literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Ramón Hurtado

Abyección

Al autor de «En pedazos»

I

En un cuartucho húmedo y enladrillado de aquel prostíbulo, frente al patio entoldado de luceros, estaba tendida la pobre vieja, sola, abandonada, sobre un catre cojo que únicamente la inmovilidad absoluta de la muerte podía sostener sin crujidos…

En la sala cuatro rameritas se empolvaban las lágrimas y encarminaban las huellas de dos noche de desvelos, suspirando como ante una liberación al sentir la amargura infinita de ser huérfanas…

Allí estaba la pobre vieja con un pañuelo anudado a la cabeza para sostener la mandíbula; hendida la boca por donde tantas veces había pasado la amargura su esponja húmeda de acíbar; la barbilla redonda y prominente; los ojos cristalizados ya en el estrabismo de la muerte y el ceño contraído con esa expresión nigromántica de los murciélagos, ese ceño taciturno y embrujado de las tiradoras de cartas ante un naipe intruso y desconcertante…

De vez en cuando oíanse gritos alegres en la calle, un coche se detenía a la puerta, una cabeza de hombre salía bajo el capacete y al advertir la hilera de sillas negras una voz ordenaba continuar la marcha. A la entrada recibía Don Julio, esposo de la muerta, repartiendo sonoros abrazos a los amigotes que llegaban y que después de las explicaciones rituales – hora de la muerte, enfermedad, nombre del médico, hora del entierro – eran conducidos sigilosamente al comedor. En el centro de una mesa forrada de hule verde, entre una pimpina y un frasco de encurtido, había tres botellas de ron Santa Teresa rodeadas de copitas desiguales.

Y era el nombre de la doctora mística, resaltando en el fondo rojo de la etiqueta, la única nota religiosa en aquella casa llena ya con el sereno esplendor de la muerte…

II

Gustavo sentía una excitación extraña, algo sádico y morboso, ante la perspectiva de sacar aquella noche a una mujer cuya madre estaban velando en esos mismos instantes; de beber a flor de piel las primeras lágrimas de la orfandad, de pasearla como un trofeo frente a las puertas de los cafés, de exhibirla, en fin, como algo raro y nuevo que nadie más podría ostentar y que él mismo no ostentaría otra vez. Por eso insistía, febril, agarrado a los balaustres de la ventana. Ella, por la rendija de un postigo, se negaba a salir, rotundamente.

– No, no y no.

– Una vueltecita nada más. No seas tonta.

– No. Esta noche no, ¡qué horror!

– Es cuestión de unos minutos.  Ya estamos de regreso.

– No.

– Es que tengo que decirte una cosa.

– Me da pena con tu papá.

– Tonto. ¡Quién se ocupa aquí de él!

– Bueno. Me voy. Ya sabes: de mí no volverás a saber.

– Pero… ven acá… ¿Cómo voy a salir si ya vienen a encajonar a mamá?

– Te he dicho que es cosa de unos minutos.

– Es que… Mira… Entra un ratico…

– ¿Y salimos?

– Sí.

Gustavo se separó  de la ventana, arrojó en el zaguán un cigarrillo recién encendido, lo pisoteó, escupió encima y entró resueltamente. Unos cuantos bohemios, rostros hampescos, de ternos raídos, cuellos raídos y rodilleras quasimodescas, se pusieron de pie. Saludó y entró a la sala. Tras la hoja de la puerta, entornada, esperaba ella.

A poco salió Gustavo. A su lado iba un ágil silueta de mujer embozada en una capa de terciopelo negro. Salió presurosa, dando saltitos de pájaro entre las dos hileras de sillas recién charoladas. En el zaguán tuvieron que apartarse para dar paso a un hombre galoneado que entraba llevando sobre su cabeza una caja negra.

III

– Eso es griego, completamente griego – comentó un poeta del grupo de bohemios -. Es la civilización llevada a su grado máximo.

– La sinvergüenzura, querrás decir – contestó otro.

– ¿Una mujer que sale a pasear tranquilamente dejando a su madre muerta? Eso es helénico.

– ¡Pobre vieja! Yo que la conocí en sus buenos tiempos, cuando acababa de casarse con Julio – dice un vejete bostezando -. Lo mismo que a esta muchacha que acaba de salir. La he cargado sobre mis rodillas.

– ¡Qué tontería! – interrumpió un patiquín que acababa de llegar -. Yo también la he cargado sin ser tan viejo como usted.

– ¡Pobre gente! – suspiró otro.

– Amigo: la falta de un hombre en la familia. ¿Qué autoridad puede tener sobre ella Julio, el papá, si llega todas las noches borracho? Hasta las ha apurruñado en mi presencia. ¿Sabes lo que él mismo me contó una vez…?

