literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos ensayos de Miguel Gomes

Oct 1, 2023

Eugenio Montejo y la poética del ensayo

Desde sus inicios, el ensayo se ha caracterizado por su enfática conversión de la subjetividad en asunto. El “Aviso al lector” de Michel de Montaigne era claro, aun desafiante, al respecto:

Este es un libro de buena fe, lector. De entrada, te advierto que no me propuso otro fin más que doméstico y privado […]. Si yo hubiera estado entre los pueblos que según se dice viven aún con la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que con gusto me hubiera pintado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así que soy yo mismo, lector, la materia de mi libro.

Trasplantado a Hispanoamérica, el género no siempre ha conservado el dialogante intimismo de su génesis. De hecho, David Lagmanovich, uno de sus más perspicaces estudiosos, dijo que a lo largo del siglo XIX y residualmente en el XX la subjetividad montaigniana dio paso a un “ensayo del nosotros” en que la escritura se presenta como testimonio de voluntades colectivas de las cuales el escritor se siente intérprete: piénsese en “Nuestra América” de José Martí o “Nuestros indios” de Manuel González Prada. El plural remite a una comunidad que medita acerca de angustias políticas inmediatas, continentales o nacionales, a través del intelectual-portavoz. El ensayista del Nuevo Mundo, pudo agregar, se ha adaptado a circunstancias poscoloniales desconocidas para los Ensayos.

En el siglo XX venezolano, ese “ensayo del nosotros” tuvo todavía fuerza hasta entrados los años sesenta, coincidiendo con la consagración de figuras como Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri o Luis Beltrán Guerrero, para quienes la patria e historia fueron principios indispensables. Junto con la colectividad, estos ensayistas de la tierra usaban ensalzar el humanismo. No solo su cosmovisión es antropocéntrica; también su retórica. Un vistazo a ciertos títulos basta para darse cuenta: Hora y Deshora. Temas humanísticos (1963) de Picón Salas, Valores humanos (1953) de Uslar Pietri y Variaciones sobre el humanismo(1952) de Beltrán Guerrero constituyendo aptos ejemplos. En su “Interpretación del Bello humanista”, este último concreto el prototipo del “hombre-pueblo” que será “padre, maestro, guía” y tendrá como “ideas madres” el catolicismo, el apostolado y la romanidad, lo que supone, según se nos dice, “universalidad”, “selección” y “jerarquía”. La condición afín de esas “ideas madres” y los grands récitsde que habla Jean-François Lyotard es indiscutible. Nada cuesta percibir una centralización ontológica que reúne teo y antropocentrismo, patriarcalismo y nacionalismo. Picón Salas, Uslar Pietri y Beltrán Guerrero, según la periodización continental de Lagmanovich, no pudo haber coincidido con lo que este denomina “vanguardismo-existencialismo”, pero si consideramos que a tal momento se asocian Borges, Paz, Murena o Cabrera Infante, deconstructores de anquilosamientos y supersticiones conservadoras, serían forzados asimilar el ensayo venezolano de la primera mitad del siglo XX a lo que ocurría en otros puntos del mundo hispánico, como si el siglo XIX en el país se hubiera extendido inmoderadamente.

Cuando Eugenio Montejo (Caracas 1938-Valencia, Ven. 2008) empieza a cultivar el género estaban produciendo importantes rupturas con dichos patrones arcaizantes. Hacia los años sesenta la más visible radica en que los avatares nacionales ya no son el obsesivo eje de cada amago de reflexión. Hay cambios iguales de drásticas en el plano de la cosmovisión. Para entonces, ha observado a Óscar Rodríguez Ortiz, se vuelve habitual problematizar “el puesto del hombre en el ombligo del mundo”. Patria, dios, historia y humanismo no vertebran totalmente los discursos, aunque persisten dispersos en algunos autores. Montejo, en El taller blanco (1983), rinde cuentas de ese fructífero desarraigo: “sabemos que hemos llegado no solo después de los dioses, como se ha repetido, sino también después de las ciudades”. Léase “ciudad” como concreción del espacio social y podrá cruzar la distancia entre el nacionalismo omnipotente de los escritores teluristas y esta persecución del ámbito perdido de la palabra. “Poesía en un tiempo sin poesía” titula Montejo su breve pieza: en sus páginas se insinúa la lírica ―no la patria ni la religión― como instrumento para replantear los fundamentos de la existencia.

La entrega a una poética postelurista no solo se verifica en el mencionado volumen, sino en La ventana oblicua (1974) y en El cuaderno de Blas Coll(varias ediciones aumentadas entre 1981 y 2007). En esta trilogía compendiadora del ensayo más logrado de Montejo habrá que destacar, ante todo, un redescubrimiento de las tácticas montaignianas de creación. No se trata de que el ensayo de la tierra ignorese a Montaigne: Picón Salas y Uslar Pietri lo citan. Pese a ello, las remisiones tienden a resaltar mensajes morales: el autor francés nos instruye. Si en el telurismo la primera persona de singular se repudiaba o anexaba a una entidad plural omnímoda, el hablante básico posterior está representado a solas con sus obsesiones; cuando acude al “nosotros” delinea más una alianza de lectores o escritores que un desmesurado ser venezolano o americano. Lo que se debate es tanto el conocimiento compartido como la trayectoria de las ideas en el individuo. Se intenta, por consiguiente, una síntesis menos demagógica de la dicotomía extrospección-introspección. Es La ventana oblicua resulta elocuente la evolución enunciativa que se manifiesta desde el texto inaugural hasta los conclusivos. En la introducción, el “nosotros” literario campea y tanto el locutor como el interlocutor son conceptuables como lectores o críticos con un mirador contemporáneo común desde el que repasan el pasado literario —sucede así, por ejemplo, al hablar de Novalis y “nuestro” necesario volver a sus―. Esta manera de plasmar la subjetividad, cercana a la casi ausencia científica del sujeto opinante, irá desapareciendo: en “Tornillos viejos en la máquina del poema” el “nosotros” oscila entre la impersonalidad y su biografización como poeta contemporáneo. Inmediatamente la distancia entre objeto y sujeto se borrará: en “La fortaleza fulminada”, el autor cuyos textos se comentan, César Dávila Andrade, es llamado, sin más, “César” y el ensayista acaba confesándose como su amigo personal. En los dos últimos ensayos del libro, el protagonismo del hablante es evidente, llegando a comunicarnos sus “temores” más fantásticos en un lúdico homenaje a Kafka —“Los terrores de caer en K”—, y, poco después —en “Un recuerdo de Jean Cassou”—, memorias de viajes:

