Arnaldo Jiménez
Bordes
Las bisagras del mundo.
Lo importante del agua que se vierte en un vaso es que no mantenga el equilibrio, que amenace con desbordarse como las nubes que, en la medida en que van espesando sus grises, se van uniendo para caer juntas, o que mantenga temblando su permanencia espejeante y se continúe en el rostro del que se aproxima a verse. Pero, aun cuando el agua no volviese a su costumbre de río, el borde del vaso continuará siendo lo que era, una continuidad, una potencia de las prolongaciones. El borde es tanto un final como un inicio, el agua se derramará y bajará por el cristal del vaso buscando otras orillas que le señalen su recorrido.
Si observamos bien el cauce de un río, nos daremos cuenta de que en el agua misma se encuentra tanto el borde como lo que hace que este se mantenga en tanto que se mueve. El mundo está abierto por sus líneas, las líneas no lo resguardan, al contrario, el mundo, las superficies del mundo resguardan a las líneas, entre ambos se tejen constantes relaciones de continuidad y separación, solo los bordes hechos por el hombre son estáticos, duros, a excepción de las fronteras del saber y del universo poético.
En efecto, en los pétalos de una flor hay bordes por los que puede lucir su belleza el resto de la lluvia que queda sobre ella, pero no hay límites, la luz del sol se continúa por ella y por la mata, esta última no es más que un pedazo de sol vegetal que se expande por las bisagras de otros seres vivos. De modo que existen bordes materiales que están acoplados a bordes inmateriales. La pintura china clásica parte de la reproducción del acto creador divino sobre el lienzo o la hoja blanca, pronto lo lleno se conjugará con ese vacío y se establecerá un equilibrio pautado por la distribución de sus bordes. Así los objetos demarcan sus presencias. Saltan al observador y lo asombran o perturban. Los objetos no se llenan por su materialidad o por la combinación de sus colores, si no por el vacío de la pincelada que les permiten ser dentro de sus límites. ¿Y qué son las palabras sino figuras de bordes que contienen dentro de sí, sobre su cara externa y en su rostro interno, la vacuidad y la llanura, el primero como posibilidad de los significados y el segundo como tapa del misterio? Entre los versos de un poema, ¿no se encuentran precisamente esos espacios que permiten la creación y que remiten directamente a aquello que no puede pasar a la palabra legible y audible, remiten al pasado que no se puede historiar, el que se pierde? Toda escritura porta en su ser el registro de una memoria, sea de una verdad, de una pasión o de un anhelo. De tal manera que la literatura como hecho consumado mantiene al ser humano en un borde, se continúa, para bien o para mal, hacia lo externo y hacia lo interno, tanto de los autores como de los lectores, quienes son colocados en el camino hacia sí mismos, con los ojos abiertos y una madeja de hilo para ir marcando la ruta que lo llevará seguramente hacia lo desconocido.
La movilidad inmóvil de los bordes.
No todos los bordes son precisos y claros, la niebla, que gusta merodear las montañas como un animal de alas húmedas, mete su cuerpo por entre los troncos de los árboles y desciende sobre los copos plegándose a las múltiples superficies y dejando en ellas el rastro de su lenta danza. El inmenso lleno de la montaña despliega en el transcurso del día una serie de degradaciones del azul y del gris pautadas por las luces que el sol exprime sobre ellas. La niebla tiene autonomía, movimiento propio, baja y sube por la montaña movida por su voluntad de belleza, finalmente, la blancura luminosa se apodera de ella al pertenecer a las nubes que se acuestan por los bordes más altos adoptando sus formas. La montaña, en tanto que infinita y sinuosa, es un gran mar vertical. Estas criaturas difusas y ciertas son tan solo un ejemplo de la infinitud de implicaciones que existen entre lo visible y lo invisible, lo movible y lo estático, cuyas imágenes nos evocan el paso de los bordes del tiempo por las cosas y los seres. Nunca estamos en un tiempo preciso, nos sostenemos en sus uniones, por sus orillas apelmazadas, caminamos.
