literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos americanos (selección)

Mar 29, 2024

Rufino Blanco Fombona

EL CADÁVER DE DON JUAN

Mi amigo don Pablo y yo teníamos la costumbre de pasearnos juntos, casi todas las tardes, por los alrededores de Caracas. Aunque de más edad que yo, y de más experiencia, nos placíamos en sociedad el uno del otro, no tanto por similitudes de carácter como por afición a huronear en las antiguas crónicas del país, en las crónicas de la época boliviana, en las que a menudo salían a colación abuelos suyos o abuelos míos.

Era don Pablo el hombre más grato del mundo, el más irrestañable y deleitoso conversador.

Dirigímonos una tarde hacia el norte de la ciudad. Pasamos el puente del Guanábano, dejamos a nuestras espaldas las últimas y desgranadas casucas de Caracas, por aquella extremidad, y nos enderezamos hacia las primeras estribaciones del Ávila. Desde la planicie eminente, al pie de tan majestuosa cadena de montañas como aquella que separa a Caracas del mar, divisábamos la ciudad entera, tendida entre el Catuche y el Guaire, desde el Puente del Guanábano al norte hasta el Puente de Hierro al sur.

Los techos de la ciudad rojeaban a la suave luz de la tarde, y los mil jardines caraqueños desplegaban la copa verde de sus acacias, el abanico de sus chaguaramos o la elegante arquitectura vegetal de sus araucarias, entre las cúpulas plomizas y las torres blancas, por encima de los tejados purpúreos.

Ascendimos un poco más. De pronto nos encontramos con una pared descascarada y leprosa, sobre la cual empotrábanse, de distancia en distancia, altas verjas cubiertas de herrumbre.

Era el antiguo y abandonado cementerio de Los hijos de Dios.

La hierba crecía entre las tumbas. Cruces de hierro, tomadas de orín, yacían por tierra. Sobre las lápidas de mármol, llenas de polvo, se borraban las inscripciones.

— ¡Qué incuria! observé a mi compañero. ¡Y pensar que los nietos de casi todos esos muertos, ríen o sufren, es decir, viven, a unos cuantos pasos de las tumbas de sus abuelos, sin curarse lo más mínimo de esos muertos a quienes quizás deban, los unos la miel de la vida, los otros la cicuta!

Objetome don Pablo que eso era casi inevitable, y añadió:

— Voy a referirle, a propósito, un caso curiosísimo.

Nos habíamos sentado en sendos poyos de manipostería que sirvieron tal vez antes a funerales y plañideros cipreses. El sol descendía al ocaso. La ciudad, a nuestros pies, se envolvía en un crepúsculo de oro.

Don Pablo empezó a referirme:

— Siendo yo prefecto de Caracas, años atrás, presentóse una tarde en mi despacho una agraciada mujer, vestida de luto. La enlutada me dijo: «Señor prefecto: vengo a poner en conocimiento de usted un asunto muy grave. En el cementerio del sur ha sido sustraído un cadáver de su fosa». El caso, en efecto, era grave. Quise explicaciones; las de aquella señora no me bastaban, y, una hora después del denuncio, tomé un coche y me encaminé personalmente al cementerio.

— ¿Qué sacó usted en limpio?

— Va a saberlo. El cadáver había sido sustraído. Era el cadáver de un hombre de la clase media, no muy joven ni muy guapo, muerto de tisis galopante meses antes. Este hombre tenía dos queridas, la querellante, Marcela X, y otra mujer llamada Ana Luisa.

— Ya comprendo, interrumpí a mi amigo.

— Pues bien, yo no comprendía… Para aclarar la verdad hice venir las dos mujeres a mi despacho. Procedí al careo. Del careo saqué en dos platos que el amante vivía con Marcela, la denunciante, y que, apenas sintióse enfermo, la abandonó y se fue a vivir, a vivir y a morir, en casa de Ana Luisa. Marcela no se quejaba de la conducta de su amigo. La disculpaba más bien:

— «Fue, decía, indicando a su rival, allí presente, porque la señora gozaba de mejor posición económica que yo. Él necesitaba cuidados. Por eso lo perdoné».

— «No, rugía la otra mujer: se fue a vivir conmigo porque me prefería, porque me amaba, como yo le amaba a él y como amo y amaré su memoria».

Mi amigo advertía la impresión que me causaba el relato y continuó diciéndome que él tuvo que interrumpir aquellos arrebatos pasionales para que lo informasen pronto y claro respecto de la sustracción del cadáver. Entonces Ana Luisa, la rica de las dos enamoradas, le refirió la verdad:

— «Fulano, estaba en una tumba que la señora, dijo volviéndose hacia la denunciante, conocía; tumba que yo pagué y que yo cuidaba. Todos los domingos iba yo al cementerio y encontraba sobre la tumba de mi amante un ramo de flores. Siempre arrojaba fuera aquellas intrusas flores y a cada semana encontraba sobre la tumba un nuevo ramo. Sospeché desde el principio que serían de la señora; pero quise convencerme y me convencí. Entonces, celosa o loca, no sé, soborné a un empleado del cementerio e hice cambiar de fosa el cadáver de Fulano. Por eso la señora, también celosa y todavía enamorada, ha puesto el denuncio.»

