literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Roberto Echeto

Arsenal

La habitación 304 del hotel Elridge era un modelo de orden y limpieza. Allí Dave Mallory tenía los brazos abiertos mientras Harold Taeger lo registraba. Al verle la mano derecha convertida en un arroyo de sangre, el policía le preguntó:

—¿Y esto?

—Un accidente.

Cuando llegó al bolsillo izquierdo de su chaqueta, se detuvo sorprendido.

—¿Qué tienes ahí?

—Una pistola.

—Sácala, ponla sobre la mesa y alza las manos.

Dave hizo lo que le ordenaron. Sacó la pistola, se la dio al oficial y se quedó mirando un punto en la nada.

—A ver… Beretta punto cuarenta y cinco… Quince balas más una… Muy bien… ¿Qué más llevas encima?

El teniente Harold Taeger rodeó a Mallory y le tanteó la cintura, las piernas, los tobillos, la entrepierna y, por terquedad profesional, palpó de nuevo el pecho de aquel hombre de rostro cuadrado. No lo podía creer. Ahí, en el bolsillo izquierdo de la chaqueta había algo que pesaba tanto como la pistola que acababa de extraer.

Taeger miró a su compañero, el teniente James Langdom, y le pidió que no dejara de apuntar al hombre al que estaban registrando. Seguidamente metió su mano en aquel rincón de tela oscura y obtuvo lo que esperaba: otra pistola.

—Otra Beretta punto cuarenta y cinco. ¿Qué más traes? Mallory bajó su brazo izquierdo, metió su mano en el bolsillo y sacó…

—¿Otra pistola? —Taeger y Langdom se convirtieron en cuatro ojos incrédulos

— ¿Y de dónde la sacaste?

—Del mismo sitio que las otras.

—Dámela y no te hagas el chistoso.

Las cuatro pistolas estaban sobre la mesa. Todas eran Berettas punto cuarenta y cinco.

—¿De dónde las sacaste?

—¿Otra vez?

—Contesta.

—Del bolsillo.

—¿De cuál bolsillo?

—Del izquierdo.

— Ahí no caben cuatro pistolas.

—¿Qué quieren que les diga?

—Quiero que me digas de dónde sacaste las cuatro pistolas.

—Del bolsillo de mi chaqueta. Ya se los dije.

—Vamos a ver si cuando te registre el culo, te ríes. Quítate la ropa.

Mientras Mallory se desnudaba, Langdom tomó la cartera del mago y se dedicó a revisarla. No llevaba nada extraño. Tan sólo su licencia de conducir y una tarjeta Visa.

Taeger le echó un vistazo a Mallory y con un gesto le dijo que se bajara los calzoncillos. Luego sacó de su chaqueta un par de guantes de hule, se los puso y cumplió con su deber. Años atrás el oficial Harold Taeger aprendió que en la entrepierna humana cabe sin problemas el circo de Barmum y Bailey con todo y elefantes. Por eso trabajó con la tranquilidad que correspondía. Miró, palpó, introdujo su dedo anular y no hizo ningún descubrimiento extraño. Nada salió expelido de aquel cuerpo, cuando le ordenó ponerse en cuclillas y dar saltos de rana. No hubo convulsiones ni quejas, al beberse la soda caliente que Langdom le ofreció sin el menor gesto de amabilidad.

—Vístete.

Harold Taeger comenzó a quitarse los guantes, pero de inmediato quedó transmutado en un espantapájaros. Su compañero también dejó de hacer lo que estaba haciendo para ver el prodigio: el hombre al que acababan de registrar, y que seguía desnudo en medio de la sala, llevaba una pistola en su mano izquierda.

—¿Y eso?

—¿De dónde sacaste esa pistola?

—Apareció en mi mano.

—«Apareció? ¿Cómo que «apareció»?

Las palabras se pusieron resbalosas. Mallory no pudo explicar cómo materializaba las pistolas y menos mirándoles las caras a aquellos policías cuyos rostros de trapo tenían una expresión en la que se alternaban la ignorancia y el horror. Tampoco le pareció raro que le quitasen la quinta pistola y que gritaran cuando vieron aparecer ante sus ojos la sexta.

—Tú lo viste… Hizo aparecer de la nada una pistola.

—Cálmate, James.

—Yo lo vi… Otra pistola y otra… Y otra… Los dos lo vimos… Seis…

—Seis pistolas…

Los nervios de los policías convirtieron en gelatina el aire de la habitación 304 del hotel Elridge. Harold Taeger hizo una pausa. Luego se volvió hacia Mallory, sacó su arma de reglamento, lo apuntó directo a la frente y le dijo:

—Tú me cuentas qué significa esto o Langdom y yo haremos un Jackson Pollock con tus sesos.

Dave Mallory tragó cemento y comenzó a hablar sobre todo lo que le había ocurrido en las últimas dos semanas.

Sus manos flotaban en el espejo; abrían espacios, cerraban espacios, dibujaban olas y compartimientos de aire. La pistola aparecía —POP— y desaparecía —POP—. Sólo Dave Mallory, la pistola, el espejo y las manos. Poco a poco lograría la perfección.

El truco de atrapar una bala en plena trayectoria pronto contaría con un prólogo. Su rutina quedaría completa y solo los expertos entenderían ese guiño a la historia de la magia. Él se uniría a la tradición de magos que crispaban al público atrapando proyectiles. De Robert-Houdin a él quedaría trazada una línea perfecta. Primero aparecería y desaparecería el arma. Luego invitaría a alguien del público a que revisara la pistola y a que le disparase para que él tuviera la oportunidad de capturar la bala en el aire.

