literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos futuristas de José Urriola

Los clones del mañana

Yo no me inscribí en plan revolucionario de clonación, a mí me inscribieron. A mí me dijeron, Fidel Ernesto tú escoges, o te sometes a los experimentos patriotas de clonación o te vas ya a las minas de uranio con los presos políticos. Y yo no sé qué son las minas de uranio ni los presos políticos, pero sí sé que esa gente se enferma en las minas y que luego las pasan por televisión, en cadena nacional, y te muestran el antes y el después, y en el antes sale el señor con corbata y traje y lentes y está gordito y en el después casi ni lo reconoces, es el mismo tipo pero desnudo, pesa como 40 kilos y tiene manchas moradas por todo el cuerpo, dicen que por la radiación.

Así que yo lo pensé rápido y dije, por favor yo quiero lo de la patria clonolizada y se rieron (yo creo que porque me babeé un poco al abrir la boca), me dieron palmaditas en la espalda y me dijeron que yo era perfecto. Ah, y me regalaron una braga roja, bien bonita, con mi nombre cosido en el pecho en letras doradas junto a una estrellita roja con bordes dorados, y me dijeron bienvenido, héroes como tú son los que necesitamos para garantizar el futuro de la patria. Yo me emocioné mucho, porque la braga era una belleza y porque las estrellitas rojas con borde dorado me gustan todavía más. Lo único malo (pero eso no lo dije, sólo lo pensé) es que luego me di cuenta que en el edificio de laboratorios de clonación había muchísimos más Fidel Ernestos y todos llevaban la misma braga roja con la misma estrellita en el pecho.

Entonces los experimentos comenzaron y lo primero que nos dijeron fue que en la primera etapa iban a medir una cosa llamada el coeficiente intelectual y que sólo algunos pocos iban a superar la prueba. Y yo temblé, porque a mí esas cosas de intelectuales me asustan un montón y dije seguro que yo no quedo por estúpido, seguro que la máquina dice que no soy suficientemente intelectual y me quedo afuera. Pero hicieron la prueba y nos hicieron unas preguntas rarísimas y nos conectaron electrodos por toda la cabeza y yo me concentré durísimo en contestar bien, en contestar todo lo que me estaban pidiendo, en dar todo lo que esperaban de mí. Y cuando acabó la primera etapa, esa del coeficiente intelectual, sobrevivimos cinco y los demás, que eran como 200, se quedaron fuera del experimento y los separaron en dos grupos: los de la derecha van a las minas de uranio y los de la izquierda pasen por aquí, tomen un jabón y una toalla, desvístanse que los vamos a bañar. Pero todos sabíamos, hasta yo, que era mentira, que a los de la izquierda no los iban a bañar sino que los llevaban a un sitio del que no volverían jamás y que era casi peor que las minas de uranio.

Cuando nos quedamos solos yo miré a mi alrededor y me di cuenta de que los otros cuatro eran tipos más altos que yo, más fuertes, en mejores condiciones atléticas (como dice la gente que sabe mucho).  Las bragas rojas les quedaban bien entalladas, no como a mí que me hacían parecer un espantapájaros prendido en fuego. Temblé, entendí entonces que después de la segunda etapa me saldrían las duchas o las minas de uranio (o de Urano, yo no sé). Y que fuera cual fuera el destino final, me arrancarían la braga roja con mi estrellita y mi Fidel Ernesto en dorado.

