literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Earle Herrera

Caregato

¡Cómo no iba a impresionarse! ¡Cómo no iban a impresio-narlo los trece hipopótamos de acero que comenzaban a moverse parsimoniosos y hambrientos, llenos de horribles ruidos los vientres estrambóticos! Caregato los miraba con los ojos de este tamaño desde el chaparro en que estaba encaramado, el corazón en la garganta y sin saber qué se le habían hecho los granos. En ese momento recordaba que su padrino le había dicho más de una vez: «Vaina jodía una fiera con hambre, Caregato», y las piernas increíblemente flacas con su temblor hacían que las hojas del chaparro emitieran un ruido de cepillo de hierro que daba escalofrío. Cuando los trece bichos empezaron sus tronidos creyó que era fin del mundo y todos sus catorce años se arrepintieron de haberse quedado allí. No había querido perderse ese espectáculo y ahora sentía unas ganas enormes de estar lejísimos. «Vaina jodía una fiera con hambre, Caregato». Y Caregato sentía que una bola gelatinosa le subía desde algún oscuro rincón de las tripas hasta la misma garganta. ¿No será esa bola lo que está pensando Caregato? ¿No serán los granos que desde hace un rato no se los siente por ninguna parte? ¿No…. ?

En medio de su miedo se resistía a aceptar que al atardecer de La Leona no quedaría sino un montón de escombros tristes polvorosos y Caregato no vería su casa por ningún lado. Las casas vueltas tierra, las ventanas quebradas, la vieja nevera retorcida, la mitad de un plato de peltre aquí y allá un pedazo de loza seguramente de la poceta, todo vuelto triza-pocilga-ruina en medio de la ancha solitaria sabana serían una apocalíptica visión que nunca jamás se le borraría de la mente a Caregato, un tatuaje indeleble en su memoria que se le avivaría aquella tarde que se puso a leer la Biblia y tropezó con la parábola de que «no quedará piedra sobre piedra».

A decir verdad, Caregato no recordaba el día exacto que lo llevaron a La Leona y si sabía que tenía catorce años era porque se lo habían dicho. Pese a que la maestra lo llamaba Taparita, había aprendido más o menos a leer, aunque no entendía los suplementos que botaban los musiús en el quemador porque estaban en inglés y decía cuando los hojeaba: «Ahora es que me falta, no juegue», y se esforzaba Caregato por entender una sola palabra y deletreaba y nada y con un raro sentimiento que no sabía qué era regresaba a su casa cabizbajo, con pena y nostalgia y se acostaba a dormir hasta las cinco y media de la mañana cuando sonaba la sirena de la Mene Grande cortando de un tajo su sueño.

Los primeros días que fueron tan difíciles eran unos vagos recuerdos. Tendría cinco años Caregato cuando su mamá lo entregó a sus padrinos porque su padre había muerto mordido por una cascabel y ella no tendría para educar a ese muchacho. «Aquí se lo dejo, compadre, —según sus recuerdos habría dicho su madre antes de irse—, para que lo haga un hombre de bien jecho y derecho». ¿Caregato derecho con esas patas cambás, ese pelo enmarañado y duro, esa barriga que le crecía para adentro, esas costillas que ya se le salían del cuerpo, esas manos huesudas que le terminan en esas uñas mugrientas, esos cerotes en el pescuezo y esos ojazos grandotes y verdes que parecían encajados a juro en esa su carita de negrito faramallero y por los que todo el mundo lo llama Caregato? ¿Caregato jecho, allí recostado contra la puerta de la casa de su padrino, llorando a llanto partido al ver la figura enclenque de su madre perderse, al final de la única calle de La Leona, tragada como una tarde reacia del verano por la ancha sabana de la Mesa de Guanipa que no tiene fin?

—¡Cómo no, mi comai, yo le haré de Caregato un hombre jecho y derecho, sí señó! —habría dicho su padrino y nunca unas palabras le parecieron tan odiosas.