Y el mar, ¿no es acaso un borde sin borde, una línea abierta que marca obsesivamente la falsedad de sus límites? ¿Dónde está la orilla? ¿En el calor, en el viento? ¿Dónde acaba el mar? ¿En el final de un pelícano? ¿En el desgaste de las olas? ¿En la resistencia de las piedras? ¿En los muertos que lo hunden? Ciertamente, el mar es un borde hecho interrogación, sus aguas bullen hacia arriba picoteando el desplome de los rayos solares, abandonando su espesor a los caprichos menstruales de la luna. ¿Acaso no guarda el mar dentro de sí un cielo espeso y negro con una tempestad siempre al acecho? El mar es la expresión más fidedigna de la conversión del borde en lleno y del lleno en borde. Pero esto se contenta con ser mostrado o descrito, no con ser conceptuado ya que los conceptos atrapan las movilidades de la realidad y pretenden solidificar su misterio, lo cual es imposible por la presencia de la muerte como función de todo lo vivo. A uno le provocaría decir que la muerte es un lleno sin borde, pero, ¿un lleno de qué? Inmediatamente se impone el absurdo de la pregunta, daría igual decir que es un borde puro. A diferencia del mar, las preguntas acerca de la muerte nos devuelven un reflujo de ironía, un sin sentido que acusa un filosofar inope. Ante el mar todo pensamiento tiene un fondo, todo lamento es libre, todo sentimiento se acomoda a sus propios límites y la verdad misma comprende que es infinita en lo que tiene de silencio y de oscuridad. ¿Silencio y oscuridad?, tal aliento es la noche, que quita el velo del sol y nos permite buscar otra profundidad, la noche pues es ese mar oscuro que mueve hacia arriba la mirada y abre la sonrisa del cielo que se pone blanca en la cayena y suave pare el dolor que alumbra. Entonces sabe a sal el silencio, también crece su marea, ¿cuántas cosas flotan dentro de nosotros atraídas por el reflejo de las palabras y después vuelven a bajar oscuras?
Por otra parte, los bordes urbanos han dado origen a modificaciones espaciales en el comportamiento de algunos animales, por ejemplo, en los quicios de las ventanas y de los balcones, sobre todo en los edificios, las palomas se aparean y construyen sus nidos. Lo mismo ocurre en los pretiles y en las cúpulas de las iglesias, en galpones y casas abandonadas, las palomas invaden las vigas y los tablones que sostienen a los techos, son las conquistadoras de las alturas citadinas. Así mismo, de los cables conductores de electricidad penden nudos de matojos llevados ahí por los pájaros. Las iguanas habitan tuberías desvencijadas al borde de ríos arruinados y convertidos en receptáculos de aguas sucias, ellas asoman sus opacas quietudes por las grietas de las capas de cemento en las que ellas mismas se tornan ramas partidas, hendijas verdes, caminos. Por último, hay casas invadidas casi totalmente por las hormigas que suelen realizar sus peregrinaciones por los filos de las paredes y de los frontispicios, los rincones de las alacenas, los contornos de los trebejos y el lleno de los alimentos en los que trazan ellas mismas una línea móvil ([1]).
Los olores y los sabores no tienen bordes sino en el olfato y el gusto. Las uniones entre los sentidos y los objetos nos permiten disfrutar de la imagen en la que el sujeto está desparramado en afueras, este núcleo de dispersiones es el alma misma de las etnias indígenas, así como el sustrato básico de poesías como las de Ramón Palomares, Pérez Só y Luis Alberto Crespo, este último gusta de expresarse a través de las rayas, los filos y las orillas, de los hundidos, de los bordes que se curvan en lejanías. En dos versos de un poema llamado “Lados” nos dice: “Usamos la orilla/su partido”. Y toda su obra es un juego de habitar los bordes y los llenos de un pueblo, de un cuarto, de los seres que a su vez lo habitan ([2]). Es importante señalar que la mirada poética sobre lo externo es una manera de profundizar la percepción de los contornos, sus tonos, sus texturas, su moral; los poetas se encuentran en el paisaje porque este contiene todas las emociones y expresiones del alma.
