La Caracas de los años 20
Entre los años finales de la primera guerra europea y el vuelo de Lindbergh sobre el Atlántico en 1927, nuestra Caracas es como una pequeña caja de resonancias a la que llegan con cierto retardo, pero con el encanto de una música nueva, las vibraciones de un mundo que adquiría una expresión remozada, bajo la acción rejuvenecedora de las primeras hojillas Gillette. Fue muy lento el proceso de acomodación de la ciudad a los nuevos modos de vivir que le imponía su creciente invasión por las innovaciones estéticas y tecnológicas del siglo XX.
Aunque los automóviles habían venido adueñándose de sus calles desde 1907, y ya en 1912 los caraqueños habían visto aterrizar en el Hipódromo de El Paraíso el aeroplano de Boland, no parecía Caracas muy presurosa por incorporarse al ritmo acelerado en que se anunciaban los nuevos tiempos. Todavía en 1922 muchas señoritas caraqueñas calzaban botines adornados con lazos, y realzado su aire de inocencia por la cinta azul pálido que les ceñía la cabeza, recogida la cabellera en peinado de piñata que se socorría con abundancia de horquillas, vestían aún las angélicas batas de la moda “princesa”, popularizada desde el 900 por las bellezas arquetípicas de las tarjetas postales. Y en pleno 1927, cuando culminaba en su momento más frenético el gran estremecimiento mundial de los “años locos” se continuaban viendo en Caracas caballeros que asistían a las retretas de la Plaza Bolívar con pimpante bombín y ribeteados paltó-levitas, como en los buenos tiempos de doctor Rojas Paúl.
La afición al cinematógrafo, que despertaba en aquellos tiempos, estimulada por la aparición de grandes estrellas como Chaplín, Mary Pickford, Douglas Fairbanks, John Gilbert o Rodolfo Valentino, no había logrado desplazar el viejo gusto de los caraqueños por las buenas temporadas de género chico en el Nacional, ni su caballeresca devoción por las coupletistas y tonadilleras españolas, que aun en plena efervescencia del charleston siguieron deleitándoles con sus anticuados repertorios de Es mi Hombre y el pasodoble La Hija del Carcelero. En 1922 se terminó la pavimentación de la carretera de La Guaira y se pusieron de moda las excursiones automovilísticas a Macuto; pero el espíritu de belle epoque dominante en la atmósfera de la ciudad, sobrevivía en la preferencia de los caraqueños parranderos por los coches de caballos para correr en las noches sus jubilosos truenos, o en el cuadro de las engalanadas familias que los domingos concurrían con sus niños a la retreta matinal de la Plaza Bolívar, para luego llevárselos en un ensoñado paseo de jardines en el tranvía de El Paraíso. Otros preferían el de El Valle que les ofrecía en el camino la emoción de un túnel, o la ruta de Sabana Grande para la que partía desde la Estación Central la estampa absolutamente fantástica de un tranvía de dos pisos.
En sus gustos y en muchas de sus costumbres, estacionaria en su afrancesamiento de viejo estilo, Caracas seguía siendo el “París de un piso” con que la había comparado Elroy Curtis en 1895. La Glaciere y La India, con sus salones para familias, adornados con grandes espejos franceses, eran como los templos de la chismografía social, donde los literatos pontificaban en torno a unos pumpás de cerveza que parecían columnas talladas en cristal de roca, y las damas fulgían como joyas antiguas en los lujosos colores de sus modas Tutankamen.
Los deslumbrantes tesoros descubiertos en 1922 por Howard Carter al excavar en el valle del Nilo la tumba del romántico faraón niño, habían difundido por todo el mundo la magnificencia y decoratividad minuciosa de aquel estilo funerario de hacía tres mil años, dando lugar –en ese lustro confuso del 20 al 25– a una curiosa estética mezclada de art nouveau y egiptología, que invadió desde las formas planas de los vestidos femeninos, hasta el linealismo estereométrico de los muebles y los frascos de perfume. De las lujosas jardinerías en piedras preciosas representadas en los pintajantes y pectorales de Tutankamen, con sus hieráticos animales vaciados en alveolos de oro y polícromas pastas de vidrio, salieron los temas egipcios que decoraban las telas importadas por la Compañía Francesa en 1925 para las mujeres de Caracas. Y los colores eran –como los de las taraceadas policromías que adornaban el trono eclesiástico del faraón y sus cajas de ungüentos–, el oro rojo y el alabastro, el azul turquesa de los nemsets, el castaño y el marfil de las taraceas, el ópalo misterioso de los escarabeos sagrados. Sinónimo de excelsitud del gusto, todo lo que después se significó por la sucia palabra “pepiado”, se traducía entonces para los caraqueños por la palabra Tutankamen. En 1926 ya las mujeres de Caracas habían adoptado definitivamente la moda de la falda corta y el talle bajo, así como las medias de seda color carne, y las ceñidísimas zapatillas con tacón de cinturita que dejaban todo el pie a la vista. Cuando cruzaban la pierna podían vérseles con facilidad unas adornadísimas y rizadas ligas que se parecían vagamente a los dulces de pasta de la panadería de Solís, y adoptando una actitud sofisticada que habían aprendido en las películas de Greta Garbo fumaban públicamente en unas finas boquillas, largas como batutas de marfil. Querían ser como el resumen de los distintos especímenes en que el cine definía la tipología de la mujer moderna: eran audaces y dinámicas como Perla White, enigmáticas y un poco sombrías como Pola Negri, simpáticas y traviesas como Mary Pickford, y le imitaban a Clara Bow su maquillaje de ojos encarbonados y boca en forma de corazón. De las manos afeminadas de los peluqueros para señoras del recién inaugurado Salón Dorsay en la esquina de Las Madrices, salían luciendo el audaz corte marimacho de pelo a la garçonne que había tomado su nombre de la desacreditada novela de Víctor Margueritte, y a la salida de las vespertinas elegantes en el Rívoli o en el Rialto, se iban a las tardes danzantes del Tea Room Avila, donde se desgonzaban bailando charleston y shimmy.