Entró a la sala un militar y se identificó como el Coronel Carreño, mostró las estrellas en su uniforme (unas estrellas de verdad), así con dos dedos y dejó claro que en esta vaina mando yo así que no quiero comiquitas de ninguno de ustedes cinco. Y luego agregó —entre golpes de tacón de sus botas militares negrísimas y relucientes— de todos los elegidos solamente quedará uno, aquel que intelectual y genéticamente cumpla mejor con las necesidades de la patria. Ustedes cinco han superado la prueba del coeficiente intelectual, porque en esta vaina necesitamos a gente con inteligencia limítrofe (vaya usted a saber qué es eso, pensé yo) y con un ADN perfecto (eso lo entendí menos). La patria del mañana necesita ciudadanos que piensen menos y obedezcan más, que no se anden con pajaritos preñados en la cabeza ni se pongan a inventar pendejadas; pero también necesitamos gente sana, señores, que no le ande costando dinero a la nación con enfermedades y taras y mariqueras de esas que le cuestan plata al gobierno. Como decían los egipcios, mentes sanas en cuerpos sanos, eso es todo lo que le pedimos a los ciudadanos del mañana.

El coronel Carreño se fue dando unos pasos con sus bototas que hicieron temblar al salón entero. Unos soldados se le cuadraron en la puerta, uno a cada lado, y se fueron detrás de él dejándola abierta. Entró entonces de inmediato una doctora vestida con bata blanca y zapatitos de tacón rojo. Linda la doctora. Dijo que se llamaba la Doctora Farías, que era la jefa del laboratorio revolucionario de genética y clonación, que quedábamos en sus manos salvo que el coronel dispusiera lo contrario.

La doctora nos dijo que bienvenidos a la etapa dos del experimento, que nos iba a hacer un examen de sangre para ver nuestra calidad genética y luego —al verme a mí, con la cara de bobo (el doble de la que tengo normalmente)— me dijo que no me preocupara que era un pinchacito que no dolería para nada y luego venía otra prueba que era muy rica, que me iba a gustar y que no había ninguna razón para angustiarse. Y cuando dijo lo de la otra prueba que era muy rica, le brillaron los ojos y se mojó de saliva los labios con la lengua. Y yo sentí que la braga por fin me quedaba más ajustada.

Vino entonces la primera fase de la etapa dos y la doctora me dejó de último en la fila. Le pidió a los otros cuatros que se arremangaran la braga y les puso un algodón con alcohol allí justo donde se dobla el brazo y luego les clavó una inyectadora y llenó como dos o tres tubos de ensayo de cada uno. Luego les sacó la aguja, entregó los tubitos llenos con la sangre oscura a sus asistentes y les puso más algodón con alcohol por la zona pinchada. Ah, y luego les puso una curita de esas que son redondas y les dio un jugo de naranja que yo me imaginaba que estaba muy bueno por la cara que ponían cuando se lo tomaron.

Cuando llegó mi turno tuve problemas para arremangarme la camisa, así que la doctora me dijo tranquilo que yo te ayudo. Tenía unas manos preciosas con las uñas largas y los dedos fríos, muy fríos, pero a mí no me importó. Yo quería que nunca dejara de tocarme el brazo con esas manos. Luego me puso el algodoncito con alcohol y cuando me iba a clavar la aguja me dijo así pasitico y cerca del oído: respira hondo que así no te duele nada. Yo sentí, en la medida en que se llenaban de mi propia sangre los tubitos, que las piernas me fallaban y que el mundo se ponía borroso, la boca se me secó y tuve ganas de llorar; pero entonces me di cuenta de que si me inclinaba un poquito hacia adelante podía acercar mi nariz a su pelo, casi le rozaba la cabeza y el cuello con mi mentón. Y descubrí que allí en ese espacio se encontraba el olor más rico del mundo. Me concentré en ese olor y me dejé hacer, haga lo que usted quiera conmigo, doctora. Hasta que me premiaron con mi curita redonda allí donde se dobla el brazo.

El jugo de naranja estaba mejor de lo que imaginé. Volví a ver en colores y las piernas por fin se me quedaron quietas. Me lo bebí como los niños, con las dos manos agarrando el vaso y tragando grueso sin importar que se me chorreara por la barbilla. La doctora entonces pidió permiso –no sé por qué, cómo se lo íbamos a negar— y nos dejó a solas unos minutos. Los otros cuatro comenzaron a hablar entre ellos y decían cosas como: yo creo que aquí pasamos la prueba tú y yo, pero ninguno de estos tres güevones pasa esta vaina. Y el otro decía: yo creo que los ganadores somos el negro y yo, que tengo los ojos verdes. Y luego otro dijo: yo no sé cuál de nosotros quedará al final, pero este pajúo (me señaló a mí con el dedo) a mí ya me huele a uranio. Y se rieron todos. Todos menos yo, porque no entendí el chiste.

