Roberto Martínez Bachrich
Matemática III
Manuel detiene el carro frente al edificio. Se baja y se acerca al intercomunicador: “DAÑADO”. Vuelve al carro y toma el celular:
01492374782:
—Aló, Julia.
—X.
—Bien ¿y tú?
—Y.
—Aquí, abajo.
—Z,
—No vienes!
—X + Y + Z…
— (Después de un silencio largo) Sí, sí, bueno chao —y cuelga.
Manuel le da un golpe al volante y luego recuesta la cabeza en el asiento. Mira por la ventana: carros y más carros, la Plaza Páez, una vieja paseando a su perro, una mujer… del otro lado de la calle hay una mujer de vestuario provocativo. Una puta, probablemente. Manuel se acomoda en el asiento y fija su vista en ella. La mujer camina entaconada: tres pasitos a la izquierda, tres a la derecha y así. Se queda observando con mirada de fuego a cuanto carro le pasa lento por el frente (los que manejan también la miran), les sonríe, les hace gestos no muy disimulados con el cuerpo. Manuel divisa a lo lejos unas luces rojas y azules que se aproximan. La mujer se da cuenta también y corre a esconderse detrás de un quiosco de periódicos. La patrulla pasa y se aleja. Ella asoma la cara —cual tortuga saliendo del cascarón— y luego el resto del cuerpo. Vuelve a su antiguo lugar.
—Una puta, definitivamente —piensa Manuel, enciende el carro y se va.
Es sábado por la noche, él no se va a ir a su casa así como así, sólo porque Julia “se sienta mal”. Tampoco va a aparecerse solo en esa fiesta, la verdad, nunca tuvo muchas ganas de ir. Mucho menos se iráa una tasca a beberse la ingrimitud. No, esa época ya pasó. Entonces ¿qué puede hacer?
Correcto: cogerse a la puta de la esquina. Manuel acelera y da la vuelta apenas puede. La idea de que alguien se haya llevado a su putita lo horroriza.
Llega a la esquina y ve un carro detenido frente a la mujer, quien recostada en la ventanilla sonríe con descaro y se insinúa ordinaria. Manuel se acerca lo suficiente y toca la corneta varias veces, el carro de adelante sale disparado (probablemente un conductor que se sintió reconocido por algún amigo moralista con carro similar al de Manuel).
La mujer mira con desdén la estela de humo del vehículo huido y luego se da la vuelta y observa a Manuel. Él la mira y le alza las cejas ridículamente. Ella muestra toda su dentadura en media luna, se echa el cabello hacia atrás y comienza su sensual desplazamiento — de ocho a diez pasos— hasta el carro de Manuel.
Manuel, ahora sí, la detalla en cada ángulo de su cuerpo. Sus facciones son algo toscas: nariz gruesa, mirada rígida, expresión algo dura; sin embargo, sus tetas son prodigiosas y su culo magistral. Manuel de repente se acuerda de una frase de su profesora de Matemática IM en la Universidad: “No importan las partes por separado, importa el conjunto” y por primera vez en la vida le da la razón.
La mujer —faldita roja, botas hasta las rodillas y top de piel de tigre asoma sus colmillos y garras a la ventana.
—Hola papito.
—Hola tigresa.
—Soy Bruna, si me contratas te llevo hasta la luna.
—Suena bien, pero… ¿El viaje espacial no me sale muy caro?
Bruna se ríe y le responde: —Si quieres gozar como nunca, el precio es lo de menos, luego lo arreglamos-. Manuel asiente, Bruna sube al auto y se van.
El “Sky Palace” es el motel más cercano. Allí se detienen después de una superflua conversación carruna (con las putas no se habla, se tira). Manuel llena el papeleo, paga y recibe las llaves. Los ojos de Bruna lo miran con seguridad. Sus senos lo apuntan voluptuosos. Camino al cuarto, Manuel piensa en Julia, estará tirada en su cama, quejándose de su “malestar”, con su madre al lado mimándola. Piensa también en lo caro de los moteles hoy en día, y en todo lo que ha gastado en moteles con Julia. Para nada, es siempre lo mismo: ella es demasiado fría y convencional, no acepta juegos de ningún tipo, ni siquiera le gusta variar las posiciones, es una necia, una boba. Pero ahora él se vengará, todas sus fantasías las va a cumplir con su tigresa. Se ve que Bruna es una mujer ardiente. Valdrá la pena haber pagado el motel (más bien le va a parecer barato cuando hayan terminado), y a Bruna… con todo lo que tiene en mente para ella cualquier precio será escaso.
