Alguna vez Garmendia
Cuando yo era un ignorante en altísimo estado de pureza –entre los 17 y los 19 años- iba a eventos culturales de todo tipo. Con ello intentaba hacer algo por mí. Intentaba mejorar la raza, como decía mi madre.
Al asistir quería aplicarme una cierta justicia poética –me enteraría después que así se le llamaba a tal acto-. Esto, más allá de implicar un ligero retoque “intelectual” no denotaría sino una autoconciencia por optimizar las neuronas y hacer algo por mi alma maltrecha.
La pirotecnia verbal anterior no diría nada si no aclarara mi procedencia. Yo vivía en Ocumare del Tuy y eso significaba estar bien lejos de Caracas, y era allí –en la Capital- donde ocurrían los eventos culturales que yo estimaba importantes.
Recuerdo con claridad que varios de estos eventos se dieron en la esquina El Chorro.
Hoy de esto tampoco queda nada, incluso, a la esquina le robaron una erre y ahora, bueno, tiene un nombre muy explícito.
Recuerdo entrar a “Los espacios Unión” como quien entraba a una atmósfera más benévola que la que se acostumbraba a respirar en la tierra.
Tomaba un ascensor que de buenas a primeras –en mis buenas a primeras carentes de un mínimo roce social- me parecía lujoso porque estaba elegantemente iluminado y los brillos me aumentaban la emoción.
Una vez que las puertas se abrían me sentía como abandonado en un piso solemne.
Recuerdo que mis pisadas en algún momento dejaban de escucharse por la alfombra vinotinto.
Recuerdo la media luz, como si, de pronto, iba a comenzar alguna película en un gran festival internacional.
Recuerdo el tríptico color crema con ilustraciones y letras acomodadas con delicadeza en un exquisito papel.
Recuerdo que éramos no más de veinte personas los asistentes en el anfiteatro.
Recuerdo que yo había viajado hasta allí para oír la impecable lectura dramatizada de Orlando Urdaneta de unos cuentos de un tocayo de él, absolutamente desconocido para mí, un tal Orlando Araujo (lo afirmado en la primera línea de este texto no es un mero gancho lector).
Quedé boquiabierto después de escuchar aquellos relatos cargados de neblina y montañas y bueyes y puñales.
Turno seguido vinieron algunos comentarios con palabras luminosas y sentidas de otro señor que tal vez me dio la impresión de que era tan importante como el autor que se leyó para la fecha. Su cara correspondía (¡sorpresa!) con una foto del tríptico. En negrillas tajantes afirmaba que era un señor muy viejo con una barba enorme al que llamaban Salvador Garmendia.
Le vi marchito, un poco flaco y su barba parecía esconder libros añejos. Aquella luz cenital los dejó flotando en color amarillo para siempre en mi memoria.
Antes de que el evento culminara, se abrió el protocolar –muchas veces incómodo- espacio de preguntas. Como siempre los nervios me ganaron y borraron toda posible pregunta, cualquier empalme con tan grandes seres –entendería luego-. Otros fueron quienes preguntaron cosas que para mí eran rotundos mutis intelectuales. Yo solo quería ser –para entonces- una esponja: los escuché atento, tanto a quienes preguntaban, como a la voz serena de Salvador Garmendia que respondía con abundancia.
Hablaron de Barinas cuando aquello no causaba sospecha; de la idílica Altamira de Cáceres, y, desde luego, de Calderas, lo que suscitó una broma ortográfica del sabio barbado: “si en esta loca-lidad (pero sin la “s” del final) no se le hubiera ocurrido la ingenua idea del indulto, ¿qué habría pasado?”; también se habló de la violencia serena del pie de monte andino incrustada en los cuentos de Araujo; de los ríos que pulen las montañas y de las disímiles y furiosas facetas de Orlando Araujo (economista, licenciado en letras). En fin.
Todo estuvo bien hasta que un similar, un chamín, un panita -quizá hasta más joven que yo y que espero que la vida le haya erradicado la vergüenza, si la tuvo, por haber dicho lo que dijo frente a quienes lo dijo- tomó la palabra para destrozar con su intervención lo que se había hecho con tanto torrente de buenas palabras.
El muchacho, con afilado ánimo, soltó lo siguiente:
– Mi pregunta es… para Ud., disculpe, pero no recuerdo su nombre (hablaba con Garmendia), ¿cómo hoy se pueden leer estos cuentos tan viejos en una Caracas donde no importa nada de eso? Porque es que «habemos» muchos aquí que tenemos ganas de escribir bien, pero dudo que Orlando, hoy, sea una buena influencia…
El autor de Los pequeños seres y Memorias de Altagracia apenas pudo enfocarlo, leve, muy levemente hizo un ajuste en su mirada. Siguió calmado. Como machacando en otro espacio aquella necia y chirriante insolencia. Pensó. Juntó sus manos y respondió con altísima educación (¿o erudición?) –sin hacer un mínimo comentario sobre el escandaloso mal empleo del verbo haber; en realidad, todo escándalo está precedido por un error-.