Primero no se movía para ningún sitio. Si su padrino al partir para el trabajo lo dejaba en la sala, allí lo encontraba a su regreso; si lo dejaba en la cocina, en la cocina; si en el patio, en el patio. Pero después empezó a andar detrás de «Como-tú», el perrito que se cagaba por todas partes para darle trabajo a Caregato, y un día caminó toda la calle de La Leona detrás de «Como-tú» y su padrino sonrió al verlo de regreso. El mismo Caregato no se dio cuenta cuando se acostumbró a todo y le perdió la pena a la nevera, a los muebles, al radio, a todas las cosas y entonces se pasaba horas y horas acariciándolas suavemente con sus manos tímidas por temor a romperlas y a echarlas a perder. Y a las cinco y media de la mañana, cuando la sirena de la Mene Grande interrumpía el canto de los gallos, se paraba de un salto, corría hasta la ventana de su cuarto y se quedaba mirando a los obreros sucios de petróleo, con cascos y botas de puntas durísimas, hasta que el último se metía en el camión que arrancaba para los taladros, un lugar del que había oído hablar mucho a su padrino y que quedaría muy lejos. Pensaba que cuando fuera grande también iría a los taladros con su ropa sucia, su casco y sus botas, luego de tomar el café negro y amargo y encender un cigarro como los del padrino. Pero qué iba a saber Caregato, tan siquiera imaginar, lo que era la vida en los taladros, en medio del sol inclemente de la Mesa de Guanipa y la sed como una garrapata pegada en la garganta todo el día. Abajo: el barro de petróleo y tierra calientes. Y arriba: en la torre: los hombres empequeñecidos, como de juguete, pendiendo de un hilo, de un pelo y del coraje —de los güevos, decía siempre el padrino—. Mediodía en los taladros: sol, sabana, taladro y brega… ¡Ah, y gringo! El gringo que rompe el silencio con su vozarrón y mira todo como si todo fuera suyo y es tan extraño como el taladro mismo. El mismo gringo que Caregato ve todos los viernes en el comisariato. ¡Pero qué iba a saber Caregato de taladros y de sudor y de gringos!

Al principio no lo creyó, dicho mejor, no lo quería creer; la primera vez que oyó a su padrino decir: «un día de estos nos iremos de aquí», no lo quería creer y le dio fiebre de no quererlo creer. Caregato no imaginaba a Caregato en otra parte sino en La Leona. Te jodes, Caregato, pensaba cuando iba pateando un perolito camino al quemador, si nos vamos de aquí, si padrino se va de aquí, te jodes. ¿Dónde más vas a estar mejor? Esto de ir al desperdicio es requetebueno. ¿Te acuerdas la primera vez que te la hiciste frente a aquel muchacho grande llamado Eleuto que te enseñó? Ahora todas las tardes te vas al quemador a hacerte nada más que puro la paja, Caregato, y más que aprendiste a montar las burras que se ponen mansitas y te esperan en el quemador, a la sombra del mismo chaparro. ¿Te acuerdas la tarde que peleaste con Eleuto porque te dijo Garabato-Caregato-Culoetrapo y cuando ya casi te jode le metiste el vidrio?

Después te fuiste a leer los suplementos de los americanos, bueno, a leerlos no, pero sí a hojearlos. Y pasabas largos ratos sobre las matas dándote y dándote en esas espinillas que te han comenzado a salir por toda la cara de gato que te gastas. ¿Irte de La Leona? ¿Irme? ¡Qué vaina, Caregato!, es como para no creerlo. Tú que pensabas ir algún día a buscar a tu mamá y traerla del conuco a vivir en La Leona y también al vecino para que no sigan viviendo en esas casuchas de penca de moriche donde se esconde la ratonera que aunque no muerde es una culebra que da miedo. Tú que pensabas eso muy callado, que te lo tenías bien de guardado y ahora viene padrino y que nos vamos, que te dice que está por acabarse el trabajo en los taladros y se tendrán que mudar para El Tigre. ¿Cómo será El Tigre, tendrá una sola calle como La Leona? ¿Y qué irán a hacer con La Leona, con ese montón de casas grandes y de bloques? Nunca vas a entender nada, Caregato, como nunca pudiste leer ni una línea de los suplementos de los musiús: Taparita, Caregato, nada más que sirves para vagabundear por todas partes y ni siquiera sabes por qué te dicen Caregato. ¿Ya seré un hombre jecho y derecho? ¿Podré trabajar en los taladros? ¿Me podré quedar en La Leona? ¿Este. . . ?

