literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Rómulo Gallegos

Pataruco

Pataruco era el mejor arpista de la Fila de Mariches. Nadie como él sabía puntear un joropo, ni nadie darle tan sabrosa cadencia al canto de un pasaje, ese canto lleno de melancolía de la música vernácula. Tocaba con sentimiento, compenetrado en el alma del aire que arrancaba a las cuerdas grasientas sus dedos virtuosos, retorciéndose en la jubilosa embriaguez del }escobillao} del golpe aragüeño, echando el rostro hacia atrás, con los ojos en blanco, como para sorberse toda la quejumbrosa lujuria del pasaje, vibrando en el espasmo musical de la cola, a cuyos acordes los bailadores jadeantes lanzaban gritos lascivos, que turbaban a las mujeres, pues era fama que los joropos de Pataruco, sobre todo cuando éste estaba medio «templao», bailados de la «madrugá p’abajo», le calentaban la sangre al más apático.

Por otra parte el Pataruco era un hombre completo y en donde él tocase no había temor de que a ningún maluco de la región se le antojase «acabar el joropo» cortándole las cuerdas al arpa, pues con un araguaney en las manos el indio era una notabilidad y había que ver cómo bregaba.

Por estas razones, cuando en la época de la cosecha del café llegaban las bullangueras romerías de las escogedoras y las noches de la Fila comenzaban a alegrarse con el son de las guitarras y con el rumor de las «parrandas», al Pataruco no le alcanzaba el tiempo para tocar los joropos que «le salían» en los ranchos esparcidos en las haciendas del contorno.

Pero no había de llegar a viejo con el arpa al hombro, trajinando por las cuestas repechosas de la Fila, en la oscuridad de las noches llenas de consejas pavorizantes y cuya negrura duplicaban los altos y coposos guamos de los cafetales, poblados de siniestros rumores de crótalos, silbidos de macaureles y gañidos espeluznantes de váquiros sedientos que en la época de la s quemazones bajaban de las montañas de Capaya, huyendo del fuego que invadiera sus laderas, y atravesaban las haciendas de la Fila, en manadas bravías en busca del agua escasa.

Azares propicios de la suerte o habilidades o virtudes del hombre, convirtiéronle, a la vuelta de no muchos años, en el hacendad o más rico de Mariches. Para explicar el milagro salían a relucir en las bocas de algunos la manoseada patraña de la legendaria botijuela colmada de onzas enterradas por «los españoles»; otros escépticos y pesimistas, hablaban de chivaterías del Pataruco con una viuda rica que le nombró su mayordomo y a quien despojara de su hacienda; otros por fin, y eran los menos, atribuían el caso a la laboriosidad del arpista, que de peón de trilla había ascendido virtuosamente hasta la condición de propietario. Pero, por esto o por aquello, lo cierto era que el indio le había echado para siempre «la colcha al ar pa» y vivía en Caracas en casa grande, casado

con una mujer blanca y fina de la cual tuvo numerosos hijos en cuyos pies no aparecían los formidables juanetes que a él le valieron el sobrenombre de Pataruco.

Uno de sus hijos, Pedro Carlos, heredó la vocación por la música. Temerosa de que el muchacho fuera a salirle arpista, la madre procuró extirp arle la afición; pero como el chico la tenía en la sangre y no es cosa hacedera torcer o frustrar las leyes implacables de la naturaleza, la señora se propuso entonces cultivársela y para ello le buscó buenos maestros de piano. Más tarde, cuando ya Pedro Carlos era un hombrecito, obtuvo del marido que lo enviase a Europa a perfeccionar sus estudios, porque, aunque lo veía bien encaminado y con el gusto depurado en el contacto con lo que ella llamaba la «música

fina», no se le quitaba del ánimo maternal y supersticioso el temor de verlo, el día menos pensado, con un arpa en las manos punteando un joropo.

De este modo el hijo de Pataruco obtuvo en los grandes centros civilizados del mundo un barniz de cultura que corría pareja con la acción suavizadora y blanqueante del clima sobre el cutis, un tanto revelador de la mezcla de sangre que había en él, y en los centros artísticos que frecuentó con éxito relativo, una conveniente educación musical.

Así, refinado y nutrido de ideas, tornó a la Patria al cabo de algunos años y si en el hogar halló, por fortuna, el puesto vacío que habí a dejado su padre, en cambio encontró acogida entusiasta y generosa entre sus compatriotas.