Cuando regresó la doctora se le fue directo al de los ojos verdes, le extendió la mano, se la estrechó y le dijo: muchas gracias por participar, será en otra oportunidad y de otra manera que la patria necesitará de sus servicios. Luego hizo lo mismo con el negro y finalmente con el que me señaló con el dedo y me dijo pajúo. Se llevaron a los tres eliminados a las duchas y nos quedamos solamente dos.

La doctora nos felicitó, nos dijo que estaba muy orgullosa de nosotros, que sólo hacía falta una última prueba (la que nos dijo que era muy rica) y que esta vez –ya nos estábamos arremangando las bragas— nos bajáramos los pantalones que ella se ocupaba del resto. Trajo un vasito de vidrio y nos lo puso allí entre las piernas. Una de las asistentes se dedicó al otro (con la mano libre cubierta con un guante de látex y sin soltar el vaso con la otra) y la doctora se quedó haciendo lo mismo conmigo (pero sin guante, me dijo, contigo sin guantes).

Y sí, la doctora no mintió, estuvo rico. Lo más rico del mundo. Yo no quería que se acabara, pero de tanta ricura se acabó antes de lo que yo hubiera querido.

Nos dejaron otra vez a solas mientras se llevaban los vasitos con la muestra al laboratorio. Pero no podíamos ni hablar, teníamos como un alivio, como un sueñito sabroso.

Cuando la doctora regresó venía con la cara muy seria. Yo me sentía como en un concurso de esos de la tele como tipo Gran Hermano en el capítulo final. Los dos parados uno al lado del otro, yo no sabía ni para donde mirar, hasta que me di cuenta de que el nombre bordado en el pecho del otro finalista era también Fidel Ernesto. Y por estar leyendo —porque no puedo leer y atender a otras cosas al mismo tiempo— no me enteré de lo que dijo la doctora. Sólo sé que se me vino encima, se me plantó enfrente y yo dije nada, la gran cagada, me va a dar la mano, el discurso de será de otra manera que la patria lo necesite y a las duchas. Pero la doctora no me dio la mano. Me agarró la cara entre sus dos manos, las mismas que me habían hecho el hombre más feliz de la Tierra minutos antes, y me plantó un beso en la boca con punta de lengua.

Felicitaciones, querido, tú serás el padre de los clones del mañana. Millones y millones de ciudadanos idénticos a ti genética e intelectualmente. Eso dijo, me abrazó muy fuerte, tan fuerte que le sentí sus dos pechos calientes al otro lado de la bata, me dio otro beso (éste con más lengua) y se fue.

Insisto, yo no me inscribí en plan revolucionario de clonación, a mí me inscribieron. Y les confieso, ahora que los millones de clones están listos para habitar la nueva patria, que más les hubiera valido no haberme seleccionado. Es hora de quitarme el traje de imbécil y la braguita roja. Porque me he pasado la vida entera haciéndome el tonto, he sido entrenado desde niño en el seno más secreto de la Rebelión para llegar hasta aquí, para convencerlos de ser el perfecto idiota que necesitaban para sus planes de repoblar la patria. Yo, el hijo más inteligente y el mejor dotado genéticamente que haya parido esta patria. Yo, la última carta, cuando todas las otras habían fallado.

Hijos míos, ahora como en el juego del escondite, es hora de que ustedes libren por mí y por todos.