Cuando el disertador culminó las luces bajaron más su intensidad. Él bromeó –serísimo- sobre el progresivo debilitamiento de la luz por la tarde y la interpretación natural que tienen las gallinas de los arreboles. O sea, que nosotros también debíamos salir pronto de allí para irnos a casa. Todos terminaron riendo, menos el señor de las barbas revueltas y yo.
Me quedé sentado. Todos se retiraron. Las luces bajaron otro poco. Vino un señor de vigilancia y con garmendiana educación me sacó de aquellos espacios.
Alguna vez Montejo
La primera vez que me topé con él, yo sólo era un tenue peatón rumbo al Banco del libro. Por la Altamira sur surcaba enloquecida una corriente gris que me forzaba a creer que estudiar aquella osada carrera, cuyo fin es doblegar «pedagógicamente” a la lengua, y, quizás, a la literatura, tendría que ser la mejor manera de tocar la felicidad. En cierto modo, lo logré.
Recuerdo que bajaba por aquella calle porque iba (asombrosamente) a emparentar en un trabajo, tan forzado como sin asidero, a tres poetas que habían escrito para niños y tratar de determinar (¡ja!) sus propuestas, sus estilos, la naturaleza del ensamblaje de trabajos para los más pequeños. Es decir, iba al Banco del libro a ver si, aquellas mujeres fuera de serie (las banco-libreras), podían ayudarme a amalgamar un anhelo en un trabajito de investigación que nadie me había pedido: la revisión de los textos poéticos de Slavko Zupcic (¡!), de Jesús Rosas Marcano y de Eugenio Montejo (y, por extensión, de Eduardo Polo).
No sé cómo, pero lo vi. Yo casi llegaba a la Torre Británica; él como a una o dos cuadras más atrás. Ya le había visto varias veces en los diarios y en los suplementos de literatura: sin duda, era él.
Me puse nervioso y empecé a caminar más lento. Esto ya me había pasado antes, con resultados similares al encuentro con Montejo…
Fue en Ocumare, cerca de mi casa. Domingo, desde luego, cuando iba rumbo al kiosco de la señora Ana a comprar los dos kilos de periódico y letras, propios de ese día. El sol de esa mañana se intensificó cuando al voltear hacia atrás la vi. Por la misma acera venía con su largo cabello negro y tan flaca como su nombre. Un día –anhelé- podré hablar con ella fuera de la escuela. Ese día había llegado: No se me ocurrió otra alternativa que empezar a caminar lento, lentísimo, para forzar el encuentro «casual».
Tecleo su voz nasal y aún contengo la respiración: ¡ay, sí, tú no caminas así!, ¿para dónde vas?, yo voy al abasto ¿y tú?, -y sin esperar respuesta, agregó- ¿me acompañas? Sin duda era más de lo que esperaba. Desde ese día su amistad fue intensa pero rápida, como la usada bicicleta azul que le regalé.
Sin duda, ver a Montejo por la Altamira sur se lo atribuyo a la rutina ancestral (o paternal) de voltear hacia atrás sin previo aviso. El resultado, me dijo mi papá alguna vez, siempre será la sorpresa. Sea porque alguien vaya a abordarte o sea porque descubras algo inesperado, siempre encontrarás una sorpresa. Visto así, el asunto es cautivante.
Con Montejo próximo era difícil precisar qué hacer. ¿Un autógrafo, hacerle un desangelado comentario sobre sus Papiros amorosos, preguntarle si estaba de acuerdo con que toda la poesía venezolana podía suscribirse a productores cadenianos o montejianos?
Aún estaba resolviendo qué le iba a decir al autor de El alfabeto del mundo y Adiós al siglo XX, cuando ya lo tenía encima y me espetaba con un:
– ¡Ey, chamo!
Volteé, pero no pasé del modo mutis porque tenía el corazón incrustado en la boca y no me permitió soltar una palabra.
Montejo que fue habitante de Los Palos grandes, la zona que en un tiempo tuvo -Federico Vegas dixit- la mayor concentración por metro cuadrado de escritores venezolanos, y, al que años después habrían de rendirle homenaje llamando a la hermosa biblioteca de la plaza cercana con su nombre, me espetó con una pregunta tan ingenua como frontal:
– ¿Sabes dónde me queda la Torre británica?
Con el lenguaje universal del dedo índice le señalé la mole que yo – con mi aún en ciernes conciencia de las direcciones de la ciudad capital que habría hecho palidecer a mi padre, un taxista de la ciudad desde los años 50 del siglo XX- creía que era.
Me disgusto (o me divierto, ya no sé) al saberme parte de aquel fugaz episodio de equívocos.
Es evidente que ahí ocurrieron, al menos, tres cosas distintas. Lo que yo pensé al verlo. Lo que él pensó al verme: entiendo, con absoluta vergüenza, que el poeta de los heterónimos, se alarmó al verme caminar tan lento en aquella acera por la que sólo él y yo caminábamos. Y lo que él terminó preguntándome, tal vez, como su espontáneo mecanismo de defensa.
Luego de eso lo que vino fue un desenlace de un relato de Bolaño. Montejo con su saco gris, sin corbata, en efecto, ingresó a la Torre que yo le señalé para realizar, digamos, un trámite; mientras que yo seguí hasta el Banco del libro a empezar una investigación que, probablemente, nunca terminé.