Traía en la cabeza un hervidero de grandes propósitos: soñaba con traducir en grandiosas y nuevas armonías la agreste majestad del paisaje vernáculo, lleno de luz gloriosa; la vida impulsiva y dolorosa de la raza que se consume en momentáneos incendios de pasiones violentas y pintorescas, como efímeros castillos de fuegos artificiales, de los cuales a la postre y bien pronto, sólo queda la arboladura lamentable de los fracasos tempranos.

Estaba seguro de que iba a crear la música nacional.

Creyó haberlo logrado en unos motivos que compuso y que dio a conocer en un concierto en cuya expectativa las esperanzas de los que estaban ávidos de una manifestación de arte de tal género, cuajaron en prematuros elogios del gran talento musical del compatriota. Pero salieron frustradas las esperanzas: la música de Pedro Carlos era un conglomerado de reminiscencias de los grandes maestros, mezcladas y fundidas con extravagancias de pésimo gusto que, pretendiendo dar la nota lípica del colorido local sólo daban la impresión de una mascarada de negros disfraza dos de príncipes blondos.

Alguien condensó en un sarcasmo brutal, netamente criollo, la decepción sufrida por el público entendido.

—Le sale el Pataruco; por mucho que se las tape, se le ven las plumas de las patas.

Y la especie, conocida por el músico, le fulminó el entusiasmo que trajera de Europa.

Abandonó la música de la cual no toleraba ni que se hablase en su presencia. Pero no

cayó en el lugar común de considerarse incomprendido y perseguido por sus coterráneos. El pesimismo que le dejara el fracaso, penetró más hondo en su corazón, hasta las raíces mismas del ser. Se convenció de que en realidad era un músico mediocre, completamente incapacitado para la creación artística, sordo en medio de una naturaleza muda, porque tampoco había que esperar de ésta nada que fuese digno de perdurar en el arte.

Y buscando las causas de su incapacidad husmeó el rastro de la sangre paterna. Allí estaba la razón: estaba hecho de una tosca substancia humana que jamás cristalizaría en la forma delicada y noble del arte, hasta que la obra de los siglos no depurase el grosero barro originario.

Poco tiempo después nadie se acordaba de que en él había habido un músico.

Una noche, en su hacienda de la Fila de Mariches, a donde había ido a instancias de su madre, a vigilar las faenas de la cogida del café, paseábase bajo los árboles que rodeaban la casa, reflexionando sobre la tragedia muda y terrible que escarbaba en su corazón, como una lepra implacable y tenaz.

Las emociones artísticas habían olvidado los senderos de su alma y al recordar sus pasados entusiasmos por la belleza, le parecía que todo aquello había sucedido en otra persona, muerta hacía tiempo, que estaba dentro de la suya emponzoñándole la vida. Sobre su cabeza, más allá de las copas oscuras de los guamos y de los bucares que abrigaban el cafetal, más allá de las lomas cubiertas de suaves pajonales que coronaban la serranía, la noche constelada se extendía llena de silencio y de serenidad. Abajo alentaba la vida incansable en el rumor monorrítmito de la fronda, en el perenne trabajo de la savia que ignora su propia finalidad sin darse cuenta de lo que corre para componer y sustentar la maravillosa arquitectura del árbol o para retribuir con la dulzura del fruto el melodioso regalo del pájaro; en el impasible reposo de la tierra, preñado de formidables actividades que recorren su círculo de infinitos a través de todas las formas, desde la más humilde hasta las más poderosas.

Y el músico pensó en aquella oscura semilla de su raza que estaba en él pudriéndose en un hervidero de anhelos imposibles. ¿Estaría acaso, germinando, para dar a su tiempo, algún sazonado fruto imprevisto? Prestó el oído a los rumores de la noche. De los campos venían ecos de una parranda lejana: entre ratos el viento traía el son quejumbroso de las guitarras de los escogedores. Echó a andar, cerro abajo, hacia el sitio donde resonaban las voces festivas:

sentía como si algo más poderoso que su voluntad lo empujara hacia un término imprevisto.

Llegado al rancho del joropo, detúvose en la puerta a contemplar el espectáculo. A la luz mortal de los humosos candiles, envueltos en la polva reda que levantaba el frenético escobilleo del golpe, los peones de la hacienda giraban ebrios de aguardiente, de música y de lujuria. Chicheaban las maracas acompañando el canto dormilón del arpa, entre ratos levantábase la voz destemplada del «cantador» para incrustar un «corrido» dedicado a alguno de los bailadores y a momentos de un silencio lleno de jadeos lúbricos, sucedían de pronto gritos bestiales acompañados de risotadas.

Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquella era su verdad, la inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los artificios y las equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su padre, como el Pataruco.