El borde de la escritura y la escritura de los bordes.
Una ciudad se entiende que es una separación de superficies entre el artificio y la pureza. Bien mirado, el borde originario entre la naturaleza y la cultura, por el cual toda ciudad pretende desalojar a la barbarie, mantenerla tras sus rayas, era más interno (dentro del hombre) que externo. Era un borde imaginario que sigue existiendo en tanto que produce el valor para comprendernos como humanos. Sin embargo, la escritura restituye los límites para el hombre citadino, el acto de escribir funda una constitución personal y colectiva que ordena con otro tipo de normativa la vida social, esta normativa tiene como trasfondo una orientación en la comprensión, un mapa en medio de la incertidumbre de ser y de estar. La memoria es el trazo de los bordes de la escritura, ellos se complementan y permiten el fluir del tiempo. La memoria necesita de la marca, en ella vive y de ella se alimenta.
La animalidad en el hombre tiene dos caras, dos rostros en un mismo borde, o bien es un exceso de lo humano mismo, un estiramiento de la condición salvaje que nos funda sin lenguaje, sino en la pura acción, o bien es un equilibrio, el trato por igualdad con las profundidades de lo externo, ya que ello permite llenar con sentido al cuerpo, aunque esto implique la suposición de que el lenguaje no es una separación o un mediador.
En todo caso, el hombre está cruzado por bordes que buscan permanentemente el equilibrio de sus fluidos, su cuerpo y su alma no comienzan ni terminan. Las cargas que llevan las palabras, las que no se van con ellas, pueden hacer que nos desbordemos, algo de ello hay en los típicos regaños que los padres les dicen a los hijos: me tienes al borde… Muy usado también por los enamorados, sobre todo, cuando una palabra o un silencio caen como una gota que hace que el agua traspase su equilibrio y se derrame, ellos, cuya unión tiene el sentido de mantenerse alejados de los bordes. “… no pisan los amantes continuamente los bordes, uno en el otro, ellos se prometían extensión…” ([3]). Y Rilke mismo es un poeta que mantuvo a su acto creador entre la reflexión con economía del lenguaje, para dirigirse al más allá, a la verdad que se esconde tras la precisión de las palabras que fueron elegidas para transportarla, y el desborde de las imágenes con despilfarro de recursos que exceden la realidad externa.
Estar al borde. Sí, la vida siempre es un estar al borde, sea de las violencias, de las huidas, de las traiciones, la locura, el odio, los dioses o de la muerte. En este sentido, estamos atrapados en una línea que se traza en la medida en que vivimos: ¿una escritura de bordes?
Muros
Los retos del muro
Los muros son seres surgidos de las mezclas que endurecen la altura para establecer una separación. Conquistadores del aire y de la tierra, guardianes de un más allá incierto, reveladores de nuestros miedos y valores, de nuestras angustias y desafíos.
Los muros nos invitan a dar el salto, a convertirnos en retadores de lo imprevisto. Pueden alojar en su después otra dimensión en la que lo desconocido se nos revela, al correr su telilla ilusoria surge un detonador de nuestros sentidos, estos, al poco tiempo, se vuelven a sumergir en la realidad tratando de que el curso del mundo se acomode a la novedad, ¿no fue acaso un muro el inconmensurable océano que Colón saltó para internarse en un ámbito de lo real para lo cual la percepción ordinaria europea no estaba preparada?
Tenemos también la opción de no aceptar el reto de tumbar un muro y volver sobre nuestros pasos cargando con el de nuestros miedos, en este sentido, el muro es una parálisis, una quietud cuyo silencio penetra en los mismos huesos de la conciencia y remueve antiguos terrores, como el que se adviene en un tiempo no vivido, signado por la incertidumbre pletórica de desvanecentes bases. La niñez nos hace ver así las edades, de la que los adultos son polívocas informaciones, noticias andantes erigidas en cuerpos que quisiéramos habitar, no desaparecer como lo sugiere el Edipo freudiano, ni implotar desde el fondo de la estructura económica como hubiese querido Marx derribar la división material, dura, que hay entre las personas, sino escalar sus bloques cuyo manto de moho dejará caer el tiempo. Encontrando, seguramente, algunos huecos, erosiones infortunadas que desde una perspectiva inferior no se contemplan.
