literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos ensayos de Ludovico Silva

A propósito de «Saloma» de Alfredo Chacón

A finales de 1961 surgió de las prensas de Cromotip una graciosa figura llamada Saloma. Era un libro de poesía escrito por Alfredo Chacón, un poeta joven que reparte su vida entre la antropología y el arte. Sería inútil preguntarle qué le interesa más, porque la poe­sía es una de esas cosas femeninas absorbentes, tiránicas, que no ad­miten comparaciones. La edición de Cromotip es un modelo de exquisitez editorial. Gerd Leufert hizo la diagramación, y Gego los dos dibujos que aparecen en cada una de las partes del libro. Las pági­nas, el papel, los tipos grandes y finos, la desdeñosa ausencia de numeración, la portada seca y clásica, todo, en fin, es producto acaba­do de una selección casi litúrgica. Me placen los dibujos de Gego, por su simplicidad, por su orgullosa humildad. Para un libro barro­co –más español por tanto, de lo que pudiera pensarse– nada me­jor que esa simplicidad: silvestre, pastoril de las líneas de Gego; ya que lo sencillo, según Wilde, es el último refugio de lo complejo. Me parece un buen síntoma que estén apareciendo últimamente libros venezolanos de gran belleza editorial.

Saloma consta de diez «Pre­ludios» y un poema en tres partes que da título al libro. Es un libro escrito entre los años 1956 y 1960, lo cual, dada su brevedad, indica necesariamente una larga elaboración, un constante métier. Toda poe­sía necesita elaboración, pero ésta más que ninguna otra. Desde el primer poema –de tan sólo seis versos– sabe uno cuáles son las intenciones estéticas del autor. Porque aquí hay que hablar, más que nunca, de intenciones estéticas. Chacón está, a mi entender, clara­mente situado en una línea de la poesía neo-latina que une al barro­co español (especialmente Góngora) con el simbolismo francés y tiene su culminación en Valéry. El carácter de esa poesía es el formalismo, esto es, el infinito cuidado en la textura material –sonido, color, ritmo– de los vocablos. Así, Chacón elige con pinzas de oro, sus palabras; las detecta, las mide, las sopesa con paciencia de hormiga. No otra cosa hacía Mallarmé.

En este tipo de poesía es frecuente ver por completo sacrificado el sentido, en aras del sonido y del color. Aunque, en realidad no existe un verdadero sacrificio, puesto que a esta especie poética no le interesa fundamentalmente la significación de las palabras esto es, que no busca suscitar ideas, sino sembrar de sugerencias y asociaciones el espíritu del lector. Es una poesía compuesta de alusiones. Pero no es una poesía caótica; está ordenada según lo extraordinario (aquí reclamo el derecho a la con­tradicción), o dicho de otro modo, pone a cantar sus vocablos en zonas de significación anormales, lo más distantes posibles del te­rreno del diccionario, ese cementerio de desechos. Mallarmé decía que el sentido poético de una palabra le viene dado por su coloca­ción dentro del área del poema y va a compás con su respiración to­ tal. Baudelaire hablaba de «correspondencias», en el mismo senti­do. De esta manera, si un vocablo de apariencia racional es puesto con astucia poética en una zona de significación irracional, donde todo queda en manos de la intuición, su «fondo», su «significación» no será otra cosa que una pura sugerencia, a veces tan sólo musical, como ocurre en casi todas las paginas de Saloma.

Aquí residen a un tiempo la justificación y el peligro de esta poe­sía. Como arte universal está absolutamente justificada: ¿No consi­gue la música, sea clásica o electrónica, suscitar en nosotros un mundo viviente de intuiciones? La música pura, no operática, donde no entra el teatro, desdeña los «temas». El tema de la Sinfonía Pastoral es un plagio. La poesía de Saloma, aunque no desdeña totalmente los «temas», los rehúye, los asesina, dando así a entender su verda­dera intención, que está más allá de los temas. Pero el peligro está en lo siguiente: esas vías, ¿no son las propias de la música? Quiero decir: esta poesía, ¿es realmente poesía, o es música?