Pidió al arpista que le cediera el instrumento y comenzó a puntearlo, como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Pero los sones que salían ahora de las cuerdas pringosas no eran, como los de antes, rudos, primitivos, saturados de dolorosa desesperación que era un grañido de macho en celo o un grito de animal herido; ahora era una música extraña, pero propia, auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la raza la rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la melancólica tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del invasor.

Y era aquello tan imprevisto que, sin darse cuenta de por qué lo hacían, los bailadores se detuvieron a un mismo tiempo y se quedaron viendo con extrañeza al inusitado arpista. De pronto uno dio un grito: había reconocido en la rara música, nunca oída, el aire de la tierra, y la voz del alma propias. Y a un mismo tiempo, como antes, lanzáronse los bailadores en el frenesí del joropo.

Poco después camino de su casa, Pedro Carlos iba jubiloso, llena el alma de música. Se había encontrado a sí mismo; ya oía la voz de la tierra…

En pos de él camina en silencio un peón de la hacienda. Al fin dijo:

—Don Pedro, ¿ cómo se llama ese joropo que usté ha tocao?

—Pataruco.

Pegujal

I

Pegujal es un poblado triste y pobre, lleno de polvo y de moscas, lleno de silencio y de modorra, lleno de infinitas amarguras grandes y pequeñas.

Lo rodean unos cerros tiñosos, de tierra empedernida y rojiza que van a morir allí en la entrada de los llanos, lo atraviesa un camino por donde se siente pasar la taciturnidad de las pampas desiertas y antaño estuvo sentado en las márgenes de un río que arrastraba un limpio caudal de mansas y abundosas aguas.

En los cerros, mientras dura la estación de las lluvias, verdean y se doran precarios maizales; por el camino transitan, de cuan do en cuando, quejumbrosos convoyes de polvorientas carretas, tardos arreos de burros cansinos que marchan dejando en el aire un son de cencerros llenos de melancolía o morosas puntas de ganado, con el cantar de cuyos pastores pasa por el pueblo el alma doliente de las llanuras; del río, que buscó otro cauce por tierras más generosas y se fue por él, sin que de la negligencia de los pegujaleros pudiese salir un pequeño esfuerzo para retenerlo, poniendo una mala estacada en la orilla que las aguas desborda das lamieron y desmoronaron durante años y años, del río que espejeó la riente verdura de la tierra feraz y por cuyas ondas se deslizaron las canoas colmadas como cuernos de abundancia, sólo queda el lecho enjuto y fangoso que las avenidas del invierno anegan de mortíferos cilancos.

La gente de Pegujal es gente hosca, pachorrenta, roída por minúsculos rencores de una hoguera de odios ancestrales en cuyo rescoldo escarban los espectros de las razas irreductibles, minada por un pesimismo hecho de indolencia y misantropía, propensa a las marejadas de las pasiones violentas y fugaces, trágica hasta en la alegría.

La vida de Pegujal es un mollejón donde se amellan los filos mejor templados del espíritu. Dentro de las casas: la muda tragedia de las mujeres marchitas que tienen el aire triste de los animales amansados y sufren, sin darse cuenta, la nostalgia de la ternura que no conocen; fuera de las casas, la taciturnidad de los hombres royendo el hueso del trabajo sin fruto; un perezoso golpe de azadón, de rato en rato, allá en el soleado silencio del conuco; un sofocante trajinar por la encendida soledad de las sabanas apacentando el rebaño famélico, a lo largo de los polvorientos caminos conduciendo el arreo; un caviloso sinquehacer detrás del mostrador de la pulpería por cuyas desiertas armaduras corren en paz los ratones.

Un día: Honda modorra bajo la cruda luz canicular: la hoja está inmóvil en la rama del árbol, se hace visible la reverberación de la tierra pedriscosa, se siente cómo se va cerrando en torno al poblado el anillo de silencio de los desiertos circundantes. Adormecen los perezosos ruidos que ahondan la quietud aldeana: el mazo del talabartero; el canto del martillo sobre el yunque del herrador; una conversación soporosa, que no se sabe de dónde sale y parece llenar todo el pueblo, confundida con el bordoneo de las moscas en el bochorno del resol; el monótono tictaqueo del telégrafo denunciando el paso de mensajes que nunca se detienen allí, porque Pegujal está olvidado del resto del mundo; el soñoliento tintinear de los cencerros de las recuas que van levantando el polvo del camino; la honda melancolía del cantar de los llaneros que vienen del llano adentro conduciendo la vacada cansina: ¡despídete de tu comederooooo!, que te llevan pa Caracas a cambiate por dineroooo…

Y así todos los días. Una noche: Es la noche de las tierras misteriosas bajo cuyo feérico esplendor duerme la pampa solitaria y resuena la salvaje melodía de las selvas vírgenes, la inquietante noche de las tierras malditas en cuyo alto silencio se oye el gañido de la fiera en la espelunca, el grito de la víctima que cayó en la emboscada, el anheloso reclamo de la lujuria infecunda y en cuya negrura fosforecen los espantosos dientes de la sayona que aguarda al nocharniego en la orilla del camino y lo invita a seguirlo.