Un muro no es una simple pared, esta necesita de otras paredes, no tienen sentido en sí mismas, dependen de la forma, de la figura, están hechas para albergar, para edificar y proteger, sus finalidades son hogareñas, anuncian una casa. Los límites del muro no son físicos, se ubican generalmente en el que se planta frente a él, es símbolo de un tiempo por vivir, de un universo por registrar, es asunto del hombre proseguir, desarrollarse, percibir la libertad fugaz de superarse a sí mismo en tanto que obstáculo. Quizás los muros sean ficticios o innecesarios, como resultó ser el gran muro de Berlín. Pero el ánimo que recorre a una persona frente a su muro privado no es el mismo que recorre a una colectividad frente a los históricos, en estos la impotencia, el absurdo, produce un pasmo atroz que atenaza los cuerpos y rechaza la voz, rechaza el grito que persigue con su claror al otro que también se deja ganar por la desesperanza. En el privado, la indecisión, la duda, el temblor, la penitencia de repetir y repetir con el frenesí obsesivo de las olas un mismo salto en falso, atrapado en la creencia de que lo flexible, la transformación y las mutaciones no son sus atributos, sino la dureza, lo inmutable, lo siempre igual; canalizan al alma, la estancan, no la dejan convivir con la perpetua reproducción de los muros abscónditos de sus interioridades. El muro privado es un silencio que se arrastra sin querer.
Hay muros que son simulacros, pero quizás sean los más difíciles de derribar, si es que la presencia de ellos nos evoca esa única acción. Muros que se edifican en los discursos políticos o en la escritura. Todos los muros históricos son “de lamentos”, ellos ligan por la tragedia de la culpa y separan por los vuelos ambiciosos del poder, por supuesto, son testimonios políticos de odio al tener la espesura, la latitud y la altitud específica de la separación, de la segregación.
El muro no abandona su silencio por más que lo conviertan en un mural, en un correo público, no es una pared criptografiada, pintarrajeada, pared cómica y humorística en la que el hombre de ciudad tapona, superpone las capas parlantes que amordazan el íntimo silencio de la piedra. Y es verdad, un muro pintado o invadido por la escritura no es más que una pared que abandona su normal aspecto para ir momentáneamente a desafiar las famélicas miradas de los transeúntes. Un muro debería estar impasible en medio de una vía impidiendo el paso en todos sus sentidos, allí situado, petrificante, como el de Montejo: “en esta ciudad soy una piedra/me he plegado a sus muros seriales, opresivos/de silencios geométricos/no me puedo mover, se cae mi casa/uno tras otro se derrumban/los edificios hasta el horizonte/al fondo de la piedra soy un lagarto/en el lagarto una mancha amarilla/mancha del tiempo/no puedo hablar, la lengua se me traba/Orfeo el tartamudo es mi vecino/oigo su tos nocturna/reconozco el ladrido de su perro/soy una piedra atada a esta ciudad/un lagarto en sus grietas/una raya en su espalda ya muy tenue/Giran los días y permanezco inmóvil/todavía escucho latir el corazón/tenaz, a la velocidad de la materia/y hasta la arena que cae de la memoria,/pero ya sólo siento que no siento”. ([4])
Metamorfosis más agraz y temeraria que la kafkiana, el poeta no mimetiza el color del cemento como lo hacen las iguanas al envejecer, ni procura comunicarse como en el caso de los camaleones, es muro del fracaso de la palabra, su oficio es darle forma al misterio, distribuir las palabras en el silencio, atadura más ardua y mortífera que la de Ulises para quien el propio Kafka urdió el verdadero motivo de su voluntaria sordera e inmovilidad: no querer percibir el silencio de las sirenas. Así como él tampoco quiso percibir el mutismo que le ocasionaba la presencia del padre, aquel muro de su niñez que hubo de convertir en insecto para callarlo, domesticarlo y vencerlo. Pero quizás el silencio paterno es más notorio, con todo lo que tiene de dureza, en “Carta al padre”, allí se opera una especie de venganza en la transmisión de la mudez, lo convierte en personaje, lo domina en su propia identidad y le da un argumento, un diálogo inmerso en su soliloquio, así que el padre calla realmente. Sin duda alguna, la literatura es el medio de derrumbe de la distancia que impone el miedo y la incubación de la culpa cristiana, con la escritura Kafka logra derribar la separación al recrear los detalles de la convivencia fallida. ¿Cuáles sería las respuestas del padre? ¿Qué secretos, remordimientos, amarguras, lealtades, infidelidades, traiciones filiales quedarían plasmadas en la carta del padre, carta virtual que se desprende de la otra?