Cuando mi amigo don Pablo terminó su relato, no pudo menos de exclamar, con sonrisa picarona:

— ¡Cuál virtud poseería aquel diablo de hombre para hacerse querer tan hondamente de un par de bellas y jóvenes mujeres!

Ya había caído la noche.

A nuestros pies Caracas se iluminaba. Cuando empezamos a descender mil focos eléctricos parpadeaban en la sombra. De la ciudad emergía como un vapor de luz.

LA BRUJA DEL GUAVIARE

Una india bruja habitaba entre las peñas, no lejos del Guaviare. Pero nadie lo sabía sino los indios. Y la vieja era miserable e infeliz.

Por allí no abundaba el caucho, como a las márgenes del Orinoco y del Casiquiare; y aquello era un desierto.

Un hombre de Ciudad Bolívar, que vivía en el Alto Orinoco desde sus mocedades, descubrió un día dos o tres leguas de cauchal, no lejos del Guaviare, en un caño de este río. Fuese el descubridor a San Fernando de Atabapo y obtuvo del gobernador la concesión del cauchal, mediante el pago de los derechos. Instaló allí su barraca y en la barraca a su familia. Ranchos de peones, poco a poco, se fueron levantando en torno. La colonia empezó a prosperar.

No distante de la colonia moraba la bruja del Guaviare. Pero nadie en la ranchería le hizo jamás el menor caso, ni le dio jamás una miga de pan cuando la mendigaba, hambrienta, la anciana.

Aquella vieja india echábala de bruja y curandera, anunciaba el tiempo de lluvia y la sequía, y gozaba de gran predicamento entre los indios que venían a consultarla desde lueñes tierras. Alimentábase la hechicera de raíces y de animales inverosímiles, apenas finada la escuálida ración de mañoco que solían dejarle, de cuando en cuando, admiradores indígenas que la visitaban con un motivo u otro.

Había escogido por palacio la anciana cierta oquedad en una montaña de piedra, no distante, como se ha dicho, de la colonia. Único respiradero en aquella galería de granito era la apertura de acceso por donde, junto con la luz cotidiana, filtrábase, cuando llovía, el agua del cielo.

Un peoncillo de cortos años e innúmeras pillerías, tuvo cierta noche la diabólica idea de amontonar paja seca, chamiza y leña a la boca del antro y prender fuego al montón de combustible. La vieja, a pesar de toda su brujería, se iba asfixiando.

El patrón se puso furioso y amenazó al bergante con despedirlo. La furia del barraquero no era por la travesura en sí, ni por la vieja hechicera, sino por temor de que la tostada sibila zuzase contra la colonia a los indios. Pero la pitonisa greñuda y esquelética no conjuró a los indígenas contra la ranchería, sino que, acertando con el malintencionado que obró aquella diablura, le predijo una próxima y desesperada muerte. El amo se tranquilizó y el zagal, poco aprensivo, rióse a mandíbula batiente.

Días más tarde, bañándose en el Guaviare, el peoncillo fue presa de un calambre, lejos de la orilla, y se ahogó.

«La maldición de la bruja», exclamaron todos.

Por las pieles más tranquilas y osadas corrió un escalofrío. El prestigio de la vieja hechicera, entre los blancos, que ya no solo entre indios, extendióse hasta las márgenes del bermejo Atabapo, del Orinoco y del Inírida.

Desde entonces ya no comió animales ni raíces inverosímiles, sino que se regalaba diariamente con huevos de gallina, pescado fresco, y el más rico mañoco de la barraca.

Sorprendida al principio de aquellas liberalidades de la colonia, la vieja bruja, al fin, comprendió.

Y se dejaba temer.

PSICOLOGÍA DE UN MUERTO

Confieso francamente cómo nunca pensé morir en aquella ocasión. Cuando las llamas prendieron en mis ropas y no pude apagarlas, a pesar de los esfuerzos, me angustié mucho y hasta creo que perdí un poco la cabeza. Perdí, no; no es la palabra, ya que durante el pavor del trance conservé una extraordinaria lucidez, hasta el instante en que mi conciencia se desvaneció en un crepúsculo y luego cayó en la sombra.

Devoradas las ropas, el fuego lamió mi carne con sus lenguas de caricias mortales. Las llamas parecían serpientes luminosas, y las serpientes cantaban, cantaban algo como una canción de exterminio.

Las llamas me sirvieron de iluminación. Sin saber cómo, a esta luz, vi, en un momento, cuanto había visto en mi vida. Vi las personas, las cosas y las ideas. Lo vi todo como en un fresco maravilloso. No era una pesadilla. Era algo muy real; yo estaba viendo todo aquello.

Fragmentos de mi vida, que no recordaba, aparecieron de súbito y distintamente a mis ojos. Recordé que mi madre vestía un blanco traje de muselina constelado de estrellitas azules, la noche en que mi padre murió.

