El rastro del general
El General, después de girar la manzana del revólver, tiró del gatillo y cerró los ojos apuntándose la sien. Al chasquido hueco y fallido le siguió la brisa caliente que bailaba en sus orejas. Sudaba la nariz del General, esa nariz aguileña que con tanto orgullo elevó en su época de gloria. Porque un General como él debió levantar la nariz, la barbilla y la pistola cuando enfrentó al enemigo.
Se levantó a cerrar la ventana. Miró por encima de los arbustos que bordeaban la carretera y clavó la vista en el sembradío que se extendía más allá.
-Cabrón.
Dijo desganado cuando un caballo se detuvo en frente y el jinete lo miró por debajo del sombrero. Sabía el General que había un solo hombre capaz de mirarlo así, un solo cabrón que no teme. Y lo mataría otra vez, y otra más y otra y otra, porque un cabrón es cabrón hasta después de morirse y se merece un balazo en el cielo de la boca.
Se zampó un trago de ron y volvió sobre la silla. Por un momento sintió que todo le era ajeno, tanta medalla y diploma, tanta foto en la pared con ministros y mujeres. Y recordó el General sus largas guerras y hazañas. Imágenes aceitosas que le inflamaban el pecho. Como la vez que invitó a los treinta guerrilleros, disque para negociar, disque para la amnistía… y habiendo firmado el trato dio una señal a la tropa para que los masacraran. Porque un ganador se inclina sobre la espalda de otros, pensaba entonces el General cuando lo condecoraban o le ascendían de rango, y ahí él, con sus bigotes espesos y esos lentes tan oscuros luciendo la charretera que brillaba bajo el sol.
Entonces se arrellanó y evitó cerrar los ojos cuando recordó la frase que le dijo ese cabrón antes que lo fusilaran. No porque temiera el General, era fastidio más bien de recrear la imagen de un rastro de sangre dibujándole los pasos, ese arrollo viscoso que le seguía a toda hora desde que se despertaba. Y se le manchaba la hacienda de sangre por todas partes, y si algo odiaba el señor era el desastre y el caos. Así fue que consiguió llegar donde había llegado, acallando al bullicioso, aplastando a los alzados.
Encendió una vela y apagó la lamparilla. Le gustaba acompañarse de las sombras. Era como si cada objeto cobrara vida debajo de su mano al ponerle fuego a la mecha. Esa sensación de poder, ese sentirse creador le reconfortaba un poco.
Cuando la fetidez le envolvió el rostro, retornó sobre el recuerdo. Entonces había atrapado a los nueve revoltosos que se resistían al orden, enemigos de la patria a los que atrapó en la selva. Revive con nitidez cuando vio que uno de ellos, el más joven, se cagó en los pantalones. ¡Culicagao pues, tirándosela de patriota! pensó con burla y le hizo arrodillarse. Se lamió el bigote negro y, mirándole por encima de los lentes, le pegó un tiro en la sien, porque el miedo le da asco, mucho más que cualquier cosa.
Mira las balas sobre el escritorio y se dice que ahora sí debería cargar el arma. No soporta la humedad en el culo y en las piernas, ni el olor a mierda que le aprieta la nariz y, aunque le hiere saberse así, indefenso, aminorado, le place que después de todo el destino está en sus dedos.
Vuelva a girar la manzana del revólver.
-Dispara cobarde.
Le dice levantándose del suelo con la cara partida a golpes, el morral terciado al hombro y los ojos dilatados. El General se limpia el sudor encendiendo un cigarrillo. Lo mira a través del humo y se guarda la pistola. Sabe que ya no puede humillarlo, que no le teme a la muerte. Ni los cadáveres abaleados, ni las torturas, ni él, le hacen que tenga miedo.
-Cabrón.
Masculla el General entre dientes dejándolo a sus espaldas. No querría matar con sus manos a un cabrón que no le teme. Pero antes de salir escuchó la sentencia que lo persiguió por siempre, esa, la de un rastro viscoso dibujándole los pasos, siguiéndole a todas partes, delatando su maldad. Luego, en el paredón improvisado para el fusilamiento, el tipo lo miró con un asco que le dio risas al General.