Sus ensayos se repitieron sin sobresaltos hasta que algo salió mal.

Primero hizo los pases frente al espejo… La mano derecha, la mano izquierda, otra vez la derecha, el bolsillo de la chaqueta y —POP—: el arma en la mano izquierda…

En ese instante el mago hizo una pausa. A su alrededor flotaron unas motas diminutas que se hicieron visibles gracias a la luz.

Mallory dejó la primera pistola sobre la mesa y comenzó a mover sus manos para afinar la secuencia de movimientos, pero repentinamente se percató de que tenía algo en el bolsillo izquierdo de su abrigo. Era otra pistola que, de inmediato, soltó.

Como no pudo responder ninguna de las preguntas que su cerebro le formulara, hizo el truco hasta que el espacio de la habitación 332 del hotel Elridge no fue suficiente para guardar con discreción las veintitrés pistolas que salieron de su bolsillo. Al principio le pareció una curiosidad, pero pronto tuvo razones para preocuparse. Ese primer día intentó separarse del arma muchas veces.

Al final de la tarde, se detuvo a pensar que su problema tenía una cara que no era mágica. ¿Cómo diablos explicaría la posesión de treinta y tantas pistolas? ¿Quién le creería cuando dijera que ese arsenal estaba ahí porque se equivocó realizando un truco de magia? Por eso se hizo con un morral que parecía una salchicha gigante, lo llenó con toda aquella mercancía y salió a deshacerse de ella.

Los días siguientes estuvieron llenos de atardeceres en los que Mallory iba al puente y lanzaba al río el resultado de sus intentos por arreglar aquel enredo. Al principio no encontró obstáculos para llevar a cabo su operación clandestina, pero pronto se percató de que el sitio que había escogido para dejar su ofrenda, no siempre estaba desierto. Por eso caminó sin rumbo, prefiriendo los callejones de alcantarillas mugrosas a las calles bien iluminadas. Ahí desarmó varias pistolas y dejó sus partes entre la basura. Sin embargo, a ese paso no se libraría de todo lo que tenía que librarse con rapidez. Así que dejó cinco pistolas por aquí, cuatro por allá, tres más adelante… hasta que regresaba la habitación 332 del hotel Elridge portando una sola en el bolsillo izquierdo de su chaqueta.

Mallory repetía la secuencia de movimientos frente al espejo. Lo hizo de todas las maneras posibles: veloz, despacio, muy despacio… Tomó apuntes en un papel al que añadió diagramas y comentarios para ver dónde estaba el error. Hiciera lo que hiciera, no podía separarse del arma. Cuando intentaba deshacerse de ella —POP—, se le aparecía otra en su lugar.

Más de una vez pensó que la causa de aquel desastre mágico se encontraba en la prolijidad de la rutina que había diseñado. Por ambicioso (y por impericia) se apartó de la práctica normal de la magia y había decidido capturar una bala en el aire con una pistola que él mismo aparecería. Eso era una exageración que multiplicaba las variables del truco y las posibilidades de equivocarse. Por lo general, los magos crean una ilusión a partir de un objeto muy sencillo que no llame la atención sobre sí mismo. Aparecer una pistola podía ser impresionante y usarla, en el mismo escenario, en un truco aún más impresionante, podía causar un sin fin de complicaciones técnicas. Dave creyó que podía prever esas complicaciones, pero la realidad le demostró lo contrario.

Pasaron las semanas y una noche salió a la calle con sus pistolas a cuestas. Tenía la mente convertida en una playa contaminada, Por eso no supo cómo llegó hasta la entrada de un callejón oscuro ni de dónde salieron los brazos que hicieron que quedara tendido en las sombras, oyendo el oleaje revuelto de su propia respiración. En ese hueco que era él mismo, sintió un susurro carrasposo que le daba las gracias. Luego, mientras vomitaba, alguien lo arrastró y lo hizo pasar entre unos matorrales cuyas ramas dibujaron azarosos renglones en todo su cuerpo. Cuando a1 fin pudo abrir los ojos, se encontró frente al recinto de los monos en el zoológico.

A Mallory le dolía todo. Para colmo, su cabeza sólo funcionaba para recordar la voz sórdida del ladrón que se llevó sus pistolas. Cuando al fin pudo moverse, lo primero que hizo fue palpar el bolsillo izquierdo de su chaqueta. Ahí estaba la pistola terca que no lo abandonaba nunca.

Cuando al fin se tranquilizó, su cerebro se puso en funcionamiento.  ¿Qué habría hecho cualquiera de los grandes magos en su lugar? ¿Qué habría hecho Robert-Houdin, si le fallaba el truco de atrapar la bala en el aire? Habría muerto como murieron tantos idiotas antes y después de él, realizándolo. ¿Qué habría hecho Harry Houdini si no hubiese podido salir de su trampa china? Esperar a que sus asistentes rompieran las paredes de la caja de vidrio. ¿Qué habría hecho David Blaine, si se caía de la columna de noventa pies de alto sobre la que permaneció treinta y cinco horas? Nada. Abajo lo esperaba un colchón gigante. ¿Y él? Él no. Si él cometía un error, no habría malla, colchón, asistente o imitador que cargara con las consecuencias. Él era David Mallory, un mago cualquiera al que su mujer cambió por un boxeador italiano. Él, el mago que nació en una época sin magia, logró (por error) realizar magia de verdad, un milagro por el que en ese momento sufría dolores indescriptibles y se quejaba frente al único mono que se dio por enterado de su presencia.

