propiedad, sino la instancia de la cual el derecho de propiedad emanaba:
El despecho y la exasperación de las autoridades provinciales habían llegado al colmo. Semejante aventura [la serie de robos que Zárate y su banda acababan de cometer], a más del crimen que encerraba, era tildada de insolente provocación a los encargados de vigilar y sostener la moralidad pública, de burla sangrienta al supremo decoro de la magistratura.
[…]
Destacamentos de tropas regulares recorrían los caminos. En todas partes relucían bayonetas, y hormigueaban soldados, ansiosos, a cual más, de satisfacer el justo enojo de sus burlados jefes; pero sin encontrar sujeto alguno sobre quien descargar el peso de la ley y de sus iras, que, muy bien atacadas, llevaban todos juntos en el cañón de sus fusiles.
No obstante la contrariedad de no topar al enemigo, hubo propósito de declarar el estado de sitio en la provincia; y cual si hubiera resucitado Boves, y corrieran aquellos días de sangre que precedieron las jornadas de La Victoria y San Mateo, y a las más funestas derrotas de La Puerta, la agitación era extremada, la alarma incesante y el pánico de nuestros campesinos subidillo de punto (264-265).
Así, la situación de partida en Zárate contrasta un imaginario patriarcal, donde los límites son naturales y legítimos, a una realidad que es la de la ausencia de límites, y donde Zárate plantea un principio de soberanía alternativa. No sólo disputa —y arrebata— los caminos, las haciendas y las posadas a las ineficaces partidas de campos-volantes (46), sino que reivindica el dominio exclusivo de la selva de Güere, la contraparte oscura de Carabobo, ligada simbólicamente a una memoria de violencia y terror que no es la de la nación-Estado:
La selva de Güere, como las trágicas selvas bretonas, abundaba en fantásticas tradiciones. Era fama que en las oscuras noches de noviembre agigantadas aves negras, cuyos graznidos lastimeros imitaban lamentaciones y ayes desgarradores, se abatían sobre los copados samanes próximos al camino que atraviesa aquel bosque, y con tan formidable aleteo revolaban en las profundas sombras, que a muy larga distancia se le oía como el fragor lejano de un furioso huracán. Teníanse a estos fantasmas por las almas en pena de los asesinados en pecado mortal en aquellos lugares, y no faltaba quien jurase haber visto y oído, a par de danzas de brujas y descabezados ambulantes, tan infernales diabluras.
Pero aparte lo sobrenatural, era lo cierto que desde tiempos muy remotos la susodicha selva había gozado de atroz reputación. A promedios del pasado siglo, un insigne salteador, apellidado Cúchares, la había elegido por guarida, después de abandonar la montuosa quebrada de los Cucharos, próxima a San Mateo, que lleva aún el nombre que dieran a la banda de aquel empedernido malhechor. […]. Pero no eran solamente los salteadores de caminos los que tales atrocidades cometieran en la selva de Güere: las terribles pasiones que se agitaran en Venezuela durante los primeros años de la guerra de Independencia la eligieron repetidas veces para saciar crueles venganzas; y todavía en 1816, al emprender Mac Gregor y Soublette la gloriosa retirada desde Ocumare hasta el Juncal, encontraron, palpitantes aún, al cruzar aquel bosque, los cadáveres de veintinueve patriotas asesinados por Chepito González (391-392).
La selva conjuga saberes alternativos, un capital cultural campesino que para la conciencia ilustrada es sólo “superstición”. La novela dedica un entero capítulo (“Viejas preocupaciones”) a explicar el ascendiente de esas supersticiones, y a establecer una distribución de los saberes locales. En esta suerte de etnografía de inspiración nacionalista, por un lado están aquellos saberes rescatables y que por ende se asocian a la hacienda; por otro, están aquellos que son un peligro y son invalidados por su asociación con el bandido.
