literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Mariano Picón Salas

Jul 28, 2022

Historia de una nochebuena triste*

La Nochebuena de aquel año se nos entristeció con la grave en­fermedad de mi abuelo. Parece raro que en esos días tan hermosos alguien pudiera morirse. Como se inauguraba un nuevo Gobier­no, y los venezolanos piensan que en un hipotético futuro está lo mejor, las fiestas religiosas se juntaron con las fiestas cívicas y en coloreados papelotes —azules, verdes o rojos— se programó el re­gocijo. Además de los aguinaldos cantados, de la gran misa de medianoche en la Catedral en la que pontifica el Obispo, de los pesebres con su fantástica muñequería en anime, de los globos y los cohetes que encenderían el cielo de Mérida, de la espumosa chicha y las comilonas de Navidad, otros y más extraordinarios es­pectáculos se ofrecían a los merideños; una gran cabalgata de jóve­nes y damas para la que ya se aprestaban los trajes y se había encar­gado las más decoradas sillas, plateados frenos y brillantes gualdrapas; un gran baile en el recién fundado ‘‘Club de las fami­lias” donde al amparo de la nueva política de concordia se de­pondrían pasiones y rivalidades; una corrida de toros en la Plaza de Milla donde nuestro impetuoso diestro Eloy Calderón sacaría, sin duda, alguna oreja; y serenatas con requinto cuya música lán­guida y amorosa entibiaría las frías, pero muy serenas noches de la ciudad.

Consultas de los últimos figurines, de las novedades de la moda en Caracas, llenaban en todas las casas el alborozado prepa­rativo de fiestas. Y con mis ojos de niño que ya comenzaban a pe­netrar el misterio de la belleza, recuerdo de aquel tiempo lejanísi­mo la figura de algunas muchachas cuya silueta femenina terminaba en los altos sombreros decorados de colibríes y plumas que eran precisamente los sombreros del año 1909, en los zapatitos Luis XV y la gracia con que sus manos llevaban y movían las sombrillas de raso que entonces se usaban.

Era una época de largas y sedosas cabelleras femeninas y de bustos henchidos, de milagro­sa redondez, donde entre los encajes que los cubren, ofrecen su forma y prolongado olor, los jazmines y los claveles reventones. El enigma de la mujer pasa ante mis sentidos de niño en una única y totalizadora sensación de fragancias, de ojos negros, de bocas rojas y uno como aliento —no sabría llamarlo de otra manera— que emana de la vecindad de aquellas damas. Tengo ocho años y toda­vía me besan. Perfumes del tiempo: “Houbigant” en su estuche carmesí; “Peau d’Espagne” en su estuche amarillo que asociaba, no sé por qué, con aquellas rosas “yema de huevo’’ que son tan lindas en Mérida: “Coeur dejeanette” en su frívolo estuche azul.

Ansiaba ya ser hombre para colear un toro en las famosas y he­roicas coleaduras de la Plaza de Milla, para adquirir del “Catire Bravo’’ un potro de impetuosa rienda y pasar, caracoleándolo, junto a la ventana de la muchacha que me guste. Ciertos misterios se me presentan a mi imaginación infantil: en voz baja he oído hablar (porque tengo las orejas muy finas y después pienso y rela­ciono todo lo que escucho) de las aventuras de mi tío Pedro, el más joven de mis tíos, por cuyas empresas de Tenorio penan algu­nas muchachas de la ciudad. Y cuando parecía que iba a casarse y a enseriarse con el último de sus cortejos, dio el escándalo de rap­tar a una hermosa morena de las que llaman “de orilla” y vivir con ella como a la vista de todo el mundo.

“Por las cosas de Pedro’’ han discutido largas horas mi abuelo y mi abuela. Y un día en que mis tías están asomadas a la ventana y yo cerca, es­cuchándolas, pasa por la calle, taconeando fuerte, y con un gran ramo de malabares en el llamativo traje azul, la peligrosa heroína de la historia. ‘‘¡Qué escándalo, niña!” dice una de mis tías a su hermana. “¡Qué atrevimiento inaudito!’’.

En un almuerzo de do­mingo, con la familia congregada, tío Pedro debe soportar la mu­da protesta de todo el clan. Come callado, y nadie le dirige la pa­labra; y con su último trago de café sale de prisa como si no aguan­tara la hostilidad circundante o más bien como si tuviese prisa de juntarse con su amiga. Formando un círculo cerrado, y no dejando acercarse a los niños, los tíos más viejos comentan después de co­mer, a la sombra de un granado del patio, el reprochable suceso:

—Está bien —dice uno de mis tíos— que tenga su queridita, ¿y quién de nosotros no la ha tenido?, pero que de ningún modo la luzca.