La criatura lo miraba, su cubría el rostro, daba vueltas, iba, venía. Mallory sintió ganas de dispararle, pero dijo que aquello, aparte de inútil, habría supuesto una imperdonable crueldad. Sin embargo, como quería devolverle el absurdo al inefable universo, se levantó maltrecho y le lanzó al mono la pistola que llevaba en las manos.

—Para que hicieran lo que le diera la gana con ella.

—Qué irresponsable eres – le interrumpió Tejer–. ¿Cómo se te ocurre darle una pistola a un mono?

—Nada más por eso te deberíamos encerrar hoy mismo —dijo Langdom.

—Esas pistolas no servían para matar a nadie —repuso Mallory al tiempo que los dos oficiales se miraban las caras.

—¿No servían?

—Yo no trabajo con balas de verdad

—¿Esas pistolas que están aquí no son de verdad?

—No.

—Vamos a ver…

James Langdom tomó una, verificó que estuviera cargada, le quitó el seguro, la apuntó contra la pared y disparó.

El ruido fue tan impresionante como el boquete que le abrió al friso.

—¿Con que balas de salva, no?

—En aquel momento eran de mentira.

—¿Y cómo explicas esto? —Preguntó Taeger señalando el hueco en la pared.

—No sé.

—¿Cómo que no sabes?

—No lo sé… No me miren así… Es la magia.

—¿La magia? Claro que fue la magia. Tú eres mago, ¿verdad?

—No se burlen.

—Está bien, pero ¿cómo es eso de que fue la magia?

—No sé.

—Dame una respuesta lógica o te abro un hueco en la frente,

—No hay ninguna respuesta lógica. La magia es así.

—Si fue la magia y tú eres mago, fuiste tú quien cambió las balas.

—No. Yo no fui.

—¿Entonces quién fue?

—Fue la magia… Ya se los dije.

—¡Mallory, responde! —Langdom le estampó una bofetada al mago sin que Taeger pudiera contenerlo,

—Hice un truco muy complicado. Me equivoqué y ahora el error se repite solo.

—No me hagas reír, mago. ¿Cómo que se repite solo?

—Es así. No me pidan que les explique los detalles porque ni yo mismo los entiendo.

En la habitación se hizo un súbito silencio. Mallory metió la mano en el bolsillo dos veces y le entregó un arma a cada policía antes de murmurar:

—Es como una maldición.

Después de otro breve silencio que duró mil años, Taeger terció:

—Vamos a tranquilizarnos… Seguro que en la historia que nos estás contando hay una explicación.

—Sí. A lo mejor,

Mallory trató de calmarse. Si administraba bien su dinero, podría vivir un par de semanas más en el Elridge, Necesitaba consultar con el techo de su cuarto la conveniencia o no de pedirle ayuda a la policía.

Pasaron doce horas (o más) en las que el mago apenas se asomó a la calle. En ese tiempo no hizo otra cosa que beber Coca Cola, ver la televisión sin volumen y repasar su truco malogrado. Como estaba harto de tratar de esconder montañas de pistolas inútiles por las que, además, lo acosaron unos matones miserables, siguió mentalmente los pasos de la rutina… Uno derecha, dos izquierda, tres derecha y —POP—… Uno derecha, dos izquierda y —POP—… Uno derecha, dos izquierda y de pronto Mallory cayó en un sueño profundo. Una fuerza amistosa lo arrastró a un foso de placidez en el que las imágenes se disolvían como en una acuarela que cambiaba de densidad, mostrándole los rostros y los objetos del mundo.

Dos horas más tarde, unos golpes lo sacaron del sueño y lo pusieron en alerta.

Dave retomó el extraño hilo de su vida; se levantó y se puso la chaqueta y los zapatos. Lo hizo con calma porque sabía que aquel momento era el cierre de un pequeño paréntesis de tranquilidad.

Entonces abrió la puerta.

Ante sus ojos aparecieron dos sujetos: un moreno a quien el vitiligo le había dibujado el mapa de Groenlandia en la cara, y un calvo al que Mallory reconoció porque su voz provenía de un sumidero lleno de cucarachas.

—Hola. Vine para que me expliques algo.

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? ¿Quién eres tú? ¿De dónde saliste? ¿Por qué la otra noche te quitamos veintitrés pistolas de juguete?

—¿Ustedes son o qué?

—Yo soy el que pregunta aquí. ¿Quién coño eres tú?

En silencio, Dave se metió la mano en el bolsillo de su pantalón, sacó una pistola y se la entregó al calvo. De inmediato repitió la operación y le entregó otra.

—Mira. Qué bonito.

… Y Otra.

—Ya. Ya. ¿Qué es esto?

—Tres pistolas.

—¿Tienes más?

—Sí —y añadió una más a la lista.

El calvo aplaudió con entusiasmo. Eso hizo que Mallory sintiera que las infinitas motas de polvo que había en el cuarto —POP—se detuvieran.

Cuando el mundo retomó su giro, Dave se dijo que tenía tiempo sin oír un aplauso. Más allá del displicente golpeteo de palmas que acababa de recibir, el mago sintió el vértigo en la sangre y en las entrañas. Algo se removió en él, pero no tuvo tiempo de pensar sobre eso porque cuando iba a hacerlo oyó la pregunta del calvo.

