El arma secreta
En el año 673 d. C., a la incontenible expansión árabe solo le faltaba eliminar de su camino a lo que quedaba del otrora Imperio Bizantino. Para abril de ese año, la concreción de esa amenaza era solo cuestión de tiempo.
El sitio de Constantinopla había comenzado.
La luna llena se mira sobre el espejo del Bósforo.
¿Qué poeta había dicho eso? No lo recordaba. Aunque, a decir verdad, los palos de las naves invasoras, en su extenso y boscoso apiñamiento, no tenían nada que ver con una evocación poética.
La terraza de la fortaleza donde Calínico se encontraba era una posición privilegiada que barría el estuario de norte a sur. Y, a sus pies, en el nivel inferior, se divisaba a los servidores de las catapultas y a los vigías de la torre. “Si Jehová no guardare la ciudad, en vano vela la guardia”. Siempre que los veía, citaba maquinalmente al salmista.
La tos subió a su garganta y rompió el silencio. Era una tos dolorosa y que no podía evitar aunque estuviera al lado del mismísimo Emperador. La pregunta del monarca fue inevitable:
––¿Qué te han dicho los médicos acerca de esa tos?
––Perdón, su merced. Hace mucho tiempo que me dijeron que dejara de trabajar con productos volátiles. Y desde ese momento dejé de consultarlos.
––Pues, a partir de hoy tenemos que hacer algo al respecto. Tu salud es una prioridad del reino.
Aunque a Calínico la tos le parecía irrelevante al lado de la sustancia contenida en los toneles de allá abajo. Pero no se le iba a ocurrir contradecir a Constantino IV.
––Calínico ––dijo el emperador, meciéndose la barba en gesto pensativo.
––Ordene, majestad.
––Dime, sinceramente, qué es lo que se comenta en la ciudad acerca de las medidas.
––Para serle sincero… hay gente que cree que si el racionamiento fuese a todos por igual, lo harían con más entusiasmo. Ellos piensan que en palacio debieran dar el ejemplo.
––Gracias, Calínico… Pero ¿Quién ha dicho que pasar hambre entusiasma a nadie? En verdad que la triple muralla es inexpugnable y está bien defendida. Pero esto, ––y señaló con los labios hacia la flota invasora–– nos cortó los suministros. ¡Lástima que las murallas no producen comida!
La primera hora de espera. Un escribano voltea el reloj de arena y hace la anotación correspondiente, mientras Calínico repasaba, mentalmente y por enésima vez, todo el proceso de la prueba desde el principio, junto a las condiciones de seguridad para la manipulación del “ingenio”. Pero lo más importante era que los astrólogos aseguraban que en las madrugadas de plenilunio, soplaba un viento fuerte hacia el este.
Las naves árabes estaban a distancia prudencial, lo que evitaba que fueran blanco de las catapultas; pero si el viento, como decían, era fuerte, eso no importaba, pues el fuego se desplazaría sobre la superficie hacia los buques, y se aceleraría cuando trataran de apagarlo con agua.
Constantino IV lo sacó de sus elucubraciones.
––¿Cómo percibes la moral del pueblo?
––Muy buena, su majestad. Al punto de que la gente está más preocupada por la suerte de Hagia Sofía que por su propia seguridad. Dicen que prefieren ser decapitados por una cimitarra árabe, antes que verla convertida en una mezquita.
Ambos desviaron la vista hacia la cúpula de la basílica que resplandecía embrujadora bajo la luz selenita. Esa visión merecía ser contemplada en silencio. Hasta que, sin apartar los ojos de Hagia Sofía y como hablando para sí mismo, el emperador susurró:
––Pero, gracias a ti, nosotros no tendremos que ver ese horror.
––Gracias a la providencia, su majestad.
––Como gustes, Calínico, pero es así.
Desde abajo, el astrólogo anunció:
––¡Señor!… ¡La veleta se está moviendo!
Todos se voltearon a verla y, en efecto, se movía espasmódicamente señalando hacia el estuario. Y, a pesar de que las oleadas de viento no tenían fuerza y no eran continuas, esto fue suficiente para despabilar del sueño a los presentes en medio de una inquietud expectante.
Calínico, al contrario, se sintió invadido por la duda y hasta por cierto miedo. Estaba a punto de presenciar la verdadera prueba del “ingenio”. ¿Daría los mismos resultados que había obtenido con los modelos a escala de las naves árabes en el estanque del palacio?
La voz de Constantino lo sacó de su dilema.