En un cuaderno ya perdido tengo escrito que París es la ciudad donde la tierra gira más despacio. Es allí en ese ángulo que mi memoria superpone algún trazo de Vermeer, donde vivió esa impresión. Escucho fluir el Sena lechoso de cada una de estas voces. Sus pausas y sus curvas, su lentitud, rebotan aquí de una boca a la otra como bajo los arcos de los puentes. Despacio como una meditación, como un susurro del agua eterna.

El ensayo, imbuido de intimidad, modula no menos a la poesía, en un gesto para nada ajeno a los exhibidos por Montaigne en numerosas oportunidades.

Los desplazamientos a lo poético o emotivo podrían tenerse por caprichosos, pero la conciencia de la forma ensayo que se descubre en Montejo apunta a algo distinto. Ya la introducción a La ventana oblicua nos había prevenido acerca del “asistematismo” y la falta de “acotaciones eruditas” desplegadas contra el “bizantinismo” de la crítica profesional universitaria. Sería adecuado preguntarse, en este punto, la función de la imagen matriz de la “ventana”. Se trata, en realidad, de un tópico presente en la tradición ensayística venezolana desde que lo usó el célebre Camino de perfección (1910) de Manuel Díaz Rodríguez:

Hay hombres que no tienen sino una sola ventana en el espíritu [yo no los envidio]. A vivir grasamente en un reino ya conquistado, prefiero conquistar mi reino […]. Por eso, a los espíritus de una sola ventana, prefiero los que son como una casa de muchos pisos que, en cada piso, tienen ventanas abiertas a los cuatro vientos, o mejor ―porque una casa puede ser estorbada por las casas vecinas― como un castillo señorial en medio de una vasta pradera, y con balcones, en cada piso, que dominan los cuatro puntos cardinales.

Díaz Rodríguez, el alcalde de los modernistas del país, había recurrido a la analogía para formular frente a las congeladas rigideces del positivismo ―frente a su mente cerrada― una apertura individual a las ideas, una aceptación de la indeterminación y la flexibilidad. Con tales ideales convergen los de Montejo, pues la “soledad de lo mirado”, la fatalidad “perspectivística” y lo captado “limitadamente”, según él, constituyendo nuestra oblicuidad, nuestra imposibilidad de alcanzar la visión recta, objetiva. “Imposibilidad”, pero también don: debe recordarse con Ernst Robert Curtius, como lo hace La ventana oblicua, que “toda crítica es [en el fondo] irracional” o que, con frecuencia, su razón es “sentimental”. La ciencia desaparece para el ensayista como imperativo. El autor y la obra han de leerse en conjunto, en “comunión fraterna”: ¿no es esa comunión la que se comprueba entre sujeto analítico y objeto analizado en el transcurso de estos ensayos? El estudio del individuo como fuerza coadyuvante de la escritura se presenta paralelo a la individuación del hablante. Cimentando ambas prácticas está el destierro de los excesos de impersonalidad u objetividad: así lo confirma, en unas cavilaciones sobre el I Ching,el asedio fascinado a la noción junguiana de “sincronicidad”, como subversión de la “manera occidental, científica-causal de considerar el mundo”, o las observaciones, en otra ocasión, sobre la “vitalidad” de Carlos Drummond de Andrade: “al inquirir por la técnica de su lenguaje, damos con el hombre que lo sostiene y viceversa”.

El taller blanco desarrollará ese modo de pensar. En el ensayo que da título al volumen, la fe en el individuo se complementa con la soledad como fuente única de creación verdadera, al menos desde la óptica del “yo” que, para ser coherente con su vitalismo, se caracteriza autobiográficamente: la voz opinante conoce desde dentro de la poesía. La negación del racionalismo se extrema en esta colección y el “Fragmentario” es, en ese sentido, texto clave, donde se destacan urgencias del hombre en el fin del milenio. Nuestra conducta —como escritores y seres humanos— no puede ignorar el deber de “aprender a sentir”; antes que buenos intelectuales hemos de llegar a ser hombres, pues “lo demás se seguirá de ello claramente”; el arte intelectual es “masculino” y si se separa de la “música” y de lo “femenino”, conduce al “virtuosismo mental”, o sea, al “lugar común” ―el vocabulario montejiano, aquí, se vincula de nuevo a la psicología de CG Jung aunque ahora no lo mencione―. Se sostiene, además, que “El sentimiento es fecundo porque solo él hondamente nos ilumina. El ingenio distrae, agudiza, afina: llega al cerebro, pero no al alma”. Fondo-forma, masculino-femenino, ingenio-sentimiento: balance de los supuestos contrarios. ¿Por qué para exponer esas convicciones se ha elegido el fragmento? La discontinuidad discursiva impide una límpida racionalización de las proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas ―recuérdese a Montaigne: “mi juicio marcha vacilando, tambaleándose, tropezando”―. que “El sentimiento es fecundo porque solo él hondamente nos ilumina. El ingenio distrae, agudiza, afina: llega al cerebro, pero no al alma”. Fondo-forma, masculino-femenino, ingenio-sentimiento: balance de los supuestos contrarios. ¿Por qué para exponer esas convicciones se ha elegido el fragmento? La discontinuidad discursiva impide una límpida racionalización de las proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas ―recuérdese a Montaigne: “mi juicio marcha vacilando, tambaleándose, tropezando”―. que “El sentimiento es fecundo porque solo él hondamente nos ilumina. El ingenio distrae, agudiza, afina: llega al cerebro, pero no al alma”. Fondo-forma, masculino-femenino, ingenio-sentimiento: balance de los supuestos contrarios. ¿Por qué para exponer esas convicciones se ha elegido el fragmento? La discontinuidad discursiva impide una límpida racionalización de las proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas ―recuérdese a Montaigne: “mi juicio marcha vacilando, tambaleándose, tropezando”―. ¿Por qué para exponer esas convicciones se ha elegido el fragmento? La discontinuidad discursiva impide una límpida racionalización de las proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas ―recuérdese a Montaigne: “mi juicio marcha vacilando, tambaleándose, tropezando”―. ¿Por qué para exponer esas convicciones se ha elegido el fragmento? La discontinuidad discursiva impide una límpida racionalización de las proposiciones, una concatenación ordenada de causas y efectos, tesis y pruebas ―recuérdese a Montaigne: “mi juicio marcha vacilando, tambaleándose, tropezando”―.