Ni La Leona, ni el viento que sopla hace años sobre el campamento, ni la sabana sin fin de la Mesa de Guanipa, ni el sol que hace crepitar la paja y ronronear a los cigarrones azules y brillantes, ni la intensa soledad que se le mete por los poros a Caregato, responden a alguna de sus preguntas. La Leona es un campo de la compañía del petróleo, con una sola calle como de ciento y pico de metros, un pueblo prefabricado que enclavaron un día cualquiera en medio de la Mesa de Guanipa, donde la vida pasa con una cronométrica rutina que sólo no aburre a Caregato. Caregato ha enterrado sus raíces en La Leona como un palo de yuca y capaz es de secarse si lo arrancan de su medio.

Ahora está allí verde de miedo, encaramado sobre el chaparro que silba con el viento y cruje de cuando en cuando amenazando delatarlo. Dentro de poco el sol calentará inclemente como siempre la sabana sin fin, se escucharán ruidos lejanos de carros, zumbidos de mosquitos, timbres de grillos y darán unas ganas enormes de dormir, el mismo sueño que daba cuando iba para el quemador pateando perolitos. A estas horas ya se habrán dado cuenta que no está en casa, la casa nueva que compró el padrino en la Quinta Carrera Norte de El Tigre con el bojote de reales que le dieron. Y qué importa eso, nada le importa que noten su ausencia y guarda miedoso la china con la que pensaba impedir que destruyeran La Leona y jura que si fuera un hombre jecho y derecho no dejaría tumbar las casas. En ese instante termina de jurar y un espectáculo extraño son para sus ojos los lentos movimientos con que los operadores van subiendo a las máquinas, animales enormes que parecen mansitos así como están. «Vaina jodía una fiera con hambre, Caregato». La Leona está allí, indiferente de manera inexplicable para él, como si no supiera que dentro de un rato van a demoler todas sus casas. Decenas de ideas desesperadas se agolpan en su cerebro como luces intermitentes: si esos bichos no prendieran. Si los hombres esos murieran toditos de repente. Si padrino llegara ahorita, concho, y les dijera que no tumben las casas. Si empezara a llover con truenos y relámpagos y no acabara nunca. Si yo fuera ya un hombre jecho y derecho. Si… Si…

Caregato se muerde los labios, aprieta los puños y una gran desesperanza le recorre todo el cuerpo, le tiembla en la barbilla y le causa unas ganas de llorar que reprime para demostrarse que es un hombre hecho y derecho. Así, apretando los dientes, logra un asombroso dominio de sí mismo que se le deshace apenas los tractores empiezan a tronar ensordecedores, con un ruido que se le antoja infernal a Caregato cuando, ambos índices taponeándole los oídos, lo sigue escuchando con los tímpanos de la angustia.

Caregato baja del chaparro y sonámbulo camina hacia el montón de tierra, palos, losas, puertas, ladrillos, ¿casas? Todo vuelto trizas-pocilga-ruina. Siente que La Leona fue un pueblo en el que vivió hace tantísimo tiempo. Siente lo mismo que sintió aquella vez que vio a su madre perderse como un puntito oscuro en la inmensidad de la sabana, que la vio desaparecer por la única calle de La Leona, cada vez más pequeña, un puntico en lontananza y de golpe, así, zuás, se perdió para siempre de su vista. Como sonámbulo va recogiendo y botando pedazos de destrozos de aquí y de allá. Lejos están los tractores del silencio que guarda la sabana ante el dolor de Caregato que no aguanta más y estalla en llanto y de cuando en vez se interrumpe y rezonga: ¡Coño, los musiús, los musiús, no jó!