El sentido del trópico y del deporte que despertaba en esos años, se manifestaba en la preferencia de los hombres por el saco tachonado a la espalda, los zapatos de balatá y el sombrero de pajilla, todo ello armonizado con camisa rayada de cuello corto y corbata tejida y angosta al estilo “mecha de lámpara”, que se sujetaba con pisacorbata en forma de aeroplanito o de raqueta de tennis. La tela masculina en boga era un paño liviano y picante cuyo nombre norteamericano de “Palm Beach” sincopó el habla de los caraqueños en la palabra pámbiche. El peinado de los hombres –simplificación de la flor de parcha novecentista–, era de raya al medio, muy alisado con la gomina que se había puesto de moda, al estilo de Valentino en la película Cobra, responsable también de las patillas en corte de piquito que en aquellos años estuvieron igualmente en boga. Las noches en que a los empambichados novios les tocaba de visitar a su prometida, le llevaban un paquete de pastas finas de la panadería de Las Gradillas o de Solís, o un cuarto de kilo de helado de los que despachaba La Francia en sus afamadas cajitas a domicilio. También se regalaban los voluminosos caramelos en palito llamados “bolas americanas”, y unos dulces de procedencia francesa conocidos como “carlotas rusas”, especie de variante comestible del Jabón de Reuter, hechos de una materia esponjosa, liviana y perfumada, con textura de anime, que había que comer muy poco a poco para evitar la asfixia.
Aunque el medio favorito de transporte público siguió siendo por mucho tiempo el tranvía, ya desde 1924 habían empezado a aparecer en las calles de Caracas las primeras líneas de autobuses. A continuación de la línea para La Pastora, en 1926 se estableció la ruta de Antímano, servida por un enorme carromato de color pizarra, provisto en la parte de atrás de una plataforma en la que los pasajeros de pie viajaban como en un kiosko. A causa de su funerario aspecto fue popularmente bautizado como “La Pantera Negra”, nombre que sin el adjetivo se generalizó después para todos los autobuses: ¡Ahí viene la Pantera! El elemento de competencia que empezaban a significar para los lentísimos tranvías, se expresaba en las provocativas cancioncitas con que los colectores del autobús invitaban a los pasajeros a subir en el vehículo, poniéndole siempre la música de El manisero: Señorita no se monte en morrocoy; Palo Grande y 19 y ya me voy…
Contra la realidad cruel de una dictadura que sumada a su antecesora, la de Castro, ya llevaba casi veinte años en el poder, la ciudad había movilizado hacía ya tiempo esos pobres recursos de sobrevivencia espiritual que se llaman el ingenio, el humour, el esprit colectivo. En el centro mismo de la capital se pudrían en vida los presos del gomecismo o morían en el tormento; pero a pocas cuadras de aquel lugar de horrores, junto a los afamados sorbetes de La Francia o La India, las pláticas orbitaban entre el reciente estreno en el Teatro Princesa de la comiquísima película Fatty en el Garage, y el concurso organizado por una revista social para elegir entre las elegantes choferesas de Caracas, a la próxima “Reina del Volante”. Los periódicos, domesticados por la dictadura, cultivaban cuidadosamente el ocio mental de sus lectores, y las largas tiradas de prosa trivial en que algún croniqueur europeo narraba por enésima vez los últimos momentos de Mata Hari, o cómo perdió la pierna la gran Sarah Bernhardt, alternaban con las noticias en que el Teatro Ayacucho anunciaba la suntuosa inauguración de sus vespertinas llamadas Flores del Ávila, o con inocentes concursos en que se proponía adivinar para qué sirven los dos botones posteriores del paltó-levita, o con cartas abiertas como la que en 1922 publicaban varias señoritas en El Nuevo Diario: “Señor Cronista de El Nuevo Diario”. Presente. Nosotras, varias señoritas de esta culta capital, nos dirigimos a usted con el propósito de exigirle nos haga el favor por medio de su importante diario, de exigirle al maestro don Pedro Elías Gutiérrez repita en la retreta del próximo jueves el paso doble Las Coristas y el vals Sanidad Nacional que tanto han gustado en esta capital”.
El alma de aquellos años, ese espíritu conmovedoramente trivial por el que el recuerdo los asocia a la época dorada de la opereta, de los bulliciosos corsos Carnavalescos o de los últimos Juegos Florales, se encarna por orden de sucesión en dos nombres que hoy son solo lejanos resplandores en el pasado de la ciudad. Uno era el de Cenizo, especie de aristócrata de la bohemia perruna de Caracas y cuya procedencia nunca se llegó a conocer. Decíase que su amo había sido un extranjero solitario que al morir lo dejó abandonado. El hecho es que Cenizo apareció misteriosamente en la Plaza Bolívar en 1918, y adoptándola por residencia permanente, pronto llegó a hacerse tan familiar a ella como sus historiados rosales o el caballo del Libertador. Mimado de los literatos, de los artistas y de toda la gente “bien” que concurría a las comidillas de la cervecería Donzella, de El Universal y de los jueves y domingos en la Plaza Bolívar, se convirtió Cenizo a la vuelta de los años en una especie de mascota de la gente más distinguida y culta de Caracas, a todos cuyos actos asistía con la formalidad de un huésped bien educado. Fue uno de los primeros en llegar a la fiesta cuando se inauguró en 1925 el Almacén Americano de los señores Phelps; estaba presente en el brindis que ofreció Leo a sus amigos con motivo de la salida del primer número de Fantoches, y asimismo comparecía en los entierros de personas importantes de la ciudad, a los que acompañaba hasta el cementerio. Constantemente mencionado en la crónica de los periódicos, celebrado en los versos de Job Pim o dibujado por Leo, llegó Cenizo a escalar una popularidad tan dilatada como no han alcanzado sino algunos perros del cine. En un homenaje que le tributaron los intelectuales de Caracas en 1925, por iniciativa del gran escritor Manuel Díaz Rodríguez le fue conferido un collar de oro que poco después le robó alguien aprovechándose de su mansedumbre.