Ahora, con el pañal repleto de mierda y las piernas orinadas, se pegaría un balazo justo al lado de la oreja. Porque un General como él debía morir con honor.
Cuando la manzana dejó de girar y subía el arma hacia su cabeza con el dedo en el gatillo, una mujer lo detuvo, sin mucho afán, como acostumbrada a ese juego de la pistola sin balas. Y una vez más, en manos de la criada fiel, el anciano General se deja limpiar el culo y cambiar los pantalones, callado y sumiso, asqueado por la hediondez y por el rastro de mierda que va dejando a su paso.
Un tal Numas
Cuando Numas oyó las botas de los militares hundiéndose en las hojas secas que cubrían el camino, sintió una grieta en su centro. Se había alejado del grupo para contemplar la llanura entregado a las reflexiones, y el sol, cortado a la mitad por la línea del horizonte, extendía su sombra hasta más allá del recuerdo, donde yacen los temores. Los compañeros se replegaron sabana adentro apenas sintieron al enemigo, tal como Numas les indicó según los principios de la guerra asimétrica. Todos, menos Zapata, se deslizaron en una canoa hacia las entrañas del río; pero Numas, contradiciendo sus propias órdenes, fue capturado por no correr.
Ahora, encerrado en un calabozo, Numas despierta de la golpiza. Las primeras luces del día se cuelan por los agujeros del techo y se aferra a ellas como a la verdad más concreta de su vida. De no tener esas miserias de luz, piensa, caería en un abismo absoluto y denso como el olvido.
Porque si a algo le teme (o eso pensó hasta ayer) es a pasar por la vida como uno más en el arroyo humano de la historia; simple fecha de nacimiento, sin rostro ni rastro.
Zapata, quien se había trepado a un samán, vio regresar a los militares arrastrando a Numas como a un perol. No podía creer que lo hubieran atrapado. “Sin él se jode la lucha”, pensó. Numas se abandona a la idea de que fue un acto de gallardía cubrir a los suyos mientras huían, pero recuerda cómo se le agrietaron las convicciones apenas oyó a los soldados. Soltó el fusil y, con un tropel de gemidos en la garganta, se arrodilló clavando los ojos en las botas sucias del capitán; a las que parecía rogarles un golpe, “pero por favor me perdonan… ya sé que estuvo mal alzar a los campesinos… me golpean y resuelto”. Y cuando recibió la patada en el pecho, casi se sintió feliz de que no fuera un balazo.
Ahora, tirado sobre su espalda, duda de las convicciones que lo sostenían en la lucha por las tierras; ambiciones, tal vez: esa necesidad de trascender, de dejar el oficio de periodista para ser como Fabricio, como Argimiro o el Che; piensa Numas adolorido, y se da cuenta de que quiso imitar sus vidas pretendiendo ignorar sus muertes.
En ese momento los hombres, liderados por Zapata, planean su rescate entre tragos de aguardiente y porciones de chimó: “Sin él se jode la lucha”, repite Zapata y, masticando una rama seca que cogió del matorral, les cuenta cómo Numas enfrentó a los militares, hiriendo a varios, matando a uno, hasta que quedó sin balas y fue capturado cuando casi le corta el cuello al capitán que los lideraba. Los hombres, emocionados con la historia, estaban resueltos a hacer el asalto para rescatar al líder. Nadie como ellos conocía esas sabanas, ningún militar podía moverse en la noche como lo haría un llanero, ni navegar el río en medio de la oscuridad con la habilidad de ellos.
En cosa de horas la historia de cómo Numas enfrentó a los militares corrió por la llanura, creciendo de rancho en rancho, inflamándose en sus bocas: “Numas les cortó el cuello a casi todos los soldados”. “Llegándoles por detrás cuando menos lo esperaban”. “Se enfrentó a una tropa tan solo con su puñal”. “Lo cogieron, cansado y herido, luego de cruzar el río, nadando…”.