No es arbitrario que El cuaderno de Blas Coll se componga de fragmentos. Entre los heterónimos creados por Montejo, toca a Coll el papel de maestro; la vida y la labor de los “colígrafos” se organizan a su alrededor. Si estos son poetas, aquel se expresa a través de la prosa reflexiva ―de tintes líricos, como la de los ensayos ortónimos ya comentados―. El cuaderno constituye, en efecto, un ensayo, aunque se atribuya a un semipersonaje, lo cual no habría de extrañar a nadie que haya pasado por las páginas de los Essays of Elia (1823) de Charles Lamb, el Also sprach Zarathustra (1883) de Friedrich Nietzsche o el Ariel(1900) de José Enrique Rodó, entre muchos ejemplos que pueden traerse una colación. Valga apuntar que el citadoCamino de perfección de Díaz Rodríguez acude no menos a un semipersonaje, don Perfecto, si bien para encarnar el academicismo y el positivismo satirizado por el ensayista. Coll, tipógrafo de Puerto Malo ―dice el prefacio de Montejo, “editor” de sus fragmentos―, fue quizás un canario venido a América, conocido por su comportamiento extraño y sus excéntricas tesis sobre la lengua española y el lenguaje en general. Dichas ideas, enigmáticas, absurdas, cautivadoras por sus esfuerzos de restar familiaridad a nuestra relación con los signos, conforman el corpus editado. El cuadernoes escritura “oblicua” —como la descrita por Montejo tanto en su libro de ensayos de 1974 como en el de 1983—, cuyo ascendente localizaremos en idéntica medida en los heterónimos de Fernando Pessoa o el Juan de Mairena de Antonio Machado. La responsabilidad del ensayista-editor con respecto a las ideas del tipógrafo es ambigua, pero existe, y se advierte en la mirada gozosamente disparatada que arroja Coll sobre la materia lingüística. El tipógrafo no solo se abstiene de ser científico, sino que opta por convertirse en el anticientífico: en sentencias como “El bilingüismo conduce consciente o inconscientemente al ateísmo”, “Toda frase debe reproducir en su construcción, tanto como sea posible, la forma de gravitación de los astros que conocemos. El sujeto debe rotar como el sol” o “El infierno debería nombrarlo una palabra esdrújula. En cuanto al paraíso, para que este sea tal, requiere un monosílabo” vemos cómo la postura es, antes que intelectiva, de intuición desenfrenada y humorística. No debemos tomar en serio a Coll porque sí habríamos de atender a su creador, Eugenio Montejo: poco importa si lo sostenido por la voz ensayística es lingüísticamente incorrecta; su pasión cuentan por las palabras y su capacidad de expresión. Del apego afectivo depende una imagen del universo.

La irracionalidad, con todo, tiene sus precipicios: la locura como destino poético y trágico de Coll es consecuencia del rechazo exagerado de la razón, así como un aviso de los límites que no debe traspasar el hombre. De esa demencia o ese aviso es responsable a las claras Montejo; no desdeñemos lo sugerido en el “Fragmentario” de El taller blanco: el equilibrio de los contrarios es precioso. Si en Coll “el otro” se constela, ha de llegarle el momento de ser “el mismo”. Por eso, dice el prólogo del editor, “acaso El cuaderno de Blas Coll constituye la ilusoria tentativa de un arte poético. Pero no me atrevo a negar su existencia, como no osaría a afirmar rotundamente la mía. Él es, para decir lo menos, un grato relámpago en la puerta de mi caverna”. Coll constituye una sutil fábula de la necesaria búsqueda de coincidencia de los opuestos, balance que nos coloca en umbrales éticos.