El 29 de agosto de 1927 murió rodeado de gran multitud que se aglomeró en la plaza a la voz de que había amanecido agonizando. Su cadáver fue botado por los trabajadores del Aseo Urbano en los terrenos de Los Chaguaramos al este de la ciudad donde estaba entonces situado el horno crematorio; pero a la noticia de que Cenizo había sido objeto de semejante desconsideración, en el acto y con el apoyo de toda la ciudadanía, se constituyó una junta integrada por los señores Luis Hernández Gómez, doctor León Barrios y Jesús Aldrey, que se encargó de rescatar los restos y depositarlos en una caja especial en la que se le dio solemne enterramiento el 2 de septiembre a las tres de la tarde en medio de un torrencial aguacero. La junta, ampliada con la incorporación de muchos importantes ciudadanos, recabó también fondos para consagrarle a Cenizo un monumento que nunca se llegó a erigir. Todos los intelectuales de Caracas se mostraron de acuerdo con aquel homenaje, excepto la musa traviesa de Job Pim que con tal motivo publicó en El Nuevo Diario:
EL MONUMENTO A CENIZO
En medio al desconsuelo general,
murió Cenizo, el can más anormal
que de seguro el mundo ha conocido
desde que perros en el mundo ha habido.
¿Era venezolano? No hay constancias
lo mismo pudo ser de Rusia o Francia,
de China o de la América del Norte,
pues siempre circuló sin pasaporte,
ni tuvo, al menos que de ello se hable,
editor responsable.
Tampoco por su traza
se pudo nunca colegir su raza;
su edad era un misterio;
y aún algo más serio:
ni siquiera se sabe si era perro,
pues yo lo dudo y pienso que no yerro.
Se sabe solamente
que a costillas vivía
de la gente decente;
que a clubs, dancings y cines concurría;
y que fue indiferente
para con los humanos
y para con los perros sus hermanos.
Debido a su simpática presencia
se daba aristocrática importancia:
fue su solo atractivo, la elegancia
y su única virtud la independencia.
¡Señor, y a este parásito social
se le quiere erigir un monumento!
Yo del criterio unánime disiento
y lo juzgo inmoral.
Si es verdad como un templo
que Cenizo no tuvo sino yerros,
¿no será el homenaje un mal ejemplo
para los otros perros?
¿Cuántos que sí son útiles al hombre
llevan con humildad su vida perra
y mueren sin lograr ese renombre?
Por eso yo hago esta protesta en nombre
de los perros honrados de mi tierra.
Fue también Cenizo el primer perro venezolano que alcanzó figuración internacional. Al evocar la Plaza Bolívar en los recuerdos de su visita a Caracas en 1926, la escritora española María Álvarez de Burgos escribía:
A las tres de la mañana en la Plaza Bolívar, frente a la estatua del Libertador, no hay más que dos personas: Cenizo y yo. No sonriáis irónicamente por esta afirmación, porque os aseguro que junto complacidísima mi personalidad con la de este buen perro de estirpe bohemia, que no quiso aburguesarse viviendo plácidamente al calor de cualquier hogar, y que, cual yo, noctívago y lunático, divaga a altas horas de la noche, quizás huyendo de la crueldad humana. Este buen perro Cenizo, viejo y deslucido, me da la sensación de encerrar dentro de su pobre cuerpo cansado, el alma arcaica y lejana de algún fiel amigo que siguió las huellas de Simón Bolívar, que contempló la gloria de sus batallas, que se echó humildemente a la puerta de su vivienda, que se sintió acariciado por las manos próceres y que con toda la constancia del recuerdo y de la fidelidad características, viene, noche a noche, a interrogar la fría inmovilidad de la estatua esperando el gesto familiar de la llamada y mirando con pupilas absortas, cómo el bronce no se hace carne viva y palpitante para venir a compensar la humildad de su cariño…
La Caracas del petróleo
Un poco reeditando la tragedia de aquel pobre personaje de Max Aub, al que a medida que habla le van quitando el decorado hasta que se queda en el total desamparo de un teatro vacío, la generación de la Caracas petrolera que alcanza su plenitud por los años de 1940, es la de los que tuvieron el melancólico privilegio de asistir a la agonía de su paisaje. Caracas ha sido para nosotros en estos últimos veinte años, un infatigable espectáculo de subversión y trastocamiento. Apertrechados con el cemento, con las cabillas y el mosaico italiano de que los pudo proveer el auge petrolero, los viejos cultivadores del adobe pintado al óleo y de las romanillas descubrieron la fórmula de proyectar en un sentido vertical su avidez usuraria y su inveterada falta de cultura. Y en la dislocación espiritual en que se iba a traducir para nosotros la liquidación de un paisaje que había sido el molde de nuestra existencia, puede explicarse el que nuestros ojos se volvieran hacia la arquitectura, y ya no solo como materia opcional de la formación humanística, sino en lo que ella nos prometía como posibilidad de rescatar en términos de fuerza y estética, aquel sentido de la continuidad vital que habíamos perdido. Así contemplada puede explicarse también la apasionada dedicación con que la intelectualidad de la Caracas nueva, la que siente su paisaje y ama su ciudad, centraliza sus afanes en el tema de la arquitectura. En el momento casi crepuscular de los cuarenta años, los últimos sobrevivientes de la caraqueñidad tradicional seguimos firmes en nuestra fe de que, pasada la convulsión demográfica actual, nuestra ciudad se salvará para aquella conjunción de “existencia completa” –o sea, de bienestar y belleza– en que se define el ideal aristotélico de la vida civil.
Pero a pesar del acento de nostálgico desengaño que algunos pudieran percibir en el tono de apremio con que escribimos palabras que nos huelen un poco a viejo como belleza y armonía –y hoy tan ausentes en el nuevo léxico de esta ciudad chévere– acaso convenga aclarar que no estamos entre los cultivadores de ese pasatismo algo reaccionario de aquellos elegíacos poetas de los escombros, para quienes armonía y belleza fueron valores que la ciudad liquidó definitivamente con la caída de las últimas tejas. En el enfrentamiento de las dos actitudes extremas: entre la que se aferra tenazmente al pasado casero de los zaguanes; entre la que arrastra su desengaño de la ciudad por entre basureros de adobes rotos, y la del que se emboba hasta el ensueño ante cualquier monstruosidad de siete pisos revestida de mosaiquillo italiano, no ha de ser uno espiritualmente tan chocho para añorar en el pasado los goces estéticos y la comunidad que el presente nos niega, ni culturalmente tan estulto para aceptar cuanto valor espurio quiera imponernos la época en nombre de una supuesta modernidad.