Así, la selva de Güere no es un escondite, sino literalmente otro reino. El estado, cuando decide finalmente golpear al bandido, no encara una mera operación policial, sino una conquista en toda forma, y avanza sobre ella palmo a palmo, hombro contra hombro, como en O Cabeleira, donde el cañaveral en el cual se refugia Cabeleira es echado abajo prolijamente y “Cada pé de cana era um pé de gente” (Távora, 1876: 175), o como en Os sertôes (Euclides da Cunha, 1902), donde el ejército avanza casa por casa a lo largo de semanas. Este no es un paseo militar, sino la violencia inaugural que se ejerce sobre un territorio refractario al estado y que no pertenecía a él. Dice Blanco:
Más de quinientos soldados de la tropa de línea y otros tantos milicianos, en movimiento desde la madrugada, ejecutaban lo dispuesto por el comandante militar y […] la pavorosa selva, tan temida, se encontraba rodeada por un extenso cerco de bayonetas que, a proporción que penetraban en el espeso bosque, reducían el dilatado círculo que al principio formaban.
Acaso aquella era la primera vez que tan crecido número de pies moviéranse a penetrar al mismo tiempo en la sombría espesura de aquella abundosa aglomeración de corpulentos árboles y tupidos zarzales, a cuya sombra tantos crímenes se venían cometiendo desde épocas remotas (390, énfasis mío).
Pero esta conquista está lejos de ser una épica de frontera (incluso si rústica e ingloriosa). Como en las historias clásicas de bandidos sociales, el ejército sólo puede entrar a la selva de Güere con alguna posibilidad de éxito cuando Zárate es traicionado. En este caso, la quinta columna es Tanacia (390), la bruja mediante la cual Zárate sostiene ante su banda la superchería de su doble visión (239-241). Lo crucial aquí es que el colapso de la banda es causado por una disensión interna, no por la superior eficacia del estado.
Pero la anomalía de Zárate con respecto al imaginario de la nación-estado va aun más allá. En el principio de la novela, el capitán Horacio Delamar, su cuerpo de veteranos y su amigo el pintor Lastenio Sanfidel (un Tulio Arcos o Alberto Soria avant la lettre) entran en los Valles de Aragua comisionados para perseguir a Zárate, misión que Horacio no disfruta particularmente pero que le permitirá visitar a su tío Carlos y a su prima Aurora después de años de ausencia. Al llegar a La Victoria, se enteran de que Zárate ha sido capturado. El prisionero, finalmente, resulta no ser el célebre bandido sino un cómplice menor. Cuando se descubre el error, el prisionero ya había sido envenenado (por el verdadero Zárate, para evitar la delación). Sin embargo, la posibilidad de la sustitución hace la escena aún más significativa: Zárate asoló la región por años, y era ya una sombría celebridad nacional (Páez mismo comisiona el cuerpo de ejército al que pertenece Horacio). Pero nunca nadie lo había visto, nadie conocía su rostro (y por eso tiene todos), nadie sabía cuál era su raza (y por eso tiene todas), nadie sabía dónde estaba su refugio, o dónde estaba en un momento dado (y por eso está en muchos lados a la vez).
¿Qué nos dice esta escena? Más que la propiedad o la vida, Zárate pone en cuestión la grilla disciplinaria, el principium individuationis en la que se funda (o pretende fundar) una comunidad co-extensiva a la nación-estado. Zárate es un mero nombre, un significante flotante (Laclau: 1996) que conjuga los temores y deseos imaginarios de la colectividad. La realidad del prisionero —nada aterradora— es secundaria.
—Aquí está, aquí está; ya le tenemos— gritan hasta reventar los apostados en el río.
Y entre una doble fila de soldados, y a horcajadas sobre el lomo de un asno y bien atadas las manos y los pies, divisa la sorprendida muchedumbre la innoble figura del prisionero, especie de bruto montaraz, sucio, harapiento, pálido y tembloroso, de aspecto vil a la par que cobarde, con la cabeza descubierta y rota, tachonado el pelo de coágulos de sangre, lo mismo que el pecho y las espaldas, y sin ninguno de los rasgos fisonómicos con que le habían descripto sus apologistas, quienes, corridos de vergüenza, de despecho y de asombro, se encontraron chasqueados.