Que la estética de Montejo se haya gestado entre los años sesenta y los ochenta ―cuando ya es poeta central en el canon de su país― resulta significativa. Ello no solo porque su lírica, que se alimenta del mito, la naturaleza, la memoria, parece contradecir la Venezuela “saudita” en la que el autor se formó, sino porque su ensayismo agrega a lo anterior la formulación minuciosa de una concepción de la subjetividad que desmiente la idolatría de lo moderno. La Venezuela de entonces ofreció como imagen de sí un progresismo triunfalista potenciado por la afluencia monetaria de la industria petrolera y la adicción al crecimiento vertiginoso de los modos de vida urbanos. Mientras todo eso se traducía en un optimismo político casi “mágico” ―no aludo en vano a las tesis de Fernando Coronil en El estado mágico: naturaleza, dinero y modernidad en Venezuela ―, poemarios de Montejo como Élegos (1967), Muerte y memoria (1972), Algunas palabras (1977), Terredad (1978) y Trópico absoluto(1982) iban retratando, más bien, un mundo en que la nostalgia ocupa el vacío de las viejas ciudades desaparecidas; un mundo en que el hablante, además de una naturaleza no regida por el tiempo lineal, evoca dioses ocultos, muertos de presencia melancólica y leyendas fundacionales como la de Manoa. Estamos ante lo que Raymond Williams llamó “lo residual”: un pasado que se emplea combativamente. Si ese cuadro no fuera suficiente para aseverar que hay una voluntad opositora en el proyecto montejiano, debería tenerse en cuenta su particular rebelión contra el sujeto cartesiano moderno, es decir, una concepción escindida de la identidad en que, patriarcalmente, el intelecto prevalece sobre la emoción, el espíritu sobre el cuerpo, lo masculino sobre lo femenino, la cultura sobre la naturaleza. La voz lírica de Montejo desmiente los esquemas dualistas con una intersubjetividad en que las pugnas y las jerarquías se disuelven en francas comuniones. Y algo similar cabe decir de su voz ensayística, como aquí hemos visto, rendida a lo memorioso, adepta de lo íntimo y menor, y, sobre todo, preconizadora de un fin de las escisiones. La confusión de “yo” y de “otro” en sus juegos heteronímicos corona esa empresa.

Que la visión del universo de Montejo sea “menor” en el sentido de Gilles Deleuze y Félix Guattari lo confirma la precedencia del afecto sobre cualquier otro punto de referencia: recuérdese que en los maniqueísmos del patriarcado, con su cartesianismo incluido, los sentimientos suelen agruparse con lo condenado y sometido —la naturaleza, lo irracional, el cuerpo, lo “femenino”―. El ya citado “Fragmentario” sugiere que el rescate de lo afectivo no es casual:

No sentir el mundo, no sentir la vida en su múltiple misterio y en la simplicidad con que se manifiesta comporta en verdad una mutilación grave […]. Aprender a sentir: esta sola tentativa […] formaría mejor al joven poeta que el aprendizaje perseguido a través del conocimiento literario.

Ello corrobora el cariz político de esta escritura. Pocos autores hay, de hecho, tan contrarios a la “mengua del afecto” que destaca Fredric Jameson en el arte “posmoderno” de la fase tardía del capitalismo. La enunciación de los textos montejianos que coloca el “yo” en posición de igualdad, de amorosa cercanía con otros seres, sin embargo, impide una resurrección de lo que también Jameson denominaría “ego monádico burgués”. Esa opción inteligente, en una velada crítica de un ethos hoy “global”, evita tanto el reaccionarismo como el tentador estar al día de las modas y el mercado literario.

La nación como signo en el nuevo ensayo venezolano

Poéticas de un género

La historia del ensayo venezolano parece obedecer a una lógica en varios aspectos circular que la producción más reciente confirma. Aunque me concentraré en esta, juzgo por ello imprescindible un vistazo a sus precedentes.

La primera mitad del siglo XX fue testigo de dos ensayismos de cariz opuesto: el modernista y el que en ocasiones he llamado mundonovista o telurista —para evitar la excesiva apertura de términos como americanista o criollista— (2008: 68). Hacia 1900, Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Emilio Coll y Rufino Blanco Fombona, entre otros, colocaron a Venezuela a la vanguardia de la prosa de un movimiento continental conocido por sus preferencias cosmopolitas y la poderosa individuación del artista como héroe del espíritu. En la tradición nacional, les tocó prestigiar estéticamente un género no afianzado del todo, pues sus mejores cultivadores anteriores, verdaderos clásicos como Andrés Bello y Simón Rodríguez, por razones de exilio y escasa circulación de sus textos, no fueron reabsorbidos cabalmente en su país de origen hasta entrado el siglo XX. Luego del Modernismo —y la ruptura podría apreciarse internamente en la carrera de Blanco Fombona—, cristaliza un ensayo que suele censurar tanto lo que se tachó de “escapismo” en los gustos internacionalistas como la intimidad confesional de quienes pregonaron el “reino interior”; la epopeya del nosotros regional se perfila como ideal en este momento: el arte o la introspección importan todavía, sin duda, pero se supeditan a los intereses del Nuevo Mundo, de la patria grande o chica empeñada en buscar su destino. En Venezuela, hasta avanzada la década de 1960, el ensayo del nosotros tuvo fuerza y consagró figuras como la de Mariano Picón Salas, Augusto Mijares, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño Iragorry o Luis Beltrán Guerrero, para quienes las nociones de patria e historia fueron irreemplazables. Junto al encomio de lo colectivo, los ensayistas de la tierra ensalzaron el humanismo. Bastan sus títulos para darse cuenta de que ciertas familias léxicas se convirtieron en blasones: Hora y Deshora. Temas humanísticos (1963) de Picón Salas, Valores humanos (1953) de Uslar Pietri y Variaciones sobre el humanismo (1952) de Beltrán Guerrero constituyen aptos ejemplos. Una de las piezas de este último volumen, “Interpretación del Bello humanista”, conceptúa al hombre de letras ideal como “padre, maestro, guía” cuyas “ideas madres” debían ser el “catolicismo”, el “apostolicismo” y la “romanidad”, depósitos respectivos de “universalidad”, “selección” y “jerarquía” (85). La condición afín de esas “ideas madres” y los grands récits evocados por Jean-François Lyotard es obvia: no cuesta captar una ontología que reúne teo y antropocentrismo, nacionalismo y patriarcalismo. El Mundonovismo venezolano habría de coincidir con lo que en la historia del ensayo hispanoamericano que debemos a David Lagmanovich se califica de período “vanguardista-existencialista” (1984: 19), pero si consideramos que a este se asocian Jorge Luis Borges, Octavio Paz o Ernesto Sábato, revaluadores y desarticuladores de hábitos mentales decimonónicos, sería forzada la asimilación. Tras el fugaz paréntesis del Modernismo, en Venezuela una sensibilidad fundacional venida del temprano siglo XIX dio indicios de vigencia.