La carta se inicia con el señalamiento y la confesión del miedo: “Una vez, hace poco, me preguntaste por qué decía que te temía. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por el miedo que me das…” La exposición va creciendo y profundizando el análisis de sus diferencias y similitudes en cuanto a actitudes y aptitudes frente a la vida y una vez más, es la literatura el marco donde se inserta una comunicación basada en la exploración del pasado familiar y los desencuentros de las esperanzas y los proyectos, pues, la literatura proviene de la terrible e imperiosa necesidad que tiene el hombre de enfrentarse al tiempo y no perder su historia.
Retornemos ahora a Montejo. El poeta se vuelve piedra, extraña en la ciudad y sin embargo unida a ella y es esa la sensación y la verdad poética que emana del muro: un extranjero en lo familiar, como los miserables y los seres del subsuelo, los pequeños habitantes de la noche que han poblado la literatura en su búsqueda e imitación de lo real. Y la grieta del tiempo adquiriendo el tono de lo que no es resplandor, no sólo sobre el cuerpo sino en todo él, plasmándolo en lo impasible, viendo cómo los días se pierden más allá de sus fuerzas, las luces de sus arrugas, el canto de su desmoronamiento, quieto y sin embargo pasando por el tejido de engaño y belleza del tiempo, sin precipitaciones, sin tener delante camino alguno, él mismo cesando de guardar su vida, accediendo a otro plano de la quietud, el de la velocidad interna. Así el muro es un ser que escucha, que almacena los ruidos del mundo y no fleta ninguno, no nos ofrece su voz, sólo la inquieta y silente presencia de su ley.
La ley del muro permanece indecible, la intuimos y nos dejamos ir por su fascinación, no es tan sólo la ley de la muerte, esa que vemos, por ejemplo, entre Méjico y Estados Unidos, esa ley que muy bien pudiera intuirse en una poética de las huesas o de los fosos, sino de lo imposible y de lo posible en la vida, la intensidad de las fuerzas humanas que se desenvuelven en las potencias del porvenir o que se enconchan en un eterno presente. La ley de las interrogaciones.
En realidad, el poeta adquiere la mudez de los muros de la ciudad que lo rebasa (hendija de sus luces, laja en lo dinámico y en lo etéreo), que lo sitúan en otro plano de la velocidad, el de la quietud. Y sin embargo él no es todo el muro, es apenas una piedra entre muchas, una raya borrosa, hundida en el ancho mar de la dureza, pero sin pasar, como una grieta, extendido, sin horror en su rostro, sin las dimensiones de la mentira. En la grieta fracasan las tempestades, su oscuridad es una puerta para aquel que descubre en ella su propia oscuridad y escucha la huida de sus sentidos. El poeta queda atrapado en el deseo de la piedra: volver a la postura inicial del cuerpo, la pasta, el barro, la disolución. Atrapado como en la vida, los sueños, la muerte. Otra sombra en la sombra, una mancha en la mancha, una herida que nos amasa en la textura de la espera y deja fluir la profunda soledad de un testimonio sin canto ni sufrimiento de lo que poco a poco siempre está dejando de ser, siempre está dejando de tener forma.