Y Caregato, quien algún día será un hombre jecho y derecho, sentado como sea sobre las ruinas de lo que fue La Leona, lleno de llanto y soledad y de sueños, forma un cuadro extraño en medio del atardecer de la Mesa de Guanipa que le bebe su sombra alargada y grotesca.

Fiesta de luces negras

A pleno pulmón no. Las luces no deben dejarse a pleno pulmón, desbordadas, haciéndonos transparentes, como placas radiográficas de nuestros complejos y prejuicios. Las luces, mejor, deben ser suaves y hasta cómplices, ser casi no-luces o anti-luces, tener en su fluidez algo de niebla y picardía. Las rosadas y violetas, violadas a intervalos regulares por rápidas ráfagas de un amarillo fugaz, forman la combinación más agradable y excitante. En el momento en que una luz es violada por otra —coito de luces—, una mano se aferra a la cintura y otra a la nuca. Son dos manos que responden al mismo impulso y que se ignoran como ignoran el itinerario de caricias que han de seguir estimuladas por luces que ellas no ven, luces que a veces son más que subjetivas, pero luces, al fin.

Empezar las fiestas luminosas era cosa difícil, cuestión de timidez, vamos a esperar a Lombano, pásame la nota, primero hay que calentar los somas, que uno no se daba cuenta cuando empezaba la fiesta, el sueño, ¿el amor, dije? Las primeras —¿lo recordarán ellos ahora?— fueron divinamente inocentonas y antiestéticas y kitsch que lo único que faltaba era una piñata-barco, pájaro o casa, hasta que la cosa cambió con la entrada del Gato en la piel del tigre, y por cierto, ¿vendrá el Gato esta noche? La gata que se gasta el Gato es una de las Tres Gracias, la mejor de las tres, la más de rechupete, qué de nalgas formidables Diosdelcielo, ¿vendrá esta noche el Gato?

(Y entre paréntesis —por qué no decirlo—: la piel del tigre lo organizamos un día largo y fastidioso hasta más no poder: domingo 10, doce meridiem, un domingo que se estiraba infinitamente de puro tedio. Ya-que-siempre andamos juntos, en-vista-de que de cuando en cuando organizamos fiestas, teniendo-en-cuenta los muchos gustos comunes que nos unen, qué razones, grandes o chicas, existen para que no nos organicemos en un clan: «grupo de personas unidas por cualquier interés» ( [Pequeño Larousse] ). Luego de una discusión minuciosa y desacalorada de los pro y de los contra, decidimos proclamar allí mismo, al aire libre y en medio de la grama libertina, el solemne nacimiento de La piel del tigre.

En el susodicho clan —a proposición de la gata o felina—, todos seríamos miembros de la base y presidentes a la vez, es decir, la democracia absoluta y el derecho inalienable a pataleo, porque el centralismo fue rechazado unánimemente en una simbólica muerte del dogma y de todos los dogmas, lo cual fue aprobado con la señal de costumbre: levantar la garra de fieras libres. Libres, eso es. Y fieras).

Con La piel del tigre funcionando, las fiestas se hicieron más frecuente, la vida transcurría en un abrazo permanente, por no decir eterno. El amor dejó de ser circunstancial para inscribirse, voluptuoso, en el mundo de la cotidianidad. Todo ello ayudaba, sin dudas, a que cada quien cargara con su cruz con mayor entusiasmo, algo así como cuando con un dolor de muela del infierno, nos encontramos con alguien que también tiene un dolor de muelas del infierno. Allí nace entonces la solidaridad más sublime, del fondo del dolor, así sea de lo hondo de un vulgar dolor de muelas del infierno.