En el mundo de las mujeres, la travesura de tío Pedro encuentra mucho menor tolerancia. Es como si el pecado mortal, ya encarna­do y materializado, contaminase la casa. Y la sociedad de Mérida es inexorable en estos asuntos de amor ilícito. “Y sobre todo una muchacha que no es de su clase”. Para volver a tío Pedro al buen camino, mis tías se han propuesto invocar la protección divina en forma de mandas y de novenas. En aquella oración que rezan to­das las noches después del rosario, y en que se ruega por los cami­nantes y navegantes, por los esclavos y los cautivos —típica oración del siglo XVI perdida en nuestras montañas— puede agregarse el nombre de tío Pedro y de su amor obstinado.

Pero tan grave escándalo casi se olvidó con la enfermedad de mi abuelo. Desde hacía varios meses —y como en secreto— él se esta­ba poniendo sus inyecciones calmantes. El cáncer hacía en él su tremenda vida subterránea, llena de proliferaciones y de raíces. Es como uno de esos extraños organismos marinos —mitad planta, mitad animal— que creciera dentro de uno y se distendiera en brazos, en enrojecida vegetación invasora. Todos los venenos que uno acumuló en una vida bien gozada y bien comida, parece que se cristalizan en ese cáncer final.

Y aún hay cánceres latentes que están en nosotros desde el momento que nacemos como regalo de los antepasados y que van creciendo como la semilla de la guayaba hasta alcanzar en la vejez su terrible maduración rojiza. Los libros de medicina que siempre consultaba mi abuelo le enseñaron el proceso de su enfermedad. Y un día de los comienzos de aquel fa­tal diciembre —precisamente el último día que concurrió a la me­sa— dijo delante de todos:

—Este año, si acaso, me como mis últimas hallacas.

Y como para no asustarlo, hubo el propósito de seguir en los preparativos de las comilonas y las fiestas, con la tácita sospecha de que todo se frustraría.

Escúchase en el solar el cloqueo de los pavos gordos que para las comidas de Navidad ha traído el Mocho Rafael, de la Hacienda; se amontonan en la despensa los frascos de aceitunas, alcaparras, en­curtidos y pasas con que se condimentan nuestros agridulces man­jares de Pascua, y sabiamente mi abuela adelgaza y extiende aquellos finos amasillos de harina flor de que se hacen los bizcochuelos y “lazos” pascuales. Entonces hay que canjear obse­quios entre todas las familias, y mandarles piadosamente, tam­bién, sus hallacas a los pobrecitos presos y a los lazarinos del Hos­pital.

Pero mientras en la enorme cocina se realizan tan profusos pre­parativos, murmuran en voz baja las sirvientas:

—¿No sabes? Anoche se volvieron a oír en la ventana los tres to­ques de San Pascual Bailón.

—¿Y qué es eso? —pregunta una que desconoce los secretos del mundo sobrenatural.

—¡Bah! Los que se oyen en las casas cuando alguien va a morir. San Pascual anuncia para que se preparen.

Como aguardando que sonaran en el silencio nocturno los “golpecitos’’ de San Pascual Bailón, dejé de dormir muchas noches. Al otro día en la mesa del desayuno todos estaban con los rostros preocupados.

Ya para el 20 de diciembre empezaron y se difundían por el gran corredor de la casa, el hipo y los quejidos de mi abuelo. Quise verle —porque no me dejaban entrar— y al trasluz de una puerta le observé tendido sobre un rimero de almohadas, con el rostro alargado y amarillento, ese rostro que ya empieza a opacar la muerte, y llevándose la mano al pecho como para dirigir su an­gustiosa respiración.

—¿Es éste mi abuelo, el que contaba tan bonitos cuentos? —me pregunto desengañado.

Y como para no seguir pensando torné al silencio del solar, a la animada acequia, a ver los pájaros y los árboles.

Una mañana comienza ya en el dormitorio de mi abuelo, el es­tertor de la agonía. Como una música trágica e intermitente el rit­mo de su entrecortada respiración, la disnea final, puebla toda la casa. Del cuarto salen sombras asustadas y presurosas. Al lado de su lecho las mujeres encendieron la verde vela del alma, esa vela que tiene el color de los agonizantes, y un coro lúgubre empezó a recitar las Letanías Mayores. Llega a mis oídos el sordo abejoneo de los “Ora pro nobis” con que el coro concluye cada apostrofe.