—¿Y qué eres tú: mago?

—Sí.

—¿Cómo haces eso?

—Es un truco.

El calvo escrutó las cuatro pistolas y las puso en orden en una de las esquinas de la cama. El Hombre Mapa no dijo palabra, pero las tomó en sus manos, las desarmó y las volvió a armar.

—¿Y éstas son iguales a las que te quitamos?

—Sí.

—Ajá… Vamos por partes. ¿Cómo te llamas tú?

—“Brunello el Magnífico” o, si te gusta más, Dave Mallory. En las últimas semanas he estado trabajando aquí, pero no me ha ido bien.

—¿Qué pasó?

—No he conseguido trabajo.

—Pobrecito. ¿Y por eso te pusiste a vender tu mercancía donde yo vendo la mía?

—No.

—¿Cómo que no?

—Te vimos y te agarramos  —dijo el Hombre Mapa.

—Yo no estaba vendiendo ninguna mercancía.

—¿Y qué estabas haciendo con ese morral?

—Lo estaba botando a la basura.

—¿Botando? ¿Con todo lo que llevaba dentro?

—Me equivoqué haciendo el truco de las pistolas y ahora se me aparecen más pistolas de las que necesito.

—¿Sabes qué? —Preguntó el calvo—. Yo no te creo. Tú trabajas para alguien que quiere acabar con mi negocio.

—Piensa lo que quieras.

—¿Con quién estás trabajando?

—Con nadie,

—-¿Tú trabajas con la policía?

—No.

—Unos amigos míos te vieron. Todos los días, a la misma hora, salías de este edificio y lanzabas un montón de porquería al río. Esos tipos pensaron que eras un simple cerdo que botaba su basura donde no debía, hasta que fueron a nadar y descubrieron qué era lo que tirabas al agua.

—Claro, y cuando ustedes vieron las pistolas, dijeron «oye, ¿por qué no seguimos este idiota y lo robamos en el zoológico?».

—No te quejes. Pudo haber sido peor. Eso sí: cuando abrimos el maletín y nos encontramos con que esas pistolas eran tan inútiles como las pistolas mojadas que mi gente sacó del río, quisimos venir a verte.

—Yo no tengo nada más que decirles. Yo sólo soy un mago. Así que ya saben por qué cargo con este arsenal de utilería… Ahora, si me disculpan, tengo que vestirme porque voy a salir.

—Tú no vas a ninguna parte. Tú nos vas a decir para quién trabajas. ¿Tú crees que nosotros nos chupamos el dedo?

—Yo no sé qué clase de vicios tengan ustedes. Ni me interesa.

—Mira, mojoncito, ya nos hemos entretenido bastante… Ahora me vas a decir todo lo que quiero saber…

El calvo hizo una mueca parecida a una sonrisa y, en el mismo instante en que sacaba su revólver, Mallory movió su mano izquierda y sacó una pistola.

En el cuarto 332 se oyó un estruendo que hizo temblar la pintura de las paredes.

El calvo cayó a la alfombra con una bala en la cara.

—¿Qué? —Preguntó Langdom—. Fue la magia, ¿no?

—Sí —respondió Mallory.

—Seguro nos vas a decir otra vez que no tienes ninguna explicación

—Así es.

—La magia… No me hagas reír…

En el Elridge hubo silencio. Pasaron unos segundos antes de que los ruidos de la calle entraran por la ventana. De pronto hubo gritos, ladridos de perros, sirenas…

El Hombre Mapa sacó su pistola, pero no contó con que el mago de cara cuadrada lo sorprendería. Cuando lo tuvo en frente y le disparó, Mallory movió su maño derecha y se quedó ahí, asustado y de pie.

—¿La atrapaste de verdad? —Preguntó Harold Taeger.

—Sí.

—¿Dónde está?

Mallory abrió la palma derecha como si fuera un abanico de sangre y les mostró a los policías el pequeño y negro proyectil.

A pesar de que su mano se convirtió en una cascada, había hecho lo que hizo su admirado Jean Eugéne Robert-Houdin en Algeria. Frente al manchado y boquiabierto matón, Mallory repasó con orgullo el pasaje de la vida de Robert-Houdin en el que el gran ilusionista atrapó con los dientes la bala que le había disparado un caballero árabe.

Aunque no atajó el proyectil con su boca, se sentía satisfecho porque había atrapado el proyectil en el aire y tuvo la entereza necesaria para poner cara de indestructible.

A pesar de su sorpresa, Dave Mallory no pudo congraciarse más consigo mismo ni continuar pensando en cómo aquel acto desmesurado se transformó en uno de los números negros de la historia de la magia. El Hombre Mapa ya abría la boca y él no debía abusar de su suerte. Por eso abandonó sus cavilaciones, alzó la pistola con la que había matado al calvo y se la lanzó con toda sus fuerzas a la cara.

En la habitación 332 se oyó el ruido de un meteorito que se estrella contra la Tierra. El mapa de Groenlandia se puso rojo. Dave Mallory se le fue encima y lo pateó hasta que le dolieron los dedos de los pies.

El tumulto que oyó a lo lejos le dijo a Mallory que era hora de irse. El Hombre Mapa se incorporó como pudo y le disparó varias veces, pero, una vez más, el mago fue más rápido que las balas. Lástima que una anciana que caminaba por el pasillo del hotel Elridge no pueda decir lo mismo.

