literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Judit Gerendas

La escritura femenina

Me siento obligada, casi en contra de mi voluntad, a hacer una confesión que sé que me perjudicará enormemente. Pero no me queda más remedio que hacerla, aunque me consta también que no lograré con ello más que miradas de lástima y comentarios despectivos.

No ignoro, y quizás esto no haga más que agravar mi situación, que hoy en día no está de moda entre las mujeres intelectuales expresar efusivos sentimientos en relación al hecho de la maternidad. Todo lo contrario, las que transitan por la calle principal de la irreverencia sienten un especial placer en demoler a martillazos las esculturas de La Pietá con las que se tropiezan en su camino. Demuestran también especial repugnancia ante el embarazo y subrayan con ironía la distancia, imposible de colmar, entre ellas y los hijos, esos otros irreductibles y extraños.

Yo, en cambio, me veo precisada a confesar que me encanta la maternidad, con todo lo que pueda tener de idea demodé, convencional, estereotipada. ¿No es esto realmente lamentable?

Reconozco que he hecho bastantes esfuerzos para cambiar de actitud, pero igualmente tengo que reconocer que no he alcanzado ningún éxito en este aspecto. Trato de sacudirme de tan absurdo hechizo y me repito que los hijos son esferas cerradas y limitadas sobre sí mismas, impenetrables para mí, apenas su madre, una nadie si a ver vamos, frente a esos desconocidos inexpugnables y lejanos. Indudablemente yo tendría que asumir este hecho, del todo deplorable, pero al mismo tiempo por completo incuestionable, y terminar por aceptar que esos seres a quienes yo, por una liviandad imperdonable de la lengua, llamaba hijos — seres cuyo cuidado y atención habían ocupado no pocos años de mi de por sí breve existencia humana, por qué no decirlo también — eran unos desconocidos, así de simple, puesto que ni siquiera eran unos ilustres desconocidos.

Aunque es realmente penoso el confesarlo, yo estaba atrapada por ciertos lugares comunes, por una red de fórmulas banales que mis manos, tan dadas a acariciar, a rozar las pieles y a enredar los cabellos, no eran capaces de desbaratar, para así librarme del encierro en el que me mantenían cautiva.

No había podido nunca sustraerme a esa insensata idea de que, desde el momento mismo en que nuestros hijos llegaron, el mundo se pobló de palabras nuevas, que para nosotros resultaron de una tibieza insospechada. Triviales palabras como mamá, papá, nené, tan ancestrales y tan manidas, a las que pronunciábamos como si nadie las hubiera usado hasta entonces, como si nosotros las hubiéramos rescatado del olvido para darles forma inédita en nuestras bocas.

Pretendíamos desdoblarnos en niños y no pasábamos de vivir rodeados de pañales blancos. Aunque tampoco se podía negar que la casa entera se volvía como más clara, mientras respirábamos su presencia y su olor a limpio. Nos la pasábamos caminando de un lado a otro con niños en brazos, cantábamos canciones inventadas por nosotros nos empeñábamos en susurrar palabras de la índole de duerman bien, chiquiticos amados, y los contemplábamos embelesados mientras ellos se ovillaban, laxos, confiados y satisfechos. Hubiera sido necesario librarse de tanto fervor atávico, hacer estallar el embeleso y aterrizar de una vez, soslayar el esquema de tanta puericultura materno-infantil y asumirse como un ser-para-sí, autónomo, desalienado y consciente.

Pero la dificultad venía aumentada por esa condición de ellos de ser unos bojoticos tiernos, de labios húmedos y pestañas largas y serenas, que incluso habían logrado convocar la presencia en nuestro patio de un camello que de vez en cuando se acercaba, de pronto, y los montaba en su lomo. Era un fenómeno que sucedía mas que todo en esos momentos en que sus ojitos comenzaban a cerrarse. Empezaba el camello a galopar con algún pequeño jinete encima, hundiéndose hasta los tobillos en la blanda arena de las dunas, mientras sus rodillas se doblaban un poco. Un niño comenzaba entonces a tejer su sueño. Los montones cada vez más densos de arena obligaban al camello a balancearse cada vez más intensamente. Su pequeña carga se mecía al ritmo de los pasos acompasados, mientras escuchaba el canto que se levantaba en el desierto. La canción hablaba de un río y de una muchacha y en ella se imploraba y se exigía al mismo tiempo. Y hablaba también de una vena que se había de pinchar y de una sangre que se había de hacer correr para dar fe de un cariño verdadero. El jinete nada entendía de todo eso, pero reconocía sin embargo la melodía que le llegaba, ancestral, dura, de todos los tiempos. Dentro de sí, en lo más profundo, iba repitiendo la canción con una vocecita muy suave, palabra por palabra.

Para cuando concluía la última nota, el mínimo jinete estaba ya completamente dormido. Reposaba satisfecho y confiado en brazos de papá, que lo llevaba hasta la cuna y lo arropaba con mucho cuidado. En el desierto sólo se escuchaba entonces el murmullo de la canción, que se había quedado revoloteando por encima de los oasis y de las dunas.