La Muerte, de la que hasta este momento apenas había oído hablar, se materializaba para mí en la semipenumbra de aquella habita­ción, en el rostro de mi abuelo que parecía por momentos enfriar­se y desdibujarse. Y acaso el dolor de verle morir se me juntaba con la curiosidad de conocer la Muerte. Y embebido en su contemplación, en el lívido espectáculo que por primera vez conocía, casi no advertí cuando el coro de las mujeres comenzó a lanzar su convulsivo llanto.

Luego —en aquel día tan extraño y tan largo— veo unos hombres que conducen escaleras, piezas de zaraza negra, enormes cirios y plateados candelabros y parecen adueñarse del salón y los corredores. Con infantil inquietud quisiera participar en su traba­jo, pero bruscamente me apartan. Sobre los pilares del patio cuel­gan ya los mortuorios crespones. Los retratos y los espejos del salón también están enlutados. Me muevo entre las visitas que van lle­gando con sus trajes oscuros o me voy a la cocina donde las sirvien­tas preparan para el velorio grandes cántaros de café.

 

Los batracios

Ignoro si esto lo soñé en aquella perturbada época cuando las visiones me traían a la almohada sofocantes residuos de una vida anterior, imágenes opresivas como las que acosan a los marihuanos, y flotando siempre en aguas lodosas, el rostro o la caricatura de aquel hombre parecido a muchas máscaras de dioses y demonios, de animales divinizados, de los que se guardan en los museos de Antropología.

* * *

Comenzó el asunto en cierta desolada caleta de la costa donde el Coronel Cantalicio Mapanare, con su viejo prestigio de guerrillero y pensando que la República puede todavía mejorarse con «cargas de machete», nos comprometió en tan absurda aventura. Comiendo cabrito asado y bebiendo infernal cocuy en su hato de «La Sábila», habló de los deberes de la juventud y del extraño movimiento que auspiciado desde fuera por antiguos caudillos, modificaría el orden de cosas. El paisaje de «La Sábila» acaso era buen marco para semejantes alucinaciones. Entre cerros ocres y pedregosos, erizados de cardos, mirando lejanías de médanos semejantes a camellos en marcha, es tierra que convida a la pelea. Los enormes cactos se yerguen, como guerreros indios, en plena guazábara. A lo lejos el mar se despliega como una inmensa piel de serpiente. En los días sofocantes, las nubes rojas pasan incendiando el cielo con sus fogonazos de artillería. El suelo comido por la erosión forma por todas partes grietas o pequeñas cavernas, de donde de pronto brota un cachicamo con su pequeña armadura de caballero feudal.

El Coronel mostró a los iniciados las cartas de los generales expulsos en las Antillas que señalaban la fecha. Una misteriosa red de mensajes, de gentes que van de una parte a otra, pávidos de consignas, agitaba la provincia. Y, al mismo tiempo que secan al sol sus cueros de chivos, viejos y mozos limpian las enmohecidas armas que se cubrieron de telarañas en los «soberados».

El Jefe Civil, montañés barrigón y taciturno, más preocupado de cobrar las contribuciones y de multar a los burros que ramonean bajo los cujíes de la plaza, no parece saber lo que se prepara. Mucho tiempo le absorbe aquella centavera recaudación de tributos municipales. Que en el caserío de «El Bejuco» mataron un cochino y corresponden tres bolívares por derecho de matanza, y que los Juárez deben pagar veinticinco pesos por destilar cocuy sin el debido respeto a las prescripciones sanitarias. ¡Y a ese viejo Coronel Mapanare que con tanta frecuencia se burla de las ordenanzas, por aquello de que «ley pareja no es dura», es necesario imponerle, de tiempo en tiempo, algunas multas! «No se nos vaya a alebrestar demasiado». ¡Autoridad es autoridad! Pero tampoco excederse en el rigor y alternarlo con algunas dulzuras, porque en Política —razona el Jefe— «unos entran y otros salen». Y conmueven al pueblo los muy sacudidos abrazos que ambos se dan al encontrarse en la calle.

Por eso, el Coronel nos afirmó:

—A ese bruto lo tengo «cebao».

Bebimos tanto una noche en el hato de «La Sábila» que Mapanare resolvió, nada menos, que caer sobre el pueblo.

—Pero, Coronel, ¿no será mejor que esto coincida con el desembarco de las gentes de las Antillas; que coordinemos la operación terrestre con la marítima? —me atreví a replicarle con ingenua pedantería estratégica.

—Civil no discute cosas de guerra —me contestó, amostazado.

Pero, volviendo por las normas de la cortesía, nos señaló otros papeles para justificar sus puntos de vista. El Comité directivo ordenaba desde las Antillas que las operaciones de desembarco fueran precedidas por «espontáneos levantamientos populares».