––Tengo entendido que antes de ser alquimista, estuviste alistado en la Legión.
––En efecto, su majestad. Pero sabe usted que la vida castrense tiene muchas limitantes para un espíritu curioso.
––Entiendo… Pero, cuéntame. ¿Cuál fue tu experiencia en Yarmuk?
Esta pregunta lo tomó por sorpresa. ¿Cómo era posible que el Emperador se enterara de algo que él había mantenido en secreto por casi cuarenta años? Sin duda que toda su vida había sido indagada por los servicios de inteligencia del imperio. El hecho de haberse cambiado de nombre y de lugar de origen no le habían servido de nada. O sea, que ya sabían que había sido un cobarde, al sobrevivir en donde debía de haber muerto al lado de sus compañeros de armas. Ahora lo acometió un acceso de tos y, en medio de esta, comprendió que era inútil tratar de ocultarle algo a quien disponía de un sistema de información tan eficaz. Además, siempre supo que en algún momento, tendría que exorcizar esos terrores que lo habían acompañado por tantos años. ¿Qué mejor momento que este?
––Perdone, su majestad… ¡Yarmuk!… Funesto lugar y funesto recuerdo.
De manera deliberada y en silencio, posó su vista sobre la flota, como si en ella se materializaran todos los horrores que evocaba ese nombre.
––Debo recordar a su merced que al principio no se le dio importancia ¿Qué peligro podían representar unas tribus de beduinos que vagaban por el desierto? Pero las derrotas del Imperio Persa, el poderoso rival de nuestro reino, hicieron comprender a vuestro abuelo que una fuerza formidable, cual nube de langostas, se estaba gestando en el seno de la península arábiga.
––Nos encontrábamos en Siria cuando recibimos la orden de trasladarnos a Palestina, y fue en ese lugar, al sur del lago de Galilea, donde nos presentamos en orden de batalla. Yo pertenecía a la flor y nata del ejército imperial, la caballería pesada. Teníamos armadura completa, y cabalgábamos robustos caballos, también acorazados. Estábamos entrenados para acertar con el arco sobre la marcha, y habilitados para chocar en una carga tumultuosa, lanza en mano, y hacer añicos a las formaciones enemigas. Éramos un ejército imponente; en tanto que los árabes se movían en una masa aparentemente indisciplinada y anárquica, jineteando sus pequeños caballos, pero cuidando de no ponerse a tiro de nuestros arcos.
Al recibir la orden, cargamos, seguros de la contundencia de nuestro choque. En efecto, rompimos las líneas enemigas. Pero no sirvió de nada. Era como abrir un hueco en el agua. Ese amasijo de telas tremolantes llevadas por esos magros caballos nos esquivaban presurosas, dispersándose en todas direcciones. No podíamos perseguirlos; sus caballos volaban, y no podíamos alcanzarlos con el arco porque el cambio de armas sobre la marcha era casi imposible.
Los árabes se reagrupaban con sorprendente rapidez para provocarnos a una nueva embestida. Nuestros jefes no los hicieron esperar y ordenaron la segunda carga. Vano intento. El esfuerzo físico de esta segunda carga y la frustración de tratar de combatir contra fantasmas comenzaron a minar nuestra resistencia. Además, la sospecha de que estábamos siendo objeto de una perfecta celada añadió un ingrediente que no habíamos tenido antes: “el miedo”, que crecía por momentos apresurado por los latidos del corazón. No sé si fue para que el miedo no se propagara, pero nuestros jefes ordenaron la tercera carga… Esta fue extenuante. El sol se hacía más implacable en el cielo y, a nuestro frente, el horizonte reverberaba, y en el espejismo se reflejaban las túnicas, los caballos y el bosque de las enhiestas lanzas como espectros flotantes cada vez más amenazantes. Ahora, al desespero se unió una sed abrasadora. Las armaduras no eran más que pesados y sofocantes lastres, y nuestros caballos ––bajo el agobio de las corazas y de nuestro propio peso–– estaban botando espumas por los frenos, bañados de sudor y temblando. Ese era el momento que el enemigo estaba esperando. Silenciosamente, comenzaron a abrirse en abanico para rodear nuestra retaguardia. En medio de la fatiga, percibimos la calma que antecede al espanto. Hasta que, de todas sus gargantas y al unísono, salió el escalofriante grito: ¡Alá akbar! (¡Alá es grande!)