—¿Qué hiciste después?

—Cuando salí de mi cuarto y corría por el pasillo para largarme de este hotel, ustedes abrieron la puerta de esta habitación y, a punta de pistola, me invitaron a pasar.

—En teoría te agarramos después de perseguirte. Eres uno de los que participó en el tiroteo del cuarto del fondo y nosotros, los agentes de la eficiencia, te acabamos de atrapar. A Parker lo capturaron unos colegas nuestros, pero a ése nadie le ofrecerá nada porque ya no está en este mundo. Á ti te tenemos una oferta,

—Pero, acabo de matar a un tipo…

—Según tu versión, sí. Pero recuerda que la vida es una licuadora de cuentos.

—No hay ninguna otra versión. Fui yo.

—Mira, mago: gracias a ese tiroteo, cayeron dos de las ratas más inmundas que han nacido en este pueblo: Emil Roth y «Manchas» Parker. Nosotros llevábamos bastante tiempo detrás de ellos, pero tú nos simplificaste la vida. Para que te hagas una idea, esos dos eran algo así como los Beach Boys de la venta ilegal de armas. Eso no significa que vayamos a obviar tu cuota de responsabilidad en este asunto. Aunque nos hayas ayudado a dar con ese dúo, necesito que me digas cómo hiciste para cambiarle las balas a tu pistola… Porque se las cambiaste, ¿verdad?

—No. No se las cambié.

—¿Me estás queriendo decir que todo este cuento de la magia pistolera es real?

—Ustedes lo han visto con sus propios ojos.

—Creo que no estás midiendo el problema en su dimensión más dolorosa. Dime: ¿escribo en tu expediente que tú apareces pistolas que se disparan solas?

Mallory calló durante unos instantes y luego dijo:

—Yo sólo sé que me equivoqué mientras ensayaba un truco y que cuando estuve frente al calvo, me di cuenta de dónde estaba el error que produjo todos estos disparates.

—¿Qué hizo Roth?

— Aplaudió.

—¿Aplaudió? ¿Y qué tiene eso de raro?

—Que cuando el calvo aplaudió, las balas dejaron de ser de mentira.

—¿Y entonces?

—Cuando ensayaba, el día en que empezó este desorden, no pensé en los aplausos. No les presté atención. La gente no lo sabe, pero la respuesta del público forma parte del truco.

—¿Así de simple?

— Así de simple. Los aplausos forman parte de la magia. Sin aplausos, no hay magia ni hay nada.

—¿O sea que la presencia o ausencia del aplauso modifica al truco?

—Sí.

—¿Y entonces? —Preguntó un indigesto Langdom.

—Entonces la única manera de acabar con este asunto es con un aplauso.

—¿Y quién te va a aplaudir?

— Ustedes.

Los dos policías se rieron a carcajadas. Después de secarse los ojos y de carraspear, Taeger dijo:

—Mira, Mallory, estás equivocado. Nosotros trabajamos con las heces de esta ciudad y tú propones que te demos un aplauso… Tú estás loco. Langdom y yo quedaríamos como unos tontos, si te complaciéramos. ¿No es así?

— Yo haría el truco como lo he hecho durante todo este mes y, cuando saque la pistola, ustedes aplauden. Luego, yo diré todo lo que ustedes quieran.

—¿Lo que nosotros queramos? ¿Qué es lo que, según tú, queremos?

—No sé, Supongo que arreglar lo que yo dije con lo que ustedes digan para poder explicar lo que pasó en este hotel sin necesidad de hablar de magia.

Langdom dejó escapar un largo suspiro que fue el prólogo para decir:

—Haz el truco, Mallory,

Dave Mallory sacó la pistola que llevaba en el bolsillo y la puso sobre la mesa, Langdom la tomó y vio cómo el mago movía sus manos y dibujaba olas en el aire. Un pase, dos pases, tres pases y —POP— apareció otra pistola. Ya iba a iniciar su rutina una vez más (y ahora sí pediría su aplauso), cuando Langdom lo apuntó con el arma y le disparó.

Dave se fue de culo con el hombro transformado en un aullido. Sólo después de contemplar su obra, Langdom habló.

—Si te encerramos, vamos a tener que hacer dos ridiculeces: aplaudirte para ver si de verdad dejas de aparecer pistolas…

—Porque armado, no te podemos encerrar en ninguna celda —interrumpió Taeger.

—…Y exprimirnos los sesos pata escribir un informe creíble sobre lo que pasó en las habitaciones 304 y 332 de este hotel. Mira lo que vamos a hacer: en vez de aplausos, te vamos a dar una habitación y un sueldo pata que trabajes con nosotros. A cambio, tú nos proporcionas todas las pistolas que necesitemos para lidiar con unos cuantos tipos que son más duros que Parker y Roth. ¿Qué me dices?

—Que están locos.

—Puede ser, pero observa que tú eres algo así como la gallina de las pistolas de oro y eso hay que aprovecharlo. —Langdom hizo una pausa y añadió —: Te estoy invitando a que trabajes con nosotros. Podemos hacer cosas extraordinarias, pero todo depende de ti. Si no aceptas, diremos que te dedicabas al contrabando de armas… Porque eso era lo que hacías: traías pistolas de la Tierra Mágica o de quién sabe dónde, y no las declarabas aquí… Ninguna de estas pistolas está registrada en este país… Ah y también le volaste la cabeza a un calvo.