—¡Espontáneos levantamientos populares! —comentó el guerrillero—. ¡Cómo se atascan estos bachilleres! ¡Cómo si los mariquitos y jipatos de los pueblos fueran capaces de alzarse solos! Hay que haberle tomado gusto al plomo. No vamos a ningún baile a escote.

Era noche de luna y la casa del Jefe ya hervía de gente. Tenía algo de medieval y de hermoso aquel cuerno que a la puerta del hato se puso a congregar compadres, vecinos y medianeros. Lo comparé en mis sueños retóricos con el cuerno que resonó en Roncesvalles… Mocetones cobrizos, que eran ahijados, hijos naturales o protegidos de Mapanare, llegaron pidiéndole la bendición. Como en un cardumen gigantesco se amontonaban en el patio, las armas rescatadas de los misteriosos soberados. Había simples cuchillos de monte; «colas de gallo»; pistolas que ya sirvieron para los abuelos; fusiles de 1892. Corría generoso el cocuy y Mapanare daba órdenes.

—Arreglen sus bestias y aperos, y en marcha hacia el pueblo… ¡Le madrugaremos al Jefe Civil!

Y dirigiéndose a mí, como para vencer mis últimas dudas:

—Papel y lápiz, mi doctorcito, porque usté va a apuntar…

El cocuy ya me llegaba hasta los sesos como la picadura de cien alacranes. Sumido en esa otra borrachera no sentía temor alguno y aun en lo más violento y primitivo del lance parecía desquitarme de la mediocridad de tantos años opacos e inmóviles. ¡Inerte juventud de bachiller que aprendió los Códigos y escribe todos los días en su letra inglesa: «Tengo la honra de comunicar a Ud.»; «El compareciente dijo llamarse», etc.! Los libros que leía en la noche, antes de dormirme, hablaban de destinos más bellos o más arriesgados. Ahora, con ese Romanticismo entre sentimental y heroico que suscita nuestra tierra caliente, recordaba los versos que podían idealizar o ennoblecer mi situación. Me parecía hermosa la palabra «Patria», la palabra «Peligro». No me hubiera importado morir:

«Morir y joven, antes que destruya el tiempo aleve tu gentil corona».

Una salpicadura de mar llegaba desde la playa ablandando aquel camino de arenisca, desflecándose y rodando como otra crin más de los caballos.

A la entrada del pueblo ya gritamos las consignas: ¡Patria y Revolución! Y desde ventanillas minúsculas, gentes despertadas con susto, miraban como ánimas, entre sus paños de dormir.

Sigilosamente ajustaban más las trancas de las casuchas, y la suma transparencia del aire nos devolvía el ruido de las trojes, de los colchones de hoja de maíz en que se revuelven los durmientes sobresaltados.

Clarines de gallos alertas en los solares; perros que acosaban desde las cercas, parecían multiplicar el ruido; trocaban todo en una especie de trastorno cósmico. Llegamos hasta el centro del pueblo y amarramos las bestias en los árboles de la plaza. Cuatro comisarios de los que hacían la guardia local, aparecieron allí con sus sombreros pelo de guama en las manos, y rindiendo sus peinillas a la revolución. Saludaban ya a Mapanare:

—Usté sabe, Coronel, que a nosotros nos mandan y nos ponen aquí para resguardar el orden.

—Bien, hijos, cooperen con el movimiento —decía patriarcalmente el viejo—. Contimás que yo soy de aquí; de esta tierra, como los chivos, la sábila y los cardones.

Ganándose sus primeras presas revolucionarias, ellos mismos salieron a buscar al Jefe Civil. Fue un poco grotesca la aparición del pobre hombre, en calzoncillos, con los ojos bovinos y alelados todavía de sorpresa y de sueño.

Inquirió con nerviosidad:

—¿Qué me van a hacer?

Y Mapanare, fijando los principios morales del movimiento:

—Es sólo medida preventiva. Después jalará pa su tierra…

¡Quién ha visto montañés en costa! No queremos ejercer violencia inútil contra las personas, sino restablecer la legalidá.

Y lo dejó entre los guardias, porque él iba a dar comienzo a las operaciones «de limpieza».

Mientras disparan (a modo de regocijo) más de una bala loca, me marcho a la Jefatura a escribir los papeles que me encargó el Coronel.

Redacto, a la luz de una lámpara de kerosene, el boletín de campaña número uno y hasta un manifiesto a los pueblos de la región, defendiendo la justicia de nuestra rebeldía.

Suena otro fusilazo a lo lejos.

—¿Qué será? —pregunto deteniendo la pluma, al ordenanza que vigila a mi lado.

—¡Nada! El Coronel lo hace pa mantener despiertos a los muchachos y pa que los civiles apriendan.

