literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos de Doménico Chiappe

El primo Arturo

Le volví a escribir a mi tía. Por aquí estamos bien y tú cómo estás, un formalismo para preguntarle por mi primo. Desde hace unos meses le escribo con cierta frecuencia para que me cuente qué tal le va a Arturo y ella siempre esquiva la contestación. Sus mails son concisos y sólo habla de sus nietos, los hijos de mi prima. Comienzo a sospechar. Nunca dice nada de él, pero yo sé que sigue viviendo con ella aunque ya se acerca a los 40.

Hace unos años Arturo me escribió la última carta suya que he recibido. Siempre en papel y por correo postal, su letra temblorosa y sin comas me decía:

Estoy harto de ver cómo la gente que me rodea en esta ciudad quiere ser auténtica pero todos usan zapatos.

Pero luego me decía: nos hemos ido lejos y siguen persiguiéndome.

Mi tía emigró con mis primos después de su divorcio. Arturo tenía 18 años y Elisa, 16. Yo tenía la edad de mi prima. Ambos tratábamos a Arturo como si fuera el hermano pequeño. Crecimos juntos, vivíamos en el mismo edificio. Gabito solía burlarse de él, que no chistaba. Una noche encontré a Gabito en una fiesta de mi antiguo barrio. Se acercó a hablarme y le interrumpí: ¿Cómo dices que te llamas? ¿Gabriel? Sí, yo vivía en el bloque, pero no me acuerdo de ti, quién eres, me acordaría de tu cara, tienes una de esas caras de ¿Arturo?, ¿qué Arturo?

Esa noche que negué a mi primo comencé a acordarme de él. Cuando se marchó ni siquiera lo extrañé. Me despedí como si lo fuera a ver al día siguiente. Después me sentí aliviado; ya no tendría que defender sus alegatos contra Yordano: cantautor es aquél que no tiene voz para que le llamen cantante; yo no voy a mover un dedo es el himno del imbécil, y cosas que nadie, ni siquiera su hermana, podía escuchar sin querer escupirle. En esa época la radio emitía a Yordano cada cuatro canciones. Un fenómeno que no se había visto desde los Bee Gees.

No sólo nadie le perseguía; nadie se quedaba cuando él llegaba. Ni siquiera mi prima; sólo yo, que me quedaba allí porque era igual escucharle sentado en el muro del patio o en el sofá de la casa de mi tía. A Arturo no parecían importarle aquellas huidas. Le notaba nervioso cuando alguien se acercaba. Mi madre me pedía que tuviera paciencia y le ayudara en lo que pudiera. Pero en junio, cuando repetía el año escolar o le aprobaban con la condición de cambiarlo de colegio, mi madre repetía aquello de las malas influencias.

Mi primo Arturo me contó que cuando comenzaba a sentirse bien en un instituto, descubría que alguien lo acechaba en el portón del instituto.

¿Quién?

Alguien

¿Cómo es?

Como todos ellos

¿Quiénes? ¿Quiénes son ellos?

Esos, los de siempre.

Estudiaba, eso sí, en casa, de donde salía muy poco. Llegó a recluirse. Decía mi tía que el único contacto con el exterior era yo. Arturo me llamaba todos los días. Me hacía análisis sesudos de cosas que aquí no interesaban a nadie, sólo a él.

¿Viste lo del Windows en quechua?

De qué me hablas

El problema no está en el idioma del programa sino en el acceso a la tecnología

No sé de qué me hablas

Que hubiera sido más eficaz que el gobierno gastara ese dinero en ordenadores y conexión WiFi

No te sigo

Que optara por el software libre.

Arturo salía de casa sólo si yo se lo pedía. Medía casi dos metros pero yo sentía que buscaba mi protección. Yo no creía poder defenderlo jamás pero quería ser un testigo en caso de que algo sucediera: siempre decía que algo le pasaría.

Mi madre le decía a su hermana que llevara a Arturo a un especialista. Al final, mi tía recurrió al psicólogo. Le recetó pastillas, a mi primo y a mi tía que no paraba de fumar. A ambos se les pusieron los ojos más oscuros y las mejillas más coloradas.

Con las drogas mi tía se enamoró de un compañero de trabajo y mi primo terminó el parasistema en un año, ya no daba giros intempestivos al caminar y dejó de llamarme. Algunas veces le veía sentado en el muro del edificio, alejado de los demás, y me acercaba:

Qué haces –me preguntaba.

