literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos de Héctor Nuno González

Don Tito quiere matarse

Don Tito Burgos era un caballero digno y correcto; pero, apenas bebía unos tragos de caña clara, le entraban deseos de suicidarse, debido a la vergonzosa deshonra de su hija la catira.

Un domingo libre de sus faenas de caporal, y tras leer completo el diario Meridiano, con especial afecto por las páginas dedicadas al boxeo, se recostó en su mecedor de mimbre y llamó cariñosamente a uno de sus hijos: 

-Diego, vaya donde Antonio García y dígale que me mande la botella que empezamos el otro día.

Doña María escuchó atenta la tertulia mientras pilaba el maíz, frunció el ceño, sin detener el rítmico movimiento de sus manos sobre el pilón, y susurró para sí:

-No envaine, otra vez voy a tener que esconder la escopeta, machetes, cuchillos, mecates y cuanto hierro pueda servirle a este hombre para matarse.

Tantos años de trabajo, ejemplo, cuerizas y consejos, para que al primer coqueteo la segunda de sus hijas se escapara con un hombre, siendo apenas una niña y no habiendo demostrado este algún atributo varonil de los de entonces, como cortar una rosa en la pata de la montaña o alguna otra cosa que dejara en claro que su muchacha estaría protegida con él.

Fue una noche de parranda en casa de los Pérez, cerquita de sus dominios, donde siempre hacían bailes, y a la que fueron invitadas las dos mozas de la casa. La mayor era Margarita, una morena oscura de profundos ojos negros, sonrisa sincera y con la dulzura de la miel de arica. La menor era Juana Inocencia, catira de ojos verdes como los de Tito y la piel blanca como el lirio mayero, pero con el espíritu indomable de las fieras de la sabana.

El día de la fiesta, Juana fue más oficiosa que nunca: piló el arroz del día, aseó el piso y los comederos de los cochinos, recogió las posturas de las gallinas y ordenó y limpió sus nidos. Tito entendió el mensaje y rápido se adelantó a sus peticiones:

-Usted no se vista, porque no va.

Juana lloró de rabia el día entero; sus prematuras ansias juveniles la invitaban a conocer nuevas gentes, salir a ver el mundo más allá de la vega y del caño Buen Pan, saber qué había después del pueblo y la espesa llanura con su fronda centenaria.

Pasadas las cinco, cedió el calor y Juana recobró el valor. Buscó complicidad en Margarita; pero esta, siempre serena y conservadora, dijo que no iba a desobedecer las órdenes de su padre y que aquella noche la pasaría tejiendo un mantel para el altar de la Virgen María en el cuarto de los santos.

Se fue sola por los caminos verdes; eran apenas 100 metros. Cuando llegó, se bailaba sobre la pista al ritmo del violín; y allí, en una orilla, estaba él: un joven sólido y simétrico, de grandes y profundos ojos café, piel de porcelana y el espíritu libre de los citadinos.

La estaba esperando; hacía tiempo que cruzaban miradas cómplices y sonrisas pertinentes:

-Si llevas gusto, ahorita mismo nos vamos- le dijo al oído, con su gruesa voz de barítono.

Y ella respondió, tal y como lo había ensayado todas las noches, recitando la frase en su mente en lugar de las oraciones a la Virgen:

-Me voy contigo; llévame a conocer el mundo.

Por cada trago, Tito maldecía en voz alta aquel día y los quebraderos de cabeza ocasionados, luego de buscarlos por la gigante ciudad de Valencia.

-Ni una prueba de hombría, ni una visita de cortesía a la casa; estamos perdiendo los valores. María, búsqueme la escopeta, porque voy a matarme.

Todos en casa sabían qué hacer. Nadie hablaba, nadie se acercaba. Se trataba de otro hombre, el que aparecía cuando el aguardiente le circulaba por la sangre.

-Pero nadita de fundamento, y cómo sabe uno si es capaz de tirar un venado o alumbrar correctamente al tirador. Quién sabe qué fuerza tiene en la espalda y los hombros; nunca lo hemos visto con un saco terciado lleno de batatas o ñame. ¿Y si no conoce los principios de un conuco y la rotación de cultivos, ni el aprovechamiento de las fases lunares? María, búsqueme la escopeta, porque voy a matarme.

María seguía en lo suyo. Había vivido aquello decenas de veces. Sabía de memoria las frases y lamentos. Aquel mundo reciente de carencias y sobre esfuerzo seguía su curso. Aún cocinaba para los peones del Hato; todavía guardaba un luto interno por los hijos perdidos sin causas conocidas por la ciencia y que se fueron por voluntad de Dios; aún no había respuestas a sus oraciones diarias.

-Ni siquiera sabemos si el hombre ha visto boxeo, si conoce los juegos de piernas de los retadores y la fuerza del gancho del campeón. María, búsqueme la escopeta, porque voy a matarme.

Ya su voz empezaba a flaquear, bastaban solo unos tragos para terminar noqueado y quedarse dormido en el mecedor de mimbre, cuidadosamente trabajado por él mismo para la comodidad de sus lecturas diarias.

Apenas jipeaba cuando María se acercó para acomodarle el cuello y asegurarle una siesta placentera; cerró con la frase de siempre: -Primero debía cortar una rosa, María; primero debía demostrar que era un hombre.

Mediodía de marzo

Era un mediodía de marzo y el calor imponía condiciones. Todos hacían la siesta, los comercios cerraban y las casas parecían un reverbero. Pero nada frenó la determinación de Venancio, que aquel día bendito decidió matar a José Juan.

Resolvió zanjar el asunto sentado a la sombra de un mango, ciego del dolor producido por el engaño de Rosa Elena, su mujer. Buscó su afilado machete y emprendió rumbo a la casa de su futura víctima, de quien le habían asegurado, de muy buena fe y fuente, se acostaba con su mujer todas las tardes de faenas prolongadas en el conuco. 

Las calles ardían y el sol reafirmaba, como cada día, su espíritu de verdugo inclemente. Solo había unos cuantos perros echados, huyendo del calor, indiferentes por completo a la tragedia a punto de tener lugar en el naciente caserío, donde todas las mañanas se recogía agua a orillas de un caño claro. 

Caminó con paso firme. Su mano derecha empuñaba el cabo del hierro con una determinación de acero. El nudo en su garganta quería explotar, mientras sentía la impotencia causada por el desaliento, por el desaire de la única persona en la que había confiado en la vida. 

José Juan silbaba una copla, sentado en su mecedora de mimbre, bajo un mamón de fronda espesa. Cuando lo vio venir, mirándolo de frente, con el gesto decidido, se resignó a su destino y solo pensó en morir de pie y con la dignidad intacta.

De un machetazo, Venancio rompió el alambrado de la puerta y entró a cumplir su cometido. El sol y calor serían los únicos testigos de otra tragedia provocada por las calenturas del verano y el fuego de los vientres lozanos. 

José Juan lo recibió de pie, sosteniendo a duras penas los ojos de fuego que lo increpaban, reteniendo el temblor de sus piernas lánguidas y escuchando el latir cada vez más acelerado de su corazón. 

Venancio se detuvo a un metro de distancia, trecho perfecto para que el recorrido del machete, luego de dibujar una parábola hasta su cuello y con el vuelo adecuado, le arrancara la cabeza en un solo intento. 

Frente a frente, Venancio preguntó con los ojos prendidos en candela:

-Antes de matarlo, dígame por qué lo hizo, por qué este desaire tan indigno.

José Juan suspiró profundo y respondió enternecido y sumiso: -Porque a ella le gusta que le diga que sus ojos son muy bonitos, porque eso nadie se lo había dicho nunca.

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