Por otra parte, Chacon se detiene morosamente en el color de las palabras. Solo en las tres primeras
páginas del libro hay unos ocho adjetivos de terminación oso- osa, lo que sin duda demuestra una intención cromática, colorante, a veces obsesiva. Entonces: ¿es esto poesía o es pintura. Yo no digo que a la poesía le sean ajenos recursos típicos de las otras artes; pero si digo que, al lado de esos recursos, debe lógicamente emplear los propios de la poesía. Por más vueltas que se le dé, la poesía está hecha de palabras, y las palabras sólo son tales si están preñadas de sentido. A menudo me ha ocurrido, leyendo Saloma, perderme en un oleaje de vocablos que a pesar de su evi­dente plasticidad y sonoridad no me conducen a nada. ¿Quería yo quizá que me condujesen a un concepto, a unos loculamenta o ana­queles del cerebro para emplear el delicioso vocablo que Goethe em­pleaba? De ninguna manera. La poesía está hecha de sinrazón. Pero eso no significa que la poesía no diga nada a nuestra razón. La vida misma, que es irracional, dice mucho a la razón. Sin duda alguna, la poesía es la compensación universal (como lo es la religión) de esa razón geométrica que heredamos de los griegos antiguos. La poe­sía compensa a la razón, pero cuenta con ella para poder ser. Quiero decir que, al fin y al cabo, los temas de la poesía y los temas de la filosofía son los mismos. Y por tanto, la poesía no debe desenten­derse de los temas de la filosofía. La poesía debe tener eso que ridí­culamente se llama «mensaje» y debe hacer todo lo posible por fe­cundar el alma de los hombres. Podríamos decir, por aquello de que ángel significa mensajero, que la verdadera misión de la poesía es ser angélica.

De otra manera, ¿cuál sería la función de la poesía dentro de la sociedad? ¿Será acaso la de proporcionarle un entretenimiento mu­sical? Yo creo que la función de la poesía es de mayor envergadura. El poeta debe enseñar a su sociedad a sentir, así como el pintor debe enseñarla a mirar; y junto a la belleza pura de líneas, junto a la per­fección, debe entregarle un caudal de sentimientos humanos, lo más universales y vivos posibles. Juan Ramón Jiménez decía: «Lo clási­co es la perfección viva».

Pero entendámonos. Yo no quiero quitarle en modo alguno al ar­ te el derecho que es esencial de ser un fin en sí. Sobre este asunto ha habido largas y complicadas polémicas en todas partes del mun­do, especialmente en Francia y en Rusia. A mi entender, esas polé­micas deberían acabarse de una vez. ¿Por qué un objeto artístico, un poema, digamos, no puede tener a un mismo tiempo un fin en sí y un fin para los otros? Tal escisión tiene tan sólo lugar en las ca­bezas de los teóricos del arte, pero de ningún modo existe en las gran­des obras artísticas. Si un poeta quiere expresarle algo que él consi­dera elevado al mundo de los demás hombres, nada de raro tiene -ni lo ha tenido jamás- que se esfuerce denodadamente en expre­sarlo lo mejor posible.

La cosa empezó oficialmente con la famosa frase de Gautier: l’art pour l´art. Al demonio con todos los sentimientos y con el lagrimeo de Lamartine: «Sufrir es un escándalo», diría más tarde Jorge Guillén. El maestro Mallarmé, cuando una cierta señora le pregunta que si ese tono rojo de un poema suyo significa el crepúsculo, responde: «No, señora; ése es el rojo de mi chaleco». Y después, cuando le pre­guntan si él  o llora en sus versos, arguye: «No, ni tampoco me sue­no la nariz». Más tarde, Válery, inspirado por Mallarmé (siempre lo estuvo) hablará de la poesía como «charme», en el sentido etimo­lógico de hechizo, brujería o encantamiento irracional. Y Baudelai­re había ya precisado: «Manier savamment une langue, c’est prati­quer une espece de sorcellerie evocatoire».

Todo eso tiene un sentido claro de reacción contra el romanticis­mo. Es un movimiento antiburgués, que se burla de la chapucería sentimental en que había caído el arte, al tiempo que se bamboleaba también en un glacial neoclasicismo. Se trata de poner el acento y la intención del lado contrario. ¿Que los románticos eran demasia­do sentimentales? Entonces, echemos el sentimiento a la hoguera. Hagamos «esmaltes y camafeos», hagamos arte en sí.

Pero la reacción de Gautier también fue romántica . Porque el ro­manticismo no es una cuestión de sentimiento, sino exceso en cual­ quier sentido. El romántico es desmesurado. Gran desmesura es, por cierto, vaciar el arte de sentimiento y emoción.