Ahora nada

Has ido al cine

Últimamente no, estoy ahorrando –respondía yo.

¿Y no temes que te maten?

Arturo sí que temía. Cuando el día de la partida, subía al taxi que los llevaría al aeropuerto me dijo: si llego a subir al avión, sabrás que he ganado. Pero después vino su primera carta, con un pulso que todavía podía controlar y con los signos de puntuación completos: Aquí no hay uno nada más, hay muchos, todos iguales, de un color repugnante. No sabía si se refería a los rubios típicos del norte o a la gente que le perseguía. En otra carta me contó que había conocido a alguien, que la quería, que se declararía pronto. Dejó de escribir. Los visité. Elisa, que ahora se hacía llamar Laisa, me recogió en el aeropuerto. Ella me dijo que ya no tenía problemas con el idioma, que incluso soñaba en inglés. Le pregunté por Arturo. Parece que hubiera nacido aquí, me dijo, ya lo verás. Supe por qué nunca me atrajo mi prima: tenía el mismo rostro que su hermano, sólo que ella no solía agrandar los ojos, como si intentara expulsar los globos oculares de su sitio.

Me alojé en casa de mi tía, que adquiría un tinte rancio en sus mejillas. La primera noche nos quedamos hablando, hacíamos tiempo para que llegara Arturo.

El invierno

Es horrible no me acostumbraré nunca

Ni yo

El único que lo lleva bien es Arturo

A veces sale sin abrigo

Una vez casi se congela

Les pregunté si a veces salía sin zapatos.

¿Estás loco?

No podría dar ni un paso

Tienes que vivir lo que es estar a veinte bajo cero

A Arturo recién lo vi una semana después de mi llegada. Dijo que el trabajo le tenía muy ocupado. Cosía ropa para el teatro, encargos. Le iba bien. Tengo mis cosas aquí, no quiero que mi madre se sienta sola, pero prefiero dormir en hoteles, siempre en uno distinto, me dijo Arturo.

¿Temes que te maten?, le pregunté.

No respondió. Se levantó y sacó su bicicleta.

Ven, ahí está la bici de Elisa; vamos a dar unas vueltas

Entramos a un parque y Arturo enrumbó por en medio del bosque de pinos, donde no había camino.

Es el único sitio donde hablar sin que nos escuchen

¿La gente de siempre?

Ellos sabían que vendrías y vigilaban la casa

Me contó que habían secuestrado a la mujer que amaba, que la policía le interrogó, que nunca la encontraron.

¿La mataron?

Nunca me amó. Convivió conmigo porque ella era uno de ellos, sólo quería información. Cuando la consiguió cambió de identidad y, mucho me temo, de rostro. Y tenía la cara más hermosa que puedas imaginar.

Seguimos pedaleando y no me contó mucho más. Parecía afligido. Nos internamos en el bosque que parecía conocer muy bien. Quería reiniciar la conversación, traté de bromear

Buen sitio para enterrar a alguien

No respondió. Le pregunté:

¿Recuerdas a Gabito y la gente del edificio?

Incluso puedo olerlos

¿En sueños?

Cuando simulan que no me conocen y me miran de reojo

¿Aquí?

A donde quiera que voy

Los días siguientes salí mucho con mi prima. Conocí a su pretendiente y a dos de sus amigas. Me invitó al estadio y al Hard Rock. Me sorprendí con las enormes propinas que dejaba y con la gentileza que tuvo al permitirme revisar mi buzón electrónico en su ordenador. Pero Arturo se ausentó varias noches, hasta que lo encontré en el quicio de la puerta del cuarto de Elisa. Yo navegaba por internet.

Algún día te arrepentirás de usar eso

¿Nunca te conectas?

Jamás

¿Ni siquiera tienes cuenta de correo?

¿Para que sepan también lo que pienso y lo que siento?

Hay formas de protegerte con claves y software

Sé que nada de lo que pueda aprender superará el conocimiento que ellos ya manejan para someternos

La última noche, cuando mi tía estaba encerrada en su dormitorio, mi prima tocó mi puerta. Llevaba una camisa larguísima y las piernas desnudas. Yo veía televisión. Acababa de ducharme y me había rociado con colonia para niños. La usaba desde que vivía en el viejo edificio. Gabito decía que despertaba el instinto maternal de las mujeres y que lo confundían con el sexual. Decía que era un método infalible. A mí no me había ido mal con el truco.