Y el que tenía la palabra bajó la voz. Hubo un rodar de sillas y el círculo se hizo más estrecho.

IV

Una luna clara, fría, silenciosa bañaba el patio. La noche hacía desprenderse de los árboles del corral un olor azucarado de savia joven, de follajes nuevos, de retoños tiernos. El cadáver estaba colocado ya en la sala, en la caja sin cerrar, dando una sensación de olvido, de eternidad. Las lumias de la casa se habían engalanado con fingido candor. Se cubrieron los senos. Había cintas negras en las gargantas turgentes y provocativas. Se descolgaron los cuadros de desnudos insinuantes. El incienso expandió su onda fragante y el alma del burdel pareció ruborizarse. En un rincón chirriaban los hierros al rojo, sobre una anafe lleno de brasas, para soldar el ataúd. Fueron desfilando todos dejando en la frente de la muerta un beso más frío que ella misma. De pronto una mujer hendió el grupo como una loca. En sus ojos ardía la llama azul de los alcohole baratos. Se echó sollozando sobre el cadáver y así permaneció largo rato.

Cuando la levantaron de allí, sudorosa, desgreñada, los dientes apretados en una convulsión histérica, entre las sábanas mortuorias corría un arrolluelo color grosella, donde nadaban trozos de pan, ruedas de rábano, pedazos de salmón…

Las violetas del padre Luis

I

Cuando murió mi tío Luis, el sacerdote, se encontraron en su libro de oraciones algunas violetas marchitas.

Mamá decidió poco después que yo abrazara también la carrera de las almas. No podía romperse —según ella— la larga y venerada tradición de contar un sacerdote en el seno de la familia, tradición implantada una remota mañana del año de gracia de 1759 en que el obispo Diez Madroñero, del Real Consejo de S. M. don Carlos III, ordenó en el antiguo templo de San Pablo, ante el Capítulo reunido, el Gobernador, el Ayuntamiento, los frailes de los conventos y gran número de devotos, a Diego Antonio Salías y Michelena, ascendiente de mi madre por línea paterna. El padre Salías murió de fiebre amarilla durante la terrible epidemia de fines del siglo XVII. Cuentan que había adquirido el contagio por llevar los Santos óleos a una familia atacada, hacia los lados de Maripérez.

Decidióse en la sobremesa del desayuno con que se obsequió a los asistentes a la primera misa fúnebre, enviarme al Seminario, apenas se abriese el nuevo curso. Recordaré siempre con una melancolía suavísima la última semana que pasé en casa, antes de partir, semana llena de mimos y zalemas en que mi madre se plegaba, sonriendo, a todos mis caprichos. A veces, levantándose de la máquina de Singer donde cosía, me encargaba con los ojos húmedos de ternura:

—Tienes que escribirme todos los días… ¡ah! y te retratas al llegar, para ver cómo quedas de sotana y sombrero de teja.

Quedaba silenciosa largo rato con la mirada fija en el suelo y de pronto decía, arreglándose los cabellos con falso gesto de despreocupación:

—¡Bah!… después de todo, Caracas no es el fin del mundo…

Llegó por fin la víspera de la partida. Arrasada en lágrimas hizo rodar el baúl al centro del patio, un baúl enorme, sólido, verdaderamente sacerdotal, forrado en estaño y hojalata, con flores y pajarillos en relieve, un arca escenográfica como las que sacan en la apoteosis de Radamés, en el tercer acto de «Aída». Allí fue amontonando cobijas de lana y sobrecamas recién planchadas; calcetines y franelas con mis iniciales bordadas dentro de una corona de espinas; pañuelos cifrados con letras enlazadas, enroscándose en contorsiones de espasmo: haces de vetiver; cruces de palma bendita como las que ponen en una jofaina llena de agua, en los patios, durante las tempestades y, en todos los rincones, escondidos entre las ropas, retratos del Papa, reproducciones de cuadros místicos, tarjeticas de primera comunión.

La mañana siguiente —una mañana brumosa del invierno aragüeño— sonó por fin la hora de los adioses. Como de un sueño vago he conservado siempre la sensación de unas manos locas que se aferraban a mi cabeza, despeinándome; de una cara húmeda, apretada contra la mía; de unos labios que frotaban los míos en largos besos angustiosos, dejándome en la boca un pregusto a abandono, a desventura… Un último grito… «Que el Corazón de Jesús me lo acompañe…»; una portezuela que se cierra con violencia, un pitazo, ruido de cadenas arrastradas pesadamente y la locomotora se perdió a lo lejos, vomitando chispas, hendiendo la campiña neblinosa con su gran cuello negro y triunfal.