 

La droga

El viejo decía que el amor era un estado de locura. Yo podría estar de acuerdo, pero la frase tiene el gusto de la madera vieja y el aroma del agua de colonia del viejo. Yo agrego, con voz modelada por ondas cibernéticas, con tubos de ensayos en plena reacción, con el crujir de polímeros que mi padre no llegó siquiera a sospechar, lo aseguro con la fórmula ya puesta sobre papel y con millares de bytes de respaldo, que el amor más allá de ser un estado de locura es un estado de adicción. El amor es una droga. Sintetizable, extraíble, una combinación de segregaciones bioquímicas que motorizan al cuerpo, lo excitan, lo desquician, lo vuelan.

Quien se enamora activa una serie de enzimas, una cantidad de hormonas que se ponen en acción, un cerebro que se pone en marcha y envía instrucciones a sus neuronas, se detona todo un conjunto de reacciones orgánicas, el corazón bombea litros de sangre excitada que nos pone a temblar las piernas, nos hincha los genitales, altera el rostro, hace la piel más tersa, cambia el brillo de los ojos.

Si el amor es una droga, y cuando estamos enamorados simplemente estamos drogados, pues entonces el amor como droga sería sintetizable. Se puede extraer la droga a partir del cuerpo de una persona enamorada. Así como también podríamos sintetizar una droga altamente depresiva y autodestructiva si extraemos la justa combinación de hormonas y enzimas de un ser desenamorado.

Me mueve una intención altruista. Qué pasa si a un depresivo le inyectamos dosis debidamente cuantificadas de esencia amorosa. Pues obvio, el enfermo mejora. Sustituimos —por medio de la más hermosa droga natural— un sentimiento de frustración y tristeza por toda una divina gama de sensaciones ubicadas al otro lado del espectro.

Comencé mis experimentos con personas profundamente enloquecidas. Simplemente se les conecta por medio de tubos y jeringas a un mecanismo medianamente sofisticado que se encarga de sintetizar el amor descompuesto en hormonas, enzimas, neuronas. La máquina cuenta con dos jeringas que se deben insertar simultáneamente. La primera va directo al corazón que bombea sangre fresca rebosante de hormonas, rica en esencia de demencia. La otra va directo a la corteza del cerebro, muy cerca del hipotálamo —hay que tener cuidado en no perforarlo, pues el daño cerebral puede ser severo— pero si nos acercamos lo suficiente y extirpamos un poco de tejido rico en neuronas amatorias, tenemos la mitad de la fórmula ya entre manos.

Una vez ancladas ambas jeringas comienza la extracción de esencia amorosa. Cada paciente es un caso especial, particular, no importa en lo absoluto el sexo, ni talla ni peso, tampoco la alimentación, menos la orientación sexual, ni siquiera la salud. Podemos encontrar a un comatoso desahuciado con altísimas concentraciones de la droga corriendo entre sus venas, rebosando sus valles cerebrales. Delicado asunto. Un error de apreciación, un miserable mal cálculo, puede dejarnos como resultado un desecho depresivo a quien le hemos succionado toda gana de existir. Es mejor extraer poco en vez de irse de bruces y sintetizar demasiado a una misma persona.

De cualquier modo, cada paciente se siente ligeramente menos enamorado luego de ser sometido a la máquina; pero como el organismo es sabio y más que sabio es enamorado —enamorado, loco, adicto, en fin— la segregación de nuevas cantidades pasmosas de esencia es casi inmediata. El organismo elabora su propia droga apenas siente la mínima amenaza de síndrome de abstinencia. En pocas horas el enamorado vuelve a estar más o menos igual de drogado que al principio del experimento.

En cada succión de máquina se pueden extraer unos 5 cc de droga. Cosa difícil la de calcular la caducidad de cada muestra, poco importa pues todos la buscan para consumirla fresca. Para maniacos depresivos, para heroinómanos, para enfermos terminales la droga es fabulosa, proporciona horas y horas de bienestar, de amor contagioso y desmedido, de ganas infinitas de vivir, de follar, de poner en marcha los mil proyectos abandonados, de escupir en la cara a la frustración.