Resultaba obvio que a gente así, en cuya casa ocurrían hechos de esta naturaleza, con camellos transitando libremente de un lugar a otro, no podía de ninguna manera considerársele confiable. Más bien debían necesariamente resultar sospechosos desde todo punto de vista, ajenos a la marcha actual de los acontecimientos. Gente así difícilmente podía aspirar a acceder a la condición de sujeto de su propia historia, si es que alguna historia podía haber en estas circunstancias, lo cual en última instancia terminaba resultando también harto cuestionable.

Ahora mismo, por ejemplo, sentada en el patio, mis ojos se complacen en recorrer los objetos que me rodean. Veo, junto a la escoba que se ha quedado en el sitio donde seguramente uno de mis hijos consideró que estaría mejor que en su lugar de costumbre, a robots sin pilas, pelotas, un camión de la basura, la tijera, recortes de papel, la goma de pegar, creyones, cartulinas. A donde quiera que dirijo la mirada, me llegan desde las paredes mensajes de animales rugientes o durmientes, supermans en raudo vuelo y letras vacilantes que intentan inscribirse en el universo. Una raya morada baja desde lo alto, indiferente a las normas y pautas de los límites y dimensiones de los objetos de arte, y se continúa por el suelo casi hasta llegar al baño. Junto a mí hay caballitos, bicicletas y poncheras llenas de agua, en las que unas horas antes navegaban las ballenas, los delfines y los submarinos. Carente de pensamientos, contemplo absorta las vacías cajetillas de fósforos y los botones de distinto color y tamaño.

Encima de mí está la noche, suave y tibia. Empiezo a cabecear, mientras a mi alrededor todo se apaga, el movimiento de las cosas se detiene y yo dejo de escuchar los sonidos de afuera. En mi sueño vislumbro la carita resplandeciente de mis hijos, grandes hacedores de lluvia y señores de la ceremonia del agua. Sus ojos inmensos y luminosos examinan el mundo, al cual sus voces llenan de melodías.

El silencio es absoluto y la oscuridad de la noche también. Me levanto y giro los cerrojos de las puertas y de las rejas y voy apagando las luces. Mis pasos resuenan en la casa, en la que ahora soy la única que produce manifestaciones de vida en movimiento, aunque siguen estando ahí las cosas, hablando con su presencia. Levanto un sacapuntas del suelo y doblo un sweater que un fugaz gesto apresurado había echado a un lado. Dentro de este silencio, terso y afelpado, no se afirma ni se niega nada, ni se despliega teoría alguna. Nada se desborda de la esfera o burbuja o arca de la alianza que pareciera guardar dentro de sí al silencio espeso y oscuro, encerrado cual semilla en el vientre de la noche, continente del cual el contenido no podrá derramarse cual masa amorfa y magmática, puesto que esta nocturna matriz lo sostiene levemente, dándole forma y encarnadura. En la lontananza se vislumbra la curvatura del horizonte, grávida del próximo amanecer, henchida como animal preñado, insinuando en medio de la sombra sus vísceras resplandecientes, rosáceas y azuladas.

Yo, que nunca escarmentaba, obcecadamente seguía soñando para mis hijos con un mundo en el cual no pudiese volver a ser posible que las canciones de cuna y las tonadas de boda, lo ritos de luna y los ensueños de amor fueran reventados por la brutalidad de los fusiles.

Me acordaba también, como tantas, pero tantas otras veces, de mi padre, de quién más si no, otra de esas características tan convencionales de la condición femenina en medio de cuyas limitaciones yo me manejaba. Adiós, querido mío, hubiera deseado yo susurrarle, y así hacerle partícipe de esa despedida reiterada que en mi interior yo seguía pronunciando interminablemente, en vano intento de compartir su muerte, tan suya, tan impenetrable, tan ajena y lejana, así como una puerta que se cierra de golpe y que nunca más puede ser abierta. Yo sentía que no había ya manera alguna de lograr pasar por esa puerta y llegar hacia donde él de todas maneras ya no estaba. Era como la tapa del ataúd que se dejaba caer y que no se podía levantar de nuevo, o como la tumba de cemento que la grúa remacha con una losa de concreto, mostrando cómo esa ilusión de que el polvo en el que se convierten los muertos se entremezcla con la tierra que origina vida, configurando un ciclo infinito, no es más que eso, una vana fantasía solamente. Yo andaba todo el día trasegando con jarras y fuentes y ollas y en verdad no tenía mucho tiempo para fantasías, ni mucho menos para elaborar un pensamiento sistemático. Quizás si lo hubiera tenido hubiera podido imaginarme que yo era un hombre y que había alcanzado a ejercer un poder considerable, que había llegado a ser incluso general en jefe de numerosas divisiones, un general que pudo haber participado en guerras grandiosas, como la del Vietnam, por ejemplo. Aunque probablemente sería más conveniente decir de ella que fue grande, y no grandiosa, para ajustarnos más a las opciones que ofrece una guerra moderna, opciones que en realidad no son tantas, y entre las cuales no se incluyen las de los ideales del heroísmo. Un general en campaña dominando a centenares de miles de soldados y de armas, desde rifles hasta bombarderos y sustancias químicas de todo tipo, al mando de convoyes, patrullas y pelotones, diseñando combates y aspirando a ser vencedor, para llevar al enemigo a la derrota, a hacerle aceptar ser el vencido y así impedirle solicitar condiciones de ningún tipo.