Alrededor de 1970 se verifica un insoslayable giro en los gustos. Los avatares de la nación ya no engendran obsesivas cavilaciones. No se limita a los temas lo que singulariza a escritores entonces emergentes. Se transforma, ante todo, la cosmovisión; como señala Óscar Rodríguez Ortiz, en el ensayo “el orden humanístico sufre una mutación que tiene que ver con el concepto mismo de humanismo” y con el “puesto del hombre en el ombligo del mundo” (1989: 27). Los ensayistas de los años setenta y ochenta contrastan con los mundonovistas en lo que atañe a credulidades. Quizá convenga ampliar la intuición de Rodríguez Ortiz acerca de la disolución de un centro, el hombre: el pensamiento organizado en torno a categorías compartidas desapareció al menos en sus formas preestablecidas; patria, dios, historia y humanismo cesan de vertebrar conciencias. Eugenio Montejo, en El taller blanco (1983), rendía cuentas de tal reajuste: “sabemos que hemos llegado no solo después de los dioses, sino también después de las ciudades” (15). Léase “ciudad” como cristalización del espacio social y se entreverá la distancia entre el nacionalismo omnipotente y esta persecución del ámbito extraviado de la palabra. “Poesía en un tiempo sin poesía” titula Montejo su breve ensayo: en sus páginas la lírica deviene instrumento para replantear positivamente los desarraigos metafísicos. Otros nombres memorables del Posmundonovismo son Guillermo Sucre, Francisco Rivera, María Fernanda Palacios y Rafael Cadenas. Tanto por la entronización que Sucre hizo en La máscara, la transparencia (1975) del Modernismo —para él, cuna de una auténtica Modernidad— como por la mencionada invitación montejiana a una salvación por la poesía —semejante a la de Martí en su célebre “Prólogo” al Poema del Niágara de Pérez Bonalde o a las de numerosas reflexiones de Darío— no creo equivocado destacar el aire neomodernista de esta fase del ensayo venezolano.

Los drásticos cambios políticos a fines del siglo XX y, en lo que va del siguiente, el atroz derrumbe de la economía y los principios básicos de convivencia harán mella en la literatura. Las tendencias cíclicas del ensayismo, en particular, se han robustecido con el resurgimiento de algunos rasgos mundonovistas; pero únicamente de algunos: nos las habemos con perseverantes intérpretes de lo nuestro que ahora adoptan una actitud desengañada, escéptica, incluso sardónica, hacia los afanes magisteriales de los humanismos de viejo cuño. Pienso, entre otros, en Rafael Arráiz Lucca —Venezuela en cuatro asaltos (1993)—, Miguel Ángel Campos —La ciudad velada (2001) y Desagravio del mal (2005)—, Gisela Kozak —Venezuela: el país que siempre nace (2007)—, Ana Teresa Torres —La herencia de la tribu (2009)—, Antonio López Ortega —La gran regresión (2017)— y Juan Carlos Chirinos —Venezuela: biografía de un suicidio (2017)—.

Lo cierto es que el Neotelurismo —o como acabemos llamándolo: en sus ensayistas el signo país se integra en un sistema compartido y da señales constantes de uso y productividad simbólica— se explica, ante todo, por el peso, en sectores del actual campo cultural venezolano, de un explícito abordaje de cuestiones políticas como fuente de autoridad. Si esto desde el punto de vista de la teoría de Pierre Bourdieu —cimentada en la sociedad francesa— pudiese sonar paradójico, cualquier examen del funcionamiento de campos culturales de origen poscolonial revelará que desde su establecimiento espiritualizan el “hacer patria” tanto como los valores propiamente artísticos, lo cual explica que, con perseverancia, desde el siglo XIX hasta hoy, en Latinoamérica la cuestión del deber con el pueblo renazca.

Ha de observarse que en la Venezuela de entre milenios el fracaso del desarrollismo, patente desde la década de los ochenta —con la devaluación del bolívar en 1983 y el estallido de violencia de los saqueos de 1989, a los cuales se agregan los golpes de Estado de 1992, que colocaron a Hugo Chávez como referente en los avatares políticos—, afecta con su polarización de actitudes a casi todos los géneros cultivados en el país. De hecho, críticos como Paulette Silva señalan “el regreso de un viejo fantasma”: el repunte de la heteronomía en la dinámica de la literatura venezolana (2011: s.p.). Y, si comparamos la literatura con las otras artes, el parecer se refuerza. Sandra Pinardi, con un vocabulario que se remonta al de Jacques Rancière y lo varía, ha postulado que la producción visual, por ejemplo, evidencia un “régimen político del arte” (2013: 107). Pinardi se refiere ni más ni menos a aquello que Rancière denominó “régimen estético”, cuyas primeras señales de ruta surgieron en la comunión de lo artístico y lo político propiciada por el Romanticismo alemán (Le Partage 40-41). Lo estético, si se entiende con Rancière, no está en riña con la participación en la vida social; por el contrario, hace de ella una condición sine qua non en la cual el arte se nutre cuestionadoramente de prácticas cotidianas.

A continuación, examinaré en dos ensayistas contemporáneos algunas manifestaciones de dicha comunión. Para asegurar una mínima representatividad en el espacio del que dispongo, mi selección incluye autores de generaciones diferentes; uno, de amplia influencia en Venezuela como escritor y gestor cultural —Rafael Arráiz Lucca—, y otro, si bien más joven y radicado en el exterior, de creciente reputación —Juan Carlos Chirinos—. Elijo del primero una obra de principios de la etapa que estudio, mientras que del segundo opto por un título reciente, lo cual ofrecerá una idea del recorrido ya extenso del nuevo ensayo del nosotros.