Siempre has olido a bebé

No entiendo muy bien este programa

Es un concurso

Ya lo suponía

Mañana no te podré llevar al aeropuerto, pero Arturo dijo que lo esperes, que vendrá a despedirse.

Arturo llegó con un regalo, un gameboy con el juego tetris. Me dijo su récord y me conminó a superarlo. Nos abrazamos y salí a esperar el taxi.

Recibí algunos correos electrónicos de Elisa durante un par de años. Se casó en un campo de golf y se mudó de ciudad. Alejada de Elisa, mi tía se compró un ordenador y comenzó a reenviar chistes y noticias de periódico; a veces llegaba alguna foto de los hijos de mi prima. Yo solía borrar sus mensajes sin leerlos hasta que el recuerdo de Arturo comenzó a inquietarme. Le escribí a mi prima y a mi tía. Elisa no me contestó. Mi tía, sí: el fin de semana visitaría a mi prima. Le pregunté por sus Arturo y Elisa, que no había contestado mi correo. Mi tía me aseguró que Elisa cambió de correo cuando se trasladó de compañía, pero no me dio la nueva dirección. De Arturo no dijo nada. Volví a escribirle. Sólo le pregunté por Arturo, quería saber de su vida, cómo le iba. Dos días después, mi tía me contestó con fotos de sus nietos. Quería que me fijara en el parecido de los niños con mi prima; sus mismos ojos, su misma boca. De Arturo no dijo nada.

Oficios

P

Me compré un coche que siempre aparco en la calle. Gano lo suficiente para pagar la hipoteca, comprar discos en la Fnac y no en el top manta, hablar por móvil sin restricciones y abonar el parquímetro cada dos horas. Saldría más barato alquilar una plaza de garaje, pero prefiero estacionar fuera.

Cada dos horas suena la alarma de mi reloj para avisarme que debo bajar a meter un euro a la máquina. Y lo agradezco. Trabajo ocho horas diarias en la sección virtual de Interpol. Me dedico a rastrear pedófilos en internet. Ocho horas saltando de un hipervínculo a otro en la pornografía más dura, hasta encontrar nuevos sites donde divulgan abusos a niños. No se trata sólo del horror de los impúberes, sino de la complacencia de los sometedores. Cada dos horas salgo a la calle y demoro algunos minutos en calmar mi pulso lo suficiente para acertar la ranura por la que debo introducir la moneda. Hasta esta imagen renueva las escenas atroces que me asaltan incluso al tratar de dormir. No lo comento con el psicólogo. Me obligaría a dejar el trabajo y quién pagaría las cuotas de Banesto, de Telefónica, del Mazda. No creo que tenga hijos jamás, cómo acariciarlos sin pensar en la lascivia de las parejas que ofertan a los suyos.

A

Nunca leí Bestiario, pero conozco una buena frase de Cortázar: “no hay derecho a escribir tan mal”. Graciosa y cruel, como gusta al público conocedor. Borges y  Monterroso son verdaderas canteras de ocurrencias. De Vázquez Montalbán, Pérez Reverte, Cabrera Infante, Vila-Matas y demás apellidos compuestos de la literatura hispanoamericana me sé alguna que otra historia. Si las anécdotas son suficientes, para qué leer miles de páginas. Teoría de los polisistemas, gracias por los favores concedidos. Yo soy el hombre que sabe de libros. Si alguien me habla de Iwasaki, sonrío y muevo la cabeza afirmativamente. Si de Aira, arrugo los ojos y aprieto los labios. Si la conversación deriva hacia una crítica seria, lo que sucede a veces, rompo la conversación con un tema cautivador: mi recuento del puñetazo público que Vargas Llosa le propinó a García Márquez y los porqués que ningún biógrafo se ha atrevido a publicar. Antes tenía amigos escritores, ahora sólo tengo protegidos. Alguno ha quedado fuera de mi amparo y sé que dice de mí: “Hay que tenerle cuidado: si bajas la guardia, te asesora”. Allá él, nunca lo recomendaré para las becas que da el ministerio.