[…]
Repuesta la sorprendida multitud de su primera decepción, vitoreaba al oficial que había apresado al susodicho malhechor, exageraba por su cuenta el arrojo desmedido de aquél, su astucia incomparable y su insigne victoria […] mientras que absortas todas las miradas en el maniatado bandolero, principiaban a encontrar en el rostro y en la triste catadura de aquel desgraciado rasgos característicos de la ferocidad, pujanza y osadía, que a la verdad no se ostentaban con viveza, sino en la imaginación sobreexcitada de quien suponía verlos.
—¡Jesús!— decía un pulpero—; pues mírenle los ojos; si parecen dos brasas.
—¡Y los dientes!— añadía un timorato, exhibiendo los propios—; ¡ese ha comido carne humana!
—Reparad en la arruga que le cruza la frente, y lo abultado de los maxilares; son señales muy significativas— reargüía a su compadre el sacristán, el albéitar del pueblo con humos de experimentado anatomista.
—¡Qué cabeza!— exclamaba en un portal un estevado procurador de presos con pretensiones de frenólogo—; pues no están poco desarrolladas en ese cráneo las protuberancias de las pasiones criminales.
—¡Y qué me dice usted de ese ángulo facial!— exclamaba ruidosamente el boticario.
Y todos asentían y se inclinaban ante tan justas y profundas observaciones. (50-52)
Zárate come familiarmente en la mesa de don Carlos Delamar, participa de la conversación inter pares que circunscribe la comunidad imaginada “Venezuela”. Zárate está más allá de toda posibilidad de conocimiento o aprehensión. La contradicción de ambas sentencias es sólo aparente. En tanto principio anómalo de lo social, Zárate es la absoluta exterioridad que, de retorno, arruina toda pretensión de interioridad. Pero en tanto principio alternativo de violencia que arruina la distinción interior/ exterior, Zárate presenta otro peligro: reemplazar el principio de violencia en el cual la interioridad imaginariamente se fundaba. Narrativamente esto se formula así: Zárate amenaza reemplazar a Horacio como sujeto privilegiado de la violencia centrada en el estado (Páez) por la mediación de la ley.
Hay dos escenas, de gravitación diversa, donde este riesgo aparece. La primera es la fiesta de la Virgen de la Candelaria, en Turmero. Durante los toros (en el ámbito hispánico, celebración máxima de la sociedad estamental [Cf. Pedro Viqueira Albán]) el pañuelo de Aurora —a quien Horacio corteja— se vuela y cae en la arena. Horacio entra a rescatar el pañuelo, lo que lo pone a merced del toro. Un desconocido (Zárate, disfrazado) entra y torea y mata al toro, salvando al joven capitán por primera vez. Cuando todos van a felicitarlo, éste ya ha desaparecido (338-339). La segunda ocasión es aquella en la cual Santos evita el fusilamiento y la pérdida irreversible del nombre Delamar. A esta última y crucial escena nos referiremos más adelante.
Zárate y el lado oscuro del patrimonialismo
Zárate tiene muchos rasgos del noble ladrón hobsbawmiano. Oliveros/ Zárate se presenta en la hacienda herido y necesitado (160) y, contra sus expectativas, don Carlos lo aloja en capilla solariega (168-169), y lo sorprende con el espectáculo cristiano de la caridad. La confiada generosidad del hacendado gana así la inextinguible fidelidad del bandido y lo adscribe al eje imaginario del patriarcado rural (172). Zárate deviene así un inadvertido retainer de Don Carlos (que no sabe sino hasta muy tarde que Oliveros es Zárate [401]). El ejemplo más transparente es cuando éste viaja a Maracay por negocios, y Oliveros/ Zárate lo acompaña de ida y de vuelta, sabiendo que sin él, el anciano era presa fácil (174-177).
Zárate, el principio de anomalía de lo social, permanece a lo largo de toda la novela doblemente centrado: a nivel moral (en torno a la figura de Don Carlos) y geográficamente (en torno a la hacienda de Don Carlos). Esto señala una duplicidad inherente —e ideológicamente motivada— en la apreciación del bandido. Por un lado, Zárate es una fiera (21, 390), un jaguar (395), un tigre que debe ser cazado (148), la reencarnación de Boves (265), un monstruo espantoso (395), un ente sobrenatural (49), el diablo mismo (264). Por otro, es un héroe que salva en dos ocasiones la vida de Horacio sin esperar recompensa. La oscilación de la figura de Zárate es la oscilación con la que se considera a la violencia campesina, la misma que transforma a los “bandoleros degolladores” de Boves en los “guerreros de la libertad” de Páez. La resolución de esta duplicidad es la segunda apuesta de la novela.
