literatura venezolana

de hoy y de siempre

Días de rojo

María Elena Lavaud

Capítulo 1

La lluvia había vuelto a sorprenderla sin paraguas. Caminaba con paso apurado tratando de ganarle tiempo a las gotas, que comenzaban a convertirse en un agua­cero; pero la velocidad de su andar no era solamente producto del instinto natural de ganarle la partida a la lluvia; era la consecuencia lógica del ritmo de sus pul ­saciones, todavía aceleradas, tras el encuentro de minutos atrás.

Cruzó con paso rápido la vía hasta tomar la avenida Fuerzas Oficiales. «¡Diablos!», farfulló al dar un traspié tratando de avanzar por las voluptuosas aceras del oeste de la ciudad, que más de 30 años después mostraban todavía los rigores del terremoto de 1967. Era uno de esos excepcionales días en los cuales salía de casa sin automóvil. «En mala hora», se reprochó mientras intentaba alcanzar un taxi.

Hasta el frío y la época de lluvia había cam biado en Agua Grande a finales del siglo XX. El frondoso pulmón vegetal que adorna el valle que es la capital, domi­nado por palmeras y ceibas, respiraba desconcertado intentando seguir el paso a los desarreglos que desdibujaron en el calendario el lugar del frío decembri no y las lluvias de mayo a Septiembre. La anarquía se instaló en el ambiente, como presagiando la turbulencia que indefectiblemente habría de tocar a todos sus habitantes.

La lluvia de ese día  la había sorprendido tanto como la fatuidad de aquel hom­bre que acababa de conocer, gracias al desafío de su amiga de la infancia y a la postre también colega, Cecilia.

– Anda Irene, acompáñame, no quiero ir sola, me da un poco de miedo, a decir verdad. Ya sabes que tiene fama de atrevido y mujeriego.

– Por favor, Cecilia. ¿Quién va a creer eso?, ¿tú con miedo, y a un mujeriego? ¿Imposible! Intenta otro argumento: además, ese hombre me repugna, no lo soporto. Por más que lo pienso y trato de entender sus razones, para mí jamás serán suficientes para justificar el uso de las armas y las muertes sin  sentido que provocó. Es demasiado Ceci, no me pidas eso.

– Irene por favor. No parecen cosas tuyas. ¿Vas a dejar que otro te cuente cómo es en realidad el hombre que en pleno siglo XX trató de dar un golpe de Estado a una de las democracias más sólidas de la región? ¿Vas a perder la oportunidad de verlo personalmente?

Allí estaban, esperando en la antesala. Cecilia, como siempre, había logrado salirse con la suya. Había convencido a Irene, a la que conocía como la palma de su mano. Recurrió a esa persistencia inagotable que poseía, la misma que empleaba para presentarse ante quien se le antojara, desde cantantes hasta estrellas del cine; todo con la excusa del periodismo, y para satisfacer su espíritu aventurero y conquistador. Provocadora por naturaleza, Cecilia sabía sin embargo cómo tocar las fibras y el orgullo de su gran amiga. De pequeñas, fueron muchos los helados que dejaron derretir a causa de conversaciones tan amenas como interminables, llenas de ideales y de sueños compartidos.

La puerta de la sala  de visitas  se abrió  lo suficiente para que Cecilia e I rene alcanzaran a presenciar la despedida.

– Entonces nos vemos la semana que viene, comandante – decía Victoria Correa dándole la mano.

– Claro que sí, belleza, recuerda que voy a estar esperándote – respondía Sánchez con un guiño de ojo. Acto seguido dio la bienvenida a las reporteras.

– ¿Ustedes son las que vienen de Radio Ciudad?

– Nosotras mismas somos – se apuró a contestar Cecilia pellizcando a Irene que observaba todo con displicencia. «Muévete mujer «, le susurró para que se levan­tara de su asiento.

Entraron en la sala. Era pequeña, pero estaba lim pia, ordenada y con una buena dosis de luz del sol que se colaba por el alto y enrejado ventanal que recorría una de las paredes del viejo Cuartel de largo a largo. Otra de ellas, la de enfrente, es­taba repleta de escrituras, pensamientos, reflexiones y diagnósticos políticos. Era la letra del comandante, pequeña y apretada; vertical, con marcador negro. Irene reparó en ella enseguida, tratando de calcular en cuántas horas o días aquel hombre había producido semejante crucigrama.