L

Me gustan los libros con índice. Leo cada intertítulo, e imagino. Así no renuncio a la literatura ni leo en horas fuera de oficina. Mi trabajo me exige una fantasía perversa, arrogante: para que la editorial me pague lo suficiente para vivir, leo 40 manuscritos al día. En teoría, seis por hora, aunque son bastante más cuando se convoca el premio de novela Joan Bimba. Dentro de los diez minutos que le tocan a cada libro, saco tiempo para acicalarme en el servicio y airear la vista, que por ley sindical, toca siete minutos cada dos horas. En ese lapso también debo redactar el informe a la editorial. Título, nombre, argumento y si vale la pena que lo revise otro lector. A cada original, entonces, le concedo cinco minutos, si acaso. Primero leo las tres primeras páginas, en un minuto; las cinco finales, en otros dos. Si tengo un pálpito, las cinco centrales. Así que un buen lector sólo recomienda libros predecibles, a los que puede inventar una trama y una técnica sin equivocaciones. Desarrollar la intuición me ha permitido, además de ganarme la vida, descubrir verdades tan dolorosas como obvias: que el cuerpo más sano y longevo es el intoxicado por químicos farmacéuticos y que la agricultura ecológica no existe pues nada ha destruido más bosques que la siembra y la ganadería. Pero callo tanto la metodología de lectura como la realidad del mundo, pues ni mis jefes ni mis amigos del movimiento antiglobalizador me perdonarían jamás tanta indiscreción.

I

Toda persona tiene derecho a reivindicar su nombre y a exigir que le llamen por su nombre. Yo renuncié a este fundamento con este empleo: no conocí a quien me contrató y que cada mes deposita mi paga. Me contactaron en un chat, me llevaron a un reservado y me hicieron la propuesta. Intervenir en una decena de webs cada hora, con un nick, Fulgencia, un buen nombre, casi luminoso: fulgor, fulgurante. Siembro el desasosiego entre quienes buscan consuelo y compañía en la red. Soy la premonición maligna en los foros de mujeres embarazadas: ¿quistes? Pésima señal, aborta. Soy la suicida que falta a la cita: ¿Cómo? Fácil, cocinillas de carbón en el auto cerrado, dónde viven, juntémonos siete en un solo auto, será más rápido. Soy la bulímica que recomienda la paleta de madera para no corroer la mano que induce al vómito. Soy quien suscribe conspiraciones internacionales para explicar la complejidad del mundo. Para ganar las bonificaciones trimestrales debo superar constantemente los niveles de alarma que siembro.

D

Este es el oficio más duro, más que cualquier otro de los que he hecho en mis 58 años. Y cada día se hace más pesado y desalentador. Los más jóvenes te miran por encima del hombro pero mejor callar, no decir tantas cosas guardadas. En esto se necesita astucia y suerte por partes iguales, si no tienes un amigo que te ayude, claro. Y yo no lo tengo. Un duro oficio, ya te digo, éste de buscar trabajo.

E

La ventisca desveló el misterio al desarropar de nieve los huesos extendidos sobre la cima: El escalador solitario de la excursión que me precedió había coronado este monte que hasta ahora se creía invencible. Yo no era el primero en pisar la cumbre pero él no había regresado del asalto final. A pesar de la falta de oxígeno y de la extenuación, supe qué hacer. Los patrocinadores no invierten en segundones. Empujé aquel cuerpo al abismo, donde no podrá arrebatarme el récord.

V

Odio sus manos. Cuando me acarician, cierro los ojos. Son hermosas pero temo su anverso. Cuando nos conocimos quise saber si me amaría. Cuando dormía, hice lo que me enseñó mi madre. Y vi la línea truncada de la vida breve. Y me reconocí como la última mujer de su camino. Desde hace unos días, él insiste con que lea sus palmas. Yo me niego, temerosa de contagiarle mis terrores.

G

Desde mi habitación escucho cómo ella se levanta cuando cree que todos dormimos en la casa. Sigilosa, cruza el pasillo y entra en la habitación del fondo. Trato de escuchar sus gemidos apagados. Hace dos meses que conozco que suceden esas visitas nocturnas, pero no sé desde cuándo suceden. En la oscuridad, imagino cómo la espera él, ansioso y atemorizado. Creo que ellos intentan compensar el afecto que nunca han recibido y que yo jamás les mostraré. No puedo arriesgarme a perder autoridad. Durante el desayuno no vislumbro ni siquiera un intercambio de miradas cómplices entre ambos; nunca apelan al doble sentido; han perfeccionado el arte del disimulo. Yo podría interrumpir sus exploraciones adolescentes, sorprenderlos esta misma noche, hacer que la dirección los separe, que envíe a uno de ellos a otro hogar de acogida. Pero prefiero escucharlos, imaginarlos, saber que alguien se ama dentro de esta casa.