A esta altura de la narración, Calínico guardó un significativo silencio, que hasta el propio Emperador se cuidó de respetar. Ese silencio se hubiese prolongado en el tiempo si no hubiera sido por el golpe de brisa que les llegó desde la espalda y que provocó el grito del astrólogo:
––¡Viento sostenido hacia el este!
Todos vieron cómo su fuerza movía el molinillo de la base de la veleta de forma sostenida.
––Permiso, su majestad. ¡Astrólogo, reporte las condiciones!
––¡Dentro de los márgenes de seguridad, señor!
Al oír esto se volvió al Emperador y le dijo:
––De aquí en adelante las órdenes dependen de usted, majestad.
Constantino, desde la terraza miró hacia abajo donde cada uno de los equipos de las catapultas estaba pendiente de sus palabras. Mientras que, en el estuario, la luna iluminaba claramente los blancos.
––¡Catapulteros! ¡El brazo en su máxima parábola!
Y allá abajo comenzó a repetirse la orden a lo largo de la muralla y a verse el febril movimiento de los hombres, teniendo como sonido de fondo el crujir de las poleas y los mordiscos de los engranajes.
***
La luna bañaba las naves con un brillo casi deformante. Una fría claridad que era más cómplice de los espectros que las mismas tinieblas. Recostado en la proa, el marino de guardia semi-dormitaba, mientras que la brisa fría de la madrugada hacía que se cubriera la cabeza con el albornoz de su túnica. Pero era el cabeceo repentino del navío el que por instinto, lo hizo despabilar. El marino echó un vistazo al horizonte y trató de volver a su cómodo sopor, arrullado por el gorgoteo del oleaje al chocar contra el maderamen del casco… fue entonces cuando oyó un golpe violento en el agua, y el chasquido que este dejó. Se incorporó inmediatamente y se asomó a la borda. Solo sabía que el sonido había provenido del oeste. De manera nerviosa, se llevó la mano a la empuñadura de su cimitarra, mientras escrutaba las aguas.
Ahora lo vio.
A cierta distancia distinguió un atropellado reflujo de burbujas en medio de un gorgoteo que comenzó a ser sustituido por un siseo cada vez más agudo que le recordó los relatos acerca del Leviatán, el dragón de las aguas, que arrojaba fuego por sus fauces. Fue solo entonces que se percató de que el fenómeno venía desde el aire, pues vio unos bultos que llegaban a las inmediaciones de las naves vecinas.
Dio la voz de alarma.
Ya sus compañeros estaban en cubierta con las cimitarras desenvainadas, cuando presenciaron un estallido de llamas alimentadas por unos vapores verde-azules que salían de la propia agua, y que se acercaban hacia el buque levitando sobre la superficie con un resplandor misteriosamente danzarín que iluminaba el rostro de los marinos, en los cuales se retrataba el estupor lívido del terror.
A esa sustancia viscosa, que podía ser manipulada con seguridad, pero que al contacto con el agua estallaba en llamas, se la conoció como “el fuego griego”. Con ella fueron inhabilitadas muchas naves invasoras pero su mayor efecto fue avivar la superstición de las tripulaciones, al verse amenazadas por un aterrorizante fuego al que la mismísima agua servía de combustible. A la larga, los marinos no estuvieron dispuestos a prolongar el bloqueo, desmoralizando a su vez a las tropas árabes en tierra.
Por esta vez, Constantinopla había sido salvada.
Mucho tiempo después, un ejército musulmán (mas no árabe) lograría tomar al fin la ciudad y cambiarle el nombre; ahora se le conoce como Estambul. Pero para lograrlo tuvieron que esperar setecientos años.
En cuanto al “fuego griego”, su fórmula fue tan celosamente guardada que nunca se la llegó a dilucidar.
Y acerca del destino de Calínico, solo se sabe que corrió la misma suerte de su enigmática fórmula. Ambos se perdieron en la oscura noche de los tiempos.
Tigrero
Nuevamente el ladrido lastimero y mortal de un perro.
Sobre el miedo, lo único que pudo pensar fue:
–¡Onza! El tigre me ha matado a Onza.
Lo dedujo, porque ella era la que seguía en el orden de la veteranía. El primer perro era de gran olfato y probada tradición tigrera… Murió de primero. Pero ahora, la madre del resto de la jauría, sería el próximo cadáver que encontraría entre los rastrojos.