Claro que fantasías de semejante índole sólo podían servir para demostrar las ideas tan maniqueas y estereotipadas que yo tenía acerca del rol de los sexos, ideas en las cuales no se tomaban en cuenta para nada realidades tan evidentes como la existencia de la Thatcher, por ejemplo, y su guerra de las Malvinas, o sus irlandeses muertos en sus huelgas de hambre, o la Isabelita Perón y su Triple A, la que inició las masacres en la Argentina de los setentas, para no mencionar sino a dos casos recientes. Por la tarde yo había estado rebanando el pan en la cocina, mientras escuchaba en la radio algunas canciones, aunque mi mente seguía por su cuenta con sus ensueños habituales. Las voces desgarradas del grupo de rock heavy parecían responderme, con su canto que pretendía ser aguerrido, aunque más bien era de dolor y de sentimiento, un lamento explosivo, una queja y una maldición, como algo que viniese de muy atrás, quizás de la Biblia misma y en el que se preguntaba por el dónde estar de un cuchillo, por su dónde estar puesto que no lo veían, sería que ya estaban muertos, o sería que estaban ciegos.

Una canción que hablaba de unos muchachos ciegos o muertos, aferrados a una pasión, pero necesitados de un cuchillo, carentes de vista, o con la vida cegada, a oscuras, igual a como estaba ahora yo en medio de la noche, aunque la oscuridad que los rodeaba a ellos no era ni tibia ni afelpada, como la que me envolvía a mí, sino dura y fría, como un estremecimiento. En su canción no había perdón ni absolución posibles, en los términos con los que expresaban su angustia no había concesiones y el objeto de su búsqueda no era una rosa ni una estrella ni la zapatilla de una princesa, sino un cuchillo que se les escapaba en medio de las tinieblas.

Allá en la cocina, mientras untaba la mantequilla y cortaba pedacitos de queso, en medio de una gran cantidad de fragmentos de ideas, destellos, sentimientos, imágenes, inconexiones, trozos de melodías y anhelos informes que no lograban cristalizar en aspiraciones coherentes, yo me había estado preguntando sobre el cómo podría configurarse una expresión de lo femenino. Puesto que resultaba evidente que yo no lograría nunca escapar de esa condición, debido a mis limitaciones ya esbozadas, tendría que estar dispuesta al menos a asumirla, y a enfrentarla lúcidamente. Incapaz de acceder a estadios superiores del desarrollo humano, a una cultura orgánica intelectualmente plena, tendría que tener siquiera el coraje de asumir esa mi situación, lograr la ruptura de lo convencional, y dentro de esa estrechez de opciones, elegirme como lo que yo era: apenas una existencia de mujer.

Sola en medio del silencio, observo ahora frente a mí a la montaña perenne. Pero en lugar de la lucidez, me invaden, una vez más, ay de mí, las imágenes. Recuerdo ahora, pobre esclava de mis hábitos mentales, la figurita de uno de mis hijos sentado en la hierba, llenando sus dos manos pequeñitas de tierra, para observar con detenimiento cómo se escurrían sus partículas de entre sus deditos. De vez en cuando levantaba la mirada, muy serio, y vigilaba la marcha del mundo. La mirada serena de sus grandes ojos serios y escrutadores recorría las cosas que lo rodeaban: las copas de los árboles, los pedazos de cielo, los bancos cargados de gente, el suelo cargado de movimiento. Una vez cumplida la exploración volvía a concentrarse en su trabajo. La arena se escurría de nuevo de entre sus deditos tranquilos y afanosos. Sus manos palpaban la tierra húmeda, tamborileaban brevemente, para luego tomar de nuevo el material con el que estaba creando el universo. La fragilidad de su figura mínima se recortaba sobre el suelo, rodeado de innumerables perolitos. De pronto, en un viraje en su actividad que sólo él había decidido, abandonaba la arena para iniciar la recolección de piedritas, palos, hierbas y hojas.

El milagro se había producido y mi niño, que ayer apenas si podía reptar un centímetro o dos, ahora andaba erguido y disponía sus pasos, su dirección y su rumbo. Tropezaba, se tambaleaba y caía, medía el suelo una y otra vez, pero se levantaba de nuevo, se empinaba y echaba a andar. Era mi niño y venía en dirección mía.

Con sus dos manitas aferraba el aire y trataba de balancearse sujetando la nada. Sus inmensos ojos centelleaban y su sonrisa estaba ahí, no era ni de triunfo ni de satisfacción, era solamente una presencia sin más, una sonrisa de niño, inefable y simple.