– ¿Cómo es que se llama el programa de ustedes? – Terció Sánchez para romper el hielo.

– Se llama Adán y la serpiente – respondió Cecilia deslumbrada, contándole a guisa de carta de presentación que hacía pocos meses ella, junto a su compañero de programa se había ganado el Premio Nacional de Periodismo.

– ¿Y quién es la culebra? – respondió entre risas el Comandante, dedicándole de una vez una mirada socarrona a Irene.

– Yo no formo parte del equipo del programa. Soy periodista, pero esta vez solo vine acompañando a mi amiga. No perdamos tiempo, por favor – dijo Irene visiblemente impaciente, rogando con la mirada a Cecilia que se diera prisa.

La primera pregunta de Cecilia era la obligada: ¿Cuáles fueron los motivos que tuvieron los comandantes golpistas para emprender las acciones. Irene se sabía la respuesta de memoria: la corrupción, la pobreza, las cópulas podridas de los par­tidos políticos. En fin, el mismo discurso que con cada entrevista apreciaba más fácil y más fluido en el comandante Sánchez.

Soportó estoica la mayor parte del tiempo sin perder detalle; se mantuvo al mar­gen escuchando y escrutando cada gesto y cada palabra de  aquel  hombre  que ahora le causaba más repulsión. Dejó que Cecilia asegurara su trabajo, y cuando estimó que ya estaba listo, echó mano de la vieja táctica: la pregunta más imper­tinente para el final, por si el entrevistado se molesta y da por terminado el encuentro.

-¿Qué cree usted que le dio derecho para tomar las armas que se le dieron para la seguridad y defensa del país, y arremeter con ellas contra sus propios compañeros?

Cecilia observaba con atención cómo Irene iba subiendo el tono de sus pala­bras, mientras el Comandante cruzaba sus brazos y se reclinaba en el asiento midiéndola con la vista sin perder detalle de lo que decía.

–Tú no entiendes, muchacha.

–Pues déjeme decirle, Teniente Coronel Néstor Sánchez, que usted se equivocó. Usted ha usado las armas de la República para matar ciudadanos; por el mo­tivo que sea, usted es el responsable de la desgracia que muchas familias nunca podrán olvidar. Familias pobres, por cierto, ésas en cuyo nombre usted dice que actuó; familias de soldados humildes, que murieron unos por obedecerle a usted, y otros por obedecer los principios y formación militar e institucional que les impartieron para defender la democracia.

Cecilia no dejaba de mirar a aquel hombre que se le antojaba lleno de una ener­gía irresistible. Seguía cada uno de sus gestos y cada ademán con todos sus sen­tidos. Pensó que sin duda se trataba de un hombre valiente, que había sido capaz de hacer temblar las bases del estatus de una sociedad más que carcomida en sus cimientos por la corrupción, los intereses económicos y el abuso del poder. No obstante, sabía que el encuentro estaba por terminar. Conocía de sobra a Irene; así que se levantó de su asiento y comenzó a caminar hacia  la salida, aun cuando desde ese mismo momento, íntimamente, supo que regresaría.

– Escúcheme y véame bien,  Teniente Coronel.  Mi  nombre  es  Irene  Becerra. Como  le  dije,  no  estoy  en  funciones  periodísticas  en  este momento,  solo vine acompañando a mi  colega; pero como ciudadana, y con  la libertad  plena que me da esta democracia que usted pretendió quitarme, me atrevo a decirle que usted es una deshonra para las Fuerzas Militares: que usted  no se merece ni un céntimo de los impuestos que hemos pagado para su formación militar; déjeme decirle que su famoso golpe de estado que muchos ya le aplauden, a  mí me llena de asco y de vergüenza. Me decepciona  usted, y sus actos golpistas me ofenden como ciuda­dana y com o ser humano. Piénselo, Ten iente Coronel, y revise su discurso, porque puede usted tener razón en el diagnóstico, pero se equivocó en la solución.

Irene se disponía a seguir a Cecilia cuando Sánchez se levantó y la tomó del brazo.

– Así es que me gustan las cosas a mí, por la calle del medio, con franqueza y valentía, porque tú eres muy valiente. ¿No es así? ¿Irene me dijiste que te llamas?

– Becerra Gedler, no se le olvide.

–¡Imposible! Eso te lo aseguro, belleza. Gracias por la visita de todas maneras, y te aseguro que nos volveremos a encontrar.