Los hombres forman corrillos en los corredores de las pulperías. Se cuentan sus trabajos: el arriero habla de los que pasó en los barrizales donde se le atascaron los burros; el ganadero de las reses que se le desgaritaron en la sabana y de las que dejó despeadas a lo largo de su viaje de días y días desde el hato remoto: el conuquero, de la candelilla que le destruyó las siembras o del maizal que no cuajó las mazorcas porque no llovió demasiado.

Y así todas las noches, y cuando se recogen a sus casas, por el camino que blanquea a la luz de las estrellas, alguno va diciendo:

—Pues sí, cámara, las mujeres son malas. Yo a la mía la quiero, pero le ando delante pa que no se me enrisque. Porque a las mujeres haceles sentí la condición del hombre. Ah sí. Esa que le digo me tenía miedo: la condená cargaba amarrá en la pretina una cabulla de mi tamaño, pa que no me le juera. ¡No me venga! Le saqué la zurda y toavía se está sobando la jeta. Las mujeres son malas.

Así se ama en Pegujal.

Otras veces es una escena de sangre:

—Pue el hombre llegó y dijo: ¿ Por aquí y que anda un tal Gregorio Pinto a quien no hay quien se le pare ? ¡Ja, caramba! ¡Más vale que no lo hubiera dicho! El indio Gregorio se le encimó y le dijo: Ese tal Gregorio Pinto es éste. Y diciéndolo le zumbó el puñal por aquí, Dios me salve el lugar. No dijo ni ñé… Pero digo yo: ¿qué necesidá tiene nadie de injuriá a los hombres? Así se odia en Pegujal.

Otras veces, camino del velorio del amigo que ha muerto:

—Eso fue daño que le echaron. Dicen que fue el brujo de «Los Lechozos». Así piensan en Pegujal.

II

Por mayo, cuando la Cruz del Sur se endereza en los cielos y con las primeras lluvias comienza a llenarse el antiguo cauce del río y los cerros carbonizados por el fuego de las rozas a revestirse del verde tierno de los maizales, Pegujal sacude la murria que pesa sobre él durante todo el año, como la pátina de polvo sobre las techumbres hasta que llega el invierno y las lava.

Las campanas repican alborozadas y de los contornos acuden romerías jubilosas. Es la fiesta del Santo Patrono. Fiesta religiosa y pagana a la vez, que enfervoriza los ánimos taciturnos, provocando inquietantes explosión es de alegría. En la iglesia el mujerío atento al sermón o al gangoso canturreo de la misa; en la calle la fiebre del regocijo, amenazando a cada momento convertirse en tragedia: gritos de borrachera, zumbido del populacho en los garitos improvisados por donde quiera, en torno a las ruletas y montes de dado, la algarabía de las galleras en las mañanas, la embriaguez de la coleadera de toros en las tardes, el estruendo de los fuegos que se queman por las noches en el altozano de la iglesia, dentro de un círculo de palurdos que contemplan embobados la elevación de las bombas cuyas candilejas les llenan de lívidos reflejos los rostros de pómulos filosos, el rumor de las parrandas que recorren las calles al son de cuatros y maracas, hasta el filo de medianoche.

Una vez llegó a Pegujal una cuadrilla de toreros trashumantes de esos que van de pueblo  en   pueblo,   poniendo   el miedo  al servicio del hambre. Eran matarifes desarraigados a quienes la casualidad de un lance feliz que nunca pudieron repetir, sacó de sus mataderos. Entre ellos iba un español que hacía el }Tancredo}.

Era un hombre bonito y presumido que gastaba perfumes, hablaba con voz cantarina y tenía ambiguos modales afeminados. Por otra parte, era lo que en Pegujal se llamaba un pretencioso: se desdeñaba codearse con el populacho y hacía ascos a las groseras bebidas que le ofrecían, jactándose de no tomar sino brandy Biscuit. A causa de esto, le cambiaron el alias torero que usaba, por el mote despectivo de El Biscuí.

Y comenzaron a odiarlo con la vehemencia de sus pasiones violentas, que eran como el fuego sobre las sabanas tostadas por el verano rápido: rápidas, arrolladoras, fugaces.

