literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos crónicas de Karina Sainz Borgo

La excepción al paraguas

Llevo dos días en una ciudad que desconozco y en la que habré de vivir si nada se tuerce. En apenas 48 horas no se esfuman algunas costumbres: darse la vuelta, caminar como quien lleva retrovisores, desconfiar, acelerar el paso. ¿Alguien me sigue? ¿Alguien me mira? ¿Alguien me roba, me secuestra, me apunta con un arma? Detrás de mí no hay nadie, al menos nadie de aspecto amenazante. No zumban las motocicletas. No se desparrama la miseria sobre las faldas de una montaña. Nada ocurre. Nada intimida. Aún así, aprieto mi bolso.

No todo está perdido, pienso. Tengo en mi paraguas fucsia el más efectivo de los nuevos instrumentos civiles. Desde que lo compré en una tienda de baratijas, descubrí en el artefacto algunas funciones adicionales. Solo bastaba que cayeran las primeras gotas para comprobar el fenómeno ciudadano que se escondía tras su lona impermeable. Un fusil de asalto contra la intemperie y el extrañamiento.

Cuando llueve, los paraguas se abren como ráfagas. Estallan cual botones de flores mecánicas, con ese sonido inconfundible de capa pesada, de falda que se abomba. Entonces ocurre. Por un momento dejo de mirar si alguien me sigue, para incorporarme con cuidado a la coreografía ciudadana del paraguas. Porque sí, existe tal cosa como esa. Es un acuerdo tácito entre sus dueños: bailamos sin saberlo, nos tropezamos como un pelotón a punto de ahogarse bajo la lluvia.

En una misma acera – todo depende del tamaño del paraguas – se despliegan solistas y coro. Lo hacen con sus propias reglas: si una sombrilla excede en tamaño a la otra, solo es cuestión de levantarla un poco y dejar pasar al que se guarece con la más pequeña; si la estrechez de la calzada se impone, habrá que morder el borde para no darse de bruces, o ceder el paso. Vista desde lejos – la sincronía de los que suben y bajan, el efecto dominó de las telas, de los que se apartan y se incorporan–, la escena es casi un musical en el que solo falta que lluevan macetas.

Aquí todos ensayan sus pasos a la perfección. Parecen mecánicos y prolijos. La cortesía es un protocolo individual, pero todo se reduce a una norma más simple: apartarse del terreno ajeno para asegurarse el propio. Si pierdes el paso serás derribado. Y si la mano invisible existe, lo hace para sostener una sombrilla. ¿Acaso estaría lloviendo cuando a Adam Smith se le ocurrió semejante metáfora?

Las pocas veces que ocurre, la lluvia en Madrid se revela de otra forma. Es una de las primeras lecciones en el manual del individualismo moderado. Nunca con la precisión inglesa o el combate checo de las abuelas que bastonean con furia en las novelas de Kundera, tampoco la transparencia británica que te deja atornillado bajo un farol. Aquí todo ocurre de una determinada forma: no del todo desordenada, pero tampoco precisa. Es, más bien, un equilibrio aleatorio.

En España todo es mediterráneo: aparenta el orden y la dulzura. Está tocado por una diferencia en la escala Celsius: unos grados por  encima del nórdico vegetativo y otros por debajo del arrebato criollo que aún me recorre los huesos. Todo se aloja en la franja climática de una curvatura, una informalidad – una que con el paso de los años aprendería a amar desaforada y locamente–. Esa forma que tienen los españoles de hacer estallar algunos asuntos con belleza y brusquedad.

El Quijote cervantino contiene gran parte del acertijo que confirma y a la vez desmiente la coreografía del paraguas: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme» (porque me no dio la regalada gana). Y si las aspas de los molinos son una metáfora colectiva, los modestos paraguas también. Simbolizan ese lugar donde el espacio público intenta la coincidencia, aunque ahora ignore lo complicada que es esa palabra aquí.

El espectáculo me asombra, me toma por sorpresa, me hace pensar que en el lugar del que provengo la ciudadanía es una escena del crimen. Dejamos que llueva para borrar el camino de vuelta o limpiar la sangre de la calzada. Hay impunidad en mi lluvia. No nos resguardamos, porque ya estamos muertos. O a punto de morir. Aquí, en Madrid, la lluvia es una excepción de la que se habla en los taxis y los ascensores.