Taeger chasqueó y dijo:

—Si no aceptas, Mallory, podríamos aislarte y ponernos serios contigo. No sé: amarrarte, embrutecernos, llamar a unos compañeritos que no saben tratar a la gente…

—No creas que esta invitación se nos acaba de ocurrir —rugió Langdom—. Los amigos de Parker y Roth no fueron los únicos que se dieron cuenta de que lo que lanzabas al río era algo más que basura. Nosotros tenemos ojos en todas partes y hemos llegado a la conclusión de que puedes ser más útil de lo que tú mismo crees. No podemos corroborar de dónde sacas tus cargamentos de pistolas, pero ¿qué quieres que hagamos, si no somos perfectos?

—Si aceptas, podemos decir que Manchas Parker fue quien disparó una de estas pistolas. Según tu historia, al menos en cuatro de ellas están sus huellas. ¿Qué te parece?

—No pongas esa cara. Como mago eres un fracaso. Si quieres un consejo, usa ese fracaso a tu favor. Aprovecha esta oportunidad y haz algo útil con tu vida. Si te quedas esperando los aplausos, te saldrán raíces. Mueve ese culo o atente a las consecuencias.

Dave pensó que debía hacer algo con su mediocridad. Tal vez no debía desaprovechar una oferta como ésa porque muy probablemente nunca se repetiría. Quizás su futuro estaba ahí, en la repartición de armas a unos sujetos que querían imponer su versión de la ley, y no en la magia ni en los escenarios.

El mago hizo silencio. Por su cabeza sólo cruzaron los buenos momentos de su vida. Vio marquesinas, luces, aplausos, tinas. Luego pensó que quizás pudiera salir de aquel atolladero haciendo lo que había hecho durante las últimas horas. Peto no. Tanto eso como pegarse un tiro, habría sido una exageración estúpida e innecesaria. El absurdo en que se había convertido su vida no tenía por qué seguir creciendo. Así que pensó en los aplausos que lo esperaban en el futuro (porque los aplausos siempre están más adelante), y se entregó a lo que viniera. Una pistola menos o una pistola más no harían la diferencia en un mundo estúpido en el que hay más balas que gente.

Por eso se puso a la orden de aquellos hombres con placas oscuras.

Por eso ahora se oyen más disparos en las calles. Y nadie hace preguntas.

La escopeta

Eso de tener una escopeta es una maravilla. Cuando la gente se entera de que guardas una en tu casa, te mira con respeto y te alaba con curiosidad. No es mentira. Créanme que sé de lo que estoy hablando. Desde que pasó lo que pasó, aquí en mi edificio me idolatran, me tienen por un gran hombre, me saludan, me dan los buenos días y hasta me esperan en el ascensor. Desde que pasó lo que pasó, mi vida social adquirió sentido. Los niños detienen su juego de fútbol cuando paso por el estacionamiento, los abuelos me muestran afecto, las señoras me atienden, me hacen dulces y me llevan el pan a la casa. Todo el mundo me quiere y me toma en cuenta. Nunca imaginé que salir una noche con mi escopeta iba a ser tan rentable.

El cuento es más o menos así: era un jueves por la noche y yo estaba tranquilo, en mi apartamento, en calzoncillos, tomándome un whisky y limpiando cada parte de mi Remington Wingmaster, cuando de pronto, escucho una maraña de gritos y golpes que venían del apartamento de al lado. Quizás en otro instante de mi vida aquel escándalo me hubiese importado lo mismo que me importa la venta de bolitas de naftalina en Beirut, pero esa vez había algo en los gritos y en el tumulto que me empujó a meterme, con los setenta y un centímetros de mi dulce muñecota, en algo para lo que nadie me había llamado.

La luz estaba rara en ese largo espacio en el que alguien se tomó la molestia de dañar las viejas lámparas en forma de morrocoy del pasillo y de la escalera. Por eso me aferré a los diez años que llevo viviendo en esta colmena y a la asordinada luminosidad que entraba desde el poste de la calle para caminar con seguridad en ese valle de la muerte lleno de gritos desgarradores que sonaban a violación o a asesinato.

En medio de aquel trance aciago yo no pensaba. Sólo me dirigía hacia la puerta del apartamento de donde salía aquel matadero sonoro y escuchaba los susurros de los vecinos que, al igual que yo, no resistieron la tentación de asomarse al pasillo.

—Eso es en casa de la Maribel —dijo un anciano español que masticaba un trozo de pan con aire nervioso.

—¡Pobrecita, la están matando!

Poco a poco el pasillo fue llenándose de gente que decía cosas confusas mientras los gritos seguían ahí, helándonos la sangre a todos. En mi cabeza bullían al mismo tiempo varios datos que pillaba al vuelo entre las cosas que los vecinos no dejaban de murmurar: ese es el marido de Maribel que le está pegando con un tubo; ese es uno de los tipos que Maribel vive metiendo en su apartamento; ese es el novio de Maribel que tiene una hélice en el pipí y la vuelve loca… El caso es que yo no conocía a la tal Maribel ni sabía que era actriz de televisión ni que su hábito favorito era robarse los juegos de cubiertos de todos los restaurantes a los que iba; tampoco sabía que Maribel era una loca que hace tres meses se operó las tetas para salir más exuberante en cada capítulo de su telenovela Amor encerrado, y mucho menos sabía que ella estaba casada con un narcotraficante bastante extraño que no vivía allí y que al parecer le daba libertad para andar inventando rumbas con desconocidos en su apartamento y haciéndose la joven con el primero que se le cruzara.