Un examen más equilibrado y sereno de lo que ha sido la arquitectura de Caracas en el proceso expansivo que sigue desde los años guzmancistas del Septenio –cuando la ciudad va a perder definitivamente su fisonomía hispánica– nos llevará a la conclusión de que ni cualquier tiempo pasado fue mejor, ni el presente –descontadas ciertas excepciones que honran a la actual generación– es otra cosa, en términos generales, que el apogeo de algunos vicios tempranamente impuestos a la ciudad por el neoclasicismo arrogante del general Guzmán Blanco.
Con el mismo desenfado con que obligó a sus generales a disfrazarse de figurones del Segundo Imperio francés, y a retratarse en la fotografía del Próspero Rey luciendo el emplumado bicornio que debía recordarles las gallinas que se robaron en sus campañas semiprimitivas de un tirito y al machete, el reformismo de Guzmán inauguró para las modestas casas criollas de su Caracas, aquella estética de un Renacimiento y un Romanticismo trasplantado, cuyas expresiones más acabadas fueron el mosaico, la romanilla y esa especie de pavorreal de la utilería ornamental que se menciona con la cursilísima palabra marquesina.
Para satisfacer el mundanismo un tanto operático de quien se jactaba de haber enseñado a los caraqueños a comer jamón planchado y a beber champaña, las pobres casas de la ciudad debieron sustituir rápidamente sus coloniales aleros y ventanas de palo, por las balaustradas y cornisamentos de una Florencia interpretada en adobe; un renacentismo al aceite de linaza cuyo Arno sería el bilharcioso Guaire, y que llegó a tener hasta su Ponte Vecchio en aquel Puente de los Suspiros, al oeste de la ciudad, que los arrieros del siglo pasado utilizaban para hacer sus necesidades. A la atención, de una solidez sanchesca, que hasta entonces se prodigaba a la cría de gallinas, siguió un lírico interés por los canarios, mientras el lenguaje de las damas estrenaba palabras como “soponcio” y “tiquismiquis”. En las paredes de los dormitorios se desplazó el candor campesino de las lechadas con agua de cal y zócalo de azulillo, por una bizarra papelería decorativa en cuyas rayas y solanges se prolongaba la obsesionante geometría visual de los mosaicos del piso, o la quincallería multicroma de las romanillas que se empeñaban en replicar en vidrio y madera calada, la moda de los rubans y camisolines de fouland divulgada por la Compañía Francesa. Parafraseando el proverbio que señala a Roma como destino final de todos los itinerarios, en aquellas casas todos los caminos conducían a una Venecia de opereta o de telón de teatro, pintada al óleo en la pared del comedor. Y hasta las palmas que brotaron como adorno en los corredores sobre su gran pote de mosaico, tenían en el pesado verde de sus
espatas acanaladas, algo en común con aquel mundo donde nada escapó a los beneficios de la brocha gorda bien aceitada. Todo en consonancia con calles que empezaban a llamarse boulevares, y donde la pompa neoclásica del guzmancismo comienza a levantar esas edificaciones con vocación de templos griegos –como el Palacio Federal y el Teatro Municipal– a los que seguirán después esos arcos de un énfasis romano –el de la Federación o el de Santa lnés–, en que la pequeña urbe –por contraste con su animada circulación de burros y la vecindad de los trapiches– acentúa su apariencia de aldeanita con centavos.
Y como el feísmo estético parece tener en Venezuela el carácter de una enfermedad hereditaria, la Caracas que se desarrolla desde aquella espectacular mitad del siglo XIX hasta muy entrado nuestro siglo, es una larga reiteración de aquel estilo en que Guzmán Blanco nos impuso su regusto de las molduras y enmosaicados. Más atenta a los caprichos de un decorativismo sin posibilidades de perduración, que a las necesidades funcionales de la ciudad la escasa arquitectura con alguna aspiración estética que logra prosperar en sesenta años de crecimiento urbano, distrae su vocación artesanal en ornamentados primores de repostería o en capillitas de un estilo postal, mientras la ciudad, desestimada en sus urgencias de crecimiento y acomodación, debe resolver su problema de espacio disparándose hacia los cerros, fomentando la antiarquitectura, jugar con el espacio, más que acondicionarlo para vivir, parece ser el afán de aquellos gobernantes decimonónicos. Guzmán dedica cuantiosos recursos del erario a la construcción de una gran plaza y de un gran parque en el centro de Caracas, de un gran teatro y de una fachada gótica para el antiguo convento de San Francisco, cuando aún la ciudad no tiene cloacas, y no coloca los puentes allí donde los reclama la expansión urbanística, sino donde han de comunicar con primorosos paseos. El general Joaquín Crespo, imitándole en todo menos en su sentido de la elegancia, se distrae construyendo en El Calvario una capillita para pagar la promesa que su esposa había hecho a la Virgen de Lourdes, o construyendo caprichosamente un puente para pasar por debajo, un túnel para pasar por encima y un arco para pasarle por un lado. En las administraciones que siguieron después hasta mediados del siglo XX, solo unos contados edificios públicos anteriores al meritísimo ensayo de Villanueva en El Silencio –como el Panteón Nacional refaccionado por Roberto Mujica en 1930– alcanzaron en todo ese tiempo a definir el buen sentido y la aspiración de solidez que parecía desterrado de aquel panorama de chatura y falsas galas que se repartían entre las colinas erosionadas por la albañilería irracional de los ranchos, y las audacias decorativas del yeso.