II

El viaje, en un vagón de segunda lleno de cazadores de altas botas enlodadas (era lunes y el domingo había sido lluvioso y larguísimo) fue para mí de una duración inapreciable. Iba mudo, alelado, sin tener una noción exacta del lugar ni de la hora. Cuando volví a darme de nuevo cuenta precisa de mis actos, ya lúcidos mis sentidos, aunque todavía envueltos en cierto nimbo sonambulesco, me encontré en un gran salón tapizado de rojo, decorado con molduras áureas, en donde se respiraba ese olor a cera, a incienso y a semen, característico de capillas y sacristías, que tanto excita a las beatas histéricas y a las doncellas lesbianas. Estaba en el Seminario. Un sacerdote de piel cetrina denunciadora de un hígado maltrecho vino hacia mí, sonriéndome por encima de los lentes:

—¿Eres tú, mijito, el sobrino de nuestro inolvidable padre Luis, que Dios tenga en su santo seno?

Yo respondí con la unción evangélica de un cruzado:

—Sí, padre.

Una voz afeminada desgranaba las letanías en una habitación contigua:

—Mater intemerata…

—Ora pro nobis… —contestaba fervoroso el coro.

—Mater immaculata…

—Ora pro nobis…

—Mater amabilis…

—Ora pro nobis…

En uno de los muros había un gran cuadro de San Ignacio, al óleo, un santo magro, ascético, anguloso, con la mano suspendida en el aire. A su lado había una clepsidra y una calavera. En el fondo del salón se elevaba un pomposo solio de terciopelo rojo en cuyo centro, bordado en sedas de color, campeaba la cifra J. H. S. sobre una llave, un báculo y un chambergo episcopal con pluma y cordón.

III

Fui tonsurado. Vestí mi loba flamante con su faja de seda ribeteada de escarlata. Estudié con entusiasmo y devoción. El alba me sorprendió más de una vez inclinado sobre unos tomos negros y austeros, de grave encuadernación monacal, donde entre áureas alegorías resaltaba el nombre sonoro de alguno de aquellos padres de la Iglesia —Santo Tomás, San Braulio, San Juan Crisóstomo, San Buenaventura— formidables escritores cuyas diestras, al escribir, parecían guiadas por la mano de Dios. Como un nuevo Alighieri, sin otro Virgilio que mis pocos años, visité el Infierno de la Metafísica, el Purgatorio de la Psicología y el Paraíso de la Teodicea. Abrevé en la fuente cristalina de filosofía india; oí las armonías augurales de los libros védicos; encontré en la metempsícosis, latente y en germen como en la espiga el grano, el panteísmo de Spinoza; me embriagué con la poesía primitiva del Ramayana; vi nacer con Budha el cristianismo y con Brahma la democracia; escuché la música ultraterrena que acarició los oídos de Pitágoras; aprendí a creer con los escépticos y a dudar con los sofistas y me arrulló mansamente, durante mis sueños, la nívea paloma paráclita del Espíritu Santo…

IV

Jueves y domingos —cuando el Ávila empezaba a calarse la clámide ponentina— dejábamos la Catedral con sus altares radiosos e íbamos todos, acólitos, diáconos y subdiáconos, con nuestras blancas sobrepellices al brazo, como si fuésemos a bañarnos, a dar nuestro reglamentario paseo bisemanal por el Calvario.

Fue en uno de aquellos paseos, lentos y melancólicos, cuando el padre Enrique, el sacerdote de la piel cetrina que me recibió a la llegada, refirióme la leyenda que aureolaba de santidad la leve memoria de mi tío Luis.

Después de haber desempeñado con gran celo el curato de cierta importante iglesia foránea —me explicó el padre Enrique con voz velada— fue enviado mi tío a una pintoresca población del Interior de la República, en pleno llano, un lindo pueblecito de caserío asimétrico y multicolor. Entre pradales aterciopelados y cristalinos se elevaba la rústica iglezuela con su espadaña encalada y su torrecilla románticamente nevada de palomas.

Tenía fama de ser la iglesia más rica de todo el Estado. La custodia, los vasos sagrados, los copones, el ostiario, las cruces y las casullas estaban valuadas en sumas inverosímiles. La diadema de la Inmaculada ostentaba tres sartas de perlas de belleza imponderable; el manto estaba salpicado de lises y la medialuna en que apoyaba la Virgen el breve y rosado pie, era de oro antiguo. Treinta y dos esmeraldas y un enorme brillante tenía el cáliz.