La ciudad en la que ahora vivo, aunque todo luzca simétrico, está recubierta por una capa no del todo uniforme. Aparecen, como escamas, rastros de una Edad Media ciudadana que toma por asalto las aceras y vagones, mostradores y escaparates, una vida y la siguiente. El punto no es la ciudadanía, sino quién es más ciudadano. Incluso más: qué tipo de ciudadano se es.

El facha y el progre no lograrán ponerse de acuerdo, a menos que llueva o truene lo excepcional. Extraña excepción al garrotazo que se atribuyen ellos siempre, acaso porque una tendencia a olvidar alimenta esa visión oscura de su propio quehacer. Yo, por ahora, me aplico en el tema de la sombrilla y, aunque me esmero, he reprobado. Todo está en calma. Nada amenaza. A pesar de eso, aún siento que alguien me persigue.

 

Barbitúricos ciudadanos

Una maleta nunca es la misma, cobra una nueva existencia en cada equipaje. Vive de lo que alguien aprisiona en sus correas. Late con el pulso de su carga. Puede vérselas tropezar en sus coreografías como barrigas de peces que caen sobre las terminales de los aeropuertos. Todo lo que contienen es frágil, aunque eso no las exime de acumular el sobrepeso de las buenas intenciones. Sus dueños las observan, las protegen. Luego las dejan ir, no sin antes pasar lista a la combinación del cerrojo: esa despedida implícita de las cerraduras.

Una maleta nunca es la misma. Son ese vuelo a punto de partir, ese montón de ganas envueltas en plástico. En eso pensaba mientras me vestía con el chaleco fluorescente de los que tienen algo que declarar. Llevaba conmigo toda la furia del mundo, la fiebre más alta de todas las que haya padecido alguien jamás. Pero mis párpados sobreactúan. Parecen más valientes que mi voluntad. Por eso dejé mi pasaporte en el mostrador y bajé a la pista. Obedezco fácilmente.

Allí estaba, de pie, frente a mi ultrajada maleta con aspecto de ballena, viendo cómo un funcionario de la Guardia Nacional venezolana se daba el último gusto del día al tiempo que levantaba los cerrojos con saña. Tac, tac. El funcionario me apuntaba con su uniforme verde, con su orgía de medallas en el pecho, el arma en el cinto y el país desangrado en la cartuchera de su pistola.

El distinguido auscultaba, husmeaba solo como suele hacerlo la autoridad cuando está muy ocupada, precisamente, en ser la autoridad. «¿Por qué tantos libros?», increpó. Quise decirle que llevaba toda la cocaína del mundo en esas páginas. Me contuve. Miré mis cosas revueltas: libros, cajas de cigarrillos, suéteres que no sirven para combatir el frío, objetos inútiles, lugares portátiles. En medio de la pista del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar vi apiladas las escasas pertenencias que habrían de atravesar el Atlántico conmigo. Sentí estar ante el vientre abierto de una ballena que se deja tocar las vísceras.

Sentí pudor, quise cubrirla y cubrirme. Barrunté muchas cosas, pero no hice ninguna. No pateé a los perros antidroga, no escupí al distinguido, ni arrebaté de sus manos mis sujetadores y camisas. No le pedí ni una sola explicación al Guardia Nacional. No alcé mi dedo. No pregunté cuántas balas suyas llevan nuestro nombre escrito. No reproché nada. Obedecí, solo eso. Todos a mi alrededor actuaban igual. Nos comportábamos con la docilidad de las minorías, esa gente a la que se puede apilar como a los troncos o los cadáveres.

Una maleta nunca es la misma, su pasajero tampoco. Compartimos una indefensión de pescadería. Alguien nos descuartiza, nos abre en canal, nos jurunga, nos ultraja. El día que cogí mi primer avión a Madrid entendí de qué están hechas ciertas despedidas. La mía fue eso: aquel puñado de mierda y vísceras, aquel litoral acabado; ese país insolvente al que no pude devolverle ni siquiera una lágrima.

–  ¿Pollo o carne?

– Pescado, por favor – respondí a la azafata.

Sobre la autora

*Del libro: Crónicas barbitúricas (Círculo de Tiza, 2019)

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