Da un bostezo, abre la boca mulata parecida a una sandía y exclama con deliciosa inconsciencia:

—¡Qué gozadera!

En las calles, las gentes despertadas por susto o a viva fuerza, están aclamando al jefe:

—¡Viva el General Cantalicio Mapanare!

Y así, elevándolo de grado, por plebiscito unánime, se encabezaron los documentos que terminé de escribir en la madrugada.

A las siete, el Jefe me buscó para firmar los papeles e invitarme al desayuno.

Celebró el nuevo título con que le gratificamos:

—Usté me comprende, amigo… Pero he de decirle algo parecido a lo que le dijo Páez a Bolívar. (Yo también leo mis historias)… Si la República lo autoriza.

—¡Cómo no lo va a autorizar, mi General! ¡A su salud! Y a falta de otra cosa, brindé con mi taza de café.

Como pequeño botín de las operaciones, el viejo (ya algunas gentes, para darse importancia, le empezaban a llamar «el viejo»), me metió paternalmente en el bolsillo dos morocotas.

—Para que se ayude en los gastos de la campaña… Y explicándose mejor:

—Usté sintió hace un rato los tiritos. El comercio se alarmó y empieza a ayudar.

¡Y ahí se está esa gente, dándole gusto al cuerpo, mientras se enciende de veras el plomeo!

Zamarreado por dos guardias que Mapanare delegó en su busca, comparece en ese instante el telegrafista. Y con destreza de prestidigitador asustado —antes de que le ocurra algo peor— se saca del bolsillo y le alarga al Jefe su pequeña ración de telegramas interceptados.

Los lee, nervioso, el General, y me los pasa mientras dice al atribulado hombre:

—A usté será mejor dejarlo preso e incomunicado, no se le vaya a soltar la boca…

Y llamándome a un rincón, meditamos en la gravedad de las noticias. Ocurre que, según los telegramas, ya el Gobierno sabe de los movimientos que debían estallar; detuvieron dos goletas que traían parque desde las Antillas; se ordenó reforzar las guarniciones de la costa y varios aviones harán, también, la vigilancia del litoral.

—¡Aviones, aviones! —comenta, todo amoscado, el Jefe—. A este asunto como que le va a caer zamurera.

—¿Y qué haremos, General? —me atrevo a inquirir.

—¿Y me lo pregunta? A usté como que se le está aflojando la cotonía… Echar pa lante, como los hombres de pundonor. Es mejor que nos cojan peleando y no dormidos… Quién quita que las cosas mejoren.

Y como si aflorara el fondo todavía mágico de su alma:

—¿Usté es creyente? Pues reze contra el «enemigo oculto» y encomiéndese al Justo Juez o a San Marcos de León… Se han visto casos…

Se volvió hacia la pared, se persignó y dijo a media voz las palabras rituales:

—Con dos te veo, con tres te ato, la sangre te bebo y el corazón te parto. Dominado por las fuerzas de San Juan, dominado por la espada del Arcángel San Miguel, atormentado por el Ánima Sola.

Luego, volviendo al mundo lógico, y como si espantara una mosca que le pasase por los ojos:

—¡Aviones, aviones! En mi tiempo peleábamos como machos y no llamábamos a los musiúes para que pusieran a roncar semejantes maquinitas. Veremos por esos cerros, entre tantos compadres y amigos, si le madrugamos al Gobierno.

Sonó la corneta y nos movimos como si fuésemos una colonia de bachacos, raspando esa tierra agria donde el insecto se mimetiza con el paisaje. Tierra color de bachaco y enconada como ellos. En la plaza, a la sombra de los cujíes, aún había gentes ingenuas que gritaban:

—¡Viva el General Mapanare!

A pocas cuadras del pueblo comenzaba una calva serranía donde los cerros perpendiculares rasan como cuchillas. Piedras rojas como tumores, abrazadas sádicamente a los cardones. Las bestias resbalan entre lajas sueltas y detritos de roca quemada al sol. De pronto, un pájaro rojo revolotea entre las piedras como endilgando el vuelo hacia el aire más fresco de la costa. Pero desde aquí, aún el cobalto del mar lejano parece más pérfido. Arriba las nubes proyectan sobre el cielo torcido, las mismas formas cancerosas de la tierra. Espectralmente envuelto en las nieblas de la cumbre, horadado de fosos y vertientes que cavó la erosión, más allá de estos caminos jibados, hay un viejo castillo español donde en la época colonial se vigilaba la costa contra piratas y corsarios. Allí esperaba fortificarse Mapanare, mientras reparte algunas gentes por haciendas y caseríos, buscando refuerzos, reclamando el cumplimiento de viejos y sagrados pactos revolucionarios.

