Roberto Molinares
EL VIENTRE DE LOS LAGARTIJOS
Observo el mar desde mi ventana; parece que se avecina una tormenta. Percibo un tenue olor a café recién colado. Observo a Chanteclair dando saltos y chillidos en su jaula. El viejo Víctor me dijo alguna vez: «No te acerques demasiado. El pájaro verá su propia imagen en tus pupilas, y creerá que es un abejorro. Tu luz puede apagarse de un solo picotazo».
Estoy en mi casa de playa y me propongo desenterrar un tesoro. Voy hasta una de las habitaciones. Descorro la puerta del closet. Hay abrigos y sombreros. Abajo, zapatos femeninos de todos los colores y estilos. Hago un espacio barriéndolos con mis pies y comienzo a cavar en el piso con una piqueta de albañil. El primer golpe cuartea el granito y dibuja una tela de araña. Tomo impulso y agrando la herida. El olor a café comienza a esparcirse por toda la casa. Chanteclair canta, acompañando la cadencia de mis golpes. Ha empezado a llover. Pronto el hoyo se hace lo suficiente grande para engullirme. He dejado atrás el granito y ahora estoy sobre tierra compacta, que luego da paso a una arenisca oscura y mojada que huele a playa. Con una pala, extraigo cúmulos de arena. El crujido de la pala contra algo grande y sólido me saca una sonrisa. En efecto, es lo que pienso: un cofre pesado. Vuelo a martillazos el seguro. Al abrir la tapa, se escapa una fuerte luz de su interior, y debo apantallar mis ojos con las manos. La luz mengua poco a poco como una linterna que agota sus baterías. Debería sorprenderme o desconcertarme, pero no ocurre así. Dentro hay un corazón palpitando. Es una entidad viva y viscosa. Tomo una decisión guiado más por la curiosidad que por el instinto. Lo corto de cuajo de inmediato sin que sangre.
En su interior hay un cilindro que tiene una etiqueta con una fecha que no puedo distinguir. ¿Una cápsula de tiempo? Parece un tubo de ensayo metálico. Lo abro y me llevo otra sorpresa. De su interior sale una pequeña salamandra de color violeta que sube por mi mano, adhiriendo su vientre frío a mis dedos. Me asalta un nuevo recuerdo del viejo Víctor: «La felicidad se encuentra en el vientre de los Lagartijos». El violeta es un bello color.
Me debato. No sé si deba abrir el vientre del lagartijo. Admito que me gustaría saber lo que lleva adentro, aunque creo que la salamandra ignora mis intenciones.
Emerjo del hueco y voy hasta la sala. Observo el mar emborrascado desde mi ventana mientras tomo una taza de café.
La tormenta ya está aquí y efectivamente se desgarra el cielo con una espada de luz que toca las aguas en el horizonte. Es un trueno descomunal y extenso que me saca con sobresalto de mi cama y de mis sábanas.
Estrujo mis ojos y dejo caer mi almohada. Resulta que he estado de gira por mundos alternativos gracias a mis dotes de onironauta, y encuentro en ambas realidades algunas sincronías: el acecho de la tormenta y la lluvia.
Me preocupa Chanteclair por su temor a los truenos. Voy presuroso en su búsqueda.
Contemplo una escena de horror. El ave tiene un barrote de su jaula atravesado en el pico como si pretendiera escapar o buscara oxígeno a toda costa. Algunas pequeñas plumas aún flotan. El estruendo le ha cortado el hálito aunque el rayo debe haber caído en algún punto muy lejano del mar.
Es extraño… todavía danza el aroma de café recién colado a pesar de que estoy completamente solo en la casa.
EN ESPERA DE SER LLAMADO
El piso es aséptico y brillante como el de un hospital. De arriba emana una luz muy blanca, casi cegadora, que impide ver la fuente que lo origina. No hay paredes. Se vislumbra un blanco sinfín que se derrama hacia los cuatro costados. Sus pasos resuenan amortiguados por un eco metálico como si estuviera encajonado en un recinto extremadamente grande y alto. El hombre va descalzo. Lleva ropajes blancos. No tiene recuerdos. Ningún concepto en su cerebro. Ninguna idea previa. No sabe por qué, ni para qué se encuentra allí. No sabe quién es. No posee palabras para interpretar o describir. Carece de imágenes o medidores comparativos. Aún así, no siente angustia.