Las fiestas en La piel del tigre eran ornamentadas con luces y nada de flores (en las orales tarjetas se rogaba no enviarlas); por lo general eran luces electrónicas que los muchachos se robaban de las grandes tiendas por departamentos, lleve hoy y pague mañana, así sea: luces, fiestas, rayas, manos que iban de arribabajo-de-abajoarriba: La piel del tigre.

También eran buenas para el viaje las luces de velas de colores cuando cortaban la luz. Una amarillocandela en la repisa, una azul debajo de la foto de la imitación del plagio del cuadro de la Mona Lisa que no es la Mona Lisa, una natural sobre la mesita de las bebidas y una roja, que es como un espejo de labios hambrientos de labios, frente a todos: fiesta de velas. Ahí es cuando Rosita me dice, me dice. Y yo: sí, sí. Rosita entonces se vuelve o se cree Cleopatra y empieza a pasear por el Jardín Romano, entre colores y pájaros, con Marco Antonio, se agacha, toma una flor, la huele y se la pasa a Marco Antonio que está un poco fastidiado e indelicadamente la lanza hacia alguna parte y la flor, humillada, exclama: ¡oh!, por boca de Cleopatra, que gime y me pasa la mano por el cuello, me la pasa de nuevo y gime, me besa en el pecho y gime, sigue bajando y me besa en el estómago y gime, me besa y me dice, me besa y yo la levanto y Rosita, otra vez Rosita, me dice: «¿Verdad que es bella la fiesta de velas?» Y yo: «Sí, Cleo, la fiesta, las velas».

El Gato apareció con su grito de costumbre y su felina gata, Gracia. «Hola, brothercitos», saludaron y se la asentaron al baile, a millón. Parecía que vinieran con la sed de cien soles a cuestas y tomaban como la mismísima montura de Baltazar. Rosita miraba a Gracia con cierta indisimulada envidia. La última vez el Gato se pasó de ego y terminó convertido en el mono desnudo saltando sobre la mesita de centro y caoba, la trona convirtiéndolo en prócer. Ya le había dicho yo que la liga no era buena pero. Además las luces. Todos saben que la amarillocandela traspasada por la voz de Jimmy Hendrix tiende a excitarlo hasta el paroxismo. Y para colmo el Gato trajo yerba y analgésico que con gaseosa y escocés dan una de manicomio y Bárbula. Menos mal que esta vez vino con la felina que lo controla y lo frena de este lado de la vida, aunque el Gato hace intentos a cada rato para escaparse hacia el sueño. Cuando el Gato se escape, porque le voy a cuadrar el ambiente, Rosita andará vagando por los barrios del pensamiento nebuloso, estará probablemente en Orión y entonces, ahí es cuando, entonces la felina y yo haremos el experimento. Los demás estarán muy ocupados en la fiesta, muy divertidos todos, idos, lejos y aquí.

Fue como a las once y media, a media hora para la media noche, que el Gato se metió en el sueño; la felina me encandiló con sus hermosos ojazos para advertírmelo, y yo le metí dos pastillitas juntas a Rosita para que se terminara de ir para Orión, dos o cuatro cápsulas, no recuerdo bien, creo que nunca recordaré cuántas cápsulas le di a tomar. Todavía la felina y yo esperamos media hora más para iniciar el experimento. Rosita empezó a describir un círculo con la vista y me informó que la brujería le estaba haciendo el efecto. Estaba segura que la mujer de un ministro, vecina suya, había regado un polvo baboso sobre su casa, pero el mayor maleficio caería en su persona por ser ella la princesita de la casa, la puchita. En los alrededores del Nuevo Circo le había comprado una piedra preparada a una vendedora de talismanes y azabaches contra la mala suerte y otros males; esperaba con eso neutralizar un tanto el efecto del trabajo de la bruja del ministro. De pronto me preguntó si no percibía el olor a azufre de la costa, si no lo captaba y le dije que no. «Qué raro», suspiró, «todo el mundo lo siente y lo presiente, es la presencia inminente del Rey». «¿El Rey? ¿Cuál Rey?», me extrañé. «El diablo —Rosita sonreía—; es la brujería que me está haciendo el efecto ¿no ves?». La miré a los ojos y noté que estaba cerca de Orión. Rosita ya casi no estaba en la fiesta, a estas horas andaría por el cosmos dándole de patadas a las estrellas; dos, cuatro cápsulas tenían suficiente concentración para disparar a cualquiera hacia el universo abierto, único, el universo como un largo camino de rosas burlonas que le hacían cosquillas a Rosita en la planta de los pies y ella reía como siempre que yo la mandaba para Orión, risa y risa.