Teníamos sed y seguíamos empinando a «pico de frasco» los garrafoncitos de cocuy. Entrábanos en la garganta, con el licor de fuego, el polvo rojizo del camino; el sabor de la arenisca. En el paisaje, a pesar de la aridez, hay una vida terrible: la de las rocas que craquean al sol, la de los terrones que caen, la de los abejones y tábanos que zumban. Como un pedazo de tronco muerto, se enrolla una serpiente de color gris cuya cabeza se adelanta a cortar uno de los mocetones, probando por primera vez el filo de su cuchillo:

—¡Jesús! Me libré de esta «bicha».

Y sigue el camino monótono, chasqueante de lajas.

De pronto, sentimos sobre nosotros un zumbido más largo y persistente que el de los abejorros. El cielo está diagonal, y siguiendo la abrupta cuchilla del sendero, tenemos que volvernos de soslayo para mirar hacia arriba. Y ahora, «aquello» crepita sobre nuestras cabezas como si fuera a descolgarse.

—General, un avión —digo a Mapanare.

Y el guerrillero otra vez se persigna como si estuviera ante las fuerzas que no comprende; que le parecen indominables.

Pero de nuevo la máquina se dispara cielo arriba, como despreciando aquel puñado de gentes y bestias aspeadas, sedientas y sudorosas. Debemos parecer, desde el cielo, un conjunto de lajas, arrastradas por la ventolina; por aquella «caldereta» de mediodía que nos pega como una ventosa.

—Irá, sin duda, a la capital del Estado a decir hacia dónde se mueve la guerrilla —comenta el Jefe.

—Irá. (Y mi palabra es ya sólo un caliente bostezo).

Sigue pasando un aire ardoroso que nos aprieta como mano sucia, untada de sudor.

—¡Arre, bestia! —gritan los jinetes, azotando los animales cansados, que de pronto se «achantan», bruscamente, en la ladera.

Caen pedruscos y malas palabras. Cruzan entre las piedras y los bejucos secos, a paso chasqueante, lagartos verdes e iguanas nerviosas, de ojos sobresaltados.

Avistamos, ya de noche, saltando por un barranco, erizado de cardos, las ruinas del viejo castillo.

Nos echamos allí, sobre las losas, como un racimo de cuerpos exánimes. El estrellado cielo vierte sobre nosotros el tul fresco y piadoso de un impalpable mosquitero.

—Mañana será otro día —dice, fatalista, el General Mapanare.

Y mañana fue otro día. El General había conjurado de nuevo al «enemigo oculto» y rezado a San Marcos de León. Nos repartimos un poco de cazabe, de papelón y tasajo que se guardaba en las busacas, y continuamos el camino.

Descendíamos ahora por una ladera con sueltas manchas de verde, como fresco anuncio de la quebrada distante. Leguas allá, el paisaje se tornará más humano: hay trapiches, caseríos, compadres, amigos y conmilitones de nuestro Jefe, íbamos marchando de prisa, embebidos en la cariciosa dulzura de la mañana, cuando de un bosquecillo de carrizos donde nos prometíamos calentar café en improvisadas «topias», desemboca de pronto un pelotón. Fue como un viento huracanado que hubiese sacudido el carrizal. Avanzaron a gatas y apuntan ya sus máuseres contra nuestro desecho cortejo.

—¡Deténganse o hacemos fuego! —grita una voz.

Ya caen pobre nosotros, como ensartándonos en las bayonetas. No hubo tiempo, siquiera, de ponerse en disposición de pelea. Se abalanzan sobre el General y le conminan a entregarse.

Y está en poder de los asaltantes cuanto hace el prestigio y la gloria de Cantalicio Mapanare: su revólver, su canana, su reloj con tapa de oro. Y hasta la hermosa barba varonil, barba de gran caudillo y gran compadre, cubierta de polvo y quizá de vergüenza, parece derribarse como bandera arriada.

—No hagan resistencia, muchachos —ordena.

Y, apresado ya el Jefe, sueltan las armas y parecen implorar con los brazos erguidos.

—¡A mí me llevaron! —murmura uno de los labriegos.

Fue en ese instante cuando se movió entre el follaje del carrizal, la cara viscosa de aquel hombre. Estuvo allí un rato como dirigiendo y mirando de soslayo. Del liquilique blanco emerge el rostro mestizo, de indefinible color, entre grisáceo y verdusco. Con sus anchas espaldas llevadas por unas piernecillas desproporcionadamente cortas, parece una rana. Avanza hacia mí la repulsiva máscara. ¿Dónde le vi antes? Dijérase que viene a buscarme desde el fondo de mi temor o de mi sorpresa, como el obstinado protagonista de una vieja pesadilla. ¿Y por qué me mira solamente a mí? No sé si es él o soy yo quien realmente avanza, como hipnotizado por uno de esos «vahos» de que hablan los campesinos. Y siento una mano helada que me palmea y una vocecilla glugluteante (se me ocurrió esta palabra) que exclama, entre irónica y melosa:

—¿Cómo que no te acuerdas de mí?