Las distinciones entre lo oral y lo escrito van al centro del proyecto político de Blanco. El lazo de subordinación del bandolero a don Carlos es oral (tiene la forma de un juramento), ya que el orden patriarcal adopta la oralidad como forma de legitimación preferencial. En la caracterización de los patriarcas, don Carlos y Monteoscuro, son las ricas calidades de su voz (y la ausencia absoluta de afectación en esa voz) lo que se pone de manifiesto (138-140 y 195-197) frente a Bustillón, marcado en la voz por su pompa, su sigilo y su seseo (72).
Es por ello que en la novela, lo oral representado es axiológicamente superior a lo escrito representado, lo funda y justifica. El ejemplo más enfático es la orden escrita de Páez, anulando justo a tiempo la sentencia de Horacio (implicado por Bustillón como cómplice de Zárate) cuando Horacio estaba con un pie en el cadalso (436). La orden es escrita, pero es sólo posible por el acuerdo oral entre hombres de valor que suscriben Páez y Zárate.
Blanco define para Páez y Don Carlos un mismo lugar simbólico, donde la voz justa equivale a la autoridad legítima:
Como rústicos eran nuestros padres, tenían la buena fe de ceñirse a la letra en materia de calificativos, y de llamarlo todo por su nombre; así las cosas y los hombres eran entonces lo que realmente eran, sin subterfugios y sin ambages, ni exageraciones hiperbólicas: una vaca era una vaca; un bribón reconocido no era más que un bribón. Pecado mortal en lo político como en lo social era adueñarse de lo ajeno; y el que lo cometía era tildado de ladrón, y como tal tenido y castigado (237).
Esa legitimidad no es igual a la legalidad (asentada en la letra, y cuyo espurio representante es Bustillón), sino que es anterior y superior a ella. Esa legitimidad es la que hace posible una alianza del centro con el margen, por medio de la cual la nación se reconcilia consigo misma: Páez y don Carlos son los únicos a los que Zárate respeta, y dado que es invencible, el pacto oral es la única forma de recuperarlo para el proyecto nacional.
La voz patriarcal es la voz de la jerarquía y es la única con interioridad y poder de comunicación. El otro tipo de voz en el interior de la élite es la del diálogo amoroso o amistoso (el de Horacio con Lastenio, o el de cualquiera de ellos con Aurora), fuente constante de infelicidad y equívocos.
En Zárate (a diferencia de otros relatos contemporáneos a ella) no hay siquiera un simulacro de soberanía popular. La voz del ágora, la voz del pueblo en el diálogo de la plaza pública es simple ruido, superstición que prolonga el imperio del bandido (235-237), o invención, mentira, exageración, error, como en el caso de la captura del falso Zárate o en las conversaciones en Turmero (51-54 y 325-328). Las dos escenas donde una voz popular aparece son frente al falso Zárate (51-54) y frente a la familia de don Carlos y los soldados que vienen a proteger Turmero. Esto es: la voz popular aparece siempre referida a un principio de poder y de violencia que la excede. E irremediablemente, yerra en la consideración de ese principio (el preso no es Zárate, la nube de polvo no es ganado). Esto es, el pueblo como principio político es del todo inerte, casi inexistente cuando habla por sí mismo.
Pero la oralidad popular no es un riesgo en la novela, ya que en última instancia es inofensiva por supersticiosa o por inconsecuente, como las insufribles letanías de Romerales. El verdadero riesgo del proyecto nacional conservador tiene un límite exterior en la escritura sin voz (sin valor, sin origen, sin interioridad). Ese riesgo se llama Sandalio Bustillón, la letra que usurpa la autoridad de la voz. Modelos de esa usurpación son las leyes con las que se erige indebidamente en notable de la localidad (265) y sobre todo, las falsas cartas de Horacio a Zárate (pergeñadas por Romerales) que ponen a Horacio al borde del cadalso (388-389).