Pero sobre todo la droga es buscada, frenéticamente y cotizada en sumas exorbitantes, por aquellos enguayabados, la raza funesta de los despechados. La droga aniquila la melancolía, da una nueva emoción a las relaciones de pareja moribundas, ayuda a los desenamorados a encontrar una nueva dimensión luminosa en medio de su sufrimiento.

El asunto comenzó siendo un pequeño negocio personal. Sin trabajo por años decidí gastarme mis últimos centavos en repotenciar el laboratorio casero que levanté al fondo de casa. Tomé como conejillos de indias a amigos y conocidos de amigos. Extraía la esencia a los que estaban bien, vendía por unos pocos reales las inyecciones a quienes la pasaban mal. Claro que la voz se corrió y pronto me encontré llamando a mi puerta a centenares de drogómanos amorosos que sabían de la máquina. Disparé aún más los precios para desanimarlos, pero el efecto, como siempre ocurre con las drogas prohibitivas, fue una ola gigantesca en la demanda. Gente acaudalada que buscaba resucitar los amores ya extintos de una época abandonada al pasado, infieles arrepentidos que gastaban los ahorros de toda una vida para que sus antiguas parejas los recibieran —de brazos y piernas abiertas— de regreso en casa. Ni hablar de despechados, de millares de corazones rotos que daban hasta lo que no tenían por recomponer los pedazos marchitos.

El negocio marchaba más que bien. Personas que llegaban hechas un trapo, arrastrándose de dolor y pena por el piso, salían radiantes con ganas de comerse al mundo. Y quien venía una vez volvía por más. Porque estar así de drogado, o así de enamorado, que para el caso es exactamente lo mismo, es demasiado sabroso. Es un bienestar del cuerpo y sobre todo del alma al cual no podemos renunciar una vez que se apodera de nuestros cerebros y que causa buenos estragos —desquiciados, enormes, pero sobre todo hermosos— en la química de nuestros cuerpos.

Yo lo sé, y no precisamente porque hubiera estado profundamente drogado-enamorado-loco a lo largo de mi vida. Lo sé porque me hice adicto. No soporté la tentación de inyectarme la droga sintetizada a otros pacientes. Y sí, me hice dependiente.

Allí es donde entra la chica en escena. Susana era una hermosura de nena. Era como un ave con alas de azúcar, como un trébol de seis hojas. Profundamente depresiva. Por años había sometido su cuerpo a los altibajos del Prozac, a la más amplia gama de excitantes que químicamente la lanzaban a una felicidad sintética, una química plástica que le engañaba las neuronas y le regalaba algunos instantes de alegría artificial. Yo ya estaba drogado para cuando Susana se apareció en casa la primera vez. Acababa de pincharme un par de dosis, un cóctel de 10 cc extraído a un par de fieles clientes, y la sangre fresca me tenía el corazón a millón. Apenas la vi el alma se me puso en la boca del estómago y luego se me subió hasta la garganta y casi me voy en vómitos. El vómito más bello y grandilocuente de la historia de la humanidad.

Preparé para Susana la mejor de las mezclas. El equivalente en droga al mejor vino de Burdeos cosecha del 94. La conecté a la máquina, le hundí el par de jeringas, la penetré dulcemente hasta los tuétanos y regué amorosamente droga suficiente como para un orgasmo absoluto. Al final de la sesión no tuvimos otro remedio que besarnos. Y no hubo siquiera necesidad de quitarnos la ropa para gozar del clímax simultáneo más profundo de nuestras existencias. Tan sólo un beso, tan sólo un roce de punta de dedos, apenas una mano que se hunde suave entre los cabellos de la nuca y ya los dos estábamos enamoradísimos chorreando fluidos y con ganas de desmayarnos el uno sobre el otro.

Susana volvió muchas veces más, pero jamás volvió por más droga. Volvía simplemente por mí.

