Jesús Puerta
FELIZ AÑO 1984
Él sabía que vendría el momento en que la ruleta de la vida terminara su vuelta completa y le tocaría estar del otro lado, es decir, sentado, más bien eyectado en aquel duro banco de cemento, en ese pasillo tenebroso de tanta fama entre los prisioneros, con su pobre cuerpo como un esqueleto forrado de pellejo debido al hambre, el sueño impedido por la luz nunca apagada del calabozo, la sed abrasadora. Un día vendría, lo supo siempre, en que él sería el torturado, y no el torturador. Le tocaría tarde o temprano, porque las purgas van y vienen, se suceden unas a otras; los que ayer mandaron mañana serán perseguidos y castigados, una y otra vez, a un ritmo vertiginoso, y los verdugos terminarán siendo las víctimas.
Y el día llegó, justo hoy, cuando los guardias dicen que reciben un año nuevo, y se dan palmaditas en los hombros deseándose un feliz año 1984; aunque él sabía, a pesar de los dolores de los golpes y los choques eléctricos en sus genitales, que llevaba por lo menos un año y medio en este papel. Sabía, y nada podía sacarlo de esa seguridad que era su ancla de cordura, que 1984 fue hace años, que ahora, en todo caso, es 1988, aunque también sabía que eso era lo de menos, que tal vez era otro año, cualquiera: 1984 o 1936 o 1976 o 2020, no importaba. Siempre estarían allí las pantallas omnipresentes, en todas las paredes, en todos los rincones, en los baños, en la inmensa fachada de los edificios grises, tristes y viejos, siempre estaría la arenga interminable del “Gran Hermano”, hablando de victorias históricas, de la derrota heroica de los enemigos, de los grandes avances en la economía; su rostro inmenso con su inmenso bigote en todas las paredes. Y también estaría allí la habitación 101, el lugar donde les aguardaban los peores horrores a los detenidos.
Todavía podía recordar (y ello le reconfortaba y hasta le producía placer) aquel prisionero de quien se encargó personalmente, sus alaridos histéricos, aterrados, cuando le pusieron junto a la cara, la jaula con la inmensa rata gris, inquieta, feroz, chillando hambrienta. Él le había colocado el mecanismo en la cara, ese pequeño túnel por donde la bestezuela correría glotona para comerle los ojos, las mejillas, los tejidos blandos de la cara, con tan sólo levantarle la puertecilla.
– ¡A Julia! ¡Póngasela a Julia!- aulló el desgraciado.
La traición se había consumado. Desecho, el prisionero apenas tenía aliento para un ahogado sollozo. Él se sintió bien. Este trabajo le gustaba. Se sentía poderoso. Tanto como el Gran Hermano. En realidad, él era el gran Hermano cuando conseguía, no tanto esas confesiones, que podían ser una simple estratagema para evitar el sufrimiento, y no, como ahora lo estaba experimentado su prisionero, una capitulación absoluta ante el Poder. Su moral, su amor propio, su vida había quedado quebrada después de desear, para aquella tortura insoportable, que se le aplicara a su amor, a Julia.
En la habitación 101 se aplicaban torturas únicas, adecuadas especialmente a cada prisionero, porque cada uno tenía su horror más secreto, idiosincrático, singular.
Tantos años torturando, le habían despertado la curiosidad ¿Cuál horror le reservarían? Él las había aplicado todas, a tantos. Conocía antiguas y novísimas torturas. Tal vez, todas. No tardaría en saber cuál sería la suya, la únicamente suya.
– ¡Hola!- , le saludó su verdugo-. Seguro te estás preguntando cuál tortura te aplicaré a ti, que torturaste a tantos durante tantos años.
– Sí, desde 1984 -, contestó con las comisuras contraídas. El verdugo soltó una carcajada.
-¡Caramba! Me parece excelente que tengas tan buen humor en este momento-. Otro verdugo apareció con una mesita de ruedas donde destacaban unas jeringas y unas botellitas con un líquido transparente-. Tú conoces todo el protocolo. Sabes que cada individuo tiene uno y solo un terror singular y definitivo, el que es capaz de quebrarlo, por más valiente y heroico que se considere a sí mismo ¿Verdad? Nosotros, como sabes, estudiamos a cada uno de nuestros prisioneros. Sé que tú mismo dirigiste esos estudios en infinidad de casos ¿Verdad?
– Supongo que la tortura no es ponerme a esperar e imaginar qué podrían hacerme. Ya lo sé todo.
– ¡Oh, no! ¡Claro que no! Eso te haría recordar e imaginar, y sabemos que disfrutas con esos recuerdos y esas figuraciones. Te hacen sentir poderoso y no hay placer más grande que sentirse poderoso ¿Verdad? No, colega, para ti también tenemos preparado algo especial ¿Ves esta jeringa? Contiene una droga. Obvio ¿Ya te imaginas qué es?
