literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos grotescos de José Rafael Pocaterra

Ago 6, 2021

La I latina

I

¡No, no era posible!, andando ya en siete años y burrito, burrito, sin conocer la o por lo redondo y dando más que hacer que una ardilla.

-¡Nada!, ¡nada! -dijo mi abuelita-. A ponerlo en la escuela…

Y desde ese día, con aquella eficacia activa en el milagro de sus setenta años, se dio a buscarme una maestra. Mi madre no quería; protestó que estaba todavía pequeño, pero ella insistió resueltamente. Y una tarde al entrar de la calle, deshizo unos envoltorios que le trajeron y sacando un bulto, una pizarra con su esponja, un libro de tipo gordo y muchas figuras y un atadito de lápices, me dijo poniendo en mi aquella grave dulzura de sus ojos azules: -¡Mañana, hijito, casa de la señorita que es muy buena y te va a enseñar muchas cosas…!

¡Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la casa, mostré a los sirvientes mi bulto nuevo, mi pizarra flamante, mi libro, todo marcado con mi nombre en la magnífica letra de mi madre, un libro que se me antojaba un cofrecillo sorprendente, lleno de maravillas! Y la tarde ésa y la noche sin quererme dormir, pensé cuántas cosas podría leer y saber en aquellos grandes librotes forrados de piel que dejó mi tío el que fue abogado y que yo hojeaba para admirar las viñetas y las rojas mayúsculas y los montoncitos de caracteres manuscritos que llenaban el margen amarillento.

Algo definitivo decíame por dentro que yo era ya una persona capaz de ir a la escuela.

II

¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la casita humilde, el  largo corredor, el patiecillo con tiestos, al extremo una cancela de lona que hacía el comedor, la pequeña sala donde estaba una mesa negra con una lámpara de petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En la pared había un mapa desteñido y en el cielo raso otro formado por las goteras. Había también dos mecedoras desfondadas, sillas; un pequeño aparador con dos perros de yeso y la mantequillera de vidrio que fingía una clueca echada en su nido; pero todo tan limpio y tan viejo que dijérase surgido así mismo, en los mismos sitios desde el comienzo de los siglos.

Al otro extremo del corrector, cerca de donde me pusieron la silla enviada de casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con una vasija rajada; allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y pausadas, iba cantando la marcha de las horas. Y no sé por qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos, con su moho y su olor a tierras húmedas, me evocaba ribazos del río o rocas avanzadas sobre las olas del mar…

Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó mi abuelita, sintiéndome solo e infeliz entre aquellos niños extraños que me observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía delgadísima de labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente, de la Señorita, me eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue mayor al sentir en la mejilla un beso helado como una rana.

Aquella mañana de «niño nuevo» me mostró el reverso de cuanto había sido ilusorias visiones de sapiencia… Así que en la tarde, al volver para la escuela, a rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos soberbias nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra y los lápices el virginal Mandevil tamborileando dentro de un modo acompasado y burlón.

III

Luego tomé amor a mi escuela y a mis condiscípulos: tres chiquillas feúcas, de pelito azafranado y medias listadas, un gordinflón que se hurgaba la nariz y nos punzaba con el agudo lápiz de pizarra; otro niño flaco, triste, ojerudo, con un pañuelo y unas hojas siempre al cuello y oliendo a aceite; y Martica, la hija del Letrero de enfrente que era alemán. Siete u ocho a lo sumo: las tres hermanas se llamaban las Rizar, el gordinflón José Antonio, Totón, y el niño flaco que murió a poco, ya no recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió porque una tarde dejó de ir, y dos semanas después no hubo escuela.

La Señorita tenía un hermano hombre, un hermano con el cual nos amenazaba cuando dábamos mucho que hacer o estallaba una de esas extrañas rebeldías infantiles que delatan a la eterna fiera.

-¡Sigue!, ¡sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí Ramón María!

Nos quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón María que podía llegar de un momento a otro… Ese día, con más angustia que nunca, veíamosle entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los ojos aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.

Sentíamos miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola calmaba las tormentas escolares y al que la Señorita, toda tímida y confusa, llevaba del brazo hasta su cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que nosotros aprendíamos y nos las endosábamos unos a los otros por debajo del Mandevil.

-¡Los voy a acusar con la Señorita! -protestaba casi con un chillido Marta, la más resuelta de las hembras.

-La Señorita y tú… -y la interjección fea, inconsciente y graciosísima, saltaba de aquí para allá como una pelota, hasta dar en los propios oídos de la Señorita.

Ese era día de estar alguno en la sala, de rodillas sobre el enladrillado, el libro en las manos, y las orejas como dos zanahorias.