Acercaba un taburete y me miraba por horas mientras yo trabajaba. Mientras hundía y sacaba jeringas. Yo aceitaba el mecanismo, ella ubicaba la droga en tubos de ensayo sobre la gradilla. Ella abría puertas a depresivos vueltos trapo y les indicaba la salida a seres luminosos. Ayudaba a etiquetar sobre los matraces las hormonas de cada quien, desde las esencias más potentes hasta las más inocuas (que inocuas, como tal, ninguna… pero entre todas las que son fuertes, algunas lo son más). Yo en cada pausa volaba, literalmente, volaba hasta ella para hundirle la lengua entre los dientes, para morderle las comisuras de los labios, para pellizcar dulcemente algún pezón o para que me dejara resbalar un dedo travieso hasta la unión de su entrepierna. En las noches hacíamos el amor golosos, nos descosíamos la piel para entregarnos el uno al otro. Y entre orgasmos de los simultáneos y de los egoístas, dos, tres, cinco, centenares, cierta noche me asusté.

El miedo. Me percaté de lo perdidamente enamorado que estaba. Quería estar por siempre así, no quería jamás caer.

Deseaba eternamente tener ese enamoramiento de cosquillas en el vientre, de manos sudadas, de pecho que se asfixia en espasmos cada vez que escuchamos su voz. No podía permitir nunca en la vida que el olor de sus axilas, en su tibieza agridulce, con toquecitos de acidez, dejara de hincharme el pene. Entonces, temeroso, cuando ella se dormía me iba de punta de pies hasta el laboratorio, me conectaba a la máquina y me metía una dosis, a veces dos, rara vez osé hasta con tres. Regresaba levitando de amor, me escurría entre las sábanas y lloraba de felicidad al verla a mi lado, preciosa, niña mala dormida. Yo le paseaba por la espalda los dedos húmedos de lágrimas, semen y de sus propios flujos vaginales. Le susurraba, apenas tan alto como el vuelo de una libélula, palabras tontas de amor, pésimos poemas. Ya ni dormía, nunca he sido de buen dormir, pero ahora no dormía jamás. No era insomnio, por supuesto que tampoco era tensión, nada parecido al vértigo que sólo proporciona el ahogo de la ansiedad. Era el amor, tenía demasiados litros de amor. Los míos, los de Susana, los de otros.

Y por segunda vez, pero ahora incluso más que antes, en un ataque furibundo de desquiciada cordura, me volví a asustar. Pensé estar demasiado enamorado, excesivamente enamorado. Tanto, que estaba dejando a Susana kilómetros atrás. O acaso ella era quien me dejaba a mí. Sentí el pánico, el vértigo absoluto de amar demasiado y no ser correspondido. Nos estábamos volviendo, una vez más, como pasa a todas las parejas que vienen por droga hasta mi puerta, un amor desequilibrado. Uno que ama demasiado, el otro que ama menos y por eso no puede hacer más que dejarse amar.

Con el corazón pendiendo de un hilo de vísceras maltrechas y con el vómito espantoso de quien se percata de estar a punto de perder, de una vez y para siempre, a la persona que más ha amado, me dispuse a elaborar un antídoto para tanto amor.

Si bien el amor es droga y como droga ya he explicado cómo se sintetiza, pues el desamor también debería ser sintetizable. Para un hombre demasiado enamorado, con dosis excesivas de amor corriendo desenfrenadas por su organismo, lo mejor sería neutralizar las fuerzas de la droga con otra igual de potente. Y así comencé a sintetizar la esencia misma de terribles despechos, guayabos, depresiones crónicas.

Pagué por extraer, con mi misma máquina pero insertando mis jeringas sobre otras materias primas, la esencia del desamor más patético producto de seres más que oscuros. Y cada vez que me sentía demasiado drogado, demasiado alto y sin ganas de aterrizar, con un amor tan desproporcionado que estaba a punto de asfixiar el amor más sosegado de Susana, cada vez que me daba el vértigo del amor desaforado, me mandaba inyecciones generosas de depresión, de frustración, jugo de corazones rotos, despecho putrefacto y ganas de morir.