Para conservar al día –como si dijéramos– todo lo que las épocas neoclásica y modernista tuvieron de ridículo, las generaciones que siguieron a aquellas épocas han dispuesto de los más eficaces procedimientos de refacción y restauración, y de una propensión casi mórbida a practicar esa forma inmunda del servilismo al original, que se llama la réplica. En esa casi surrealista pastelería de vidriecitos cortados, de fachaditas que parecen estarle dictando una lección de bordado al transeúnte; en esas quinticas que se dirían acabadas de salir de una latita de galletas de Huntley Palmers; en esos muestrarios de cursilería y frenesí imaginativo que se llamaron la Nueva Caracas, El Conde y San Agustín, ¿qué hizo la época gomecista, sino devolverle su perniciosa vigencia a las marquesinas y emplastos ornamentales del Septenio, al renacentismo de barajitas de cigarrillos que el doctor Rojas Paúl nos dejó en su antipática parroquia de San José, al bazar de pinturas y vidrios absolutamente absurdo que el general Crespo nos legó en el Palacio de Miraflores? La misma manía de refacción que en los últimos tiempos se ha definido por las cursis palabras remozamiento y remodelación, ¿no nos habla de una insistencia viciosa en perpetuar aquellas formas? Para hilaridad y asombro de los tiempos, una de las ocurrencias más cómicas que tuvo la estética castrense del general Pérez Jiménez, fue volverles a poner sus brazos a aquellas dos señoras alegóricas que adornan el Arco de la Federación, y las que la acción de los años había hecho objeto de una poética amputación que las incorporaba, por semejanza, a ese mundo de los mochos amables donde también figuran la Venus de Milo y la Victoria de Samotracia. Fue el autor de estas líneas uno de los pocos caraqueños que no permanecieron indiferentes al inquietante significado de aquella ortopedia de cemento, cuyo proceso se había iniciado ya en 1947, con la aplicación de una democrática lechada a la cabeza del General Falcón que asoma por sobre el gálibo del Arco:
Con un trapo enrollado de un palo y un cepillo,
están limpiando el Arco de la Federación
para pintarlo luego de ese intenso amarillo
que tanto place al gusto de la Administración.
Mientras dos albañiles, a punta de cuchillo,
le raspan los bigotes al General Falcón,
otro, con una cosa que parece quesillo,
a las mochas de piedra les completa el tocón.
Como bonito, el Arco nunca ha sido bonito,
mas el tiempo le supo imprimir un tonito
que mitigaba un poco cualquier mala impresión.
Pero, qué hacer, el tiempo muy poco significa
para la brocha cursi, grotesca y nueva rica
que pinta de plateado los techos de latón.
Claro que los materiales evolucionan, y con ellos la apariencia de las cosas. Y si el Capitolio, por ejemplo –otro mártir constante de la manía refaccionista– nos evocó siempre un circo de caballitos con su viejo techo de hojalata, con la flamante cúpula dorada que le han colocado ahora ha quedado en condiciones de ser tomado por una máquina de preparar el café exprés.
Creíase que la manía de repintamientos y remaquillados era una consecuencia estética natural del espíritu reaccionario que empezó a dominar en la administración de la ciudad a partir del golpe militar de 1945. Pero aparentemente liquidada con la caída de Pérez Jiménez la época que comenzó entonces, uno de los primeros actos de la Nueva Era fue emprender en la Plaza Bolívar una “operación remozamiento” que pretendía “devolverle su aire colonial” y convertirla en “un marco digno del Libertador”. Y como adelanto de lo que sería esa dignificación, se le sustituyeron sus viejos mosaicos Chellini por lo que se llamó cursimente “granito del Ávila”, y se discutió sí debajo de la plataforma donde se toca la retreta convendría instalar un retrete público o más bien una hemeroteca para que los ciudadanos enriquecieran su cultura leyendo los periódicos. Invocando parecidos propósitos en 1864 el general Guzmán Blanco –aquejado de idéntico prurito del retoque– había destruido allí mismo la más prodigiosa muestra de arquitectura colonial que podía exhibir la ciudad desde los tiempos del gobernador Ricardos; y aduciendo también motivos de bolivarianismo decorativo, el general Crespo a su vez le había enmendado la plana a Guzmán eliminándole a la plaza su modesto piso de cemento decorado, por mosaicos de los mismos con que hizo recamar los suelos de Miraflores.
No se les ocurrió en cambio a los remozadores y dignificadores de la mampostería, echar abajo ese adefesio insultante para la condición caraqueña de Bolívar, ese conjunto de horrores concebido en el estilo más definitivo del gusto cuartelario, que nos dejó Pérez Jiménez en el Copódromo de El Valle.
Inspirado en un patrioterismo semejante al que llevó al General Gómez a transformar el Campo de Carabobo en una utilería de chivera, el Copódromo de El Valle excedió a todos sus antecesores en cuanto al número de ridiculeces que pudo reunir en tan reducido espacio. Para “batir el record mundial” del mal gusto, le bastaría su divertida decoración de copas proceras, a las cuales debe su nombre cómico de Copódromo con que lo bautizó Mariano Picón Salas. Pero además de las copas de mampostería están aquellos bloques o superladrillos de mármol travertino, que más que a conmemorar a los héroes de la patria, parecen destinados a exaltar las virtudes del queso parmesano. Erguidos en su poderosa inutilidad, frustrados en todo propósito decorativo, la única función que parecen cumplir es la de informarnos, como en un libro telefónico, los nombres de los muñecos de cobre que se alinearon a sus pies en disposición de jugar “la candelita”. Y no sabe la desprevenida nariz del transeúnte que por allí circula, si el horrendo olor que en esa atmósfera flota constantemente, ha de atribuirse a las emanaciones del desacreditado río Valle o a la pudrición moral que desprenderá semejante botadero estético. Sería ese lugar el más feo de Venezuela, el más vulgar y el más antiarquitectónico si como su competidor más visible para los caraqueños que circulan por la zona del centro no erigiera su pesantez de paquidermo arquitectónico ese Escorial traducido al dulce de leche al que el simplismo interiorano de algunos periodistas llama “El Palacio Blanco”.