El libro que comento padece, a ratos, de esta. desmesura. Pero es ya una gran cosa que sea sólo a ratos. Yo no sé bien cuáles serán los ideales de Chacón; ignoro si llevará a su poesía hacia un mundo cada vez más abstracto y deshumanizado, o si, por el contrario, em­pleará sus magníficas dotes poéticas en la construcción de versos que hablen no sólo al gratuito amor de la belleza sino también a la em­peñada humanidad. Un poema suyo que leí en el catálogo de la última exposición de Gabriel Morera me hace temer que va por la primera de las dos vertientes.

Me hace temer, digo. Son pensamientos muy personales los que nutren esa expresión. Desde hace varios años pienso que es este eI tiempo más indicado para una revolución del arte; una revolución que tiene que Ir a parar en un arte clásico. Y entiéndase por clásico una manera determinada de ser artista y no una vuelta a formas pretéritas. Para mí, ser clásico es una manera de ser grande. Me atre­vo a hacer aquí juicios de valor, ,porque creo preferible el equilibrio a la desmesura. Mientras Chacón se empeñe en hacer un arte por el arte, sera romántico. El mismo Mallarmé sabía ya eso contra los que creyeron -y siguen aún creyendo- que la exquisitez de su forma poética significaba un desprecio del contenido. La poesía del autor de Herodiade está repleta de sentido, de una manera de pen­sar y de unas ideas típicas del siglo XIX. Otra cosa es que Mallarmé quisiera despistar al público, diciendo que su obra no era sino un puro atletismo formal. También hizo eso Baudelaire al salir impresa su obra fundamental. Dijo que se trataba de una obra «frívola», un puro «aburrimiento»; pero al mismo tiempo escribía a su madre di­ciéndole que había hecho un libro de poesía universal «superior a Byron», lo cual revela su verdadero pensamiento. La caterva de dis­cípulos simbolistas entendió mal esta cuestión; resbalaron sobre bur­las. Sólo tres o cuatro personajes se salvaron, merced a su genio, de aquellas autoironías de los maestros, y por eso se convirtieron tam­bién en maestros. Sin autoironía no hay maestro ni sabio que valga. Autoironía significa: tener la suficiente seriedad como para burlarse de sí mismo. No existe lo negro sin lo blanco.

Tomando un fúnebre aire de consejero, yo le recomendaría a Al­fredo Chacón no olvidarse jamás de Saloma, porque en ese libro hay numerosos fragmentos que guardan el equilibrio de que he hablado antes. No olvidar el equilibrio. Ese es el tema principal de la revolu­ción venezolana.

Hay que aclarar algo. Chacón sabe perfectamente dónde está me­tido. No soy yo quien lo ha venido a decir. Él sabe perfectamente qué es lo que busca. Por tanto, es respetable su búsqueda. Lo que yo le digo es que esa especie de búsqueda ya la conocemos; sabemos a qué atenernos con respecto a ese tipo de poesía. Hemos ya leído en Mallarmé y Valéry que en el entretenimiento moroso en a urdim­bre de los vocablos, es decir, la liturgia material de la poesía, reside todo el encanto del verso. ¡Sin duda! La poesía siempre ha sido sor­cellerie évocatoire. Pero también la poesía ha sido el motor de in­numerables generaciones de hombres, y eso lo ha conseguido por­que aquella liturgia, aquella magia, tenía también un significado racional. La poesía es el reino de lo irracional; pero su resultad es profundamente racional. y no quiero decir precisamente paradojas.

Yo veo en el «Preludio» séptimo la manera más impersonal de expresar algo íntimo, un problema 1ntenor   e  poeta. ¡Es la manera más impersonal posible de expresar algo personal! ¡Bravo! ¡Eso es el arte! Pero lo que no apruebo, lo que no trago, es la impersonalidad como sistema. Ahí está Miguel Hernández para demostrar lo contrario.

Pero tal vez me equivoque. La poesía que yo reclamo no tiene por qué ser la poesía universal. Ninguna poesía es universal si no es efec­tivamente poesía. Puede ser que esa infinita búsqueda de Chacón lo conduzca a algo superior. Puede ser que no. Lo que sí sé es que debe acercarse más a la humanidad de sus lectores, y no alejarse. No hay que olvidar el consejo:  la perfección,  desde luego, pero viva. Sólo así se hace duradera  la belleza.