La felina miraba a Rosita con gozada maldad, a tiempo que le daba al Gato otro trago de la liga para que viajara más rápido. El Gato reía pesadamente, con una risa de plomo, mientras metía un pie en el vaporoso tranvía del sueño. «Ya casi voy a arrancar, Lina», le dijo a la felina y ella me dio el pitazo con una mirada escandalosa, anunciándome, con goce indisimulado, que ya el Gato había arrancado, pero bueno era esperar un rato más. Él empezó a hablar de cosas extrañas como un cronista que relata sus viajes, capítulo por capítulo, y luego recoge sus andanzas en una edición especial de 8 por 12, tirada a todo color: «Ayer pasé por La Perinola —narró bajito, en letricas de seis puntos—, que es un lugar azul turquesa donde todo gira sobre sí mismo. Así estuve descansando unas dos horas y logré establecer un interesante diálogo circular con los aborígenes del lugar. Es maravilloso notar cómo toda conversación termina donde comienza, menos cuando entran en las pláticas los espirales. Los espirales aquí son como los burócratas allá, impertinentes hasta la generación final. Ellos en vez de hablar en círculos que empiecen y terminen en un punto, con los trescientos sesenta grados correspondientes para cada conversación y como debe ser en un país como La Perinola (circular), lo hacen en círculos que se unen a otros círculos que se unen a otros círculos como el cuento del gallo pelón. Un espiral es como un político, adicto al arte de las promesas pospuestas, es la relatividad absoluta, la postergación permanente y la carne hecha prórroga y viceversa».

Mientras relataba sus vicisitudes en La Perinola, el Gato gesticulaba con las manos dibujando curiosos arabescos que querían capturar ipso facto el espacio in fraganti. Los demás muchachos estaban en lo mejor de los saltos y se dejaban llevar por la música y las luces —soul y magenta—, en un maremágnum frenético de reflejos espectrales. Ellos, por supuesto, tenían una dosis más pequeña de la liga que no les permitía traspasar la frontera que separa la vida real de La Perinola y de Orión; su viaje al sueño era más corto, un viaje hasta cierto punto con pies de plomo, que los hacía creer que estaban batiendo chacos con las orejas. Eso les permitía apreciar y disfrutar plenamente del coito de luces, del desgarramiento delicioso que el amarillo provocaba en la incorpórea superficie del azul. Pero ni el Gato ni Rosita estarían para presenciar la espasmódica eyaculación del amarillo en el vientre azulvioláceo, el esperado orgasmo luminoso, el fosforescente polvo, porque uno andaría por La Perinola, en un interminable diálogo con los espirales, y la otra estaría en Orión, pateando estrellas, oh Rosita.

A todas estas, la felina se notaba inquieta. Gracia siempre se ponía así cuando se acercaba algún momento trascendente. El Gato había dejado de relatar sus peripecias, como si de pronto los espirales hubieran decidido dejar el diálogo en el aire, guindando de algún gancho atmosférico. Entre la felina y uno de los muchachos del clan lo metieron en un cuarto, donde seguramente continuaría sus exploraciones de La Perinola. Rosita, por su bello lado, estaba más eufórica que nunca, a lo mejor algo celebraban en Orión y ella tiraba y tiraba patadas y patadas hasta que se fue calmando, paulatinamente, a medida que se acercaba al cero de una cuenta regresiva que sabrá el Yavé de Orión por qué se puso a desnumerar a estas horas: (… 5…. 4…. 3… 2… 1… 0). Ahora sí estaba Rosita en cuerpo, alma y todo en las mismísimas entrañas de Orión, ya nada la unía a la fiesta ni a las velas ni a las luces. Ahora venía lo bueno nuevo, el experimento.