Camina como autómata hasta que divisa a lo lejos algo pequeño que va agrandándose mientras se acerca. Es una silla en medio de la nada. La mira con detenimiento. Se acerca con cautela y la toca. Es blanca, centelleante como el sinfín que lo rodea. Se imagina sentado luego de copiar la forma del objeto. Flexiona las rodillas y coloca la espalda recta, dibuja con su propio cuerpo una línea quebrada en ángulos rectos como la mitad de una esvástica. Se sienta. Experimenta un ligero alivio en sus pies, espalda y caderas. Algo parecido al placer, un descanso.
Transcurre un tiempo indefinido.
No posee conciencia temporal, ignora si han pasado minutos u horas. Sus dedos tamborilean sobre sus rodillas, es la insinuación de una pequeña impaciencia. El tamborileo genera un tic tac acompasado. Tiene la frecuencia casi exacta de un reloj. Su rostro mira al frente, sus ojos bailan, las pupilas están contraídas por la luz. Comienza a sentir el rigor de la dureza de la silla; se revuelve incómodo. De sus pies sube un hormigueo. Sus pies se están adormeciendo. Es una sensación molesta de pesadez. De pronto, oye un chasquido. Es un ruido profundo y confuso como la voz deformada que sale de un parlante de aeropuerto. Jamás ha oído algo así, pero sus ojos se elevan hacia la luz como buscando el origen. Entrecierra los ojos y se apantalla con el dorso de la mano. Entre sus dedos se cuelan hilos luminosos que hieren sus ojos. Se pone en pie como si respondiera, como si hubiese sido llamado, como si de pronto recordara que tiene un nombre. En la distancia comienza a aparecer una incisión que surge del sinfín con un zumbido penetrante. Comienza a abrirse una compuerta. Inicia un recorrido: pasos vacilantes que se vuelven decididos y seguros. Una corriente lo hala. Parece un insecto atraído por la luz. Se detiene frente a la herida vertical recién abierta. Puntos de luz se encienden y apagan alrededor de ella. Es una vagina cósmica. Por fin puede mirar más allá, fuera del recinto absurdamente grande donde ha estado retenido. Lo que mira es asombroso y le sobrecoge. Le sobrecoge a pesar de no tener parámetros para interpretar la belleza. Ante sí, tiene un paisaje extraño. Es un espectáculo incomprensible, eterno, desconcertante. Sus ojos palpan y recorren la negritud del espacio sideral abarrotado de estrellas fenecidas hace millones de años.
Es una sensación extraña y familiar. Sus ropajes se agitan con levedad como las aletas de tul de un pez bailarina. Tiembla mientras una brisa gélida lo azota. Da un paso hacia el vacío. Flota.
EL GLOBO AMARILLO
El tiovivo da vueltas al son de una musiquilla insoportable. Una voz chillona de payaso emana desde un altavoz colgado de una torre: Vea la asombrosa transformación de una hermosa mujer en una bestia peluda. En la entrada de la tienda, está pintado un monstruo parecido al Abominable Hombre de las Nieves.
Papá me compra un globo amarillo y lo amarra a mi dedo. El globo tira hacia arriba como si quisiera arrancarlo.
Voy sobre los hombros de papá. El hilo corta mi carne. Me fastidia. Me saco el hilo y el globo se aleja. Grito y señalo el globo fugitivo con el dedo aún marcado por el hilo.
Nada se puede hacer. No hay salto humano que lo alcance. Es una sensación absurda de vacío en mi estómago, una sensación de pérdida. ¿A dónde va? ¿Llegará hasta el techo del cielo? Papá me aclara que el cielo no tiene techo. ¿Y eso negro donde están las estrellas y donde está colgando la luna, no es un techo? No, no es un techo, responde papá. El cielo es infinito. ¿Qué es el infinito? Papá se esfuerza por hallar una respuesta para mi edad: El cielo no se acaba nunca, el globo subirá y subirá hasta que no lo podamos ver más. ¿Ves? Cada vez es más pequeño: eso es el infinito.
No lo puedo entender. Es un concepto aterrador. Una distancia inimaginable e incomprensible. Siento angustia. Un desesperante vacío de caída invertida. Un vértigo ascendente y vertical. Eso de subir por siempre sin nunca alcanzar un punto definitivo es escalofriante.