Venezuela en cuatro asaltos

En 1992, El avión y la nube de Arráiz Lucca había probado su compromiso con la literatura a través de la exégesis lírica. El asunto escogido era típicamente posmundonovista: desplazados los discursos magisteriales a lo Picón Salas o a lo Uslar Pietri, el arte monopolizaba la atención del sujeto. Cuando el ensayista decide un año después, con Venezuela en cuatro asaltos, pasar del cielo de la estética a la dura tierra de las cuestiones prácticas, recobra preocupaciones casi vedadas a él. No olvidemos que Arráiz Lucca fue, en sus inicios, uno de los poetas de los ochenta que reclamaba el compromiso con lo que la Modernidad integraba en el imaginario urbano: en tal opción había un distanciamiento de lo sentido como demagógico en el énfasis rural del nacionalismo literario previo.

Basta reparar en el título para sospechar un regreso a inquietudes autoctonistas: ¿no remite acaso a otros de la primera mitad del siglo, como De una a otra Venezuela (1949) de Uslar Pietri o Comprensión de Venezuela (1949) de Picón-Salas? La remisión se articula como parodia, y esto es lo esencial, al sustituir la solemnidad del filósofo-orador por el humorismo de la metáfora guerrera o la trivialidad subversiva del argot deportivo, ya se refieran los “asaltos” al boxeo o a la esgrima. La voz ensayística de Arráiz Lucca, en efecto, se esfuerza en presentarse como carente de todo poder, siquiera el didáctico; es un individuo corriente y moliente desvelado por la comunidad donde vive sin sugerir que posea un intelecto superior:

Menuda empresa la de dibujar los rasgos característicos de una cultura […]. Desde hace tiempo tengo la impresión de que estos textos no los lee nadie. Incluso he soñado con la posibilidad de decir unas cuantas barbaridades para comprobar que no ocurre nada, porque nadie las leyó […]. Asumamos esto como una carta. Pensemos, pues, qué puede redactarse acerca de nuestra cultura y no perpetrar un manual antropológico, un ensayo académico o cuatro tonterías atadas por una cuerda floja. (29)

Cuando en 1953, en plena era mundonovista, Briceño Iragorry intentaba definir ideales letrados meditando acerca de Manuel Ugarte, lo equiparaba a un profeta capaz de guiar moralmente a América: “Ugarte ha muerto, pero la luz del faro donde vivió su espíritu mantiene la seguridad de las señas. Pueden los navegantes confiar en su constancia orientadora” (15). El ensayista de Venezuela en cuatro asaltos, aunque esforzándose en iluminar con su pensamiento personal, se ve obligado a declarar, por el contrario, que solo ha pretendido “ir menos a tientas en el laberinto, encender la luz que llevo apagada en la mano” (5). Desde esta postura modesta —de un humor afín al de la poesía de sus primeros libros— Arráiz Lucca se sumerge en las relaciones tormentosas entre el Estado y las artes, sin desaprovechar oportunidad de continuar sus parodias del Mundonovismo. Véase, por ejemplo, cómo se enfrenta con ironía a uno de sus tópicos:

Decir “somos mestizos”, “somos el encuentro de esto y aquello y el resultado de esto y lo de más allá”, decir esto ¿será realmente decir algo? Afirmar, como quien descubre un tesoro, “somos el encuentro de tres culturas” es mucho y es nada. Es una expresión cierta y cautelosa, pero nos deja un poco fríos. Yo necesito ver las cosas con claridad. (30)

A la par de sardónica, la actitud del hablante es pragmática. Sus observaciones y proposiciones son diáfanas y podemos llegar a ellas sin obstáculos: Venezuela está “enferma” de inconcreción, de ineficacia para llevar a cabo tareas necesarias (17); uno de los deberes del Estado es “civilizar” y un medio óptimo para lograrlo sería la descentralización de las instituciones culturales (28); en vista del dispar universo al que se enfrenta, no tan racionalizable como el de la industria petrolera, un “gerente cultural” debe caracterizarse por la ductilidad más que por la rigidez de criterios (39-41); nuestras editoriales deben expandirse hacia el mercado hispánico poniendo la mira en ciudades claves: Buenos Aires, Bogotá, México, Madrid (87). No hay mayor complejidad en sus tesis, cierto, pero eso se debe también a la llaneza con que se expresa el ensayista, que no interpela a sus conciudadanos, sino que pareciera conversar con ellos esquivando sermones o tentaciones mesiánicas. Su papel no es el de enseñar, sino el de estimular a que el lector —probablemente connacional— lo acompañe en la búsqueda de soluciones. La individualidad de quien habla en el texto se respeta a sí misma y respeta la de quienes acceden a él absteniéndose de invocaciones a identidades portentosas o trascendentales:

Ya no puede precisarse por dónde soplará el viento, incluso a veces no sopla. En este último sentido es que, aunque para algunos resulte incomprensible, el estado de cosas es mejor [hoy en día]. Simplemente, somos más libres. No formaremos iglesia, no pagamos tributos ideológicos. Cualquiera expresa lo que quiere sin otro riesgo que el del precipicio de su conciencia. (33)

Vemos así cómo se logra revisitar territorios usuales del viejo ensayismo nacionalista sin incurrir en su hieratismo. Obsérvese que en el pasaje anterior el nosotros tiene una índole más dialógica que conminatoria por dar cabida a un individuo emancipado de la grey nacional: hay un abismo —“precipicio”— intocado e inalcanzable para los discursos de lo colectivo.