El caso es que yo estaba parado frente a la puerta del apartamento 7—B y detrás de mí tenía a un montón de mirones electrizados con el arma y con mi presencia en calzoncillos. Estoy seguro de que más de uno esperaba sangre, gritos, balacera y desgracia a juzgar por el «¡vuélvelos chicle!» que gritó un señor de bigotes que cubría su magro cuerpo con un albornoz azul.

Yo me aferraba serenamente a esa hermosa escopeta que sólo había utilizado para cazar venados y para echarle plomo a los tigres que hace años rondaban las vacas de mi tío Rigoberto allá en el llano. Recuerdo que en ese momento, ante el silencio de los vecinos y más gritos de Maribel, me preguntaba si sería lo mismo matar a un ciervo libre y feliz que matar a un malviviente que dentro de un apartamento malogra a una mujer y no siente el menor remordimiento por nada. No debía existir la menor diferencia, y cuidado si era más doloroso dispararle al venado y llenarse las manos con su sangre que matar a un violador o a un sinvergüenza que maltrata a las mujeres. El caso es que en lugar de actuar con prontitud, estaba yo meditando más de la cuenta y mi escopeta se impacientaba. Así que decidí hacer algo drástico.

Toc, toc, toc… Sonó la hoja de madera cuando la golpeé con el cañón del arma. Se hizo un silencio sepulcral que parecía el preludio de algo horrible. Los gritos desaparecieron y se escucharon unos murmullos acompañados de unos pasos que se acercaron a la puerta. Había alguien allí detrás, esperando a que yo diera una señal o algo. No sé por qué, pero tuve un presentimiento o algo extraño en la barriga y me aparté de aquel umbral, moviéndome hacia un lado para volver a tocar.

Toc, toc, toc… Nada… Toc, toc, toc… Ya me imaginaba que del otro lado de la puerta había alguien con una escopeta más grande que la mía… Toqué otra vez… Toc, toc, toc… Sonaron unas llaves y unos goznes. Se asomó la cabeza de una mujer rubia y ojeroza que con la boca hizo un gesto conminándome a decirle que para qué le estaba interrumpiendo su sesión de tortura. Yo no respondí. Sólo me dediqué a mirarla durante unos segundos, teniendo cuidado de apuntar el arma hacia el techo del pasillo mientras oía unos leves quejidos que venían del interior del apartamento. Así estuvimos por unos instantes hasta que le dije:

—Si no están matando a nadie allá adentro, ¿podrían dejar los gritos, por favor?

A la mujer de las ojeras no pareció gustarle mucho mi reclamo porque me puso cara de pocos amigos. Levantando las cejas en un gesto muy feo, movió la boca como para decirme algo, pero la interrumpí.

—Por favor… Mi abuelita está enferma.

En ese instante la mujer hizo un movimiento lleno de violencia; abrió la puerta y se me abalanzó con un revólver en las manos. Yo di un paso atrás y, en un abrir y cerrar de ojos, haciendo un movimiento que aprendí viendo las películas de Jacky Chang, le di con la culata de la escopeta en la cara, le quité el arma y la dejé inconsciente en el piso con el rostro cubierto de sangre.

—Te dije que mi abuelita está enferma.

Cinismos aparte, yo tenía un susto que se me desbordaba, que se me salía por cada poro, pero a pesar del miedo, entré a aquel enorme apartamento en el que había un mullido sofá y dos poltronas forradas de cuero negro descansando sobre una alfombra blanca rodeada de plantas y vasijas de barro. De las paredes colgaban unas pinturas abstractas que armonizaban con las esculturas que había por toda la casa. La sofisticada decoración de aquel lugar contrastaba con el olor a humo que había en el ambiente.

Yo caminé por el lugar, detallé algunas fotos familiares que había en la biblioteca como para distraer el hecho de que tenía que cruzar un pasillo únicamente iluminado por la luz de las velas que permanecían encendidas en el mismo cuarto de donde emanaba la hediondez y salían unos suspiros muy extraños.

En la puerta del apartamento ya se agolpaban los vecinos curiosos e indignados por la presencia de una desconocida con facha de drogada que tenía en sus manos un revólver con el que estuvo a punto de cometer una agresión terrible contra el único vecino que tomó la iniciativa de derrumbarle los planes a unos pervertidos. Todos estaban en silencio, no sé si por estupefacción o porque tenían el presagio de que aquella zozobra no había terminado.

Viendo aquel panorama, mi Remington y yo avanzamos por el pasillo oscuro que tenía a la derecha una repisa repleta de libros y a la izquierda un montón de placas doradas homenajeando a Maribel por su actuación en tal o cual telenovela.

Yo continué caminando y, al acercarme al cuarto principal, me di cuenta de que aquello que desde la sala sonaba a suspiros o a jadeos no eran ni suspiros ni jadeos, sino una cadencia que dejaba en el aire un sabor como a letanía, como a rosario que se me terminó de aclarar cuando llegué a la puerta del cuarto de Maribel y la vi desnuda, con su cuerpo tenso y terso amarrado a la cama.