El efecto más radical, sin embargo, de la letra separada de la enunciación legítima lo atestigua el hecho mismo que Zárate exista. La existencia de Zárate no es un síntoma del error del orden patriarcal, sino de los peligros de apartarse de éste. Bustillón, ejerciendo torpe o maliciosamente su cargo de administrador de la justicia, es responsable de la incalificable muerte de la madre de Zárate (84), y la venganza de éste lo persigue hasta el final. De hecho, Zárate casi no ataca a nadie en la novela más que a Bustillón para ejercer su venganza (75, 83-108). Así, la ausencia de un principio oral legítimo es lo que introduce por primera vez la violencia ilegítima (y no al revés).
La violencia fundacional como “justicia de Dios”
Zárate nunca es capturado. Se redime (ya lo dijimos) merced al pacto oral con el soberano. En la tradición del noble ladrón, el parlamento con el soberano implica su incorporación como brazo armado del estado. (Como en el caso de Robin of Sherwood donde Robin se convierte en arquero de Richard the Lionhearted, el soberano legítimo). Esta reconciliación se da en el caso de Zárate porque Páez reconoce que la trasgresión a la ley escrita (esto es, sus muchos robos, asesinatos y la asociación ilícita para ejercer la violencia) es secundaria frente a la fundamental fidelidad de ambos al código oral del valor y la lealtad (432-436). Por eso la escena de la reconciliación está basada exclusivamente en una performance, donde Zárate no exhibe arrepentimiento, sino un valor loco (paralelo al valor de don Carlos, dando posada y cuidados a un sospechoso desconocido):
[Ante la negativa de Páez de perdonar a Zárate, cuya entrega es la condición de la salvación de Horacio]
— ¿Es decir, que usted no lo perdona?—agregó el desconocido con tono suplicante.
— ¡No!
— ¿Qué para él no hay salvación posible?
— ¡No!
— ¿Qué lo único que puede esperar es la muerte?
— ¡Sí!
—Pues bien, general—exclamó con desesperación el singular defensor del condenado, poniéndose de pie—, haga de él lo que guste, aquí está.
— ¿Dónde?
— Aquí, delante de usted, mi general. ¡Santos Zárate soy yo!
[…]
— Está bien—dijo Páez—, te perdono la vida, pero a condición de que te hagas hombre de bien. […] — ¿Lo prometes?—añadió Páez.
— Lo prometo—balbució el bandido, jadeante de emoción (434-435).
Páez perdona a Zárate y consigue el perdón para Horacio en el momento crítico (436). Sin esperar la liberación de Horacio, el bandido corre a interrumpir el malhadado matrimonio de Aurora y Bustillón y a eliminar a este último, quien significativamente muere en la horca, como un bandido (447). Así Zárate salva la honra de don Carlos, y abre la posibilidad del casamiento de Horacio y Aurora, que finalmente han hecho claros sus sentimientos el uno para el otro (384).
Este es un final que en apariencia sigue las reglas de la justicia poética. Pero no del todo. Este final hubiese significado una caída definitiva: pondría al bandido y al homicidio que comete sobre la persona de Bustillón en el lugar de origen explícitamente reconocido de la salvación del orden patriarcal que en la novela pasa por “Venezuela”. Esto es: el complot de Bustillón que hacía aparecer a Zárate como cómplice de Horacio se habría confirmado de una manera que Bustillón nunca hubiera sospechado.
Esta alianza/ convergencia tiene antecedentes. Santos y Horacio son asociados en la novela a partir de una metáfora común, San Miguel, arcángel guerrero por excelencia. Sobre el principio de la novela, cuando Horacio y Lastenio se presentan intempestivamente, y su identidad es aún desconocida para los habitantes de “El Torreón”, Clavellina exclama, ante la marcial apostura de Horacio: “—¡Jesús! […] ¡el San Miguel Arcángel!” (137). Cuando Zárate ha sido perdonado por Páez, vuelve a “El Torreón” a vengar a Don Carlos de la afrenta que Bustillón pretende inferir a su nombre. En ese momento, dice el narrador, Santos es el “demonio convertido en arcángel” (446) que imparte la justicia divina. San Miguel es el santo cuya estatua adorna el oratorio de la hacienda (123), que a su vez es el centro de la sociabilidad de ésta. Quien devenga San Miguel, deviene por ende bastión y eje del orden patriarcal.