La cama a la vista enciende a Manuel. Toma a Bruna por la cintura y empieza a morderle el top (con los dientes se arranca la piel del tigre). Ella lo detiene con sus manos y lo empuja a la cama con una fuerza sorprendente. Por un momento Manuel se asusta, piensa (ha estado yendo mucho al cine últimamente) que Bruna sacará una pistola de entre sus tetas y lo robará y lo matará; pero ella comienza a sonreír y, a medida que todos y cada uno de sus dientes van formando la media luna, le dice:
—El viaje a la luna es largo papá, coge pausa— y se le acerca tiernamente y lo escala y le lleva la boca al cierre lateral de su faldita. Manuel se la desabrocha con falsa parsimonia y comienza a darle mordisquitos en las nalgas, en el lateral de las piernas, en…
Manuel se pone pálido. A su mente cinéfila vienen imágenes terribles de las peores escenas de Madame Butterfly o Las edades de Lulú, Levanta la cara como incrédulo y se reencuentra con unas facciones algo toscas: nariz gruesa, mirada rígida, expresión algo dura. Ahora unas manos grandes lo sujetan por el cuello y le bajan la cabeza poniéndolo frente a frente con esa columna (dórica, jónica o corintia a quién le importa) que comienza a erigirse monumental mientras arriba suena la risa ronca de una Bruna muy hombruna.
—Empecemos por la vía láctea— dice Bruna con voz de locutor.
Manuel está a punto de entrar en shock, de reojo (y porque necesita evadir la vista de aquel miembro obsceno frente a su cara) logra ver los músculos en los brazos de Bruna que ahora lo inmovilizan por completo. En silencio maldice al fantasma de su profesora de Matemática lll en la Universidad y le (se) pregunta rabioso: ¿No importan partes por separado? ¿Importa el conjunto? Entonces concluye que los profesores de matemática Nunca, pero nunca, tienen razón. Manuel vuelve al laberinto de Dédalo. La(él) Minotaura presiona su cuello. No hay salida.
Y pensar que Julia estará durmiendo.
No hay salida.
Manuel comienza a abrir la boca.
Semen
“Es el porvenir lo que el sueño nos muestra, mas no el porvenir real, sino el que nosotros deseamos.” Freud
Oscuro, muy oscuro el ambiente. Densa y pesada la atmósfera. Sin embargo, entre las sombras bien distingues las siluetas que te hieren. Porque el castigo y la muerte —ahora lo sabes vienen en colores.
La mujer del vestido amarillo te toma por un brazo, la del vestido rojo por el otro, la del azul y la del morado te toman cada una por una pierna; y allí estás, Adán, sin nada que hacer para escapar, siendo víctima de la venganza de cuatro furias. Te acercan al borde de un pozo, te hacen daño de la pura fuerza-odio que poseen. Te halan, te empujan y se ríen a todo grito de ti. Te lanzan, Adán, y caes al pozo de fluido blanquecino, espeso, viscoso; allí mantenerse a flote es imposible, el líquido pastoso te va tragando cual arena movediza y ni el mejor nadador podría salvarse. Tu cuerpo se va hundiendo rápidamente mientras logras ver de reojo cuatro cinturas, culos; ocho piernas, tetas; todas alguna vez tuyas, por la fuerza pero tuyas, y que ahora disfrutan de tu muerte próxima con sonrisas que tapan el resto de las caras. Tienes una erección inverosímil, quizá tu última erección, Adán, y entonces te preguntas si valió la pena el placer, si tu muerte paga bien a todo el sexo tomado; pero no hay tiempo para respuestas: el semen ya penetra tu boca, tus fosas nasales; y te ahogas, y te asfixias, Adán, mientras oyes las últimas carcajadas de tus cuatro vengadoras arriba; y te despiertas.
De un salto que te caes de la cama, Adán, así despiertas, con sudor goteando hasta de los párpados; y entonces, por primera vez cuestionas el hecho de la violación, te cuestionas.