-Niño, ¿por qué dice eso tan horrible? -me reprendía afectando una severidad que desmentía la dulzura gris de su mirada.

-¡Porque yo soy hombre como el señor Ramón María!

Y contestaba, confusa, a mi atrevimiento:

-Eso lo dice él cuando está «enfermo».

IV

A pesar de todo, llegué a ser el predilecto. Era en vano que a cada instante se alzase una vocecilla:

-¡Señorita, aquí «el niño nuevo» me echó tinta en un ojo!

-Señorita, que «el niño nuevo» me está buscando pleito.

A veces era un chillido estridente seguido de tres o cuatro mojicones:

-¡Aquí…!

Venía la reprimenda, el castigo; y luego más suave que nunca, aquella mano larga, pálida, casi transparente de la solterona me iba enseñando con una santa paciencia a conocer las letras que yo distinguía por un método especial: la A, el hombre con las piernas abiertas y evocaba mentalmente al señor Ramón María cuando entraba «enfermo» de la calle-; la O, al señor gordo -pensaba en el papá de Totón-; la Y griega una horqueta -como la de la china que tenía oculta-; la I latina, la mujer flaca -y se me ocurría de un modo irremediable la figura alta y desmirriada de la Señorita… Así conocí la Ñ, un tren con su penacho de humo; la P, el hombre con el fardo; y la & el tullido que mendigaba los domingos a la puerta de la iglesia.

Comuniqué a los otros mis mejoras al método de saber las letras, y Marta -¡como siempre!- me denunció:

-¡Señorita, «el niño nuevo» dice que usted es la I latina!

Me miró gravemente y dijo sin ira, sin reproche siquiera, con una amargura temblorosa en la voz, queriendo hacer sonrisa la mueca de sus labios descoloridos:

-¡Sí la I latina es la más desgraciada de las letras… puede ser!

Yo estaba avergonzado; tenía ganas de llorar. Desde ese día cada vez que pasaba el puntero sobre aquella letra, sin saber por qué, me invadía un oscuro remordimiento.

V

Una tarde a las dos, el señor Ramón María entró más «enfermo» que de costumbre, con el saco sucio de la cal de las paredes. Cuando ella fue a tomarle del brazo, recibió un empellón yendo a golpear con la frente un ángulo del tinajero. Echamos a reír; y ella, sin hacernos caso, siguió detrás con la mano en la cabeza… Todavía reíamos, cuando una de las niñas, que se había inclinado a palpar una mancha oscura en los ladrillos, alzó el dedito teñido de rojo:

-Miren, miren: ¡le sacó sangre!

Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con los ojos muy abiertos.

Yo lo referí en casa y me prohibieron, severamente, que lo repitiese. Pero días después, visitando la escuela el señor inspector, un viejecito pulcro, vestido de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien vendada:

-¿Como que sufrió algún golpe, hija?

Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso azorada:

-No señor, que me tropecé…

-Mentira, señor inspector, mentira -protesté rebelándome de un modo brusco, instintivo, ante aquel angustioso disimule- fue su hermano, el señor Ramón María que la empujó, así… contra la pared… -y expresivamente le pegué un empujón formidable al anciano.

-Sí, niño, si ya sé… -masculló trastumbándose.

Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó.

Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto; creí que iba a castigarme, pero me sentó en sus piernas y me cubrió de besos; de besos fríos y tenaces, de caricias maternales que parecían haber dormido mucho tiempo en la red de sus nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que al par de la frialdad de sus besos y del helado acariciar de sus manos, gotas de llanto, cálidas, pesadas, me caían sobre el cuello. Alcé el rostro y nunca podré olvidar aquella expresión dolorosa que alargaba los grises ojos llenos de lágrimas y formaba en la enflaquecida garganta un nudo angustioso.

VI

Pasaron dos semanas, y el señor Ramón María no volvió a la casa. Otras veces estas ausencias eran breves, cuando él estaba «en chirona», según nos informaba Tomasa, única criada de la Señorita que cuando ésta salía a gestionar que le soltasen, quedábase dando la escuela y echándonos cuentos maravillosos del pájaro de los siete colores, de la princesa Blanca-flor o las tretas siempre renovadas y frescas que le jugaba tío conejo a tío tigre.

Pero esta vez la Señorita no salió; una grave preocupación distraíala en mitad de las lecciones. Luego estuvo fuera dos o tres veces; la criada nos dijo que había ido a casa de un abogado porque el señor Ramón María se había propuesto vender la casa.