Nadie más calificado que Zárate. Tiene superior astucia (repetidamente engaña a Horacio), superior habilidad y fuerza física (repetidamente lo salva), y superior conocimiento de los verdaderos códigos que alientan el poder (consigue el perdón cuando Lastenio y Monteoscuro fracasan). Sancionar esta final superioridad hubiese confundido irremediablemente los lugares de Horacio y de Zárate, en desventaja de Horacio. La novela hubiese superado de manera irremediable sus propios presupuestos nacionalistas, hacia una dimensión política inédita, donde la Selva de Güere, como fuente de saber y soberanía, habría superado a Caracas (e incluso a Europa).
Es en este punto cuando Zárate exhibe la verdadera violencia del proyecto nacional, la puesta en escena de la conciencia de que el estado se construye sobre aquello que niega: la violencia no-estatal. Este es el non plus ultra de las ficciones nacionalistas. Por ende, esa conciencia debe ser reprimida, pero a la vez, no puede dejar de ser exhibida como ya desde siempre reprimida: paradoja constitutiva de las narrativas nacionalistas, según Anderson famosamente estipulara: la negociación inconclusa entre represión e inconsciente político es el cuerpo mismo de la novela. Así, sobre el final de la obra, Horacio, que por un inverosímil olvido de sus libertadores no sabe que debe su vida, su fortuna y su honor a Zárate, irrumpe en donde el bandido acaba de ajusticiar a Bustillón. Apenas viéndolo, lo ataca, y sin que haya lugar a explicaciones (y más extrañamente, sin que don Carlos, que debe su honra a Zárate, intervenga para detener la pelea) lo mata (453). Lastenio llega a la escena y pregunta:
—Decid, señores, decid, ¿Quién ha muerto a este hombre?
—Vuestro amigo— contestó el sacerdote.
—¡Horacio!— exclamó Lastenio horrorizado.
—Sí, señor— replicó Monteoscuro—. Pero en combate leal.
— ¡Qué horror, qué horror!— murmuró consternado el artista—pero es verdad que Horacio lo ignoraba.
—¿Qué?— preguntaron todos.
—Que a ese hombre le debe la vida.
Don Carlos elevó al cielo los ojos, como buscando la explicación de tantas amarguras; y al terminar de referir Lastenio el hecho heroico de Zárate por salvar la vida del capitán, el anciano, abatido, inclinó la cabeza murmurando:
—¡Justicia de Dios! (457)
“Justicia de Dios”, frente al flagrante asesinato de un hombre cuando éste había sido perdonado y redimido de sus crímenes, y había redimido a todos de sus muchos errores e inepcias. Horacio se justifica por medio del subterfugio del “combate leal” (456), apelación a un código oral de la valentía del que hasta ese momento no se muestra seguidor (porque eso, entre otras cosas, implicaría justificar a Zárate y su lógica de la venganza hasta el fin, explícitamente desaprobada). ¿Por qué la apelación a la “justicia de Dios” clausura toda reflexión sobre la muerte del héroe de la novela? Porque la muerte de Zárate exorciza la contaminación que hacía tambalear el patrimonialismo. Restaura las fronteras simbólicas que hacen posible el casamiento final de los protagonistas, el “romance nacional” legítimo. La muerte de Zárate muestra —como en el final de El Zarco, de Ignacio Altamirano— que no puede o no debería haber contacto entre el estado —representado en el hombre de estado, en el soberano— y la violencia del bandido, que existe antes y por fuera de la ley. El recurso a la trascendencia oculta así la contingencia de las decisiones políticas, ocultamiento que es el desesperado recurso sobre el que se asienta toda fundación.
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