Siento que soy el globo amarillo. Lucho contra la ingravidez de mi cuerpo. Tengo mucho temor a pesar de no haber entrado en la carpa del Abominable Hombre de las Nieves. No es para menos: el cielo no tiene techo.
Tengo ganas de llorar.
FANTASMA ENAMORADO
La atemorizante figura de Sir Henry Morgan es casi transparente. Su mano sana descansa sobre la empuñadura de su espada, responsable de cientos de decapitaciones. En su frente tiene una arruga similar a una cicatriz. Nadie conoce su secreto, pero Morgan es un fantasma que aún pena en altamar después de cuatro siglos, pero no por sus crímenes de guerra. Anida un dolor en su corazón. Inconsolable, el pirata sufre por una eterna pena de amor.
Sobre su hombro lleva un asombroso pájaro que ostenta el color de la hierba del Caribe, un ave que puede hablar. Cuando el pájaro lo hace, el rostro del pirata cambia, sonríe y la arruga de la frente desaparece. La criatura lleva por nombre Rita Watford, como la chica de ojos azules que le brindó el primer beso en su natal Gales y le inspiró sus iniciales y torpes sonetos. Tenían trece años cuando se juraron amor, hasta que un hecho terrible truncó el idilio. Morgan fue secuestrado en Bristol y vendido como esclavo en las Bermudas. Se convirtió en un desalmado, un personaje de leyenda, el pirata más temido de la historia.
Rechina la cubierta por el taconeo de su pata de palo. Su navío destartalado y neblinoso huele a pólvora. En lo alto ondea la bandera de la muerte. Morgan intenta hacer hablar a Rita. El ave se niega y ladea la cabeza, observa al pirata desde la perspectiva de un solo ojo.
Dame un besito Rita, por favor, ¡anda preciosa!
Curiosamente, Morgan no suplica en su idioma. Tiene un fluido castellano gracias al intercambio con sus prisioneros hispanos y caribeños. Deja caer con desdén el brazo terminado en garfio. ¿Para quién habrán sido sus besos y aquella mirada azul que tanto se me parece al mar?
Morgan es un fantasma enamorado y triste. Rita, finalmente, imita el chasquido de un beso. Morgan sonríe y la arruga de su frente desaparece.
UN EXTRAÑO AVE DE RAPIÑA
Rubén había ido de cacería y regresó con un ave difícil de identificar. Lo había bajado de una pedrada, pero no se conformó con matarlo. Le ató las patas y echó a correr arrastrando al animal contra el pavimento. Iba del poste de la esquina hasta el abasto de Manuele. Era un gran espectáculo y pronto tuvo lo que quería: público. Los vecinos se preguntaban qué clase de ave era. Tenía que ser de rapiña por el pico, por las garras y sobre todo por el tamaño. Tenía un penacho de plumas blancas, el resto del cuerpo era negro. Era una terrible crueldad hacerle eso aunque estuviera muerto. Por increíble que parezca, nadie le recriminó, ninguno lo confrontó. Así éramos, indolentes como Rubén. Esa era la forma de exhibir su triunfo, su puntería, su extraño animal cazado. La travesura nos sacaba del tedio y el bochorno de la tarde era algo nuevo y distinto.
Las plumas se desprendieron y quedaron regadas a lo largo de la cuadra. Cuando Rubén ya no podía por el cansancio, decidió desatarlo. Le tomó algunos minutos. Lo hizo con pulso tembloroso por el agotamiento. Probablemente haría una sopa con él. El ave tenía el pico entreabierto, la pupila contraída, el elegante penacho sucio y despeinado.
De pronto la criatura se sacudió. Rubén se echó hacia atrás. La calle se llenó de exclamaciones. Aprovechando la sorpresa de su verdugo, el ave se incorporó intuyendo que tenía una mínima posibilidad. Sacudió las alas con el poco plumaje que quedaba. ¿Qué pájaro podía soportar una pedrada? ¿Qué animal podía sobrevivir después de ser arrastrado una y otra vez contra el pavimento? Uno muy resistente, uno muy raro, uno desconocido.
Echó a volar. Rubén estaba muy confundido, tenía una mueca de horror. Un graznido se oyó en la lejanía. Algunas plumas todavía flotaban. Todos miramos las nubes teñidas del ocaso. Parecía el telón del juicio final.