Tenían los pegujaleros un rudo concepto de la hombría y jamás se había dado allí el caso de un varón que no lo fuese plenamente, con toda la aspereza de los machos bravíos y por lo tanto no podían soportar los ambiguos modales de El Biscuí; pero menos que todo podían perdonarle la desdeñosa petulancia que usaba para con ellos, porque allí todo el mundo tenía una exagerada noción de sí mismo y una idea brutal de la dignidad. Así, pues, cuando supieron que el españolito haría al día siguiente la suerte del Tancredo, suerte que, por lo demás, ellos no conocían y por lo tanto no les parecía que valiese la pena, decidieron jugarle una broma pesada para ponerlo en ridículo, que le sirviese de escarmiento para toda la vida, «porque a los hombres no se les injuria así».

Poniendo manos a la obra, una vez enterados del truco de la suerte, fuéronse al corral donde estaba el ganado que los toreros habían de lidiar al día siguiente, provistos del Judas de trapo que, según costumbre tradicional se quemaba en el pueblo para fin de las fiestas patronales y escogiendo el toro más bravo, que era el que le iban a soltar al Biscuí, pusiéronse a amaestrarlo a fin de que embistiera al bulto inmóvil y blanco que le inspiraba instintivo recelo.

La lumbre espectral de la luna bañaba el corral, en cuyo recinto el toro embravecido derrotaba al espantajo, sostenido en el medio por una cuerda amarrada en los tranqueros, sobre los cuales estaban los iniciadores de la broma, restregándose las manos satisfechos de su ingenio, experimentando por adelantado la bestial voluptuosidad de la escena que al día siguiente habían de presenciar todos.

III

Y fue como lo habían previsto. Todo el pueblo se apiñaba sobre las empalizadas coreando los lances de los toreros, celebrando con frenéticas griterías las intenciones asesinas del toro que busca ba el cuerpo del lidia dor tras el engaño de la }capa},

insultando al que huía ante las astas mortales, como si experimentasen la necesidad del espectáculo de la sangre saltando en chorros hasta salpicarles las caras.

Por fin tocó el turno al Biscuí. Apareció envuelto en un capote de se da roja recamado de oro que lanzó, a la usanza toreril, a una ventana colmada de mujeres bonitas, quedando en un traje de malla todo blanco que le ceñía el cuerpo gallardo y bien formado.

De las empalizadas salió una lluvia de silbidos y de invectivas procaces; pero el Biscuí no se inmutó y con una desdeñosa sonrisa en los labios fue a subirse en un escabel de madera también blanca que había hecho colocar en mitad de la calle, frente a la puerta del toril.

Hubo un momento de expectativa; palpitaban los recios corazones de los pegujaleros apercibidos para la emoción desconocida. De pronto un estruendo de maderas que ceden a un empuje formidable: ha salido el toro. Un toro lebruno, de enhiesto testuz coronado de astas agudas como puñales.

Se detiene un momento como si buscara al adversario, le vibra el cuello en una crispación de los nervios tensos, le salta en los ojos la lumbre de la fiereza; pasea las miradas por el gentío encaramado en las talanqueras y las fija por fin en la estatua inmóvil que se levanta en mitad de la calle.

Es el adversario, lo reconoce: el mismo que excitó su furor en el claro de luna del corral. Rápido se lanza sobre él, al acercarse vacila un momento, gazapea, parece que va a huir, pero de súbito engrifa el pescuezo, se recoge sobre sí mismo con los cuernos a ras del suelo, se dispara sobre el bulto inmóvil y lo lanza por el aire…

Una gritería de espanto…. otros gritos que no se oyen…, la mueca de la risa estereotipada en un gesto de horror…, un tropel de gente que se desgaja de las talanqueras…

Unos, los que prepararon la broma, bracean y gritan al toro que acude a recoger al

Biscuí. El toro se detiene para encarárseles y los derrota contra la empalizada; saltan los hombres atemorizados.

Fue cosa de segundos, pero bastaron para que los compañeros del Biscuí le recogiesen del suelo y se lo llevasen al burladero manando sangre.

La noche. Se  comenta el suceso. Uno pregunta:

—¿ Tú lo viste ?

—Sí. Está destrozado. No amanece.

Y otro, el que dio la idea de adiestrar el toro:

—Es que con los toros de aquí no se pueen hacé morisquetas. Ese toro lebruno es una fiera.

Y los que sostuvieron la cuerda de donde pendía el Judas:

—Y diga usté que si no es por nosotros que le llamamos la atención al toro, lo suelta frío ahí mismo.

Sobre el autor

*Arpa, cuatro y maracas. Cuadro de Orlando Silva

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *