literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos crónicas de Slavko Zupcic

Máquinas que cantan

Cada vez que en España veo una máquina tragaperras pienso que son un invento de Jusep Torres Campalans. No es culpa mía ni de ellas. Se trata tan solo del recuerdo de una noticia leída hace por lo menos una década: en Lleida, en el interior del Bar Doble Set, luego de la explosión de una bombona de butano, había muerto un hombre de treinta y nueve años. Era el propietario del bar y solía pasar las noches jugando con las máquinas de su establecimiento. Junto a una de ellas fue encontrado el cadáver. Seiscientas pesetas en la mano derecha, cuarenta y cinco cofres en la pantalla.

– Tuvo al menos la fortuna de morir junto a la máquina que amaba – escuché que una voz susurraba a mi lado, mientras yo comenzaba a revisar el resultado de la lotería. Una voz sin cabeza ni cuerpo que, convencido por la circunstancia ilerdense y el particular nombre del bar, en lugar de asociar a Pedro Páramo, Maqroll el Gaviero o al mismísimo Blas Coll, atribuí a Jusep Torres Campalans.

Apagué la estufa y salí inmediatamente a buscar máquinas tragaperras. Empecé en los alrededores del estudio que habitaba, junto a la Plaza del Nord, en Barcelona. Ya sabía que en el bar de la esquina los dos propietarios, hermanos, se turnaban para espiar en el baño a las chicas del colegio del frente. Al más anciano le faltaba parte de la mandíbula. Igual fumaba y espiaba. Él era el más interesado. Venían las niñas, preguntaban por el servei y él les daba la llave pensando que las chicas sabían lo que luego ocurriría y quizás posaban ante el agujero que comunicaba el almacén con el servicio. Cuando las chicas se marchaban, él volvía a jugar dominó y murmuraba:

– Gossa, puta, malparida.

– ¿De quién hablas? – le preguntó aquel día el hermano, mientras yo terminaba de limpiarme los labios con la servilleta.

– De esas putas – dijo la voz y el anciano señaló hacia la puerta junto a la cual estaban las máquinas tragaperras.

En ese momento, pude separarme de la barra e ir a la Librería Taifa a comprar una novela de Juan Marsé, pero no lo hice. Preferí visitar una de las salas de juego de Mayor de Gracia.

– ¿Con cuál puedo comenzar? – pensé, apenas pensé que podía preguntar al encargado.

– Con la que quiera – respondió la voz a mi lado, orgullosa esta vez, como si se tratase del dueño del harén y no de Jusep Torres Campalans.

La dejé con la palabra en la boca y caminé hacia el Cine Verdi: Tamaño natural de Barlanga. Cuando salí, me tomé una cerveza en el Salambó y pedí la revista del domingo. Al ver la portada, me tragué dos aceitunas. Había sucedido en Málaga la semana pasada. Dos jóvenes penetraron durante horas de la noche un bar de la localidad y procedieron a desventrar las máquinas tragaperras, cortándolas en la parte inferior. Se había corrido el rumor que desde hacía tiempo estas máquinas no daban ningún premio y se suponía que debían estar llenas.

– El dueño del bar gana la mitad de lo que hace la máquina, la otra se la lleva la empresa, la familia de la máquina.

Nadie estaba sentado a mi lado, pero igual yo sentía que alguien leía el periódico encima de mi hombro e incluso escuchaba su voz

– Desde la barra el dueño las vigila y revisa con la mirada los pantalones de quienes se acercan a ellas. Quiere saber si están bien provistos.

Volví a pensar en Jusep Torres Campalans. ¿Cómo podía ser él quien me hablaba al oído, quien continuaba pronunciando palabras en contra y a favor de las máquinas, si apenas era un invento de…?

– Además, les cambia los billetes por monedas. Cuando esto sucede su alegría es infinita: son sus monedas las que penetran en la máquina.

Salí nuevamente. De todas maneras la voz, la misma voz, me perseguía, me seguía persiguiendo. Sonaba constantemente a mi alrededor.

– Quienes ya han metido su dinero en ellas tienen derecho a permanecer en su cercanía, aferrados a una botella de cerveza, fumando o simplemente conversando. Quieren ver el rostro que se llevará su dinero, a quien la máquina le dará finalmente toda su alegría, quien escuchará la palabra “premio” y sonreiría descaradamente al ver la cascada de monedas saltando hacia qué bolsillo.

Para intentar silenciarla, decidí meterme en un café-internet. Obsesionado como estaba con el tema, cometí el error de teclear en el buscador “máquinas tragaperras” e inmediatamente la escuché:

– Las máquinas se visten de fiesta y van a los casinos de lujo, a los cruceros, a los bingos de menú tan caro: full alfombra roja, hombres vestidos de negro que las cuidan. Su página web conecta directamente con la del Presidente, con todos los ministerios.

Al menos esta vez tenía razón. La página de las máquinas tenía un link con la Presidencia de la República y el Ministerio de Hacienda.