V

No tiene nada de malo, en serio. No es lo que tú crees. Yo aprendí el oficio en un salón de belleza, pero después quise montar mi chiringuito. Es verdad que, al principio, casi nadie entendió el nombre y hubo algunos equivocados que venían a buscar otra cosa pero ya la gente comienza a acostumbrarse a que a la velluquería se viene para cortarse el pelo de ahí abajo, nada más.

O

He atendido 54.750 partos exactamente, ahora me jubilo. Creo que nadie ha traído más niños a este mundo, un promedio de cinco diarios durante 30 años. Y nunca se ha repetido el agobio de mi primer parto. Estaba solo en urgencias, casi a punto de terminar mi guardia. 48 horas sin dormir. La mujer llegó y alumbró una niña. Diez minutos después expulsó la placenta. Al despertar, mi memoria trajo aquel sonido que emitió la masa sanguinolenta antes de ser destruida. Un llanto, quizás. Solicité la única baja por salud de mi vida. No quise regresar al hospital hasta que la madre se hubiera ido. No quise saber si esperaba mellizos. En todos estos años, para arrancarme el insomnio, he intentado que otra placenta haga un ruido parecido. Ninguna gime.

I

Perfeccioné las sucesivas versiones de Eliza, el programa de Winzenbaum, para que la máquina responda con lucidez. Mis primeras pruebas las realicé con Marilyn. Utilicé entrevistas y biografías para trazar su personalidad y trabajé un amplio léxico con su voz registrada ante micrófonos. Proseguí el experimento con otras estrellas de cine. Creé una empresa y comercialicé Voces y Amores. El producto podía comprarse en los videoclub. Cada mes, tripliqué las ventas y abrí nuevos mercados, que puedo clasificar en tres grupos. El primero, personas que quieren continuar presentes ante sus herederos. Su vivo pensamiento, como si nada más los separara un auricular o una pantalla. El cliente se somete a largas sesiones de lectura de diccionarios y a arduas entrevistas. Un banquero se aseguró así de continuar presidiendo el Consejo de Administración. El segundo grupo lo conforma la gente que busca un cariño que nunca recibió y que se encuentra desconsolada por la muerte repentina de un ser querido. Como sucede con los deseos imprevistos, poco se posee para alcanzarlos y traen escasas grabaciones. Aunque nada se conoce de las ideas profundas del muerto, mi equipo de siquiatras construye la personalidad que desea el pagador. El tercer grupo, el más numeroso, consiste en los amantes despechados. Quieren continuar conviviendo, aunque sea de manera limitada, con el amor que les ha abandonado. Gente temerosa que toma previsiones: incluso acumulan aullidos de placer grabados con alta fidelidad.

D

Todavía recuerdo el año 1984. Abanderaría a mi país en las olimpiadas. Ese año yo saltaba más que Bubka. Pero el gobierno del Movimiento Popular para la Liberación de Angola decidió unirse al boicot soviético y me quedé en casa. Seguí mis entrenamientos con la pértiga pero antes de poder demostrar mi valía en un campeonato mundial, me lesioné. Trabajé como entrenador de categorías infantiles en Cuba y después regresé a África porque comprendí cómo podía ayudar a mi gente. Me uní a esta organización y viajé a Marruecos. Enseñar cómo saltar con una vara de bambú o de madera vieja es complejo, pero algunos aprenden y logran superar este infame muro de seis metros que se alza en Melilla y que nos separa de Europa. Ayer, un aprendiz me mostró desde el otro lado que no tenía un rasguño. Calculo que batió el récord de 6,14 metros que implantó Bubka en 1994. Pero, al igual que yo, no tendrá la oportunidad de demostrarlo en ninguna competición.

C

Asisto puntual a las juntas de administración y escucho; a veces comento. Pero ya es poco lo que tengo que decir. Para serte franco, hace años que no se me ocurre una gran idea, como la que recomendé a Procter & Gamble: que ensanchara un poquitín la boca del tubo de dentífrico. Aceptaron, los contenedores de la pasta de dientes se vaciaron más rápido, aumentaron las ventas y yo obtuve la ama. A partir de entonces me pagan por prestar mi nombre. Cuando un rumor me asocia a la directiva de una empresa, la cotización se dispara. Pero, como te digo, hace tiempo que no tengo una gran idea. Que no tengo ni siquiera una idea.