Muros literarios
En la obra de Deleuze y Guattari (El Anti- edipo) el muro es un símbolo de la función psíquica que desvía, impide o facilita el paso de los fluidos energéticos, en el caso de que sea cierto que la vida es una máquina que marcha deseando y un deseo que maquina su objeto y este sea a la vez una piedra imposible de satisfacer, una piedra a la que nos atamos para dejar que Selene nos cobije una y otra vez con su amor infinito y nocturno[5].
La materialidad del muro está en el orden del secreto, la conjunción emocional de lo psíquico y lo físico, o de todas las parejas de contrarios como en la muralla del paraíso en la simbólica cristiana, pero abierta a las búsquedas. Una seducción metafísica a la palabra y al acto, a la memoria y al paso de las edades. Así es el de nuestros pasados, un rastro de la grandeza imaginaria que nos situó en el piso de lo inevitable, un muro cotidiano lleno de olores de comidas, que carda la vida familiar, que sugiere un profundo sueño. Un muro apacible y domesticado. En el momento de la pronunciación literaria, en verdad, es un ábside onírico que produce recuerdos. Desde el muro se escuchan las enunciaciones del pasado. En este sentido, toda literatura se desprende de un muro, se erige como él, se extiende en la edificación de los significantes que procuran extraer la luz que esconde, y yace su presencia en el alma del escritor en tanto contenido de las palabras, y, en tanto refugio para definir una identidad escurridiza como en los casos del poeta Fabio Morábito y el de las múltiples identidades de Pessoa. La literatura realiza así una paradoja, pues es necesario cimentar el muro, preparar sus materiales, ubicar el lugar de su construcción y colocar los bloques ( el lenguaje utilizado, lo que se desea limitar, lo que se quiere esconder, lo que se desea expresar, los tramas individuales, familiares, la situación política, los perfiles de personalidad, los secretos del humano existir, el género, el estilo, etc.) y mezclarlo a la paciencia del albañil que se empeña en decir algo a alguien, a la forma que ronda en su pensamiento; para después abandonarlo, superarlo, saltarlo, destruirlo, desbloquearlo, des-construirlo.
¿Qué se encuentra al otro lado del muro? Una tarde blanca y larga, un zamuro y los infinitos ojos de Dios en la pequeñez de los moribundos. El muro que erigió Fernando Paz Castillo(1964) resume en el poder del poema las inquietudes, los significados de la vida cuando esta es una hermosa flor de tiempo, soledad y canto rozando con sus campánulas el pecho sensual de la muerte. Parece que todo está escrito en ese muro de Castillo: el silencio de la no vida, la angustia de la flecha cada vez que busca la sangre para ocultarse, la condena de Dios como hueso del muro, el límite humano, “vivir y no morir”: la misma suerte de este poema.
Y es que los muros se convierten en obstáculos y estos adquieren las propiedades de aquellos cuando crecemos, cuando nos internamos en las problemáticas órbitas de los adultos. Y no se trata de que la niñez no sea conflictiva, lo es mucho más que cualquier otra edad, pero igualmente estamos mejor equipados para esquivar, burlar y traspasar las durezas y las altitudes de los muros. Lúdico y profundo “el niño” es un recóndito y largo muro que el hombre recorre buscando verdades para su alma y para su vida cultural. No otra cosa realiza Jean Paúl Sartre en su libro autobiográfico “Las palabras”; Sartre entiende que la literatura es inútil y necesaria, que la escritura es un juego de espejos y máscaras donde la verdad y la ilusión se combinan y se usurpan, sólo palabras quedan al final de la vida, allí rociadas sobre “el viejo edificio en ruinas” que es el cuerpo que ha pasado por la experiencia del vivir y del morir muchas veces. Comparada generalmente con el paraíso perdido, la niñez, ciertamente, no es una ingenua y pasmosa paz, al contrario, pero el mismo hombre interpuso para siempre jamás los círculos de fuego que giran y le impiden la entrada a su propio pasado. Los escritores que escudriñan en su infancia se convierten en héroes. Las palabras son las sendas que han de llevarlo por los túneles y desvíos, por los abismos y los parajes de tensa calma. Cuando logran vencer los enigmas de los oráculos, cuando logran apagar las llamaradas de fuego de los dragones que custodian la entrada a su niñez, una condición se torna insalvable, la deformación del recuerdo, la historia de la historia, el cuento moldeando los hechos.