La constancia en la propensión feísta, la adopción y desarrollo por cada generación de lo malo que hizo la anterior, son acaso los únicos signos a que pudiera acudir un estudioso de la arquitectura caraqueña para encontrarle algún sentido de la continuidad histórica. A las historiadas estatuas de Saludante y Manganzón de la época guzmancista, por ejemplo, corresponde en nuestro tiempo ese funerario Paseo de las Copas, donde los saludantes y manganzones se multiplicaron a tenor del aumento de las divisas. A la ocurrencia de un Gómez de construir un botiquín en plena montaña de Rancho Grande, corresponden nuestros días la de esa especie de “maruto” que nos levantó Pérez Jiménez en la barriga del Ávila bajo la denominación irrespetuosa de hotel Humboldt (verdadera redundancia arquitectónica en que incurrió el arquitecto al construir un rascacielos sobre el tope de una montaña, que es como decir levantar un edificio en alta mar para construir una piscina). El esnobismo un poco candoroso con que Guzmán cree jerarquizar algunas calles denominándolas boulevards, es el mismo que repiten nuestros actuales urbanistas al emplear el eufemismo “colinas” para nombrar los cerros donde viven los ricos. Y aunque por una simple diferencia de dimensiones no sería posible identificar un edificio de los que hoy nos provee la activa imaginación de los usureros, con una casa setentona de la parroquia de Altagracia, bastaría el más somero examen por comparación de detalles, para concluir que desde entonces acá solo cambiaron las dimensiones. Esos lobbies, porches y frentes que hoy adornan sus paredes con agresivo revestimiento de vidrio molido, ¿no son una versión en papel de lija del antiguo zaguán empapelado de que tanto se burlan nuestros expertos en “mabitología”? La nomenclatura urbana inspirada en grandes abstracciones como el Paseo de la Independencia o el Puente Regeneración, se repite en la lopecista Plaza de la Concordia o en el supercursi “Sistema de la Nacionalidad” con su provincianísimo “Paseo de los Ilustres”. Y elegir para la nomenclatura urbana denominaciones destinadas a encarecer la represión, es también una propensión en que se identifican todas las épocas. Si bautizó Gómez “Avenida del Ejército” a uno de los paseos más finos de la ciudad de su época, una de las experiencias más humillantes que vive la Caracas de hoy es tener que soportar sobre su mismo corazón una avenida cuyo nombre se ideó para exaltar la fuerza armada como ideal ciudadano.
Lo que amamos entonces con añorante afecto en el perdido paisaje de la ciudad, es lo que de él hubiera podido salvarse para construirle un marco de belleza al porvenir, no la morosa placidez de sus viejas casonas, donde junto a la fragancia de las guayabas corraleras y a la musicalidad de los tinajeros, se alojaba también el voraz ejército de las chinches y de las temibles madres de alacrán. Somos, los caraqueños que hoy tenemos cuarenta años, nostalgiosos de los árboles que cayeron, no de los seudofranceses boulevards que ellos adornaron. Y por lo mismo que nuestra ternura de la ciudad se formuló siempre en el esquema abstracto del paisaje, bien podemos decir que mientras queden nuevas flores que cultivar y nuevas raíces que hincar en la tierra, nuestra aspiración de serenidad y nuestras reservas de fe en la gracia de vivir – contando con la brillante generación de arquitectos jóvenes que ahora se pone en marcha–, está lista para un nuevo comienzo.
Un gobierno de probada vocación nacionalista y civil como el de Isaías Medina inició en 1942 con la construcción de las grandes masas arquitectónicas de El Silencio, la más grande transformación urbanística que experimentó Caracas desde los tiempos de Guzmán Blanco. No conoce la historia de nuestro país una experiencia tan interesante como la que representa ese enorme cuadro de ciudad nueva, donde el arquitecto Carlos Raúl Villanueva logró conciliar corrientes de tan diversa orientación como el criollismo colonial hispanoamericano, el funcionalismo espacial de Le Corbusier y las teorías de la ciudad-jardín ensayadas por Ebenezer Howard en Inglaterra. Dar a Caracas una arquitectura en la que el hombre venezolano se sientiese vinculado a su tradición hispánica, satisfaciendo al mismo tiempo las urgencias de la vida contemporánea, y disfrutando de un grato contacto con el paisaje a través de los árboles, del agua y de las flores, fue un propósito espléndidamente cumplido por la reurbanización de El Silencio, y también por la enorme red de concentraciones escolares que en esa misma época se extendió por todo el país.
Pero el derrocamiento del gobierno de Medina significó también un cambio en nuestras orientaciones urbanísticas. En un acto rico de simbolismo histórico, en el que parecía marcarse el comienzo de un vasto proceso de despersonalización nacional, fue demolida la casa de Francisco de Miranda para convertir el terreno en un estacionamiento de automóviles. Y como si el destino de ese pedazo de tierra siguiera siendo el de dar a la historia de la nación sus cifras precursoras, de donde estuvo la casa del trágico don Francisco iba a brotar después aquel horrendo adefesio antiestilo, en que apuntaban ya las pautas de una nueva estética basada en el dinero.
El torrente de dólares desbordado sobre el país por la multiplicación de las concesiones petroleras y la explotación del hierro en el Sur, se tradujo para Caracas en un crecimiento demográfico de cuatrocientos mil habitantes en 1945, a un millón doscientos mil en 1954. Y para enfrentar el gran problema de alojamiento y circulación que planteaba la nueva Shinar en que se había convertido nuestra pequeña capital en tan pocos años, surgió una industria de la construcción en que se definen las dos tendencias que hoy dominan en el país: junto a la mentalidad cosmopolita y sensación de fuerza que parece orientar al Estado en sus inmensas edificaciones y obras viales, insurgen los miles de mamarrachos en que una clase media ensoberbecida proclama su primitivismo estético y su falta de cultura. Suplantada definitivamente la economía agraria por la basada en la producción de materias primas para los Estados Unidos, las arruinadas masas del campo se volcaron sobre la ciudad, y al constituirse en mayoría dominante sobre la población caraqueña propiamente dicha, le impusieron a la capital sus modos elementales de vida y sus gustos rudimentarios. Puesta bajo la égida de aquella inmensa miseria transmigrada que invadió con ranchos de cartón y latas viejas sus serranías, sus ojos de puente, sus quebradas, sus vías férreas y las adyacencias de sus urbanizaciones y parques, Caracas volvió a ser la ciudad-ranchería de los tiempos anteriores a Guzmán, con sus hombres peludos de camisa por fuera que no se peinan ni se asean, con sus turbas de niños semidesnudos que duermen en los portales, con sus parques donde los nutridos grupos de vagos toman el terreno de los jardines para jugar con rurales bolas de piedra, con sus calles llenas de gente “echando cocos” en los días de la Semana Santa, con sus ventas de hallacas y fritangas en pleno centro de la ciudad sobre un cajón y un anafe de lata, con sus turbas de buhoneros que amontonan en las aceras encima de lonas sucias y cajas desvencijadas sus cerros de baratijas y trapos como en una feria campesina. La brujería y la superstición, como en los pueblos aldeanos en los días de la fiesta patronal, convirtiéronse en próvidas industrias. Una política inmigratoria impuesta desde el exterior volcó sobre la ciudad miles de pobres inmigrantes iletrados, procedentes de las capas sociales más atrasadas de Europa, entre los que no faltaron los viciosos y los criminales de guerra.