Ella estaba viva porque sus tetas perfectas se movían primorosas al ritmo que les marcaba una respiración que era como un anhelo que se repetía una y otra vez entre ramas de eucalipto y un candelero del que salían las hebras de un humo con olor a incienso. Maribel respiraba y su boca hacía varias veces el amago de decir algo que se quedaba en puro aliento, en puro inflar y desinflar el pecho en un sinuoso movimiento que comenzaba en el rostro y terminaba en el vientre, pasando por ese ojo que es el ombligo en la barriga. Por supuesto que me detuve a ver a esa belleza que me mostraba sin pudor su sexo rodeado de pétalos y de dibujos hechos en algo que se me antojó ceniza marcada en la piel morena más perfecta que había visto en mi vida. Ella estaba allí, atada a la cama, con la conciencia quién sabe dónde y yo permanecía alelado como lo estaría cualquiera, viendo a aquella hermosa ofrenda dada a quién sabe qué dios o a quién sabe qué clase de King Kong que vendría a llevársela a la selva o a la inopia de los barbitúricos.

Yo seguí parado como un idiota hasta que comencé a percibir una voz distinta a la de Maribel amarrada a la cama. Era una vocecita gris que decía con tono endemoniado:

—Marico, mamagüevo, puta, verga, culo, teta, nalga, peo, mierda, no joda, güevón, pinga, cuca, güevo, vaina, cagar, cagada, cagón, carajo, tirar, joder, peorro, peorrera, sobaco, lame culos, lame vergas, coño de tu madre, coño de tu pepa, pendejo, mal cogido, cogedera, cojones, cogeculo… ¡Me vas a hacer la paja! ¡Te voy a coger! ¡Te voy a culear, marico! ¡Te voy a culear con mi huevo horrible!

Y yo me asusté como nunca porque no veía de quién era esa voz que parecía venir ora de la cama, ora del armario, ora del techo, ora del baño o de la ventana hasta que alguien salió de detrás de la puerta de la habitación, asustándome y atacándome con una botella que se estrelló contra una pared hasta ese momento libre de máculas. Lo mejor, lo más cómico y hasta lo más interesante fue que todos los ruidos, todas las groserías en un sólo instante y desde distintos puntos de aquel cuarto desordenado e inmerso en una orgía de drogas, revólver, brujería, mujer amarrada y demás aditivos angelicales, fueron obra de un enano cabezón vestido con una ceñida licra roja que dejaba al descubierto unos brazos musculosos y llenos de tatuajes.

—¡Huevo pelao, cuca pelúa, singar, singón, singazón, culillo, coño, coño de la madre, coño de la pepa, marico, mamagüevo, puta, verga, culo, teta, nalga, peo, mierda, nojoda, güevón, pinga, cuca, güevo, vaina, cagar, cagada, cagón, carajo, tirar, joder, peorro, peorrera! ¡Te voy a coger con mi huevo engrifado que es el huevo más feo del mundo! ¡Mi huevo tiene várices y tiene también una uña en la punta! ¡Mi huevo es horrible! ¡Tiene dos cuerpos y una sola cabeza! ¡Es un monstruo engrifado con el que te voy a follar, marico! ¡Te va a doler el culo después que te coja!

Poco a poco el enano fue gritando con más y más fuerza, encimándoseme y tratando de darme puntapiés hasta que se me agotó la paciencia y le pregunte: «¿qué pasó, Vulgarcito?» y le puse el cañón de la escopeta en la cabezota. Él, casi sin inmutarse y enseñándome la sonrisa más fea que tenía, puso con fuerza sus manos en el cañón y en la corredera, apartando con displicencia la escopeta de su cara y tratando de golpearme con una cámara de video que se atravesó en su camino. Lo malo (para él) fue que en ese instante se me terminó de agriar el alma y, sin pensarlo, hice otro movimiento muy rápido de muñecas y le di con la culata en la frente.

Después de reventarle la cabeza a dos personas en una misma noche, ya no tenía fuerzas para nada. Ni siquiera para desatar a la belleza desnuda. «Que otros se encarguen de ella», me dije. Ya yo había hecho bastante acabando con los gritos que azotaban al edificio. Por eso no me dio ningún remordimiento de conciencia haberme ido a mi casa y no participar en la recuperación de la loca de la puerta ni en la del enano forzudo ni en las preguntas que hizo la policía cuando llegó preguntando por el desastre. La verdad es que debo agradecerle a los vecinos el hecho de no haber pronunciado mi nombre ni el de mi escopeta en las averiguaciones. Supuestamente fueron ellos quienes disolvieron esa extraña orgía en la que una estrella de la televisión, un enano y una loca gritaban frenéticos en un encierro perverso.

A la mañana siguiente, a ojos de los habitantes de mi edificio, yo era un héroe. No hubo vecino que no me saludara, que no me sonriera hasta el sol de hoy. Lo más extraño que me sucedió, después de esos acontecimientos, fue la visita que, dos o tres días después, me propinó el marido de Maribel. Yo creí que, en vista de la fama de matón y de narcotraficante, el hombre venía a darme un tiro en el pecho y luego dos más en la cabeza, pero no fue así. El tipo vino a darme las gracias y a ponerse a la orden para lo que fuera por haber salvado a su mujer de esos chupa sangres malditos.

De resto, no tengo más que decirles, salvo que después de este episodio, Maribel se mudó y ahora sólo sé de ella por la novela que protagoniza. La verdad es que es muy mala actriz y prefiero recordarla como la vi aquella noche demasiado extraña.

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