literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Carolina Álvarez Arocha

Maigualida

Hay dos tipos de malos recuerdos. Por un lado, están aquellos que nos devuelven a nuestros errores, nuestras pequeñas in­fracciones. Esas escenas que hubieran tenido otro resultado de no haber obrado como lo hicimos. Ya sabes, el día que compraste el objeto más barato, en lugar de buscar la calidad. El día que diste una respuesta tonta, cuando la ocasión de­mandaba inteligencia o suspicacia; o aquel micromalentendi­do que se volvió una maraña y al final fue imposible enmen­dar. Esos detalles vuelven y vuelven a fastidiarnos y tratamos de sacudirlos como el mosquito que nos atormenta con su vuelo cerca de la oreja.

Pero hay otro tipo de malos recuerdos, esos que perma­necen agazapados. Solo salen a la luz de pronto, gracias a un detonante que los llama. Son como el juego del escondite, cuando el compañero grita «¡Un, dos, tres, Fulana!», y enton­ces Fulana tiene que salir corriendo a librarse.

Así le pasó a Maigualida, cuando ayer, después de dejar a los niños en la escuela, vio a Martín. Sí, su primo Martín estaba en la esquina de la escuela, en la parada de autobús, al otro lado de la acera. Hacía más de diez años que no lo veía. Al verlo sintió miedo, rabia, náuseas, todo junto.

Esa noche no pudo dejar que su pareja la tocara. El marido se sorprendió un poco, pero no insistió.

¿Cuánto tiempo había pasado desde aquel incidente? ¿Vein­te, treinta años tal vez? No quiso recordar los detalles. Su ce­rebro rechazó el recuerdo. Pero su cuerpo no pudo, y haberlo visto ahí, hizo que se le descompusiera algo por dentro.

Martín era hijo de la tía Cristina, hermana mayor de su papá. Allá, por los años 50, la tía había enviudado joven, que­dó con seis niños. Por suerte, su esposo tenía dinero y ella podía arreglárselas bien para vivir de las rentas.

Tía Cristina pensó que una forma de lograr que el dinero le rindiera era vivir en un país que tuviera una moneda donde el cambio le fuera favorable y terminó estableciéndose con su prole en España.

Todo este asunto de la partida de la tía Cristina había ocu­rrido años antes de que Maigualida naciera.

Martín era el mayor de los hermanos y fue el primero en regresar a Venezuela. Acababa de terminar el bachillerato y no había podido entrar en la universidad; parece que tenía problemas o estaba desorientado. La tía habló con su herma­no, el papá de Maigualida, para que la ayudara y el muchacho fue a vivir a casa de su tío.

El joven vivió en casa de sus familiares por más de tres años. Estudió una carrera corta en el área de la naciente in­formática, al poco tiempo conoció a Cora, tuvieron un no­viazgo rápido y en menos de un año de conocerse Martín y Cora se casaron y se fueron a vivir juntos.

La estancia de Martín en hogar de su tío fue un hecho poco trascendente, apenas reseñable. En algún momento, Maigua­lida trataba de recordar detalles de la convivencia con aquel primo, pero no venía a su mente absolutamente nada. En las fiestas de la familia, Martín nunca figuraba como uno de los personajes las anécdotas que los hermanos repetían en el mo­mento en que los tragos invitaban a las memorias colectivas. Maigualida solo recordaba que a su primo le gustaba la co­miquita de Los Picapiedras y cuando alguna tarde él estaba en la casa y el horario de los personajes de Piedradura coincidía con el de El Zorro, siempre había conflicto con el resto de los jóvenes televidentes y el primo ganaba la partida.

Una vez, cuando Cora y Martín ya estaban casados, el papá y la mamá de Maigualida decidieron tomarse unos días de vacaciones. Nunca, jamás lo hacían y a toda la familia le hizo ilusión que salieran a disfrutar de la vida. Irían a Curazao. Tomarían el ferri en Falcón y pasarían cinco días sin que mamá tuviera que cocinar, lavar, y en general atender a sus muchachos. El primo Martín y su esposa quedarían a car­go de la casa. Maigualida tendría alrededor de ocho o nueve años cuando sus padres hicieron este viaje.

Durante esos días, una tarde, estaban viendo la televisión mientras Cora preparaba la cena. Martín sentó a Maigualida en sus piernas. Él estaba muy cariñoso, con disimulo, comen­zó a pasar sus dedos suavemente por el vientre de la niña, luego su mano siguió y siguió.

Maigualida comenzó a sentirse incómoda, y cuando él le dijo: «No vayas a contarle esto a nadie», pensó que algo no andaba bien.