Pérez Perdomo maneja sus fantasmas

A mediodía pueden verse fantasmas, larvas atroces que caminan bajo un sol de hierro entre el ruido atronador de los automóviles. El otro día vi a Francisco Pérez Perdomo atravesar una calle de Sa­bana Grande, a pleno sol. Después me acerqué a una cierta librería y, no más al entrar, advertí algo insólito: en medio del gran ruido de Caracas, en mitad de esta tempestad mecánica, hay un libro si­lencioso. Bajo este sol orquestal, hay un libro nocturno. Frente a es­ta atroz burguesía, hay un libro bohemio, ebrio de dinamita revolu­cionaria. Al través de tanta gente sana cuya panza repleta le impide ver fantasmas, un libro y un hombre se codean con espectros, que minan sus enfermedades y proclaman un nuevo vigor, distinto de la obesidad ambiente. Como el agua se llama agua, este libro se titula Fantasmas y enfermedades; y como el vino se llama vino, este libro fue escrito por Francisco Pérez Perdomo, un tipo verdaderamente ra­ro, puesto que le importa relativamente poco lo que ocurre en su al­ma y en el alma de los demás. Y sobre todo, ve fantasmas.

Ve fantasmas. Y lo hace con una precisión admirable. Si uno se lee este libro con amor y morosidad, releyendo, apuntando, recitan­do, irremediablemente queda uno acompañado de fantasmas y lo que es peor -para los burgueses-, lleno de enfermedades. De la misma manera como, a los quince años, se envidia las úlceras de los hom­bres famosos, yo le envidio a Pérez Perdomo sus diversas enferme­dades. Son enfermedades que se concretan en una sola y egregia en­fermedad,  cuyo nombre por  ahora me callo. Y los fantasmas son todos, un solo fantasma.                                                                  .  .

Yo escribo para quien ha leído este libro. Detesto las notas bibliográficas, sobre todo porque le dan oportunidad a quien no ha leído un libro de enterarse de él. Es como saber los secretos de una mujer sin haberla visto jamás . A los libros como a la vida hay que vivirlos. Escribo para quien haya vivido este libro. Para quien no lo haya leído, quede el honor irónico de ser un fantasma, como lo era yo antes de leerlo.

¿Qué es un fantasma? Etimológicamente, es algo que se aparece, una aparición, un fenómeno. ¿Qué es un fenómeno? Si un amigo se desaparece, al aparecer, lo llamaremos fantasma. La gente del pueblo es especialmente sensible para ver fantasmas.  Los fantasmas de un país provienen de la alucinación popular. Cuando, a veces, por la noche, tengo la ventura terrible de ver a «la llorona», veo un espectro popular. En muchos de sus romances, García Lorca no hacía otra cosa que ver fantasmas de su pueblo, fantasmas granadinos.

Sin embargo, al lado de esos fantasmas públicos, hay fantasmas personales.A cualquier burgués le es fácil decir que ha visto «la llo­rona». Pero le será muy difícil decir que ha visto la especie de fan­tasmas que vio Pérez Perdomo. Así se explica la primera mitad de este libro, que trata de fantasmas.

El libro de Pérez Perdomo no ostenta división alguna numérica; no tiene partes. Sin embargo, es fácil dividirlo en dos pares y hasta en tres. Con quirúrgico entusiasmo, podemos seccionar: primera par­ te, sobre fantasmas; segunda parte: sobre enfermedades; tercera parte: sobre fantasmas y enfermedades.

Hablemos de fantasmas. Me da la impresión  de que estos fantasmas  son el propio Pérez Perdomo. Le haría falta leer su libro. Imaginémoslo por un momen­to: después de una noche turbulenta en que se ha hablado desde Goe­the hasta Lao-Tsé, llega a su casa y, al quedarse solo, advierte una presencia extraña, algo inmaterial que se mueve; su único refugio en­tonces está en la hoja blanca. Pero desde esa hoja le salen también fantasmas. La única manera de matarlos -porque, humanamente, hay que matarlos- es escribiéndolos. La poesía debiera estar inscri­ta en los anales de la criminología, y no porque, como mucha gente cree, los poetas son unos criminales, sino porque la poesía es un cri­men, esto es, un ritual donde se asesina fantasmas. Se los asesina con el mayor cariño, de un plumazo.