Su frente perlaba de un sudor frío que removía al contacto con el sombrero de cogollo, en su cintura, la vaina de cuero con el cuchillo de «una cuarta y jeme» y en ristre una lanza de un metro y tres cuartos. El perro que lo acompañaba se adelantó a olfatear. En efecto, al apartar el monte dio con lo que quedaba de ella; el lomo totalmente desgarrado, el cuello cercenado, yacente en una posición anti-natural, sus ojos vidriosos y los colmillos a la vista. Cuando el perro que lo acompañaba, lamía los mortales despojos, se podía observar que las extremidades aún se movían en sus últimas y espasmódicas convulsiones. No quería ver más, no había tiempo para sentimentalismos; si quería salvar al resto de los sabuesos tenía que apresurarse. Enfiló decidido hacia el eco de los lejanos ladridos que retumbaban en la espesura de «la mata».
* * *
El sol ya había cubierto más de media jornada. Para él el saldo había sido funesto. Alquitrán, Onza, Montalaolla, Carabina, el Chucuto, León y Camorra, habían cobrado el premio de su puesto en la jauría, con la muerte. Sobre el afecto filial por sus fallecidos canes, se daba cuenta que corría inminente peligro, tenía presente, que ya dos cazadores -uno con chopo y otro con rifle- habían muerto en su búsqueda. Sólo le quedaba un perro: Doble-seis, pero no era precisamente un animal de encerronas, era un perro faldero. ¡Lo que faltaba! Y a pesar de que ya había alcanzado un buen tamaño, todavía actuaba como un cachorro; todo el tiempo detrás de él.
En cuanto al terrible gato, se había dado cuenta de su estrategia demasiado tarde, pero al menos a tiempo para salvar su propio pellejo. El felino salía a sabana abierta, oculto en el pasto alto, con el viento a sus espaldas, para solo dejar su olor en el suelo. Y de allí, solo era cuestión de tiempo que los perros lo ventearan olfato a tierra, luego, cuando se cercioraba de que el puntero se alejaba del resto de sus compañeros, desviaba la trayectoria, haciendo una circunferencia, para entrar a su primer rastro y quedar detrás de su perseguidor; así solo le bastaba acercarse rápido y sigiloso a su pretendido cazador, quebrantarle el espinazo con una gran manotada y ultimarlo, desgarrándole el cuello.
Seferino se percató de la celada, y en consecuencia, se apresuró a buscar un claro de sabana con hierbas bajas, donde había algunos chaparros. No existía el peligro de que el enemigo se «puesteara», en la fronda de un árbol, ni que la maleza lo cubriera. El vuelo escandaloso de los pericos que salían de la floresta, delataba la proximidad del depredador, la selva y la sabana no le guardaban secreto. En la persecución, había visto las huellas en la arena, e intuía que se dirigía hacia ese paraje, recordó que, cuando obtuvo un buen detalle de la pisada, completó el dibujo y le superpuso su mano; tuvo que separar mucho los dedos para cubrir la seña, su tamaño era considerable.
Se dirigió al centro del claro. Doble-seis lo único que hacía era exhalar unos ladridos nerviosos, dando vueltas alrededor del hombre, pero sin perder de vista el perímetro del área, aunque en momentos, retrocedía hasta sus piernas y tenía que espantarlo…
–¡Ahora sí me compuse yo con este pi’azo e’perro!
Pero él también era víctima de la impaciencia del miedo, que le trastocaba la noción del tiempo. Sentía que desde la boca del estómago partían rayos que se proyectaban hacia sus extremidades produciéndole violentos estremecimientos. Apretaba la lanza con tanta fuerza, que le producía dolor en las manos. Su mente viajó hacia los tiempos de su juventud, cuando cazó su último tigre con arma de fuego. Momento, desde el que tuvo que volver a contar sus años…El animal listo para cargar contra él; se llevó la escopeta a la cara, haló el gatillo.,. ¡Nada! Repitió el movimiento, pero estaba trabada. Gritó, para que los indios, que hacían las veces de lanceros, procedieran, pero era inútil, habían desaparecido con todo y lanza. Se sobrepuso al vano deseo de huir, sería precipitar su muerte, así que optó por esperar la arremetida, sosteniendo el inservible trabuco por los extremos con ambas manos. Era lo único que podía oponerle. El animal se le vino encima, levantó la escopeta a manera de barra, las garras de la fiera chocaron con ella y el empuje de su peso lo rechazó hacia atrás, por fortuna su espalda dio con el tronco de un moriche, tomando providencial apoyo, y con la fuerza del desespero, sostuvo el ataque. La fiera permaneció erguida, sosteniéndose en el arma; dos filas de puñales cónicos se abrían y cerraban repetidamente a menos de cuatro palmos de su cara, tan cerca, que sentía su fétido aliento. Pero, los rugidos y gruñidos, él los oía lejanos, como en un sueño. Sus fuerzas flaqueaban, toda la escena la comenzó a vivir en una forma extrañamente lenta… Sin duda, fue Dios mismo, quien hizo que su padre, que venía rezagado, oyera los rugidos a través de la jungla y se apresurara a salvarle la vida; ese día su padre lo engendró por segunda vez.