No conviene despedirse de este libro sin advertir que, pese a lo público e institucional de sus temas y sugerencias, aquí y allá nos toparemos con una voz alterna que se infiltra sigilosa y sorprende al simple lector de ideas. Me atrevería a decir que Arráiz Lucca pone a convivir a su ensayista-gerente, en ese momento presidente de editoriales —Monte Ávila Editores Latinoamericana—, y a su anterior ensayista-poeta de El avión y la nube (1990) o, más oblicuamente, al personaje lírico de Litoral (1991), de calculada y jocosa discursividad. El párrafo inicial de Venezuela en cuatro asaltos recuerda, de hecho, las piezas dedicadas a cabras, topos, dantas, cascabeles y mapanares que tejían un bestiario satírico al final de dicho poemario:

Una de las tácticas de aproximación que más admiro es la del lobo. Este feroz animal no por feroz deja de ser cauteloso y reflexivo. Solo se decide a atacar después de haberle dado suficientes vueltas a la presa […]. Imagino que puede llegar a preguntarse, mientras da vueltas, si merece la pena la presa que lo moviliza. Incluso creo que a veces la aprehende y hasta la devora sin total convencimiento. (9)

El ensayista, por esa vía, se escurre de lo que él mismo denomina “el nudo de la cultura”, materia oficinesca y árida, que a otro escritor sin objetivos tan concretos habría fácilmente estrangulado: no conozco manera más exacta de describir los mecanismos mediante los cuales Venezuela en cuatro asaltos contribuyó a resucitar el ensayismo de lo nacional justo en un período en que el proyecto democrático empezaba a colapsar por presiones económicas, sociales y políticas. La violencia latente en la metáfora de un “asalto”, sin embargo, no había llegado aún a su completa manifestación en la realidad. El horizonte al que se enfrenta el otro volumen del que me ocuparé, en cambio, sí la incluye y, podría aseverarse, como punto de partida de sus argumentos. 

Venezuela: biografía de un suicidio

Juan Carlos Chirinos nos ofrece un caso no menos paradigmático del nuevo ensayo del nosotros con un libro que tiene la particularidad de haberse distribuido bien en España y escasamente en el país del que trata. No solo la proyección internacional lo distingue en la ensayística venezolana; igualmente su escritura: más allá de la ironía o el coloquialismo que hemos verificado en Arráiz Lucca, la patria se retoma de modo carnavalesco, transgresor, combativo. El deterioro social de esta en 2017, -en contraste con las circunstancias de escritura de Venezuela en cuatro asaltos-es también extremo, habiendo alcanzado el chavismo, debido a la ausencia del líder fundador, una condición estructural. La de Chirinos es una obra de innegable densidad, acicateada por el ansia de exponer argumentos cuya suma esboza una visión del mundo en la cual el lenguaje desempeña una función cardinal.

Tesis abundan en sus páginas, cuyo subtítulo, tácitamente, las emparentan con la célebre crónica de Mario Vargas Llosa publicada meses después de la primera elección de Hugo Chávez en 1998: “El suicidio de una nación”. Contraviniendo esa génesis, cabe subrayar el optimismo inquebrantable de Chirinos: el suicidio ha sido fallido. El objetivo central consiste en intentar “mostrar al lector no familiarizado […] qué es eso que llamamos Venezuela y cuáles algunas de las causas por las que ha llegado al estado en que se encuentra” (2017: 20-21). Los venezolanos radicados en el exterior podrían simpatizar con la motivación, en vista de las confusas polémicas y diatribas que han enmarcado el fenómeno del chavismo; el planteamiento de Chirinos, con todo, añade lucidez al pragmatismo cuando organiza la discusión en torno a las seducciones de una Modernidad hiperbólica, fértil en espejismos, que ha embaucado al país. Al consejo de Simón Rodríguez “o inventamos o erramos” responde el ensayista:

Nos pusimos [en 1998] a inventar una nueva patria distinta y novedosa; y ni la inventamos ni erramos en su construcción: ha sido lo de siempre. Un caudillo llena de embustes a un pueblo que lo aplaude mientras muerde el pan que le han arrojado, y cuando se acaba el pan: ¡tirano!, ¡tirano!, ¡tirano! Y no se había dado cuenta de que mientras mordía el trocito de pan que le habían lanzado (una minucia, en verdad), la parte del león se la llevaba el caudillo y sus secuaces a las seguras e imperiales cuentas de los paraísos fiscales (130)

Fechados en “Madrid, junio de 2017”, los últimos razonamientos del libro despliegan una visión objetiva de la situación en esos días —“La gente quiere libertad; [Nicolás] Maduro, su seguridad y la de su cártel” (132)—, así como la óptica esperanzada a la cual me he referido: “lo sabe bien el gobierno, la gente jamás se rendirá: esa es la gloria de los pueblos cuando están bravos” (132).

Las frases anteriores ilustran el ludismo de Chirinos, cuyo efecto es doble: por una parte, neutralizar la enunciación profética o didáctica de la literatura telúrica tradicional; por otra, amalgamar dialéctica y expresión. En esta última el yo, aparentemente opacado por la urgente entrega a lo comunitario, adquiere agencia, vigor y valía. Nótese que el juego de palabras con que concluye el ensayo enfrenta, parafraseando y reconstruyendo la letra del himno nacional venezolano, Gloria al bravo pueblo,dos acepciones del adjetivo bravo: ‘valiente’, la usual en España, donde se halla el público primario al que se dirige el volumen —dicho sea de paso: ese es el sentido del himno, escrito en el siglo XIX—; y la acepción hoy predominante en el habla popular venezolana, la de ‘enojado’, ‘molesto’. Pese a que el deseo de comunicación con el lector europeo la propicie, la elocución acaba fortaleciendo aquello de lo que se habla, lo venezolano, en la voz de quien se siente separado de su origen. Sucintamente: pensar en la nación, su nación, reinventa a un yo signado por la extranjería. La historia que se cuenta resulta doble: la de un país secuestrado por el caos político y la de un individuo que se reconquista mediante el acto de comprender cómo ello pudo haber sucedido. Nelson Rivera, autor del prólogo, está en lo correcto al señalar que Chirinos se aproxima a Venezuela “como intimidad” (9). El ensayo del nosotros aprende a ser, no menos, montaigniano: je suis moi-même la matière de mon livre.