No era la primera vez que argumentos como los de I rene se le presentaban al comandante. No obstante, estaba convencido de que conquistaría el poder tarde o temprano. Victoria, la abogada que acababa de despachar, tenía razón; era preciso obtener la libertad de inmediato. Luego tendría tiempo de ocuparse de todo. Espe­cialmente de gente como esa Irene, que se atrevían a desafiarlo.

Cecilia  ofreció llevarla, pero ella prefirió caminar para tratar de disipar el disgusto. Apenas se subió al taxi reventó el aguacero. Pidió al chofer que la llevara a su oficina en el sureste de la capital. Todavía sentía en  su brazo la presión de la mano de aquel  hombre que  ahora despreciaba mucho más.  Irene entendía sin duda que se trataba de la noticia del momento, pero siempre pensó que se le estaba dando demasiado espacio en los medios de comunicación a semejante personaje. De nuevo la necesidad de encontrar un Mesías que resolviera todos los males del país se estaba convirtiendo en un verdadero problema; sin embargo muchos parecían no advertirlo.

A med ida que hacían el recorrido para tomar la autopista en sentido Oeste-Este, la lluvia ponía de nuevo al descubierto las miserias de los gobernantes y el calvario de los  habitantes: alcantarillas totalmente obstruidas y quebradas llenas de escombros que dejaban en evidencia como por arte de magia, la desidia de la que  por años ha sido víctima la que alguna vez fue calificada como una de las ciudades con más potencial de desarrollo en el continente.

Sucedió entonces lo de siempre. El tráfico se complicó en segundos. «No es posible tanto descaro – pensaba entregada al retraso de al menos media hora que tendría en llegar a su destino – primero prometen todas las soluciones del mundo, y al llegar al poder se olvidan de todo. Embaucan a la gente con una pretendida vocación de servicio y luego no hacen gran cosa. Es indecente comprobar cómo el modo de vida de estos personajes no se ajusta para nada al  nivel de ingresos que teóricamente perciben», pensaba una y otra vez. «¿Cuál es el  interés entonces en lograr cargos públicos si los salarios son una miseria?» Para ella, la respuesta era obvia y vergonzosa.

En eso, lamentablemente tenía que dar la razón al Comandante. Sin embargo, la democracia era sin duda un sistema político criticable, como ella misma lo hacía, pero perfectible e insustituible. Lo peligroso resultaba que ahora, un golpista devenido en celebridad comenzaba a ganarse la simpatía de los habitantes  de Agua Grande, ese país lleno de costas hermosas, selva, llano, montañas y no pocas riquezas naturales. «Mi Dios – pensó – qué disparate».

Llegó a la editorial una hora después de lo previsto. Con lluvia y sin aire acondi­cionado, como era corriente en los taxis de la capital pese a su clima templado, el trayecto le resultó agobiante.  Salvo el relativamente nuevo subterráneo con que contaba parte de la ciudad, el transporte colectivo seguía siendo una gran calamidad. Tenía parte de la ropa húmeda  por las gotas de agua que al estrellarse contra el vidrio semiabierto para permitir la circulación del aire, iban a parar encima de ella. El sopor la acompañó todo el camino, y una sensación de ahogo se apoderó de ella por momentos. Se sentía angustiada e inquieta.

Una vez en su puesto de trabajo, despachó dos reportajes que tenía pendiente entregar, y se dispuso a listar las entrevistas que haría para la próxima edición: una investigación sobre el éxito de las telenovelas nacionales en el exterior, que estaban  siendo vendidas  incluso en  Europa; se trataba de un fenómeno sin  precedentes en la historia de la producción de la televisión local. Un semanario especializado en mercadeo y comunicaciones como ése donde ella trabajaba, no podía dejar de ofrecerlo a sus lectores.

Se encontró con la página en blanco frente a sí. Estuvo varios minutos sin escribir palabra; inmóvil, pensativa. No podía alejar de su mente la escena con el Comandante Sánchez.  De pronto, recordó el sobre amarillo que escondía  bajo llave en una de sus gavetas. Lo abrió. Volvió a repasar de nuevo las páginas que contenía, una a una. La primera de ellas con el rótulo de «Confidencial: Informe de Inteligencia «.

Cada vez que lo leía terminaba con la misma sensación: había piezas que definitivamente no encajaban en el rompecabezas, y la tentación de encontrarlas crecía en ella día a día. Nunca podría olvidar aquella experiencia de la madrugada del día de la intentona golpista.

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