N

Me dedico a hacer un listado. Rastreo los libros de historia y las noticias, que también es una manera de historiar, aunque sin pretensiones. Y cuando encuentro una hazaña, una verdadera hazaña, la registro en el archivo que enumera las maravillas que el hombre ha logrado pero que no debería repetir para no deshumanizar a la humanidad. Como el amaestramiento de elefantes.

T

Trafico con palabras. Subasto las más solicitadas en los buscadores de internet. Primero, por supuesto, me las apropio y después las revendo a otros portales convertidas, las palabras, en sirenas. Su canto conduce al navegante a otros universos, lugares cuyos dueños me pagan por desviar el tráfico de sus competidores hasta sus predios. Mis mejores clientes son los mismos buscadores, que utilizan el sistema de búsqueda de otros buscadores que, a su vez, buscan en el buscador que me contrata.

T

A esta tierra, antigua Persia, antigua Mesopotamia, antigua patria de mis antepasados que migraron a América hace generaciones, vienen muchos. Todos con prisa. Yo deserté del ejército conquistador. Parezco un nativo y aprendí una frase clave para mi nuevo oficio de traductor: “di algo, lo que quieras, o te matamos”. Se lo digo a los atemorizados iraquíes mientras señalo a los soldados o a los guardias privados que escoltan a periodistas y voluntarios de oenegés. Ellos comienzan a recitar versos, oraciones, titulares. No entiendo lo que me responden pero sé lo que quieren escuchar los invasores y se los digo en inglés, el único idioma que hablo. El trabajo que requirió más imaginación lo hice para un investigador que compró un manuscrito a un saqueador de la biblioteca nacional. Le mentí durante dos meses y le conté una historia que transcribió y publicó sin más verificaciones. Hasta me envió una copia del libro al hotel donde se hospedaba. Sólo me arrepiento de haber aceptado la tarea de traducir la carta que los raptores de la cooperante enviaron al consulado. Todavía veo aquella fotografía de su cabeza sesgada que apareció en la prensa y me pregunto qué decía aquel papel.

J

Patenté un entumecedor de insectos. ¿Y para qué sirve eso?, se preguntará usted si es que no lo conoce aún, cosa difícil según creo, pero que era lo que todos me preguntaban cuando intentaba conseguir un socio para comercializarlo. Algunos proseguían con cinismo: ¿Adormecerá a las cucarachas para pisarlas sin prisa? ¿Me picará con suavidad el alacrán? Pero alguien que creyó en mí me adelantó el dinero suficiente para diseñar un empaque apropiado, con tipografía divertida, colores brillantes y un buen nombre: “Anestesista”. Un poco más de inversión para la publicidad en televisión treinta días antes de la Navidad, cuña que yo mismo ideé: un niño vestido con bata blanca y tapabocas, que juega a  practicar intervenciones quirúrgicas. Detrás un letrero que decía “hospital de insectos”. Se agotó el stock en dos días. Precavidos, multiplicamos por diez la cantidad distribuida. Al faltar doce días, los pedidos nos  obligaron a centuplicar la producción. A los niños les divierte ver las mutilaciones de las que son capaces, y sus consecuencias: moscas sin alas, arañas sin patas. No, todavía no son capaces de hacer transplantes. Sí, han surgido muchos críticos. Padres que permiten que sus hijos observen cómo se asesina en televisión pero que me acusan de fomentar la crueldad. Que qué les respondo. Pues que me señalen un niño que no goce aplastando un caracol, que no arroje a la candela a un gusano de tierra, alguno que se resista a enredar al grillo en la tela de araña y que no contemple extasiado la captura.

P

Esa mañana debía terminar el retrato pero el Rey llegó al alcázar de malhumor. Ya sabe, vuestra excelencia, cómo podía ponerse mi majestad. Y dijo: sólo me estaré quieto ante un pintor que sea capaz de pintar lo que yo veo, tal como lo veo. Mis estudios de perspectiva me fueron, al fin, útiles. Le contesté: puedo hacerlo sin necesidad de moverme y sin que ninguno de los que están en el recinto pose. Como respuesta al reto, incluí al aposentador de la reina quien, como siempre, interrumpió un instante para olisquear. La infanta Margarita lloró cuando vio el cuadro. No le gustó. Quise consolarla: así nos recordarán a ambos, princesa. Lloró más. Hasta el último día de mi vida, trataré de pintar un retrato que le guste.

Sobre el autor

*Publicados en: archivosdelsurnarrativa.blogspot.com y prodavinci.com, respectivamente

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