Así, de esta manera, se confirmaba también nuevamente el hecho de que yo no lograría jamás superar las contradicciones en las que me encontraba atrapada. Todo se repetía una y otra vez, señalándose de esta manera mi reiterado fracaso, así como el modo divergente de acuerdo al cual se desarrollaban dentro de mí los procesos conscientes, con sus metas y objetivos tan claros y lúcidos, pero a los que yo definitivamente no podía acceder, junto a los procesos inconscientes, irracionales y viscerales, que rayaban en la cursilería y en la banalidad, los cuales me mantenían fijada a posiciones francamente primitivas. A veces, en mi desesperación, no podía dejar de pensar que yo era como un remanente de épocas pasadas, dentro de esta modernidad de fin de siglo a la que definitivamente he sido incapaz de adaptarme y la cual parece ser coto cerrado para mí. No me queda más remedio que reconocer que no lograré integrarme al grupo de las mujeres de la vanguardia intelectual, tal como había soñado alguna vez ingenuamente.

Entre el ir y venir, el reflexionar, el cabecear y el desesperarme, todo lo cual es como una puesta en escena de mi caos existencial, me doy cuenta, de pronto, que poco a poco va amaneciendo. Muy tenuemente el sol empieza a alumbrar el nuevo día que se está iniciando. Se trata de un día inédito, aún no reseñado por la prensa, página en blanco. Posiblemente cuando finalice, ante nuestra mirada retroactiva se verá como una noticia refrita, quizás hasta un poco cómica y un poco marchita, pero en todo caso ya cancelada, congelada en el tiempo, petrificada.

Yo he cumplido con el rito de la confesión y en el acto mismo de haberla hecho va incluida la penitencia. Creo que no hace falta reiterar, una vez más, mi arrepentimiento, ni tampoco será necesario, quizás, volver a pasar por la humillación de tener que aclarar que posibilidad de enmiendo no hay. Muy a mi pesar. Como todos sabemos, los llamados atávicos de un instinto ancestral, invasores y avasallantes, son capaces de mantener prisioneros en la liturgia de su noche cerrada a todas aquellas que han demostrado no saber hacer estallar los límites dentro de los cuales permanecen absortas, desgranando los días milenarios, pronunciando augurios, haciendo votos e intentando vanamente influir en la marcha de los acontecimientos verdaderamente importantes de la existencia.

Volando libremente

e lejos parecía una estrella, o un punto negro en el cielo, o quizás un avión cargado de gente, pero a medida que se iba acercando ya no quedaba lugar a dudas de que se trataba de un buitre, cuyo vuelo, suntuoso y metálico, arrojado y oscuro, penetraba el aire de manera confiada y segura, internándose en el espacio luminoso.

Penetraba también, negro signo en movimiento, el blanco papel sobre el cual yo diseñaba su desplazamiento, tratando de otorgarle un sentido que ni yo misma tenía claro y cuyas posibilidades, que abarcaban un registro muy amplio, desde el mitológico hasta el ecológico, no se habían definido en absoluto, es más, el buitre se negaba rotundamente a transformarse en alegoría y adquiría, súbitamente, un carácter autónomo que lo llevaba a mantener su vuelo infinitamente en calidad de imagen sensible, sostenido por toda la eternidad en el aire y negado a producir connotaciones más allá de su mera presencia. Una existencia sin más, podríamos decir si fuéramos aficionados al existencialismo sartreano de los años cuarenta, un ave que no representaba ninguna esencia de ninguna índole.

¿Pero a fin de cuentas qué podía hacer uno con un buitre de esta naturaleza? Permitirle seguir flotando en el papel, liberado del tiempo y del espacio, no sólo desvirtuaría el propio vuelo que se pretendía plasmar, sino que impediría también el otro vuelo, el del texto mismo, que terminaría girando en círculo sobre sí, en ese sentido de que un buitre es un buitre es un buitre, que a lo mejor ya no sería capaz siquiera de dar cuenta de la buitredad misma, si es que fuera posible denominarla de esa manera.

Entonces, no quedaba más remedio que condenarlo a escoger un rumbo, lo cual terminaba siendo sartreano del todo, aunque tampoco ello se habría elegido libremente, lo que a su vez no dejaba de ser un contrasentido. Sería, pues, necesario ubicar a esa ave histórica y geográficamente, delimitarla, aprisionarla sobre los cielos de Dublín o de Praga o de Buenos Aires, o ponerla a volar sobre la Caracas de finales del siglo XX, colocarla en un lugar que fuera nuestro, es decir, en un lugar común, un acto que, después de haber dado tantas vueltas, resultaba bastante miserable, considerando que el vuelo suntuoso pudo haber sido eterno, aunque, como tal, no dejaría de ser profundamente tedioso.