Lo del experimento —valga concederle su mérito— fue a Gracia a quien se le ocurrió. Un día, al azar, me la encontré en Sabana Grande y me dijo: «Será de lo más divino, algo interesantísimo, muérete, la síntesis entre el ser y el no ser que tanto descocó al pobre Hamlet, la liberación absoluta, alma y materia». Yo nunca fui escéptico ante los pasos dados en pro del enriquecimiento del campo sexual y lo que proponía la felina, de verdad, prometía ser suigéneris, celestial, definitivamente único.

Por supuesto que el Gato, pese a todo su cuerpo teórico sobre el amor libre y a sus fanfarronadas de ser un libre pensador-universal, sin celos ni prejuicios, era un olímpico celoso que no iba a permitir, y menos a perdonar nunca, el experimento felina-yo. La Rosita si lo llegaba tan sólo a vislumbrar en la ventana más remota de las posibilidades, se moría irremisiblemente. Por dos poderosas razones Gracia no hacía el experimento con el Gato: La primera: se necesitaba un poco de emoción fuerte, de sentimiento de culpa, digamos, de infidelidad, lo cual crearía las condiciones psíquicas necesarias. La segunda: era necesario aguante, resistir, llegar hasta las llamadas últimas consecuencias, y el Gato no podía, porque según triste pero valiente confesión de la felina, estaba quedando desastrosamente impotente. El Gato no llenaba pues las condiciones psicofísicas exigidas para llevar el experimento a un Happy end. No había de parte de Gracia ni de la mía otro móvil que el de aportar nuevas experiencias al cúmulo sexicognoscitivo de las nuevas generaciones que despuntaban; para decirlo con un horrible pero inevitable lugar común, poner un granito de arena, nuestro-granito-de-arena para la felicidad del género (o especie) humano, tan maltrecha hoy día por aberrada maquinización de los sentimientos más sublimes.

Por el guiño que me hizo al llegar, la felina venía resteada para todo, aunque se le notaba, no sé si a capricho mío, un poco impaciente, como si algún tren que se fuese a marchar para algún lejano país, la fuera a dejar en alguna solitaria estación, triste. A decir verdad, yo también me sentía un poco nervioso y un momento hubo en que sentí unas ganas enormes de olvidarlo todo e irme con Rosita para Orión, a jugar su fútbol astral, pero no le podía echar esa vaina a la felina, no me podía rajar a última hora. Y al pensar en el mundo de novedades inimaginables que íbamos a descubrir ella y yo, la decisión fue como el océano donde se ahogaron de inmediato las fugaces dudas del primer momento. De nuevo estaba dispuesto a convertir al Gato y a Rosita en maravillosos cornudos soñadores. Era un rol que ellos aceptaban en su inconsciencia en aras del experimento. Dentro de poco, ya me veo, yo estaré totalmente desnudo y la felina cabalgará sobre mí, voluptuosa y eterna, por una inmensa pradera reverdecida, de pasto vibrante, suave y liberado como la cabellera de Dios. Un calor húmedo y frío y un frío húmedo y caluroso nos descenderá desde el pelo mayor hasta el dedo gordo. La respiración de la felina, oh Gracia, será definitiva. Más allá, Orión y La Perinola serán una y la misma cosa, donde no habrá prejuicios ni pecado original. Gracia, como la más ágil de las amazonas todas, sostendrá entre sus dientes las riendas de mis ímpetus desbocados con sublime habilidad. El momento será supremo. Yo me aferraré a sus caderas prodigiosas y espartanas como un chinche a la piel (y chuparé). Las luces ya no saldrán por parejas, sino en explosiones múltiples y venerables de fuegos artificiales; será, helo allí en carne y hueso, el amor libre en su más sana, elevada y humana expresión, el hombre ante el hombre, reencontrado por fin; será el hundimiento definitivo de Occidente, hipócrita y podrido, el renacer de un nuevo siglo; tal será el principio del experimento.