Son muchos los pasajes en que el ensayista se deleita, como hacía el hablante renacentista de los Essais, narrando el proceso de la escritura misma como matière de son livre. Resalta en las páginas iniciales, con ocasión de aclarar el método con que se indagan los dilemas de Venezuela, la intersección de lecturas posestructuralistas francesas del personaje autoral con la iniciativa de, sencillamente, acudir a la autora de sus días para averiguar alguna virtud del país. En esa coyuntura, se revela una penetrante socarronería:

Dice Foucault que quiere deslizarse “subrepticiamente” dentro de su discurso y “más que tomar la palabra, hubiera preferido verme envuelto por ella” […]. Se trataba de eso: tenía que deslizarme subrepticiamente en mi libro. Porque todo lo que el lector encontrará sobre Venezuela en las páginas que siguen es apenas la continuación del discurso que cada venezolano de este tiempo lleva consigo, y rumia y desarrolla y discute y comenta y critica. No sería necesario, entonces, pedirle a mi mamá, allá en la arcádica Valera, que me orientara con su sabiduría, pues esta es la “cosa buena” (o no) que de mi país querría destacar aquí, más que cualquier otra: los venezolanos hablamos de Venezuela con la propiedad del que la ha parido, sin pudor (15)

Instantes como ese —numerosos— socavan la solemnidad propia de la cátedra o el púlpito cultivada por el americanismo de la primera mitad del siglo XX, pero me gustaría recalcar el descaro, el desparpajo que le permite a Chirinos consustanciar su productividad expresiva y la nación que la motiva. Lo que afirmo se avizora desde el principio, cuando, habiendo sopesado la compulsión adánica de Simón Rodríguez, el ensayista advierte: “Inventé o erré: lo comprobará el que recorra estas páginas” (21). En otras palabras, esta escritura es Venezuela, “parida” verbalmente por el escritor, hecho que delata otra premisa camuflada y crucial: la nación se construye y deconstruye; no pertenece al orbe de lo natural o intocado por el lenguaje. El empeño en analizarla, pintarla, refutarla termina materializándola. Lo cual sugiere que, aun para una entidad tan golpeada y casi abolida, no todo está perdido: en el instante en que reescribimos o releemos la nación conseguimos resucitarla.

Y parece proponer Chirinos: ahora con más realismo, con menos grandilocuencia heroica o revolucionaria y sin olvidar los bienes inquisitivos que la risa crítica sabe conceder.

A modo de conclusión

Muchos debates universitarios recientes han proclamado la existencia de un estadio “posnacional” de la literatura latinoamericana. Casos como el del ensayismo aquí examinado nos recomiendan redoblar la precaución con respecto a clichés del mercado intelectual no siempre sustentados por el conocimiento exhaustivo de una región vasta y compleja. Si bien es evidente que el potencial convocatorio de diversas especies de nacionalismo se ha agotado, el país como lo he abordado en estos renglones, es decir, como factor activo en el sistema literario, lejos de haberse disipado, se revitaliza e impulsa la imaginación y las ideas de quienes lo invocan. Los ensayistas venezolanos de los albores del nuevo milenio no solo han conseguido variar los patrones del Mundonovismo canónico sin evadir sus asuntos, sino que han hecho de ello una respuesta a un entorno político específico, lo que aparta su relativo regreso al pasado literario de la acusación de tradicionalismo reaccionario o indulgente.

Bibliografía

– Arráiz Lucca, Rafael. 1990. El avión y la nube: observaciones sobre poesía venezolana. Caracas: Contraloría General de la República.

– Arráiz Lucca, Rafael. 1991. Litoral. Caracas: Planeta.

– Arráiz Lucca, Rafael. 1993. Venezuela en cuatro asaltos. Mérida, Ven.: Fondo Editorial Solar.

– Beltrán Guerrero, Luis. 1973. Humanismo y romanticismo. [Incluye Sobre el romanticismo y otros temas (1942) y Variaciones sobre el humanismo (1952)]. Caracas: Monte Ávila Editores.

– Briceño Iragorry, Mario. 1955. Tradición, Nacionalidad y Americanidad. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.

– Chirinos, Juan Carlos. 2017. Venezuela: biografía de un suicidio. Madrid: La Huerta Grande.

– Gomes, Miguel. 2008. Poéticas del ensayo venezolano del siglo XX. 2da. ed. Maracaibo: Universidad del Zulia/Universidad Cecilio Acosta.

– Lagmanovich, David. 1984. “Hacia una teoría del ensayo hispanoamericano”. Hispanic Studies 3: 17-28.

– Montaigne, Michel de. 1950. Essais. A. Thibaudet, ed. París: Gallimard.

– Montejo, Eugenio. 1996. El taller blanco. 2da. ed.México: Universidad Autónoma Metropolitana.

– Pinardi, Sandra. 2013. “Disposiciones políticas de las artes visuales venezolanas contemporáneas: archivos de la violencia”. El tránsito vacilante: miradas sobre la cultura venezolana contemporánea. Eds. Patricia Valladares-Ruiz y Leonora Simonovis. Amsterdam/New York: Rodopi, 107-129.

– Rancière, Jacques. 2000. Le Partage du sensible: Esthétique et politique. París: La Fabrique-éditions.

– Rodríguez Ortiz, Oscar, ed. 1989. Ensayistas venezolanos del siglo XX: una antología. 2 vols. Caracas: Contraloría General de la República.

– Silva Beauregard, Paulette. 2011. “Novela e imaginación pública en la Venezuela actual: el regreso de viejos fantasmas”. Espéculo. Revista de Estudios Literarios, núm. 48: ucm.es/info/especulo/numero48/novimagve.html.

– Sucre, Guillermo. 2016. La máscara, la transparencia. 3ra. ed. Caracas: El Estilete.

– Vargas Llosa, Mario. 1999. “El suicidio de una nación”. El País, 8/8/1999: https://elpais.com/diario/1999/08/08/opinion/934063208_850215.html

Sobre el autor

*Publicados en https://latinamericanliteraturetoday.org y http://www.revistadll.cl, respectivamente.

Deja una respuesta