“Pero pensándolo bien (se dice Numas comprobando con el tacto los hematomas en la cabeza, la sangre en su cara, los labios rotos) si me sumé a esta causa fue movido por ideales. El problema (se sigue diciendo el hombre que yace en el suelo, sudoroso y febril) es que tu lucha estaba en el diario, con los artículos y la novela. ¿Cómo te atreviste a tomar las armas, tú, hombre de teorías, repleto de libros? Mírate ahora, resquebrajado y solo… porque si lo piensas bien, ellos huyeron como cobardes; en verdad les ordenaste no combatir frente a frente, replegarse, ¡pero no dejarte solo!, a ti, quien los visibilizó con los reportajes y luego organizándolos en milicias. Qué ingenuo, Numas, si querías trascender era mejor la novela; con ella, aunque hubieras revelado los asesinatos de campesinos, no tendrías ningún problema. Ya sabes que en ese pacto con el lector, hasta lo cruel se hace bello; incluso, la misma élite que atacas hoy te llevaría en sus hombros, porque una novela es inofensiva, Numas, es masturbación estética. Un fusil, en cambio, desafía sus bolsillos. (Se arquea y vomita. Está tembloroso, demasiados golpes en la cabeza y el estómago). No, Numas, otra vez equivocado. Coger el fusil fue correcto ¿acaso olvidas la miseria que viste cuando los entrevistabas? ¿Y la muerte de Elías, en la primera invasión? ¿Podía una novela redimirlos? ¿Y quién me redime a mí? ¡Tú mismo! Cuando vengan a interrogarte les escupirás el rostro y no dirás una palabra. Tu camino a la redención es que antes de ser fusilado puedas mirar a sus ojos, orgulloso, porque no vendiste a nadie. Morirás limpio, y aquel arrebato de miedo que presenciaron los militares se esfumará en sus cigarros”.
Numas sigue vomitando y oye unas pisadas cerca del calabozo. Vienen por él, y aunque conoce los mecanismos de los que se valen para obtener información, se pone en pie y alza el rostro. Cuando abren el portal la luz abarca cada rincón. Ve una silueta humana recortada bajo el dintel, flanqueada por otros hombres a los que tampoco se les distingue más allá del uniforme. Imagina que lo llevarán en un helicóptero y lo arrojarán al mar, luego de clavarle alfileres bajo las uñas o atenazar sus tetillas; aún así no hablará. Sabe que mientras más intensa sea la tortura más inmaculada será su muerte. Pero otra vez el vómito le hace arquearse y esta vez descubre, gracias a la luz, sangre. Recuerda las súplicas de la noche anterior cuando pedía con los ojos que lo golpearan, y se siente tan asqueado que desea un balazo ya. Pero el milico se da la vuelta y cierra el portal tras de sí, negándole también ese derecho.
Numas se desploma y, arropado por la penumbra, se desangra poco a poco. Sueña una y otra vez con su propio fusilamiento y con un interrogatorio donde le cortan la lengua porque no delata a nadie; pero en los segundos de lucidez se descubre muriendo como un cobarde, sin derecho a redimirse, pasando al olvido como uno más en el arroyo infeliz de la historia, como el tal Numas que tuvo miedo. Desde el momento en que el capitán decidió no torturarlo, dejándolo morir de muerte, pasó al estado donde se rebasa el dolor físico del martirio y se ingresa al dolor moral. El final se le viene encima y tiene la certeza de una vida plana, cuyo único relieve fue el temor que lo doblegó la tarde que lo agarraron. Mientras eso reflexiona, el capitán juega cartas con los soldados y Zapata planifica un rescate peligroso que no llega a concretar.
Pero en cada persona que escuchó la historia de aquel hombre y su cuchillo, del tal Numas que enfrentó a los militares cuando nadie se atrevía, germina el mito del héroe, del mártir que seguirá inspirándoles la lucha.