Lo extraño es que antes le he visto; pero no sé dónde.

—En el colegio, chico… en el colegio. Tú siempre nos «chivateabas» en Geografía —se adelantó a responderme la máscara.

—Sí, claro, en el colegio —digo mecánicamente.

Y congrego angustiosamente en la memoria aquellos muchachos que asistían a la clase de Geografía. Ajusto las caras a los apellidos. Puedo repetir —¡qué extraño!— hasta el orden alfabético de la lista. «Arteaga, Bazán, Camejo, Dugarte, Duran, Espina», digo rápidamente. ¡No; no es ninguno de ellos! A menos que la vida nos haga cambiar tanto y saque de nuestro subconsciente expresiones y rasgos más letales. Porque es disimulado; despacioso, como si se pusiera a aguaitar y cebar una extraña venganza.

—¡Qué curioso, chico! ¡Me había acordado de ti! —vuelve a decirme.

Otra le miro y se me antoja semejante a esas estatuillas de batracios sagrados que veneraban en esta tierra, antes de que llegaran los españoles. Pienso (porque la sed y el cansancio son propicias a tan absurdas analogías):

—Claro… En tierras tan secas, debían divinizarlos como la materia opuesta; en una especie de nostalgia del pantano germinal.

Es una cara de las primeras edades de la tierra, cuando aún no se habían diferenciado las razas, cuando en un paisaje envuelto en nieblas y vapores, sapos y ranas inmensas sacaban las pávidas cabezas del charco primigenio para volver a ahitarse de su inagotable ración de lodo.

Analizo —como para entender mejor lo que puede guardar— aquella frase quizás enigmática:

—Tú siempre nos chivateabas en Geografía.

Pero él está a mi lado y seguirá rodeándome y acosándome un gran trecho de camino. Dice, de pronto, con monotonía:

—¡Vueltas que da el mundo… Ahora tú eres mi prisionero!

Después, más allá de los carrizales; de un río turbio, de una pulpería en que él dispuso nos dieran varios vasos de guarapo, tropezamos con las primeras calles empedradas de un pueblo. Entramos a un viejo caserón; nos alinean en el patio, termina nuestra requisa, y el hombre, con voz entonada y cruel, se pone a dar órdenes:

—El faccioso Mapanare seguirá esta misma tarde para Puerto Cabello. Aguarden aquí, los otros, hasta segunda orden.

Pregunta, perentorio, al viejo:

—¿Trae otra muda de ropa?

—No —contesta mi Jefe.

—Pues se lo llevarán con lo puesto…

Lo sacan bruscamente de las filas. Me hace el viejo una señal afectuosa; quiere hablarme, pero la voz conmina de nuevo:

—Prohibido hablar con los presos…

Arrastran a mi Jefe con el traje y las barbas polvorientas, como la caricatura de un Cristo aldeano en un caluroso viernes santo. Y los ingenuos labriegos que lo siguieron, y yo —que iba a escribir la gesta— aguardamos allí con las alpargatas descosidas, como perdices muertas de una cacería por aquellos cerros. Remonta uno en ese instante de angustia —como si fuera a morir— lo que fue su vida; el residuo más dulce de otros días; tornan a pasar, con sus rostros y apodos, los compañeros de colegio. «El orejón Arteaga, el chato Camejo, el catire Dugarte que parece que se hizo cura». Pero ¿quién es por fin ese hombre? ¿Dónde le vi antes? ¿Qué me viene a cobrar? Y el dolor de mi juventud fracasada, caída en una trampa, estalla en un sollozo de miedo y de cólera. Pasan por mis lágrimas, como por un cristal turbio, los símbolos y visiones de los últimos días: Mapanare; la espinosa e inflamada aridez de aquellos caminos, el gusto salvaje del cocuy; las mágicas palabras de la oración del enemigo oculto, y el letal, incomprensible misterio de esa máscara.

Ya otra vez se detenía a mi lado, y me sorprendió —¡qué horror!— mientras me secaba las lágrimas.

—Son las órdenes, chico… Hay que cumplirlas —me dijo con falsa piedad—.

Pero te trataremos lo mejor que se pueda…

Y atormentándome de nuevo con los mismos recuerdos impertinentes:

—¡Qué cosas pasan, chico!… Si me parece que fue ayer cuando nos chivateabas en Geografía.