Me cuesta describir esta poesía. Pero, mientras peor es una poesía, mejor se la puede describir. Sería absurdo ponerme ahora a de­cir que el libro de Pérez Perdomo está escrito en versos sueltos «li­bres». Eso no sería sino una información, y yo no quiero informar a nadie. Lo mismo daría decir que Pérez Perdomo nació en el año tal, que su partida de nacimiento descansa como una ostra en una prefectura o, en fin, que se acaba de casar. Pérez Perdomo usa del verbo a su gusto. De pronto lo respeta, lo escande silábicamente; y de repente lo destruye, lo pulveriza. El colmo de la poesía occidental es terminar un verso con la conjunción «y». ¿Es esto rebeldía? De ningún modo. Ya Mallarmé lo hizo en su soneto famoso que comien­za: «O si chére de loin et proche et blanche, et…» Y se trataba, conste, de versos franceses, es decir, versos mucho menos libres que los cas­tellanos, más respetuosos de la pausa final. Tales agresividades para con los versos sólo pueden ser realizadas por quienes tienen un pro­ fundo respeto a su tradición. ¡Cuántas sílabas no habrá contado Pé­rez Perdomo antes de haberse burlado de las sílabas!

¿Por qué planteo yo esta cosa elemental a esta altura del siglo XX, cuando los poetas tienen ya décadas burlándose del metro? La plan­teo, en primer lugar, porque como cosa elemental está siempre a la vanguardia; y en segundo lugar, porque el verso suelto o «libre» ha sido y es (no sólo en Venezuela) el refugio de muchos advenedizos de la poesía. La poesía, hasta el siglo XIX, salvo rarísimas excepcio­nes, siempre estuvo medida, métrica o silábicamente. El verso sin me­dida de ninguna especie es un invento relativamente reciente. Hablo de aspectos puramente formales, cascaroides. Entonces, cabe pregun­tarse, ya que la poesía exige siempre una medida, un metro, cuál es la nueva medida. Si echamos una mirada a la poesía de este siglo, encontraremos, en primer lugar, poetas que se mantienen fieles a la medida tradicional y poetas cuya complacencia reside en burlarse de esa medida. Eso no es más que el encuentro de dos épocas. Pero mal harán los que crean que, por mantenerse fiel a una tradición, habrá necesariamente que ser antirrevolucionario y viceversa.

El libro que comento, con todos sus versos sueltos, tiene un pro­fundo respeto a la tradición. Y no solamente en lo formal; también en lo que llamaremos contentivo. Ese amor por lo muerto, por los cadáveres, ¿no viene silbando desde Quevedo? ¿No es terriblemente español ese conjuro de las enfermedades, esa pequeña cantidad de monstruitos goyescos, ese repentino ascetismo a lo Zurbarán? Al con­trario de lo que dice en las solapas del libro, yo no creo que el hu­mor negro de este libro provenga de gente como Kafka. Ese humor es más español que nada. Kafka es tenebroso, sin duda, pero Kafka no ríe. El humor español está compuesto, como el libro Fantasmas y enfermedades, de duelo y carcajadas. Es como la risotada de un hombre en una sociedad compuesta de velorios.

Viene de ahí su estupendo alarde de prosaísmo. Como cosa rara, vemos a un poeta alardeando de prosaico. Esto sólo quiere decir que usa a menudo recursos que son propios -hasta ahora- de la pro­sa; sobre todo, las locuciones adverbiales. Lo cual no hace sino con­tinuar la americanísima tradición que inauguró César Vallejo. Por­ que lo americano en poesía no está en el Amazonas como en los adverbios.

Si lo que acabo de decir es blasfemia, válgame Dios. Pero como Dios, al parecer, no existe, entonces válgame la blasfemia. El idioma español ha demostrado que cualquiera tiene derecho de blasfemar. Mi blasfemia consiste únicamente en decir que Pérez Perdomo es un poeta universalista que usa, a menudo, recursos propios del español de América, o mejor, de la poesía americana . Nada más lógico, después de todo. Acordémonos de aquellos «en suma», «por lo tan­ to», «considerando…», «en fin», y demás expresiones típicas del len­guaje discursivo y razonador de la prosa. César Vallejo descubrió en lengua castellana que el empleo de esas locuciones en poesía era peligroso si se hacían versos por el estilo del modernismo, pero re­lumbraban entre versos revolucionarios del siglo XX. La razón de tal fenómeno, a mi entender, está en el hecho simple del contraste: la fórmula prosaica hace brillar, como en una pantalla, la luz de las poéticas; y así las expresiones de la prosa entran al reino de la poe­sía. Basta citar un  ejemplo  de Vallejo:

Considerando también
que el hombre es en verdad un animal
y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza…