Duró una semana temiéndole al sueño, porque al juntarse sus párpados veía al tigre, era una pesadilla constante, al punto, de llegar una noche a gritar desde el chinchorro. No obstante, este trance solo le había hecho arrancar la promesa de que no cazaría más al tigre con bácula sino con lanza, pues, como todo buen llanero, sabía que lo más seguro era cazar al pintica con lanza, porque «La lanza falla, si falla el amo».
* * *
Divagando en sus recuerdos estaba, hasta que percibió el cambio de los ladridos de Doble-seis; ahora un gruñido bajo con un dejo de aullido; ya no se apartó de su lado. Rotó su posición para ponerse de frente al sitio señalado por los aullidos. No lo veía, pero sabía que estaba allí y que lo estaba mirando. El animal también quería terminar pronto con esa persecución y al saberse descubierto, no rehuyó el encuentro y emergió del gamelotal, con una soberana quietud. Era evidente que el jaguar estaba bellaquea’o; sólo una fiera cebada podía actuar así. Avanzaba a pasos lentos y cortos con movimientos caprichosos en la cola. Los ladridos de Doble, eran sólo un ruido de fondo en la inminente lucha.
–¡Amalaya pinta menudita! – Ya nos aguaitamos las caras
Pensó esto de una forma maquinal, un inútil ejercicio intelectual ante la proeza de cuadrar un blanco en la anatomía de una bestia que dobla al lancero en peso, cuando el corazón quiere salirse del cuerpo en cada latido.
“Hijo cuando esté frente al pintica no le vea los ojos, pues su mirada apoca al hombre y lo vence sin luchar”. Recordó esto demasiado tarde, ya había visto los ojos del animal; fue en menos de un segundo, cuando su humanidad se proyectó a través de un par de abismos insondables en una caída lenta de giros rápidos; sintió un vértigo que lo envolvió en un total sopor. El animal también lo supo y sin pérdida de tiempo, se precipitó contra el hombre. Pero ya en el aire algo torció su trayectoria, un cuerpo blanco con manchas negras. En ese momento Seferino reaccionó, y por instinto, adelantó la lanza. Tigre y perro chocaron en el aire, pero una tercera fuerza fue la que logró que el primero se desviara… La lanza había traspasado a Doble-seis.
Los cuerpos se separaron con los desgarradores aullidos del can perforándole el espíritu; puso el pie con violencia sobre el abdomen, y con un movimiento enérgico retiró la lanza.
Esta vez, los ojos que arrojaban fuego eran los de Seferino. El felino se abstenía de cargar ¡Debía cargar! No podía mantener esa presencia frente a él por mucho tiempo. Seferino se acercó, poniendo todo su sistema nervioso en cada detalle de todos sus lentos movimientos, hizo apoyo en el pie izquierdo y sintió la tibieza de la arena entre los dedos de su pie derecho y se la arrojó a la cara tratando de provocarlo…Tuvo que repetir esta peligrosa maniobra.
”No deje de mirarle las patas mi’jo aguáiteselas bien, porque ellas son las que le van avisar el momento del ataque”. En efecto, vio cómo los miembros se flexionaban en el encogimiento previo al salto; levantó la vista. Ya sabía lo que tenía que hacer. «Arrímele e el cabo ‘e lanza en el traga’ero que él se ensarta solito».
El peso lo tumbó, pero él ya se había apartado de la trayectoria del tácito cadáver. Todos los sentimientos lo sobrecogieron a una, dolor, alegría, congoja, paz, rencor y culpa. Dio unos pasos vacilantes hacia su perro, las piernas no lo podían sostener, se desplomó de bruces sobre Doble-seis, con los ojos arrasados, tomó su cabeza entre las manos, lo estrechó en un abrazo estremecido de sollozos, tinto de sangre. Y sintió la lengua semiseca que lamía su brazo… Era el amigo que se despedía de él.