Al regreso, pálida, fatigada, quejábase la Señorita de dolor de cabeza; suspendía las lecciones, permaneciendo absorta largos espacios, con la mirada perdida en una niebla de lágrimas… Después hacía un gesto brusco, abría el libro en sus rodillas y comenzaba a  señalar la lectura con una voz donde parecían gemir todas las resignaciones de este mundo: -vamos, niño: «Jorge tenía una hacha…».

VII

Hace quince días que no hay escuela. La Señorita está muy enferma. De casa han estado allá dos o tres veces. Ayer tarde oí decir a mi abuela que no le gustaba nada esa tos…

No sé de quién hablaban.

VIII

La Señorita murió esta mañana a las seis…

IX

Me han vestido de negro y mi abuelita me ha llevado a la casa mortuoria. Apenas la reconozco: en la repisa no están ni la gallina ni los perros de yeso; el mapa de la pared tiene atravesada una cinta negra; hay muchas sillas y mucha gente de duelo que rezonga y fuma. La sala llena de vecinas rezando. En un rincón estamos todos los discípulos, sin cuchichear, muy serios, con esa inocente tristeza que tienen los niños enlutados. Desde allí vemos, en el centro de la salita, una urna estrecha, blanca y larguísima que es como la Señorita y donde está ella metida. Yo me la figuro con terror: el Mandevil abierto, enseñándome con el dedo amarillo, la I, la I latina precisamente.

A ratos, el señor Ramón María que recibe los pésames al extremo del corredor y que en vez del saco dril verdegay luce una chupa de un negro azufroso, va a su cuarto y vuelve. Se sienta suspirando con el bigote lleno de gotitas. Sin duda ha llorado mucho porque tiene los ojos más lacrimosos que nunca y la nariz encendida, amoratada.

De tiempo en tiempo se suena y dice en alta voz:

-¡Está como dormida!

X

Después del entierro, esa noche, he tenido miedo. No he querido irme a dormir. La abuelita ha tratado de distraerme contando lindas historietas de su juventud. Pero la idea de la muerte está clavada, tenazmente, en mi cerebro. De pronto la interrumpo para preguntarle:

-¿Sufrirá también ahora?

-No -responde, comprendiendo de quién le hablo- ¡la Señorita no sufre ahora!

Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma, aquel dulce mirar inolvidable, añade:

-¡Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos verán a Dios!…

 