Caminé entonces hacia el bar La Guayra. No es un bar venezolano, pero el café no es malo y el consulado está al frente. Metí una moneda en la máquina y la voz volvió:

– Cuando la máquina quiere, da un premio. Entonces canta una ranchera Chavela Vargas.

Con una estrella en la mano, comencé a meter más monedas. De veinticinco, cincuenta, cien, doscientas y quinientas. Yo estaba a punto de irme, pero la máquina pareció darse cuenta y su voz relevó al engendró de Max Aub:

– Avance. Uno, dos, tres.

Aún no daba nada, pero yo sentía que se moría de las ganas de dar. Por eso hice descender la manzana de la izquierda.

– Laberinto.

Metí la moneda que me quedaba, una de veinticinco pesetas, y pulsé la última tecla a la derecha.

– Premio – fue lo único que la máquina dijo antes de comenzar a cantar una ranchera en cuyos compases un oído generoso podía efectivamente comprobar la voz de Chavela Vargas.

El primer escritor

No sé a dónde puedan llevarme estas palabras ni la pretensión de escribirlas. Mucho menos el recuerdo de Luis Augusto Núñez que ahora se me antoja borroso y quizás no sea el mismo que conservan de él las personas que verdaderamente lo conocieron. Luis Augusto Núñez.

Sólo en dos ocasiones mis ojos vieron su figura tambaleante, pero fueron muchas más, muchísimas más, las veces en que mis oídos escucharon sus noticias. Era el poeta más temido de la Valencia de mi infancia, esto a pesar de que ya entonces Eugenio Montejo, Teófilo Tortolero, Alejandro Oliveros y Reynaldo Pérez So habían publicado sus primeros libros.

Un poeta cuyo mayor mérito fue y sigue siendo haber escrito en dos volúmenes y casi mil páginas un libro desordenado y extraño, pero igual de útil e interesante: Génesis y evolución de la cultura en Carabobo. Dedicó este libro al gobernador de turno y, en los apuntes sobre poesía, se incluyó a sí mismo y no tuvo reparos en admitir que él, junto con Miguel Otero Silva, era el mejor poeta lírico de Venezuela.

En las solapas de cada uno de los tomos, diversas voces hablan del libro antes de que este fuera impreso. “La lectura realizada por Luis Augusto Núñez me ha dejado la impresión de que su obra alcanzará la finalidad perseguida”. Quien así hablaba era Manuel Feo La Cruz. Se refería a que Luis Augusto Núñez había convocado a todos los integrantes del mundillo intelectual carabobeño y, una vez reunidos, les había leído el proyecto de su obra.

José Rafael Pocaterra, en cambio, prefirió no hablar en futuro. Se limitó a decir que pocas veces había conocido a un escritor de semejante talento, un talento que si lograba enmendar el caos en el que se hallaba sumido… Esto lo dijo por la pasión evidentemente dipsómana de Luis Augusto Núñez. Borracho de noche y de día.

Esas eran las historias que se contaban en casa, las que yo oía. Que si una vez obligó a su esposa a lanzarse desnuda al Cabriales, el río que recogía las descargas cloacales de la ciudad. Que en otra arruinó la fiesta de los quince años de su hija Kira. Que cuando se retrasaban en el pago de la asignación que recibía del gobierno regional blasfemaba a viva voz frente al despacho del gobernador y que, en alguna ocasión, llegó a cagarse, tal era su pasión escatológica, en la puerta del ya referido despacho.

La más simpática y verídica de las anécdotas era una en que, durante la celebración de un acto público, Luis Augusto se aproximó al arzobispo local y mientras le pellizcaba sin ningún pudor el culo, gritó algo referente a unas nalgas cardenalicias. Ese gesto no solo confirmó su desparpajo, sino que terminó presentándolo ante la ciudad como una especie de profeta, ya que quince años después las nalgas se hicieron efectivamente cardenalicias.

Ninguna de esas cosas pasaba por mi mente aquel día de mis siete años en caminaba por las calles del centro de la ciudad y tropezamos con un hombre canoso, de pantalón gris y sin camisa, aunque sí con una minerva de yeso que le cubría el tórax y aprisionaba uno de sus brazos.

– Qué tetotas – dijo al ver a mi madre y se llevó a la boca la botella de aguardiente que sostenía en su mano útil.

Mi madre y yo huimos hacia la Plaza Bolívar. Mientras corría, ella me advirtió que eso, simplemente eso, era Luis Augusto Núñez.

La segunda ocasión fue menos procaz pero igual de aterradora. Había muerto, asesinada por su sobrino, una poetisa local, Margot Ramírez Travieso, y Luis Augusto, absolutamente sobrio, de traje impecable, fue el encargado de pronunciar la oración fúnebre. Fue su canto de cisne: a los diez días él también murió y desde entonces nadie lo recuerda en Valencia.

Él era, sin duda, el mayor escritor de la Valencia de entonces, el primero que conocí.

Sobre el autor

Deja una respuesta