Y yo, sin disimular la molestia:

—¿Qué tiene que ver la Geografía con esto?

—Nada; cosas que a uno se le ocurren… Sosiégate. Nada dura cien años.

Y asiéndome del brazo me conduce por un largo pasadizo donde se alinean numéricamente las celdas de los presos.

—Parece que en nuestra tierra hay que graduarse en esta Universidad… Tú eres inteligente; darás buenos exámenes —dijo con ironía.

Al final ya del pasadizo inacabable, se detuvo en el número 84. Sonrió como pudiera hacerlo un hotelero infernal:

—Te escogí ésta… Es la más fresca. Y, fíjate bien, «84», como los departamentos de Francia cuando nosotros estudiábamos Geografía. Tú los repetías de memoria. ¿Te acuerdas?

—No; no recuerdo nada —respondo con pávida furia. Me da una palmadita desde su inexorable superioridad:

—Comprendo que estés nervioso… A cualquiera le pasa… Comienza tu carrera de político.

Mientras juega con la llave del calabozo, me va empujando suavemente hacia el antro. Aún me dice sardónico:

—No es muy cómoda… Pero si algo se te ofrece, mándalo decir. Y me extiende su mano de animal frío.

Aún oí durante un rato la parsimonia con que echaba la llave y el ruido isócrono, inalterable de sus pasos, regresando por el mismo corredor. Yo iba penetrando —como a tientas— en el golfo de sombras. Quizá la insolación o la fiebre dispersaba por el cuarto oscuro, fimbrias y culebrillas de luz.

Y comenzó un rumor de agua, a ras del suelo, de un portillo abierto en el muro leproso. Penetraba también por allí un terrible olor de excrementos. Un poco de sol amarillusco, colado por la misma ranura, se tendía a mis pies como un perro sucio. Me puse a reconocer mi morada, a palpar las paredes, teñidas de manchones, a fin de habituarme a mi futura vida de murciélago.

Pero el agua está corriendo con más fuerza y repta ya por la muralla. O se entretiene por el pavimento terroso, zigzagueando en extraños meandros. Sí; debo tener fiebre, me arde la cabeza, me tomo el pulso sobresaltado y grito con pánico. Nadie acude y todo ruido exterior parece cesar para que sólo se escuche ese regüeldo de agua inmunda. Me aferro a mi conciencia, y me propongo no tener miedo. Llamo otra vez. Me acerco a la puerta del calabozo, y me duelen los dedos batiendo como desesperados aldabones.

El agua sigue hinchándose y ya me cruzan las piernas sus cuchillos fétidos y fríos. La alcantarilla, abultada como intestino enfermo, la vuelca ahora en gruesa chorrera. Lame todas las patinadas paredes e imprime con nerviosa mano de pintor absurdos rostros y formas. Esos manchones coloreados por el agua lodosa van desde la larva hasta el hombre. ¡Son caras de agua: líneas y lombrices de agua; imágenes de la primera edad del mundo, cuando todo parecía configurarse en el inmenso lodo! («Tu celda es la más fresca», había dicho aquel hombre). Ahora también me azota y me enreda en sus bejucos glugluteantes. La comparo con una boa constriñéndome en sus anillos. ¡Soy como el Lacoonte del agua! Con desechos de verde y parda fetidez me sube hasta las narices. Parece trazar sobre la cara las líneas de un horrible tatuaje ritual. De nada sirve rezar la oración del «enemigo oculto»:

—Con dos te veo, con tres te ato, la sangre te bebo y el corazón te mato.

Cuando llega hasta los ojos, la vista se aferra a la última mirada. Las orejas aturdidas también interfieren como cuando la radio está mal sincronizada y se cruzan varias ondas. Viene de los tímpanos un húmedo, insistente croar, roto de pronto por un silbante chasquido de sílabas agudas. Parecen flotar en esa agua de légamo — como en una red sucia, como en una placenta— las imágenes desechas de toda nuestra vida.

Y con los ojos ya mortecinos alcancé a ver que venía sobre mí, sobre su esponjada ración de agua, una inmensa rana. Pronto sentiría contra la cara su helado contacto. Era verde y aterradora como aquellos reptiles de jade que esculpieron las primeras civilizaciones de América. Divinidades del inframundo, del pantano germinal, que se oponen a las serpientes de la tierra y a los sangrientos y coléricos tigres del sol. Sentí un pavor escalofriante.

Y preferí abandonarme para que me acabara de cubrir la implacable mortaja líquida.

Sobre el autor

*Capítulo del libro: Viaje al amanecer

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