Los come muertos

I

No; no es una historia de chacales, de hienas o de cuervos; no es, siquiera, una leyenda de necrófagos. Es apenas uno relación corta, un poco triste, un poco pueril, donde hay infancia, el cielo brumoso de un diciembre rovinciano, la carita triste de una niña que se pone a llorar.
II
Los Giuseppe eran una, familia calabresa, hambrienta, desarrapada y sucia que vivían en un rincón de tierra en una cabaña hecha de pedazos de palo, de duelas, de restos de urnas robados en el Cementerio de Morillo, una de cuyas tapias derruidas lindaba con la viviendo de los Giuseppe, si es que puede llamarse viviendo un cacho de tierra colorada, diez o doce matas de cambur, un mango, y bajo el mango los techos de la zahúrda de latas y piedras, y bajo la casa, la familia: dos muchachos comochos o hachazos, con los brazos muy largos y las manos muy grandes y los pies enormes. Rojos, de pelambre erizada como los pelos de los gatos monteses y que áyudaban al viejo en trabajos de mozo de cuadra en la ciudad a veces, y a veces en el merodeo de los corrales. Además, una chica rubia, también pecosa y pelirroja, con nombre lindo de princesa: Mafalda. Cuatro cacharros, hambre, vagancia, fealdad del paisaje, de los habitadores, del concepto mismo que tenía la ciudad hacia aquel torpe rincón de cementerio donde vivían unos italianos que «comían muertos’.
III
-Los.come-muertos! !Los come-muertos!
Y todos los chiquillos, cuando pillábamos de paso a la pelirroja y a sus hermanos, los acosábamos a motes, a injurias, a pedradas.. Sólo el viejo -torvo, mugriento, con una de esas barbas aborrascadas que no terminan de crecer nunca y la pipa de barro colgándole de lo mandíbula-, se libraba de nuestra agresión. Inspiraba temor aquel calabrés de hombros cuadrados y aire vago de sepulturero…
IV
Un día, Giuseppe padre fue arrestado. Parece que sé desaparecieron unas gallinas muy gordas del corral de las Hermanitas de los Pobres; qué sé yo — Lo vimos desfilar, amarrado por las muñecas, feroz y sombrío, entre dos agentes que le empujaban, brutales, calle abajo. Tenía el traje más desgarrado que de costumbre y marchaba cabizbajo, tambaleante, avergonzado probablemente de su horrible delito, con las faldas de lo camisa por fuero, al extremo de un eterno chaleco de casimir indefinible que usaba o manero de chaqueta. Cobardes como seres débiles, como mujeres, como hombres mal sexuados, gritamos todos al paso del vagabundo: ¿tullo, Come-muerto! Y seguimos gritando, en procesión tras del cortejo, por muchas cuadras. En seguida alguien tuvo una idea luminosa: -Ahora que están solos los hijos de Come-muerto, vamos a tirarles piedras.
V
Caímos como una tromba sobre la barraca. Los dos Giuseppe contestaron al ataque vigorosamente, rechazándonos a pedrada limpia desde las bardos del corral. De los doce o trece que éramos, alguno se retiró cojeando, otro con la cabeza rota y un tercero al tratar de huir ante la furiosa carga que los dos muchachos, desesperados, intentaron más allá de lo palizada, rodó barranco abajo, estropeándose lo nariz.
Pero cercados por todas partes, lapidados por veinte manos, tuvieron que ampararse de nuevo tras las tapias de lo vivienda.
No obstante, nos tenían a raya. Sus pedradas, certeras, furiosas, pasaban zumbando por nuestros oídos. Otras dos bajas; une que gritó al lado mío poniéndose ambas manes sobre un ojo, otro que saltaba en una sola pierna, cogiéndose el pie aporreado en lo altó del muslo:
-Ay, carrizo, ayayay, carrizo!
El ala de la derrota batió un instante sobre nosotros. Hubo una vacilación, Pero alguno, estratégico, me gritó:
-iTú, que te metas por el cementerio y los cojas de atrás pa alante!
Comprendí. Y sin vacilar, los ojos inyectados de ira y los bolsillos repletos de piedras, trepé ,lo tapia, y con un «guarataro» en cada mano, por entre las tumbas viejísimas, de ahora un siglo, y los montículos cubiertos de ásperos cujíes y las cruces de madera podrida, avancé, cauteloso, con todo el instinto malvado de la asechanza, en plena alevosía de pequeña alimaña feroz.
A pocas varas, entre dos sarcófagos, uno sombra fugitiva, un harapo oscuro, un ser que huía, trató de ocultarse tras de una tumba, pero antes de conseguirlo, una certera pedrada lo tendió, pataleando, entre la hierba.
Corrí hacia mi presa lanzando un alarido de triunfo. Sobre un montículo cubierto de yerbajos, uña fosa sin duda, estaba Mafalda, la peli-roja. Tenía la frente abierta por un golpe horrible, y un hilillo de sangre iba desde la sien hasta la hierba, trazando un caminito rojo, muy delgado; era como la cinta encarnada del rabo de los «papagayos».
Entorpecido, alocado, corrí hacia la muchachita caída que abría los ojos llenos de estupor…
Luego se llevó la mano a la herida, sintióse la humedad de la satígre y rompió a llorar:
-¡Son ellos, son ellos! A mí no me hagan nada; yo no sé tirar piedras…
Y arrodillada, se arrastraba a mis pies, las mechas en desorden, semejante a una gran trágica, con todo el pelo rojo como una llamarada.
Ya no sé cómo ni cuándo la tuve sobre mi brazo; con mi pañuelo sequé en su rostro lágrimas y sangre, y luego le vendé la frente.
Lloraba a pequeños sollozos y explicaba que huyendo de la pedrea había saltado la tapia refugiándose en el cementerio.
Estaba avergonzado, lleno de dolor y de desesperación contra los demás, contra mí mismo.
Cuando, ya mas tranquila, la guiaba para salir de aquel recinto lleno de frescuras vegetales, de vetustez de piedra, del misterioso encanto que tienen las tierras donde los hombres duermen para siempre, Mafalda me miraba a los ojos con sus pupilas amarillentas como las de una bestezuela asustada.
Había un gran silencio; una suave paz en la tarde. Los otros, o habían huido o reñían ya lejos …
VI
En la tapia, al saltar, apoyando sus manecitas en mis hombros, acercó a mí su carita pecosa, sucia, con la frente vendada y sangrienta.
Todavía recuerdo aquella expresión de sus ojos amarillentos que tenían la dulzura de la tarde amarilla sobre las tumbas.
-Ya tú ves que yo no tengo la culpa. Pero no vuelvas a venir con ellos que son malos y nos tiran piedras…
VII
Yo no supe cómo explicar en casa por qué tenía las manos y el traje manchados, de sangre. No lo supe explicar entonces. Hoy tampoco podría hacerlo.
*Crédito de la foto: https://www.instagram.com/geczaintovar/

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