Te vistes y sales a caminar, luego de echar una hojeada a tu manual de autocastigo: La interpretación de los sueños: “El sueño es realización inconsciente de deseos bla, bla…”. Quizá la culpa te roe y quieres el castigo para lavarla. La muerte purifica, has oído decir. Cierras el libro, no estás para prisiones.
Necesitas aire, debes oxigenar tu cerebro, tu corazón y tu pene. La policía te busca, Adán. En dos semanas has violado a cuatro mujeres. Lo sabes: el acto carnal no es un asunto militar, uno no debe andar por la vida allanando cuerpos… pero no lo puedes evitar, e1 cuerpo femenino te idiotiza y animaliza hasta más allá del límite.
La Avenida 16 es como una discoteca al aire libre, allí no podrás reflexionar. Tomas uno de los callejones angostos que comunican con la 17. Allí sí: la Avenida 17 es callada y oscura, nadie transita por allí a estas horas. ¿Pero realmente te lleva allí el deseo de pensar para bien, o el hecho mismo de la soledad de la calle y una posible presa? No, Adán, ni pensarlo, tú sí quieres cambiar. No lo volverás a hacer.
Oyes unos pasos y a lo lejos divisas una sombra. Es una mujer, puedes olerla. Apuras tu paso, Adán, sólo para enfocarla mejor. No le harás nada pero por lo menos la disfrutarás visualmente. Te deslizas sigiloso hasta estar a sólo unos pasos de ella: es hermosa, lleva un vestido floreado ceñido a un cuerpo de curvas precisas y bien trazadas; no sólo es hermosa sino jugosa. Cuando camina, a medida que avanza, paso a paso, el vestido parece quedarse pegado entre las piernas en una especie de invitación, de ¡tómame Adán! Su culo ondea como bandera con la brisa del mar, arriba, abajo, a un lado, al otro. Tu apetito se va abriendo como un abismo. De vez en cuando logras ver medios perfiles y sus tetas, altivas, desafiantes, parecen hechas para ser mordidas; su cara —la puedes ver cuando de la manera más sexy en que jamás hayas visto a una mujer hacerlo, se echa el cabello hacia atrás con ambas manos- es la de una diosa; en fin, Adán, es una mujer perfecta. Hay que penetrarla, tienes que hacerlo, ya mañana habrá tiempo de reflexionar y de cambiar, pero no hoy: no violes mañana a quien puedas violar hoy, además, quién sabe si la volverás a ver algún día. ¿Y si no? No soportarías el arrepentimiento de no haberla sembrado, no podrías vivir con la pesada culpa de tal omisión. La culpa, la culpa, la gran culpa. Date permiso para este último placer, es la única opción sensata.
Entonces imaginas esa expresión única e insustituible del pánico femenino que te hace temblar de placer, y tu hambre se desata hasta el infinito, y aceleras tu paso y la alcanzas, la tomas por los hombros, la empujas al piso… pero la diosa, en menos de un segundo, te clava un rodillazo entre las piernas, alza su falda y saca una pistolita de sus pantaletas, al tiempo que te grita:
—Arriba las manos, policía,
Para completar el cuadro de mala película de acción, comienzan a llegar —desde los callejones perpendiculares a la Avenida varias patrullas. Un policía uniformado se acerca a ustedes, Adán, y te esposa y le pregunta a tu sueño frustrado (quien ha resultado llamarse Eva) si está bien. Ella le dice que sí y te mira como se mira a una cucaracha y te escupe
Adán y Eva, Eva y Adán, qué cruel te resulta saber perdida la posibilidad de iniciar bíblicamente una historia de amor, de no ser padre de un Caín y de un Abel, de ira la cárcel justo ahora cuando ibas a empezar tu rehabilitación y tu vida clara y honesta. Y de saber, Adán, que en la cárcel tu título de violador será cobrado. Y cuando te veas zaherido y reventa te arrepentirás de no haber sospechado la obvia necesidad de detenerse que aquel sueño-alarma aplastó en un tu nariz. ¿Era éste el final que querías? Era la muerte —dulce muerte— a manos de mujeres, y no este nuevo, doloroso, inferior y sangrante porvenir. ¿Cómo pudiste olvidar, Adán, que Freud —aunque no literalmente: en oscuras, enrevesadas, maléficas metáforas—siempre tiene la razón?