Podríamos entonces intentar situar dentro de un estereotipo actual a este dichoso buitre, lo cual, a fin de cuentas, consistiría en una actividad hasta cierto punto estrafalaria, si a ver vamos, algo así como tratar de chocarle a la gente, fastidiarla y molestarla, ya que esa ave bien hubiera podido ser un águila o un cóndor, o quizás un canario, un jilguero o un ruiseñor, y no un vulgar buitre, al cual incluso probablemente será necesario más adelante transformar en un zamuro, ya que hemos decidido colocarlo en el cielo caraqueño, con lo cual no dejará de convertirse en un volátil aún mucho más vulgar.

La narradora, lidiando con este animal, quizás se sentiría tentada a transitar por el trillado main street de la narrativa actual, y en algún momento entremezclaría el vuelo de su ave con la preparación de algún postre apetitoso o alguna sopa sustanciosa, o quizás, más bien, junto al sonido del batir de las alas de sedosas plumas ahuecadas haría escuchar el ritmo de algún bolero o de alguna música de salsa, cuyo texto conocido formaría contrapunto con el mencionado batir, o, quizás, ya lanzada por esta calle del medio, haría que el pajarraco se confrontase con ciertos elementos de los mass media, y mezclaría sabiamente imágenes y técnicas cinematográficas, textos publicitarios y voces radiofónicas con el vuelo más bien simplón de su buitre, el cual de esta forma ya definitivamente aparecería como un ser venido a menos.

Ahora bien, si la narradora fuera capaz de evitar estas atractivas, aunque ciertamente epigónicas modalidades, entonces sus opciones serían mucho más duras y despojadas, más libres y vertiginosas, al mismo tiempo que mucho más difíciles, porque ya fórmulas ad hoc no tendría a mano. En ese momento el buitre podría volver a levantar un vuelo sostenido y audaz, aunque, indudablemente, alguna noción tendría que tenerse acerca de lo que se quisiera lograr con él.

Quizás podríamos intentar hacerlo más íntimo y personal a través del recurso de otorgarle un nombre. Seguramente no hay precedentes en cuanto al nombramiento de un buitre, eso es evidente. Y tratar de ponerle Juan, o Luis, o Gregorio, resulta como bastante inverosímil. Al mismo tiempo, no hay nada que impida, dentro de un feminismo militante, el que optemos por llamarlo, es decir, llamarla, qué sé yo, Carmen, o Manuela, o Sara. Pero también estos son nombres que a todas luces no se corresponden con la buitredad, esa calidad de buitre que no se nos entrega fácilmente.

Siguiendo el asedio con distintos recursos, podríamos intentar reunirlo con otros personajes, siempre y cuando, por supuesto, pudiéramos admitir a priori que un ave que no desarrolla más acción que la de volar impávidamente de un lugar a otro, y que al mismo tiempo no es capaz de establecer una relación dialógica o polifónica con nadie en medio de ese volar tan reiterado, es ya de por sí un personaje. Entonces, quizás, pudiéramos ubicarlo en el tiempo, y situarlo, digamos, en los años treinta venezolanos. Ahora bien, dentro de la vacilación que ha caracterizado a este texto que estamos tejiendo aquí, como work in progress, con las costuras a la vista y el trabajo de hilatura elaborándose delante de todos los que quieran observar su hechura, tendríamos que preguntarnos de qué espacio de los años treinta venezolanos se trata. Es decir, si el zamuro en cuestión empieza a dar tumbos en medio de una represión policial y de la consiguiente matanza de estudiantes, proyectado por cierto mucho más allá de los límites de esa década de crisis y de petróleo, para abarcar todo el resto de este siglo veinte nuestro, pestilente, andrajoso, desolado y putrefacto, embadurnado de otras crisis, untado de petróleo y jalonado de cadáveres de estudiantes que soñaron con ser heroicos y cuyos nombres nadie recuerda, ni mucho menos venera, o si reinicia más bien su vuelo en medio de las palabras ya escritas en aquellos años, recorriendo los textos que se han venido conociendo como literatura de los treintas, tropezándose en su ofuscado desplazamiento con unas lanzas coloradas cuyo diseño a su vez diera cuenta de otro siglo enloquecido, también jalonado de cadáveres de estudiantes y de otras gentes, embadurnado de sangre y señalado por desencuentros.

De esta manera podríamos irlo desplazando año tras año, siglo tras siglo, movilizarlo a través de todas las décadas con las que hemos pretendido dar cuenta de este final de milenio, y entonces, quizás, en algún momento de este largo vuelo así alcorzado en el tiempo y en el espacio, el buitre podría detenerse por fin, aterrizar, sentir el suelo bajo sus patas, o sus garras, o lo que fuese, caminar sin ningún garbo y alimentarse a su manera usual, tal y como fue obsesión de todos los narradores y autores trágicos griegos, cuya obra toda no deja de girar persistentemente en torno a los despojos humanos dignamente enterrados, o, por el contrario, expuestos a la infamia de ser devorados por los perros y, por qué no decirlo de una vez, por los buitres, los cuales definitivamente no son canarios ni golondrinas ni se andan con medias tintas en este tipo de asuntos. Pero ahora no se trata de sacar a relucir viejas historias de los campos de batalla de Troya o de Tebas, ni de Cartago, sino de acompañar simplemente a este buitre en particular en sus alternativas alimenticias actuales, las cuales, indudablemente, carecen de las reminiscencias gloriosas que podrían proporcionar las épicas vísceras objeto de ficcionalización en aquellos tiempos ya cancelados.