Las mejores casas antiguamente destinadas a vivienda en el centro de la ciudad, devinieron en sórdidos hospedajes enlaberintados de tabiques y bullentes de inmigrantes y campesinos recién llegados; y a sus fachadas se les cercenaron apresuradamente las ventanas para transformar las salas en tenduchos, en sucias tabernas, en tallercitos de remendones, en ventas de comida. La constante tensión psíquica derivada del hacinamiento, de la miseria, de la soledad, de la invasión brutal de la urbe por el automovilismo, de la desconfianza recíproca suscitada por el florecimiento del robo y del crimen, agriaron el carácter de los ciudadanos y los hicieron ásperos, levantiscos y espiritualmente duros. Favorecidos por el conformismo campesino que se hizo característico en la vida de la ciudad, proliferaron los edificios oscuros, estrechos y feos, a cuyos deficientes servicios sanitarios no llega el agua; los transportes públicos destartalados, sucios y pésimamente atendidos por trabajadores sin conciencia de servicio, descendieron a su punto ínfimo de eficacia. La radio y la televisión, para satisfacer los gustos primitivos de su auditorio mayoritario, llegaron a los más altos extremos de la chabacanería, el ruido y la estulticia adoptada como forma de arte. Hábitos civiles como el del aseo, la comodidad, el amor de las flores, la gentileza y el buen hablar, fueron desterrados de la nueva ciudad como signos de afeminamiento.
Ciudad de los contrastes típicos de los países subdesarrollados, al pie del edificio de quince pisos que acaba de diseñar un discípulo de Le Corbusier o de Niemeyer, improvisa su urinario, su comedero o su venta de yerbas de brujos para ganar la lotería, el encobijado campesino que acaba de bajarse del autobús de los Andes o de Barlovento.
En Caracas –escribe Mariano Picón Salas– la ausencia de estética urbana que deberían orientar los artistas, permite la disonancia arquitectónica de tantas zonas, la arbitrariedad de los colores, el grosero amontonamiento de las vitrinas comerciales que deben contarse –literalmente– entre las más feas del mundo. No se ha educado la gente para vivir, servir y disfrutar de la ciudad, y la chabacanería en sus más variadas escalas –ruidos mecánicos a todo volumen, desorden de las cosas, ostentación de insolencia– parece desafiarnos y castigarnos. En la mezcla de estilo y formas de vida que coexisten en Caracas –desde la Prehistoria hasta el siglo XIX– a veces, frente a una tienda de El Silencio, nos parece haber caído junto a la ‘miscelánea’ de una población rural, hace muchos años, donde se colgaban para exhibir y vender en la misma cuerda las velas para la procesión, las tortas de casabe, las alpargatas y la ropa interior de rudo liencillo.
Ya en 1955, al organizarse por El Nacional una encuesta sobre el tema, algunos trabajadores intelectuales residentes en la ciudad como Alejo Carpentier, Gastón Diehl, el propio Mariano Picón Salas y –en una escala más modesta– el autor de este libro, lanzábamos nuestro alerta acerca de lo que empezaba a ser motivo de inquietud hasta para los caraqueños más indiferentes: la tendencia, cada vez más evidente, de nuestros caseros y constructores a convertir la ciudad en un Museo de Fealdades. Tendencia socorrida de una parte, por el Estado que con su política de autopistas urbanas –violatorias de las disposiciones de la Carta de Atenas y de todos los Congresos Urbanísticos– ha subordinado a la circulación motorizada todas las demás necesidades viviendarias de la población, relegando absurdamente al hombre a una categoría inferior con respecto al vehículo; y por la otra, por la colocación, en cargos dirigentes de la arquitectura, del urbanismo y del ornato público, de pequeños políticos de extracción pueblerina, que llegan a esas posiciones ansiosos de imponerle a Caracas los primores y pequeños mamarrachos que habían soñado para la Plaza Bolívar de su pueblo.
Al decorado de un gran estudio cinematográfico donde se estuviera filmando simultáneamente una película de Cecil de Mille, una revista musical al estilo de Goldwin, el documental de un bombardeo y una secuencia, de intriga ambientada en Marruecos, podría compararse ese abigarrado tropel de formas, discontinuidades paisajísticas, feas gentes y feas cosas, en que se expresa la nueva Caracas con el auxilio que le presta su anarquizada arquitectura. Anarquía en los estilos, imitación, liquidación de la naturaleza y cierta provinciana inclinación por la pastelería y los colores vibrantes, son algunas características que definirían hoy a Caracas con mucha más propiedad que las blancas torres y las azules lomas de Pérez Bonalde. Existen en Caracas nobles muestras de arquitectura contemporánea que pudieran dar la pauta del porvenir, pero se pierden o se ahogan en el vasto panorama de las baratijas y caries estéticas.
Nunca se hizo tan mal uso de un paisaje que por su composición natural parecía especialmente destinado a una arquitectura novedosa, bella y perdurable. La singular configuración de nuestro valle y el amplio fondo del Ávila con su maravilloso juego de relieves y sus cambiantes verdes, le ofrecían aquí al moderno arte de construir, no solo un medio apropiado para la aplicación de su espléndida variedad de recursos sino una oportunidad (la que en 1896 reclamaba Howard para los nuevos arquitectos) de demostrar que la arquitectura “por ser el arte de poner el paisaje al servicio del bienestar colectivo”, puede ser en estos tiempos de crecimiento de las ciudades a expensas del campo, “el único medio de conservar activos los vínculos fundamentales entre los hombres y su tierra”.
Pero muy pocos constructores –como Villanueva con su noble ensayo de El Silencio– supieron comprender al abordar el caso de Caracas, que la transformación de una ciudad no supone necesariamente la destrucción de sus características naturales. Y al utilizar la poética materia prima que Caracas les ofrecía en su paisaje –lo que solicitaba un esfuerzo imaginativo para el que ninguno de ellos estaba preparado– prefirieron arrasarlo para imponerle a la ciudad lo que después han llamado muy jactanciosamente “un perfil progresista”.