El sagrario era un verdadero cofre de rajah. Los exvotos eran también numerosos y ricos. Un armador de Píritu había ofrendado a la Virgen un buque de nácar, de casi un metro, con mástiles de oro y remos de sándalo por haber salvado de un naufragio cierto bergantín; un hacendado de Ospino había ofrecido una mano de plata, de tamaño natural, con dos perlas incrustadas, por la curación de un dedo canceroso, y un rico agricultor de Guanare había enviado una cruz de diamantes por la salvación de una cosecha. Innumerables eran, igualmente, las ofrendas menores: un caballo con ojos de rubí, una pierna de oro, una diadema de zafiros, una casita de plata y un rosario de riquísimos cochanos.

Tal tesoro litúrgico no podía menos que despertar la codicia de cuantos extranjeros visitaban el pueblo. En la Penitenciaría de un Estado limítrofe cumplía rígida condena un caco apureño que había intentado penetrar en la iglesia para robarla.

Mi tío fue recibido en el pueblo con gran entusiasmo. Tan pronto como tomó posesión de su cargo dióse cuenta perfecta del riesgo que corrían las joyas sacras. Decidió dormir él mismo en la Sacristía, la cual se comunicaba por una pequeña puerta con la casa parroquial, y la abandonaba apenas empezaba a clarear y llegaban los primeros fieles.

La afluencia de extranjeros, agentes de comercio, y buhoneros de toda especie, era continua. Con sus blusas azules, agobiados bajo el peso de grandes fardos blancos, tejían y destejían diariamente las tranquilas rúas del poblacho, vendiendo casimires, sobrecamas bordadas, muselinas, chales, mantones. Dos de estos tránsfugas —un catalán y un italiano— conocedores de las riquezas que atesoraba el pueblo, intentaron robarlas. El plan fue ingenioso, europeo. Había, primeramente, que alejar de la iglesia, a altas horas de la noche, al buen párroco. Idearon, para ello, una habilísima estratagema. Uno de ellos —el italiano— se presentaría, a la hora apacible del conticinio, en solicitud de mi tío con el pretexto de que su compañero había caído gravemente enfermo y pedía los auxilios espirituales. Sólo el templo mientras el fingido enfermo retenía al sacerdote a su cabecera, era fácil realizar el sacrílego intento.

Para no despertar sospechas en la posada en que estaban hospedados, el catalán empezaría a simular su dolencia desde las primeras horas de la noche. Gritos vagos, quejas…

—Me siento muy mal… muy mal… me muero… —murmuraba hundiendo el rostro en la almohada pringosa para ahogar, quizás, una carcajada.

Hacia las once de la noche dijo con voz estrangulada:

—No puedo más… un sacerdote… me muero…

Era llegada la hora. El italiano llamó al hotelero y le previno que iba en busca del párroco, suplicándole, al mismo tiempo, que arreglara todo para la macabra farsa. Saltó sobre una mula y voló hacia el templo. La noche era clara, estrellada.

—¿El padre Luis, está? —preguntó a una anciana que acudió por el postigo de la casa parroquial—. Es un caso urgente.

La anciana volvió poco después y abriendo la puerta de la casa, dijo:

—Pase. El padre viene enseguida.

Durante la breve espera el audaz Monipodio examinó con rápida ojeada el terreno. Aquella puertecita carcomida por donde iba a salir el sacerdote, conducía al altar mayor… Después de acompañar al padre regresaría… Amordazaría a la anciana, cosa más fácil que mondar una mandarina… La encerraría en un confesionario… Y en el fardo blanco de la mercancía, otra mercancía valiosa iría a sustituir los casimires y los mantones de seda.

Se abrió la pequeña puerta y apareció, sereno, irradiando soberana bondad, el rostro de mi tío Luis.

—A tu orden, hijo. ¿Dónde queda el enfermo?

—Aquí cerca, padre. En la posada de Rosendo Robles.

—Vamos, pues.

Salieron y poco después estaban en el figón. La piedad pueblerina de las mujeres había improvisado en la habitación un pequeño altar con un crucifijo, una lamparilla de aceite y un tosco vaso donde se desmayaban algunas violetas silvestres.

Mi tío llegó, y abandonando sobre una silla la teja, tomó asiento a la cabecera del enfermo, inclinándose cariñosamente sobre él.

—Hijo mío…

El catalán no respondió.

—Hijo mío… —repitió el sacerdote.

Nada. Un silencio profundo. Mi tío tomó entonces la mano izquierda del enfermo, pendiente fuera del lecho. Estaba fría.

—He llegado tarde… —dijo, levantándose, al italiano que se disponía a partir—.

Este infeliz acaba de morir.

Mi tío se arrodilló y oró largo rato. Luego cerró piadosamente los ojos del cadáver. Y del tosco vaso de vidrio que había al pie de la cruz, tomó varias violetas que colocó entre las páginas de su breviario.

V

He aquí por qué, lector suspicaz y malévolo, se encontraron en el libro de oraciones de mi tío Luis, el sacerdote, algunas violetas marchitas…

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