Desde esta perspectiva, el buitre contemporáneo, obligado de cierta manera a estar en la cultura del fast food, en los sitios de descarga de basura de la gran ciudad, terminaría convirtiéndose en una especie de anti-héroe, en una figura degradada que, en lugar de las entrañas de Héctor o de Polínices, tendría que conformarse con desperdicios, con la basura doméstica o industrial, constatación que hacemos sin pretender metaforizar, ni mucho menos, a la comida rápida, sino apenas bosquejar un símil, dentro de la tradición formal de esa literatura griega tan amante de los símiles, pero cuya temática realmente ya carece de correspondencias en el mundo de la uniformidad gastronómica actual.

De esta manera, una vez logrado hacer aterrizar a nuestra ave en el basural especificado, habremos construido el espacio en el que lo podremos conectar con personajes que representarán a seres humanos, hecho que hasta ahora hubiera resultado bastante imposible, abocado como estaba el animal a ese ciego volar durante el cual muy difícilmente lo hubieran podido acompañar personajes humanizados, a menos que se tratase de algún texto de ciencia ficción o de una versión actualizada de Peter Pan, lo cual en realidad no es la idea. Pero una vez ubicados en el basural, las circunstancias se hacen más controlables, a pesar del revoloteo de las moscas, del roer de las ratas y ratones, de la hediondez insoportable, de la putrefacción y los detritus en descomposición, de los efluvios cadavéricos, despojos nuestros de cada día, residuos de nuestro quehacer cotidiano, amontonándose ahí sañudos, carentes de gloria, sin opciones para el technicolor, grisáceos y lívidos, extendidos ahí de cualquier manera, sin ínfulas de trascender a nada, chorreando aguas negras, aunque carentes también de toda frivolidad, ruinas de nuestros soberbios actos de la jornada, lo que quedó del banquete, de la clínica de lujo, de la fabricación de perfumes o de la impresión de libros.

Entonces, antes de que el texto se nos convierta en alegoría medieval del tipo sic transit gloria mundi, será necesario establecer que es en este espacio en el que habremos de colocar a nuestros personajes, anti-héroes también, evidentemente, al igual que el buitre. Porque por una lógica elemental, no podremos ubicar en semejante escenario a personajes que representen a príncipes o a triunfadores, ni a seres fulgurantes que luchan por realizar un sueño o instaurar un culto, pero tampoco podremos colocar, por demasiado evidentes, a unos recolectores de basura, unos mendigos o unos niñitos marginales jugando con objetos que sustituyen a los juguetes que nunca tuvieron. Tendremos que evitar el construir, con los elementos ya logrados, un idilio anacrónico o una denuncia que a nada conduciría, por demasiado obvia. Muy cautelosamente podríamos iniciar el intento ubicando en el espacio definido a un equipo de cineastas, constituido por los actores, el director y sus asistentes, los camarógrafos, el director de fotografía, la gente de utilería y los maquilladores, es decir, un montón de gente, como para llenar el horror al vacío, todos gritando y realizando movimientos desordenados, pero que estarían dirigidos a un fin, o sea, muy activos, dinámicos más bien, con lo cual nuestro relato habría dado un giro de 180 grados, puesto que de carecer prácticamente de acción y de personajes, ahora se podría decir que estaría repleto de ellos.

Serían estos unos personajes llenos de vitalidad, alegres y extrovertidos, echadores de broma. Ya que se trata de cinematografía venezolana, probablemente se estaría filmando un crimen, en cuya puesta en escena y ejecución se afanaría toda esa gente, ejecución del proyecto cinematográfico, por supuesto, pero también del crimen, al igual que de este texto, que entreteje todo lo anterior y cuya ejecución da origen a otro producto y a otros problemas, sin lugar a dudas. Un atraco a un banco pudo haber sido la secuencia anterior, con el consiguiente saldo de muertos y la persecución del auto de los criminales por varias patrullas de la policía, escena cinematográfica infaltable en este tipo de películas, absolutamente desgastada, pero fidedigna y comprobadamente efectiva, prácticamente ya un gag, en realidad. Ahora bien, tomando en cuenta que el protagonista de este texto, al menos por el momento, es el buitre y que, dentro de la perspectiva de la narrativa moderna, que le permite amplia libertad a los personajes y no los convierte en marionetas de los autores, pudiera suceder, digo, que el buitre, en este preciso momento, se hartara de escarbar dentro de la basura y decidiera levantar vuelo, en el sentido figurado y en el literal del término, cruzando sin mayor esfuerzo el cielo caraqueño y posándose suavemente en un sitial elevado de la montaña de la ciudad. Con su cambio de posición perderíamos de golpe a todo ese montón de personajes ya logrados y a la acción desencadenada por ellos, porque, y esto es necesario reconocerlo, el punto de vista predominante en este texto es el del buitre y, por más buena vista que tenga, por más ojo de águila que sea, será imposible que su mirada abarque una escena tan distante que, a fin de cuentas, para él carecerá de toda importancia, a tal punto que ya seguramente la habrá olvidado del todo.