Y la gente lo supo. Y comenzó la demanda furiosa por la nueva droga. Será tal vez por moda, porque en estos días la felicidad tiene también el olor de la madera añejada y los olores pavorosos del perfume de la abuelita.

Dejemos las hipocresías aparte. Para qué mierdas buscar estar bien si en el fondo somos autodestructivos y lo que nos gusta es estar mal. Somos unos saboteadores miserables que nos engañamos y nos tendemos trampas. Supuestamente buscamos estar mejor y bajo esa mentira nos lanzamos a vivir una vida que no nos gusta ni merecemos. Pero tranquilos, porque para consuelo de tontos, que al final lo somos todos —flotando en este mundo contemporáneo hecho de gigabytes que huele a plástico chamuscado y sabe a químicos tóxicos— siempre triunfará nuestra parte siniestra que nos empuja a estar rejodidamente mal.

Yo tenía la droga a precios siderales, mierda en centímetros cúbicos para volverse aún más mierda. Mierda abundante para gente de mierda que suplica por hacerse más mierda.

Seguía peligrosamente enamorado, y me lancé en un autoexperimento a sintetizar mi propia droga de amor. A combinar, justo después de extraerme litros de la esencia amorosa, dosis patéticas de nueva droga. Un festín de desamor, de ganas de morir recontramal. De ansias de vivir aún peor. Me desenamoré sistemáticamente, me saqué del organismo y del alma decilitros de esencia, me exorcicé la locura y la aprisioné en tubos de ensayo. Para que no quedara vestigios de duda, para asegurarme de neutralizar una locura con otra, me suministraba jeringas con el desamor de los malditos. Tanto daño esquemático y metódico no me podían dejar ileso.

Susana insistía en mi cambio. Y cuando ya volvía de nuevo a ser la chica depresiva y descorazonada que siempre fue antes de llegar a mi puerta, me dejó una carta de hasta pronto y se marchó. En la carta decía —palabras más, palabras menos— «que te esperaré hasta que se pase el temporal, que estoy asustada por tu cambio, que siento que la mala vibra de lo siniestro se apodera a paso firme de nuestra relación; pero te amo y confío en que volverás a ser el viejo tipo enamorado que solías ser en todos estos meses de amor desaforado y tranquilo, que cuando vuelvas yo estaré aquí para ti».

Ahora me percato de que la he perdido. Estoy en un foso, en el agujero oscuro más profundo y atormentado que alguna vez un ser humano puede haber estado. Por eso he decidido reconectarme a la máquina. En las jeringas, dispuestas en mecanismo en serie, he puesto toda la droga que noche tras noche, en mi vida feliz junto a Susana, sinteticé a partir de mi propio amor. Amor que me perteneció, que me pertenece aunque ahora desde afuera, pero que con la conexión a la máquina me habré de devolver.

Millares de neuronas, de enzimas excitantes, trillones de hormonas enamoradas. Un cóctel maldito de amor que deseo de vuelta, para hacerme volar hasta mi mujer, para recuperar la savia de mi corazón marchito. Las jeringas se accionan, la máquina zumba, tiembla, cortocircuito por la sobremarcha, se funde. Yo estoy conectado. Feliz, enamorado, desquiciadamente enamorado, drogado en cada pulsación. Qué deliciosa locura, qué sobredosis tan encantadora.

El viejo decía —sí, de nuevo, con un olor delicioso a maderas húmedas y aguas de una colonia cuyo aroma me vuelve a las fosas nasales justo ahora— que el amor era un estado de locura… pero que al final nadie se moría de amor.

Es falso, viejo. Yo sí.

Sobre el autor

*Publicados en: https://lasmalasjuntas.wordpress.com y http://leamoscuentosycronicas.blogspot.com, respectivamente.

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