Es la conciencia de la muerte la que nos lleva a percibir a la niñez como un tiempo calmo del cual se quisiera no haber salido nunca, la niñez es así el otro lado de la muralla adulta. El libro de Kafka, Carta al padre, y el de Sartre, Las palabras, tienen mucho en común: son biografías del reclamo, un tono melancólico y cierta aridez en la memoria; la figura paterna como tapia moral, como impedimento del disfrute de la niñez, del desarrollo de las propias decisiones, dice Sartre: “No existe el buen padre, es la regla: no cabe reprochárselo a los hombres, sino al lazo de paternidad que está podrido. Hacer hijos está muy bien, pero qué iniquidad es tenerlos. Si hubiera vivido, mi padre se habría echado encima de mí con todo su peso y me habría aplastado. Afortunadamente murió joven.” De seguro, yo resalto estas relaciones en tanto que edificación mortificante de la identidad porque también mi relación con la figura de autoridad ha sido problemática y a veces la ausencia del padre ha sido un muro mucho más difícil de precisar. Sin embargo, es grato contrastar estos tonos poco festivos con la memoria agradecida de Rafael Alberti, por ejemplo, o la de Henry Miller en “La hojarasca perdida” y “El libro de mis amigos” respectivamente. Pero más allá de las erosiones recíprocas que Dios y el hombre se infringen, quizás para convertirse en brocales fáciles de saltar, está el problema de la profundidad de los muros, de los que se continúan hacia abajo en inmensas y rústicas bases que devuelven al topo e impulsan al hombre a volar sobre sus problemas, no hacia atrás ni hacia adelante, sino hacia él mismo, hacia adentro y hacia lo intangible. Para el que vuela de esta manera la materialidad de los muros es la ilusión.
Sobre el autor
NOTAS
[1] Las modificaciones espaciales en el comportamiento de algunos animales no se agotan en estas que he ofrecido aquí. Muchas otras habrá que ignoro. Entre las que me faltan habría que reseñar a los sapos y a las ranas que se esconden en ollas y sumideros de agua. A las iguanas mismas que suelen arrastrarse por los muros y a los gatos que en algunas ocasiones delimitan sus territorios dejando el olor de sus cuerpos en muebles y cojines. Es interesante observar que las posturas de los animales, sus ubicaciones en los bordes, sus actitudes fotográficas, forman parte de lo que he denominado en este ensayo, de manera muy tentativa, la voluntad de belleza. Muchos seres se muestran y se ocultan movidos por esta voluntad, que habría que sumársela a los instintos de supervivencia.
[2] Luis Alberto Crespo. Antología Poética, 1977, 180. Este poeta, al igual que Pérez Só y Ramón Palomares, expresan una especie de poética material en la que las relaciones con los objetos se establecen en el doble juego de la afirmación por negación (Pérez Só), la afirmación fabulada (Ramón Palomares), y la afirmación por similitudes en Luis A. Crespo.
[3] Rainer María Rilke. Elegías Del Diuno. Monte Ávila Editores. Caracas. 1986,46.
[4] Eugenio Montejo. Antología poética. Monte Ávila Editores Latinoamericana. Caracas 1994.
[5] Aludimos especialmente al Anti- Edipo (1985) texto fundamental de los autores mencionados en el que afirman que el hombre es una máquina deseante que encuentra en las formas perversas y esquizofrénicas de la organización social capitalista obstáculos que impiden el desenvolvimiento de los flujos energéticos; así, la propiedad privada cuya simbólica es indudablemente el muro, la cerca, el aislamiento, es también un esquema o parte de la estructura psíquica del sujeto.