Pero ahora, instalado tranquilamente en las alturas de la montaña, señoreando la prominencia de cerrada espesura, estará colocado de hecho en la propia cumbre, sin que ello deba llevarnos a sacar apresuradas conclusiones en torno a lo bajo y a lo alto, ni a contraponer esquemáticamente lo abyecto del basural con lo sublime de la cordillera. Posado ahí en la altura, ahueca el ala e inclina ligeramente la cabeza, entregándose a un dormir tranquilo, carente de pesadillas. Ningún ser viviente se le acerca: en verdad siempre ha ignorado lo que es recibir visitas. Pero la soledad no lo agobia ni le causa momentos de incertidumbre, ni frustraciones de tipo alguno. Lo cubre la noche estrellada y alrededor suya se escurren subrepticiamente pequeñas culebras, algunos rabipelados y un sinfín de insectos de toda índole. Lo rodea el perfume de la vegetación frondosa, aunque él en realidad preferiría fragancias de otra naturaleza.

Allá abajo, al pie de la montaña, a una distancia considerable, transcurre el movimiento de la ciudad nocturna. Cientos de miles de luces titilan y el desplazarse de los automóviles traza luminosas franjas que parecieran ser capaces de adquirir autonomía propia. Entre millones de seres humanos, un joven se dirige hacia el barrio donde vive. Camina en medio de la noche, en una ciudad hostil que hace que en su juvenil corazón nazcan el miedo y la desesperanza y que lo lleven a repetir en su fuero interno un canto que es trash y que es destroy, y que sólo habla de muerte, de morir y de matar, de excrementos y de basura, de hierros que se hunden en la carne frágil y tierna y de balas que hacen crujir los huesos y los llevan a estallar en fragmentos irrecuperables. No crece la hierba en esta su ciudad, sólo crecen los cuchillos y las navajas. El dolor se ha instalado en el corazón de este muchacho, que se siente acechado por otros jóvenes en cuyo corazón también hay dolor y se ha infiltrado en ellos insidiosamente la desconfianza. Cadenas y botellas llevan consigo estos jóvenes, que ocultan su desconcierto detrás de la máscara d fiereza que han tenido que adoptar, El muchacho acelera sus pasos, que resuenan en la ciudad solitaria, oculta tras las rejas, los candados y los cerrojos. Los edificios lo rodean amenazantes y nadie propicia gestos de protección ni ofrece palabras de consuelo. Una mujer que pasa a su lado lo mira con ojos enloquecidos, aterrada, mientras se aleja de él a gran velocidad, corriendo casi.

El recuerda a su abuela, que le habló de otra ciudad, que en realidad era esta misma, en la que ella todas las tardes cocinaba una gran olla de dulce de lechoza, y la colocaba en la ventana de su casa de sobria belleza, al alcance de la mano de todos los muchachos que jugaban en la calle. En otras ventanas surgían vasijas llenas de ciruelas recién lavadas o bandejas con galletas horneadas en casa, todavía calientes, y cada quien se servía en la medida de su apetito. Así sucedía cada tarde y todas las tardes, en un mundo que ahora parecía más lejano e inverosímil que la era de la glaciación o la edad de oro de la mitología. Era ese un pasado que a nada comprometía, realmente portátil, como la ciudad toda, tal como lo había dicho ya Adriano, y ahora ni siquiera había banderas que defender, hubiera sido necesario inventar banderas nuevas, pero no era fácil, en verdad no lo era. El soñaba con ser director de cine o cantante de rock, aunque, claro, eso no era cuestión de banderas, sino algo más bien personal. Pero ahora llevaba en la cartera solamente mil bolívares, un sólo billete de a mil, que pudo haber sido algo en algún momento, pero que ahora ya realmente casi no era nada, aunque para él seguía siendo algo importante, porque era lo único que tenía, y nada indicaba que en un futuro inmediato tuviese opción a poseer algo más que eso. El prestaba sus servicios en una empresa altamente calificada, que cumplía una función primordial en el engranaje social; para ejecutar las tareas a él asignadas había tenido que desarrollar un conjunto de destrezas que le permitían suponer que era elegible para cargos que indudablemente exigían responsabilidad y confiabilidad. Pero la elección no se había producido y la energía y el esfuerzo invertidos en las actividades preparatorias sólo llevaban a unas fantasías de índole meramente particular, ciertamente desconocidas por sus jefes directos y ni siquiera imaginables para los miembros de la alta gerencia.