Pérez Perdomo ha leído muy bien a César Vallejo, y de esa lectura le ha venido a su mundo poético una serie de detalles que lo caracte­rizan. Este es un caso de influencia benéfica y muy subterránea. Pé­rez Perdomo no se parece a Vallejo sino en la fuerza muy americana de jugar mágicamente con unos juguetes peligrosos que pueden ser, en algunos casos, los adverbios, y en otros las desenfadadas expresiones coloquiales de nuestro continente. A los que dicen que en Ve­nezuela no tenemos tradición poética yo les propongo que piensen en grande, que piensen en continentes, en océanos y afirmen con or­gullo que tenemos una tradición poética americana, o más aún, de lengua castellana. Que no se rompan la cabeza los poetas buscando la manera de ser venezolanos en poesía; que sean hispanoamerica­nos. La poesía no es el reino de lo pusilánime, sino el reino de lo magnánimo, de lo universal.

Por lo demás, Pérez Perdomo no se parece a nadie más que a sí mismo. Este es el mejor elogio que se puede decir a su poesía. Lo que más ha cautivado mi interés por los versos de este libro ha sido encontrar en ellos esa piedra preciosa rarísima que se llama estilo personal. Imposible definir lo que sea ese estilo personal. Es una at­mósfera hecha de mil detalles, de mil vocablos insistentes que nos envuelven como un humo de encantamiento. Uno sólo puede des­cribir los gestos externos de esta poesía, pero su movimiento inte­rior, que es lento y denso como el petróleo, se nos escapa de las ma­nos cuando queremos enseñarlo. Es un compuesto de visiones, de sarcasmos, de aletazos satíricos y de una melancolía viril. Pérez Per­domo nos insinúa con silencios que todos esos fantasmas que él nos pone a danzar frente a los ojos no son sino un solo gran fantasma: la poesía.

Y también nos insinúa una sola gran enfermedad, que es la poesía. Todos esos catarros, tan llanos y prosaicos, todos esos es­tornudos (hay una descripción extraordinaria de un estornudo, sin nombrarlo directamente) no son sino símbolos, trampas poéticas que Pérez Perdomo tiende a los malos lectores, que no saben que hacer poesía es casi siempre esconder unas palabras universales, como poe­sía, dentro de otras muy particulares, como catarro. Cuando Dante quiere hablar del remordimiento como una universal sensación no escribe un tratado de las sensaciones, sino que dibuja a un hombre con una enorme pena sobre la nuca. Cuando quiere hablar del ridí­culo en los infiernos pone a un condenado a soplar por el trasero como una trompeta: «Ed egli avea del culfatto trombetta…»

¡Sentir la poesía como una enfermedad, como un mal! ¡Ya me parece estar oyendo a los cuatro señorones de la poesía venezolana -y entre ellos a dos o tres jóvenes viejos que merecen nuestro desprecio- diciendo con aire de matronas: «Estos jóvenes de ahora quieren ha­cerse los interesantes diciendo que sienten la poesía como un mal, como una enfermedad . Yo, a su edad…» Esos señores, que ganan muchos premios y visitan las casas oficiales de la poesía (y no sólo las de la poesía) no saben que uno no tiene más remedio en este país, en la hora actual que sentir, no sólo la poesía, sino el arte entero, como una enfermedad, como un mal que nos hace sufrir. Porque ésa es la pura verdad: aquí no tiene uno otra salida que sentirse co­mo una podredumbre social; los artistas son animales enfermos con­denados al silencio o a la expresión ambigua.

Una vez, hace meses, escribí un largo artículo donde decía que es éste el principal proble­ma de la poesía venezolana. Sin embargo, ya que es así, la nueva poesía venezolana se hace cargo de la situación. Lo que no sabe mu­cha gente es que la poesía es el retrato más fiel de un país. Si aquí, como en Dinamarca, hay algo podrido, la poesía se encargará de de­nunciarlo. Si quieren enterarse de algunos detalles de esa podrición, lean las burlas y sátiras deslizadas por Pérez Perdomo en algunos de sus versos. Ese Pérez Perdomo que tiene que quedarse solo con sus fantasmas y arrastrarlos por ahí, en medio de la noche, es el sím­bolo del joven artista venezolano que no se quiere rendir ante la pes­tilencia del ambiente y que lucha para salvarse de la horrible esterili­dad y el horrible silencio a que está aquí sometido. Pero no quiero repetir lo que una vez dije (y que me consta les sentó como un plo­mo a los señorones aludidos). Por ahora, como Sancho Panza: «me callo y no digo más».

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