– Supongo que no será esa que hace que duela todo el cuerpo. Eso es muy trillado.
El verdugo no escatimó fuerza en la bofetada.
– ¡Vamos! ¡No nos subestimes! Te hemos estudiado, colega. Y sabemos que esto sí que no lo vas a soportar. Sabes que torturar exige unas competencias específicas. Una de ellas es la de estar completamente insensible a la empatía y la culpa. Al pasar los años en este empleo, colega, sólo nos va quedando esa sensación tan placentera del poder puro, el de hacer sufrir al otro, a cualquiera.
El verdugo tomó la jeringa, le dio unos golpecitos con los dedos y empujó el émbolo hasta que un chorrito salió por la aguja. El verdugo se aproximó al cuerpo doliente de Smith, le subió la manga derecha del mono azul propio de los prisioneros políticos y le aplicó la aguja al brazo huesudo.
– Pero, si existiera una manera, así sea química, de lograr que esos sentidos dormidos de la culpa y el remordimiento, despertaran… ¡Ah, qué terrores lograríamos! Preferirás mil veces que mi mano fuera la rata en la jaula que le colocaste a aquel prisionero ¿Te acuerdas? Ya no podrás disfrutar de ese recuerdo. Ahora tendrás un sufrimiento mil veces peor: la culpa y el arrepentimiento.
El alarido se escuchó por todos los pasillos del gran edificio. Y no podrás culpar a nadie más, porque el Gran Hermano eres tú y tú mismo te aplicarás la peor de las torturas.
CARAMELO DE YERBABUENA
Entró a su automóvil como quien se lanza a un precipicio. Adentro, en el puesto del copiloto, ella lo aguardaba. Lo envolvió con el brillo de sus ojazos y ni siquiera el tapaboca pudo ocultar su sonrisa. Sacó de su cartera una cajita de plástico. Él encendió la máquina, arrancó y pronto bajaba por la avenida que lucía sorprendentemente vacía, libre de otros vehículos y hasta de peatones. Desde afuera era difícil ver lo que ocurría en la cabina por los vidrios oscuros de las ventanas y el parabrisas. Incluso los drones tendrían dificultades para captar los movimientos de sus manos, el significado de esos húmedos resplandores en la única parte de los rostros expuestos.
Tomaron el distribuidor por una de esas rampas que desafían la gravedad. Ya en la autopista, él aceleró. Así sería casi imposible descubrir que ella había sacado de la cajita de plástico, en un segundo, una diminuta esfera blanca. Ella lo capturó de nuevo con su risueña mirada, al tiempo que, en un instante, llevó su mano a la boca, impulsando la pequeña pastilla adentro. Cerró los ojos y suspiró con satisfacción.
Él sabía con seguridad las trayectorias de los drones en el aire, pues había sido uno de sus programadores. Su vuelo era sinuoso. Debían captar lo que ocurría en las cabinas de los pocos vehículos que se desplazaban por las anchas vías que se curvaban peligrosamente a esa velocidad. Por ello, las máquinas voladoras, equipadas con potentes cámaras, oscilaban, de derecha a izquierda, barriendo el campo de aquellas rampas. Había un pequeño hiato que debían aprovechar para cometer el delito. Un grave delito.
Con decisión, ella se le acercó. Advertido por el calor de su aliento, a menos de un dedo de distancia, él se volteó e impulsó su boca a la de ella. Alzaron rápidamente el borde superior del tapaboca para ofrecer sus labios abiertos.
El placer, cuando es prohibido, puede resultar eterno aunque dure un segundo. Ella empujó el caramelo con la lengua a la de él, acariciándosela. Las dos prolongaciones musculares, húmedas, ansiosas, se frotaron entre sí por un momento, lubricadas por la miel de su saliva, en medio del delicioso efluvio de yerbabuena.
Fue tan sólo un segundo. Cuando miraron al frente, descubrieron la cabeza electrónica, idéntica a un insecto monstruoso, que se había colocado frente a su parabrisas. El motor se apagó y él tuvo que aparcar en la orilla para esperar la jaula rodante ya avisada por el dron.
Era un riesgo previsto y asumido. Aunque ahora les viniera el castigo previsto, la reclusión y la tortura, al tiempo que en sus oídos resonaba la justificación de parte de aquel inquisidor del orden profiláctico total: “debemos, por su propio bien, salvarlos del contagio de nuevas pandemias para siempre”, no se arrepintieron de haber saboreado aquella frescura deliciosa de la yerbabuena, la caricia de sus lenguas y la tibia saliva del otro.
Era un grave delito en el Gran Orden Profiláctico. Millones de virus fueron de una boca a la otra. Pero aquello podía ser el principio del fin. Los caramelos de yerbabuena ya estaban en las carteras y los bolsillos, sugiriendo nuevas trasgresiones.