Al día siguiente, estaban de nuevo frente al televisor. Ella estaba pintando. Hacía un dibujo en témpera donde ella y sus hermanos jugaban en un patio lleno de árboles. Le parecía que su obra estaba quedando maravillosa. El primo se aco­modó en el sillón y le pidió de nuevo que se sentara en sus piernas. Ella le dijo que no quería, que estaba ocupada, estaba pintando. «Si no vienes, rompo tu dibujo», le contestó él en voz muy baja pero firme. Maigualida no sabía qué hacer y obedeció. Era todo tan confuso. Trató de ignorar o hacer que no estaba ocurriendo nada y fijó su atención en el programa que pasaban en la televisión. De pronto, sintió algo cerca de su muslo, debía estar en el bolsillo del pantalón de él. Pensó que era un llavero y quiso verlo: «¿Qué es esto?», le pregun­tó y él respondió algo que ella no entendió, lo dijo con una sonrisa torcida y extraña. La niña se asustó, quiso levantarse, pero él la rodeó con su brazo con firmeza. No sabía qué hacer, qué decir, y de nuevo se quedó ahí, tranquila a esperar que se acabara el programa y su primo la soltara.

Agradeció al cielo que su mamá y su papá regresaran y se acabaran las tardes de TV con Martín.

El primo nunca más se acercó a ella. Cuando se reunía toda la familia, Maigualida sentía que Martín la miraba, pero todo quedó ahí. Ella nunca habló con nadie sobre aquel inci­dente, lo borró de su memoria, nunca ocurrió.

Años después, cuando tenía como doce años, en una revis­ta, leyó un artículo de orientación familiar que comentaba un caso como el suyo y de alguna manera entendió lo ocurrido. Se sintió de nuevo incómoda y ridícula por no haber enten­dido antes. Por haberse quedado callada, por no haber tenido conciencia. Hasta se sintió culpable. Pero de nuevo cerró las puertas del recuerdo y no dijo nada a nadie.

Sin embargo, ayer, cuando vio a Martín en la parada de autobús, todo llegó de pronto. Le hubiera gustado detenerse y decirle a gritos unas cuantas cosas, pero se detuvo. Era pre­ferible no verlo ni hablarle.

Lo curioso del asunto es que, en todos los años que trans­currieron desde aquellas vacaciones de papá y mamá, nunca había vuelto a pensar en eso. Pero ahora, no podía sacarse aquel recuerdo ni de la cabeza, ni de la piel. La mano de Martín la perseguía, no la dejaba. Estaba afectando tanto su intimidad que, finalmente, decidió contarle a su marido.

El compañero fue tierno y solidario, pero no entendía muy bien. ¿Qué le sucedía? ¿Cómo un hecho ocurrido hacía trein­ta años le podía afectar tanto? Pero era así, le perturbaba a tal punto que no se dejaba tocar. Él no sabía muy bien cómo revertir el efecto Martín.

Maigualida también lo pensó: «Hace tanto tiempo…» ¿Existe el tiempo en la mente, en el alma, en la psique hu­mana? «Parece que fue ayer» decimos sin darnos cuenta de que realmente parece que fue ayer. Esa mañana, la parada de autobús la había devuelto al asco que sentía al estar en las piernas del primo. Lo había sentido con la misma intensidad.

Decidió ir unos días al psiquiatra y la terapia le ayudó a procesar el asunto como adulta. Al parecer, sacarlo a flote le ayudó a superarlo. Maigualida contaba con suficientes ele­mentos a su alrededor como para permitir que Martín conti­nuara molestándola. Además, el marido, si bien no entendía bien, fue paciente, y eso era lo que ella necesitaba.

Poco a poco, fue volviendo a ser la misma. Las caricias vol­vieron a ser disfrutadas y todo volvió a la normalidad.

Solo parece haber quedado un efecto secundario producto de aquellos encuentros frente a la TV: su odio visceral por la ridícula comiquita de Los Picapiedras. Pero es un asunto que, a Maigualida, no parece afectarle demasiado.

 

Héctor

Esa noche soñó que al ir a su trabajo se le había olvidado ponerse los pantalones. ¡Qué angustia! Tal vez si caminaba pegado a las paredes no lo notarían. «¿Cómo se me pudo olvidar ponerme la ropa?», se decía en el sueño. «Mejor me voy, es preferible llegar tarde». Luego reflexionaba: «Yo creo que esto es un sueño, no pude haber olvidado mi ropa» —se decía dentro del sueño—. La angustia lo despertó y ya no pudo volver a dormir.

Esto de salir sin una pieza de su ropa y estar expuesto al pú­blico era uno de sus sueños recurrentes. Un día podían ser los zapatos, otro la camisa. Esa noche habían sido los pantalones.

Héctor había hecho progresos considerables desde sus días de muchacho tímido. Atrás quedaron las angustias de llevar el efectivo justo para no tener que pedir el vuelto al chofer o al colector del autobús. Ya no era tímido, al menos no tanto. La universidad y la calle lo habían ayudado.

Pero cuando tenía uno de esos sueños y se despertaba en la madrugada, era imposible volver al reposo. El insomnio lo devolvía a las vergüenzas y desatinos que pudieron ocurrir durante el día. Aquel muchacho del autobús regresaba y se apoderaba de él y se sentía más que inseguro.