El muchacho presentía que la ciudad no necesariamente tendría que haberse convertido en una fortaleza, mientras avanzaba por las sinuosas y estrechas calles, oscuras y solitarias. Si tuviera un caballo, como tenía la gente antaño, podría sentir el poder de su cuerpo dominando al animal, y también sentiría a éste consustanciarse con el cuerpo de él, crecerse juntos por encima de las sombras y galopar, audaces y confiados, hacia un destino quizás más luminoso. Pero las realidades de la vida sólo se corresponden con las fantasías en algunos momentos privilegiados, de manera que el muchacho siguió arrastrando su cansancio por el único camino posible en este lugar y a esta hora.

Fue en ese momento que sintió frente a sí al otro, al muchacho que lo retaba y lo enfrentaba y que ya lo estaba coñaceando, mientras él, que quizás desde siempre había estado esperando con fatalidad este momento, de pronto le decía al otro, le gritaba, casi instintivamente y sin poder controlarse, en medio de su desesperación y como tratando de negar lo que estaba sucediendo: – ¿Qué? ¿Pero qué? ¿Pero qué?

Luego de gritar esas palabras insensatas se despertó en él un sentimiento de furia, una necesidad de repeler al otro, de no permitirle que lo arrastrara a un espacio que no era de él y que él no había elegido y con el que se negaba a confundirse, ya que no era justo que lo obligaran a hacerlo de esta manera inconsulta y arbitraria. Al mismo tiempo, le fue imposible dejar de responder a los golpes que le estaban siendo propinados, cada uno de los cuales lo hundía más en un pantano del cual ya no parecía posible volver a un mundo cristalizado. Trató de dar un paso hacia atrás y refrenar sus instintos, decidido a no seguirse dejando arrastrar hacia la puesta en escena que había sido dispuesta por otro, a recuperar su espacio, ya no para poder seguir soñando ni nada parecido, pero al menos para poder continuar respirando y caminando, aunque fuese arrastrándose, porque la vida apenas había comenzado para él y era tan insensato e insoportable que fuese cegada de una manera tan carente de todo sentido, y al mismo tiempo de una forma tan concluyente y definitiva. Todavía sintió que unos dedos hurgaron rápidamente en su billetera y que tomaron velozmente ese único billete de a mil, el cual de esta manera cambiaba de dueño, y escuchó también como unos pasos se alejaban por el mismo camino por el que él hubiese tenido que continuar para llegar a destino. Pero en el instante en el que creyó poder realizar los movimientos necesarios para incorporarse y seguir su marcha, en realidad ya estaba muerto y su aspecto exterior había sido modificado por una mancha roja que él no había elegido adquirir, pero cuya propiedad el otro lo había obligado a aceptar.

Ciertamente en algún lugar alguien lloraría, rompiendo el silencio con sus lamentos y su desconsuelo, quizás incluso se arrancaría los cabellos y se daría de golpes hasta el agotamiento. Alguien se adelantaría y trataría de desentrañar el secreto, invadido por la cólera, pero probablemente desanimándose al poco tiempo, ante la indiferencia, ante la incomprensible situación de tener que pedir favores en una circunstancia que por sí misma tendría que convocar la solidaridad y la justicia.

El tiempo continuaría su transcurrir, porque esa es la característica esencial del tiempo y no hay forma ni manera de modificarla. El dolor y la indignación se irían asordinando, atemperados, y el cadáver iniciaría su largo viaje hacia el olvido, borrándose poco a poco de la memoria de los que alguna vez habían conocido al que había sido, o creído ser, su propietario.

Quizás algún grupo de cineastas se interesaría por el caso y algunos elaborarían un guión a partir del mismo, y si luego de cierto tiempo efectivamente se llegaría a proyectar la película, probablemente no tendría nada que ver con lo que realmente había pasado, aunque todos los que de alguna forma recordaran al muchacho irían a sentir alegría y estarían persuadidos de que los hechos pasaron tal cual en la película, lo que los llenaría de satisfacción, porque sería una forma de mantenerlo vivo y de conservar su memoria.

Y quizás el mismo día en que la película se estrenara en algún cine de segunda categoría de la ciudad, un buitre, que no necesariamente tendría que ser el mismo cuyos desplazamientos habíamos acompañado al comienzo de este texto, ya que la vida no presenta regularidades de ese tipo, despegaría en vuelo autónomo desde lo alto de la montaña, soberano y neutro. No sería más que un buitre y en realidad sus opciones serían muy escasas, reducidas apenas a la acción de volar de un lugar a otro, sin tensiones de ninguna especie y sin embriagarse jamás con la idea de ese su volar, del cual carecía por completo de conciencia. Hendía el espacio luminoso o surcaba el cielo nocturno, batiendo las alas, remontándose una y otra vez hacia los sitiales más altos, a través de movimientos constantes y uniformes que en sí mismos a nada lo comprometían. Apacible y sereno, ascendía y luego se lanzaba en picada, sin parecerse en verdad a ninguna estrella y mucho menos a un avión, sin noción alguna en cuanto a su identidad de buitre, imperturbable y pasajero en el tiempo, con sus lujosas plumas lustrosas y negras, carente de canto, grande y magnífico, indiferente y distante, clausurado para el romance y para la tragedia, apenas un ave.

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