Pero, de repente, fue como si al círculo cromático alguien lo hubiese puesto a girar vertiginosamente provocando la descomposición de la luz. El coito luminoso fue suspendido bruscamente y una enorme y fea y repugnante luz blanca se adueñó del ambiente, despojando de manera arbitraria al amarillo, al azul y al violeta.

«¡Qué vaina es ésta!», se levantó, dijo y volvió a partir para el sueño el Gato, despaturrado. La luz blanca se hizo más prepotente, como si concentrara sobre nosotros todos los ojos del mundo. Corrí y me cubrí y otro tanto hizo la felina, desconcertada y furiosa, contrariada. El policía con casco romano y escudo enseñaba el cuerpo de Rosita y yo: «¿Qué carajo le pasa a este tombo, acaso no se da cuenta que ella está en Orión?». El agente sacó un papel sellado y leyó en voz alta algo acerca de sadomasoquistas, degenerados, bolcheviques, adictos, malparidos, putas, subversivos, irregulares y presos.

¿Presos? Nadie entendía la palabreja: pre-sos. P-r-e-s-o-s. ¿Por qué? Mientras nos sacaban del lugar, uno a uno, en fila india y con las manos en la cabeza, el papá de Rosita, el senador, en la puerta y con la cara prestada, lloraba para adentro y no dejaba de gritarnos, inexplicablemente, no sé qué cosa de la depravación gratuita y continental. No terminaban de comprender ni el pureto ni nadie que Rosita estaba en Orión y que sólo era cuestión de tiempo, de esperar que le pasara y ya. Tampoco era para ponerse histérico por tan poco, ni para estar con ofensas y calumnias.

Pero luego supimos que la muerte fue cierta, que Rosita se quedó para siempre en Orión. Gracia me miró de una manera extraña, con la misma mirada del senador. «¿Sería la brujería?», pensé infeliz. «¿Cuántas cápsulas fue que le di de verdad?» Oh, qué irreversible fue el viaje hacia Orión, maldito Orión y su cancha de estrellas. Oh, Rosita, dime ¿nos veremos?

Primero sacaron a Gracia y después a los demás. Detrás de las rejas, solo, me quedé yo recordando cuántas cápsulas fue que puse en el vaso. Las luces de la fiesta me llegaban desde Orión con el color del miedo. Rosita reía allá, chutando estrellas. Dentro de mí se hizo una luz que se apagó antes de que captara algo y, de pronto, la noche cayó sobre la celda en pleno mediodía y empezó como una fiesta de puras luces negras, enmarañadas luces negras de cuyo seno emergió el Gato, y no dejó de causarme sorpresa su presencia en la cárcel, pues yo pude ver cuando hace un rato lo pusieron en libertad con los demás. Al Gato en la cárcel frente a mí, mirándome con la patética mirada con que se mira a los tarados, le dio por hablar para intentar consolarme, se lo agradezco, pero no le creo; el Gato que dice:

—Hace media hora que estás hablando mariqueras.

—¿Cómo? Es cierto todo.

—Mariqueras, no pensé que la gasolina te fuera a volar tanto; has estado hablando de fiestas y luces y espirales y Orión y Cleopatra y Felina y ego y coitos luminosos y muertos, qué rollo, mano.

—¿Y por qué estamos aquí entonces?

—¡Mierda, yo qué sé! Sólo recuerdo cuando nos estábamos robando unas bombillas en CADA.

—Justamente, ahí empezó todo.

—Ahí no empezó nada porque allí nos prensaron.

—¿Y las fiestas, entonces, y las luces?

El Gato me dijo: «estás jodido» y se tiró bocabajo sobre el piso.

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