Recordé a la gorda maestra que me daba muchos besos detrás de las persianas y me hacía caricias en su cuarto, a solas.

Recordé una cruz rural bajo unos mangos, en la hacienda nuestra, por donde jamás pasé de niño sin estremecerme. Allí asesinó a un borracho, casi a mis ojos, un negrito sirviente de casa, de nombre Alejo.

Recordé todas las dulzuras de mi vida con particular precisión: el inmenso amor de mi madre; mis viajes; sensaciones de arte; horas de triunfo; amores felices; toda la gama de impresiones de una vanidad satisfecha.

Pero no sé cómo expresarme. También veía paisajes de amargura, caras que eran para mí representación de una contrariedad o una pesadumbre. Entre éstas, descollaba cierto rugoso, amarillento rostro lleno de cómica majestad, coronado de doctorales canas; la barba rucia, amarillosa de nicótica. Era la cara del asno satisfecho, a quien la ingenuidad paternal presentó mis primeras rimas; del Moisés literario, cuyo reproche arcaico, fulminado desde un Sinai de desdén y en medio de una tronitanle retórica, me hizo desde muy temprano despreciar a los pedantes y saborear como artista las primeras hieles.

He dicho que también veía las ideas. Veía con una claridad sorprendente, la concreción de lo inconcreto, por un extraño modo. Así, por ejemplo, Aristóteles — un busto que había yo visto en alguna parte, en Roma — pasó a mis ojos: advertí que pasaba la Filosofía. Mi inteligencia comprendió las cosas como si estuviese de pie sobre una montaña construida con todo el saber humano. Pasó una pálida frente, ceñido el laurel. Era Dante, es decir, la Poesía. Pasó otra pálida frente coronada; pero de esta corona caían gotas de sangre. Era el Cristo, es decir, el Altruismo.

A la vista de estas figuras yo sentía el bienestar infinito de un momento. En mis hombros, las devorantes y mortíferas llamas, empezaron a vibrar como alas.

Todo esto fue cosa de segundos. Lo vi, lo comprendí todo en un momento. Dios también se presentó a mi vista. Dios era todo aquello: Cristo, Dante, Aristóteles, los paisajes, los recuerdos, todo.

Después del atolondramiento del principio, y cuando comprendí que era inútil todo esfuerzo por apagar las llamas, fue cuando me vino la extraña lucidez de que hablo. Pero ni entonces, ni en la fuerza del suplicio, pensé morir; pensé que manos piadosas y fuertes llegarían a tiempo de salvarme, y mientras me estaba desvaneciendo, soñé que días después iba a despertarme en un cuarto desconocido, entre buenas gentes que me cuidaban, hasta que por fin me recobrase poco a poco. Repito: ni un momento creí que aquella fuese mi última hora.

***

Del lado acá de la tumba, en la sombra, se está mejor que del otro lado, bajo la caricia del sol. Me valgo de tales frases para que se me entienda; pero aquí no existen las funciones, merced a las cuales nos cabe en lote, allá en la vida, sufrimiento o placer. Aquí no se tiene conciencia — aunque se creerá semejante afirmación una paradoja en mis labios; — aquí el pensamiento se evapora como el perfume de una flor y va a donde van los colores del arco iris y la luz de las estrellas y las músicas. Entretanto, los transformistas átomos se cambian en copa de tamarindo, mañana palacio de pájaros; en hoja de laurel, mañana corona de proceres; o en veta de mineral, mañana pan de infelices.

La muerte vale más que la vida para aquellos que no gustan mieles, sino dolores en el mundo. Los desgraciados deben salirse de la vida, que es un festín donde no hay puesto para ellos. El pesimismo es una cosa inútil. Pero el hombre, aun el mártir, se aferra a la vida porque duda, primero, es decir, por el miedo teológico o moral, y luego porque teme, es decir, por el dolor físico que apareja la destrucción de sí propio.

La duda quizás existirá siempre como lo más humano del ser; cuanto al dolor físico de la muerte voluntaria, aunque el bien que se compre al precio del sacrificio es grande y valioso, parecerá al hombre siempre caro. El hombre es avaro de su vida. Si el dolor del parto se padeciera antes del placer del amor, ninguna mujer tendría prole. En esto, como en casi todo, es sabia la Naturaleza.

Cuenta una hermosa leyenda terrenal, que un profeta resucitó al hermano de dos mujeres piadosas. Si alguien pudiera, como en el relato bíblico, prender la llama de la existencia en lámparas humanas, vacías de aceite vital; si alguien pudiera recoger y fundir los átomos dispersos que animaron un ser, y si este taumaturgo me infundiera la vida, yo lo apostrofaría indignado.

— ¿Por qué, le diría, me arrojas al agujero luminoso adonde entro sin deseo y de donde saldré a mi pesar? ¿Por qué me reduces de nuevo al dolor, cuando ya me había libertado de él? ¿Por qué me haces el mal de la vida, Señor, por qué?

Mas no abrigo el temor de que ningún profeta me resucite.

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