En las horas de desvelo, veía todo el panorama con claridad y pensaba que el día siguiente sería más sencillo. Se decía: «Mañana voy a tratar de plantear de nuevo tal asunto. Tal vez pueda haber una solución. Llegaré temprano y le plantearé a la jefa una reunión y le presentaré mi propuesta de otra manera».

Pero llegaba la mañana y veía la realidad y no lo hacía, porque ya no había manera de revertir la decisión o porque el momento de hablar había pasado.

Así eran las madrugadas para Héctor. Los ratos de vigilia eran los espacios de revelación que la luz del sol no le permitía.

Hoy, al alba, siente una nueva amenaza. Berta, su novia, la chica de quien estaba realmente enamorado, lo llamó por teléfono la tarde anterior y le dijo que necesitaban hablar. Lo llamó desde Margarita, ella estaba haciendo un reportaje y llevaba dos días en la isla. La comunicación no era buena, no se escuchaba bien y por eso la muchacha decidió que lo que tenía que decir se lo diría cuando se vieran personalmente.

Héctor lo sabía. Cuando la chica con quien estás saliendo te dice que quiere hablar contigo algo importante, tú sabes que te tienes que preparar. Lo que viene es un: «conocí a al­guien» o el cliché de «no eres tú…» o algo por el estilo. Berta solo le dijo que volvería al día siguiente y él se ofreció para ir a buscarla al aeropuerto y en eso quedaron.

«Esta vez sí sabré qué hacer. Cuando nos veamos, no la voy a dejar hablar. Voy a decirle que tiene razón, que a veces me falta un poco de velocidad pero que voy a cambiar. Le diré que voy a renunciar, al periódico, que voy a comenzar por mi cuenta. Seré freelance y haré reportajes y periodismo de in­vestigación serio; podré vender mis trabajos a un buen precio.

Estos artículos me harán merecedor del Pulitzer. Ella se reirá y así aprovecho para que se le olvide o replantee lo que me iba a decir. Le diré que viajaremos juntos, que recorreremos el mundo. Antes de que comience a hablar, la invitaré a ese res­taurante del que siempre decimos que vamos a ir y nunca va­mos. La sorprenderé con las entradas para una obra de teatro. Haré lo que sea para que me escuche y no comience con el discurso de ‘tú eres increíble, pero…’ o el bendito rollo del ‘tú espacio y mí espacio’. De eso ya tengo una cabuya bien larga».

Héctor finalmente se quedó dormido pensando en todo lo que le diría a Berta. Cuando a media mañana llamó a su compañera para confirmarle la hora de llegada, estaba muy nervioso. El vuelo llegaría a las siete de la noche.

Héctor estaba allí con un ramito de brisa y dos margaritas, era una dulzura de ramito. La vio salir del túnel de pasajeros de llegada y se sintió triste de tan enamorado. Pensó en todo el discurso que tenía preparado. Ella lo vio y lo saludó con la mano. No traía equipaje. Solo su morral y lo llevaba en la espalda. Salió con prisa por las puertas automáticas y Héctor no se atrevía a abrazarla. ¿Y si lo apartaba? Pero ella le dio un beso y se emocionó con las flores hasta que se le humede­cieron los ojos. «Sí, a ella también le va a pegar la separación —pensó—. Tal vez me tenga hasta lástima».

La veía y reflexionaba: «¿Qué sentido tiene prolongar una relación cuando hay un miembro que desea romper?». De camino hasta el carro, ella sonreía, veía las flores y no de­cía nada. Héctor tampoco. Él solo la veía y pensaba: «se ve radiante». También pensó: «Las mujeres recién enamoradas siempre se ven radiantes. Es tristemente terrible». Cuando ya iba a abrir la puerta del carro no aguantó. Contra todos sus planes y discursos programados, decidió cortar por lo sano. No se puede convencer a nadie de que te quiera. Es así de simple. De modo que comenzó:

—Ayer, cuando hablamos, me dijiste que tenías algo im­portante que decirme. ¿De qué se trata? ¿Cuál es el misterio? —dijo cortante, casi con rabia.

Berta lo miró. Se veía preocupada, quiso ponerse seria, pero no podía dejar esa nueva sonrisa que literalmente le invadía el rostro. Entonces, tomó aire y le dijo:

—Estoy embarazada.

Los ojos de Héctor se salieron de sus órbitas y se quedó mudo. No reaccionaba.

Ella dejó de sonreír por un segundo.

—¿No te alegra? Yo…, yo pienso que, aunque inesperado…

Él no la dejó terminar. La abrazó, la besó, la alzó en brazos. Ahora era él quien no dejaba de reír, no conseguía las llaves del carro, no conseguía colocar la llave en la cerradura para abrir la puerta.

La muchacha al final solo dijo:

—¡Estás totalmente loco! Y lo besó de nuevo.

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