Como en ninguna otra ciudad nueva de América, en la Caracas de hoy pueden constatarse algunos de los perjuicios que es capaz de causar el dinero cuando pretende reemplazar a la cultura. Para la empresa de convertirnos la capital en una de las ciudades más desagradables de que se jacta el continente, convergieron aquí dos de las formas más estultas y perniciosas de la riqueza. A la estrechez espiritual de una clase media urbana semi-iletrada que se había enriquecido en el ejercicio de la usura, en la importación de baratijas norteamericanas o simplemente en el juego de caballos, se asoció el aldeanismo de algunos propietarios rurales que vendieron sus últimos novillos y se vinieron a la capital en busca de más productivos negocios. En un país menos flexible a los caprichos de la propiedad privada –o por lo menos más atento a las resoluciones de los Congresos Internacionales de Arquitectura y Urbanismo– la simple inversión de dinero no les hubiera otorgado a sus inversionistas el derecho a erigirse en ductores estéticos de la ciudad. Pero no hay en Venezuela una ley –ni por lo visto una autoridad– que defienda el derecho de las ciudades a ser bellas.
Y favorecida por la libertad de acción que el generoso Estado les confería a los improvisados árbitros del paisaje, una nueva calamidad pública hizo su aparición. Fueron los que pudiéramos llamar los mensajeros de la marmolina, una cuantiosa inmigración de llamados maestros de obra que venían al país ávidos de imponer entre nosotros algunas de las concepciones más ramplonas de la albañilería italiana. Para realizar los ideales arquitectónicos de unos ricos sin educación y sin sensibilidad, poseían ellos todos los recursos de que la inventiva humana puede disponer en cuanto a mal gusto se refiere. Junto con sus técnicas de pulimento que dejaban el yeso en condiciones de parecer mármol –y al mármol en condiciones de parecer turrón de Alicante–. Traían tamices mágicos cuya intercalación entre la brocha y la pared, podía infundirle majestad de granito a la más modesta “lechada”.
Pero su facultad más resaltante –y sin duda la que mejor les supieron explotar sus patronos tropicales– era la de apropiarse, para la arquitectura, de formas que hasta entonces se tenían como privativas de la ebanistería religiosa, del arte musical o de la repostería casera. A la aplicación de tan curioso ingenio trasmutativo, debemos los caraqueños el que nuestra cotidiana salida a la ciudad sea ahora como una aventura de pesadilla, digna de una nueva Alicia, por entre pianos gigantes, nichos calculados como para un supersantoral y “majaretes” increíblemente desarrollados. Más audaces, aunque ya menos imaginativos, son los que trabajan por reivindicar a Grecia para la arquitectura funcional, y a los pobres cajones y “mecanos” que levantan en cemento armado, les añaden invariablemente su colección de metopas, su frontoncito de caricatura y su apariencia general de tabique recortado. Y como si ya no dispusiéramos de un surtido de fealdades suficiente para colmar el más refinado mal gusto, todavía hemos tenido que sufrir la moda del llamado mosaiquillo de revestimiento, ese material brillante, escandaloso y vulgar, que una vez salido de su sitio natural en los lavabos parece resuelto a dejarnos a Caracas convertida en una ciudad de peltre.
Pero en contraste con la chapucería dominante en su crecimiento arquitectónico, Caracas se ha distinguido también en los últimos años por la eficacia y extraordinario vigor técnico de sus obras de ingeniería. El retraso con que llegaron a la Universidad Central los estudios de Arquitectura, no solo ha justificado la usurpación del oficio por una albañilería de la peor calidad, sino que permitió al ingeniero civil aventajar al arquitecto en años de desarrollo y experiencia. Pensamos especialmente en la ingeniería vial, cuyas conquistas –estimuladas por un criterio urbanístico que subordina las necesidades de la vivienda a la tiranía del mercado de automóviles– son en cuanto a estructura, las más notables de nuestro tiempo caraqueño. Junto a la indigencia estética de unos edificios sin estilo –o de una concepción arquitectónica retrasada– y en los que hasta el nombre resulta a veces una insoportable cursilería (algunos son bautizados con el anagrama o las siglas de sus arrogantes propietarios), la austeridad de las grandes avenidas le aporta a Caracas el buen sentido y aspiración de solidez que no pudieron darle sus perpetradores de apartamentos.
La ingeniería actúa así como una atenuante de la fealdad urbana; pero por curiosa paradoja, al fortalecer hasta el exceso la autoridad profesional de los ingenieros civiles, termina por convertirlos en agentes tan malignos de aquella fealdad como pudiera hacerlo cualquier aficionado a la marmolina. A ingenieros civiles que no tuvieron la modestia suficiente para quedarse en su sitio cuando el auge profesional los rodeó de prestigio, debe Caracas muchos de sus edificios llamados monumentales, verdaderos monumentos a lo pesado y duro, donde todo, se concedió a la fuerza y nada a la belleza. Caracas todavía espera su Pier Luigi Nervi, capaz de conciliar como en los tiempos renacentistas de Alberti, en un solo profesional las virtudes complementarias del arquitecto y del ingeniero.
De tan intrincada controversia de intereses, la nueva Caracas va surgiendo como una ciudad improvisada, hecha para satisfacer pequeños caprichos y ambiciones, no verdaderas necesidades; desprovista de aquellos estímulos espirituales que necesita el hombre para hacer de la existencia un oficio agradable y creador, “La ciudad –enseña Aristóteles– es una asociación de seres semejantes, la cual tiene por fin la vida más perfecta posible. Es la asociación del bienestar y la virtud, para el bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma”. Ciudad nueva rica, calculada para estrenadores de automóviles, y donde lo suntuoso y artificial alcanzó una monstruosa prevalencia sobre lo esencial humano: esa es la Caracas “monumental” que ha desarrollado las más grandes autopistas de América junto a los barrios pobres más miserables del mundo. Rescatarla para el generoso ideal aristotélico de la ciudad, es la tarea que espera a los nuevos arquitectos venezolanos, para cuando (alcanzada aquella autoridad conductora que solo confiere el tiempo) puedan oponer a toda violencia y a toda fealdad, la serenidad y ordenada belleza de su arte. Para entonces el nuevo hombre de Caracas, hoy paria de un instante de estremecimiento y convulsión histórica, podrá volver los sosegados ojos al cielo de la ciudad, y como el poeta, reconocer el espíritu inmortal de Caracas en el triunfante vuelo de una tropilla de palomas que cruza el valle.