literatura venezolana

de hoy y de siempre

Pedro Emilio Coll: el cuento como metáfora total

Luis Barrera  Linares

No es, quizá, “El diente roto” el mejor cuento de Pedro Emilio Coll. Hay en otros de sus relatos mayor seriedad en la base conceptual de la narración, más alta intención de arte, más rigor en la forma. (…) puede parecer demasiado sintético, despojado en exceso de literatura narrativa, ajeno a la profundidad que el tema hubiera podido dar de sí. (Guillermo Meneses, 1955, p. 14, destacado de LBL)

Con todo el respeto que implica un juicio de Guillermo Meneses, me permito introducir esta aproximación al cuento más relevante de Pedro Emilio Coll (1872-1947) discrepando radicalmente de lo que afirma el autor de “La mano junto al muro” (1951) en la presentación de “El diente roto”, texto que abre su ya clásica Antología del cuento venezolano (Caracas: Ministerio de Educación, 1955). Porque precisamente lo que expone tan notable novelista es lo que considero uno de los mayores méritos del referido relato. Haberlo despojado “en exceso de literatura narrativa” y diseñarlo “demasiado sintético” resultan más bien logros indiscutibles al pergeñar un cuento brevísimo que hurga en las profundidades de lo que Aristóteles denominara el zóon politikon, hasta el punto de convertirse posteriormente en un clásico de la literatura venezolana.

Ensayista notable, individuo de número de las Academias Venezolanas de la Lengua y de la Historia, y narrador vinculado estrechamente a dos importantes revistas culturales (Cosmópolis,1894-1895; El Cojo Ilustrado, 1892-1915), Coll no ha dejado de ser un intelectual “políticamente incorrecto” para quienes no olvidan su cercanía a la dictadura gomecista (1908-1935), régimen durante el cual llegó a desempeñar importantes cargos públicos (ministro de Fomento, secretario de Instrucción Pública, diputado y presidente del Congreso, entre otros, aparte de su labor como diplomático en varios países europeos). Sin embargo, nadie dudaría hoy del acierto y la originalidad de sus crónicas y ensayos literarios e históricos y, principalmente, de su muy breve pero contundente obra narrativa.

Coll nunca publicó un libro orgánico integrado solo por cuentos y, a decir verdad, el inventario de sus relatos no llega a la docena (algunos incluidos de manera aislada en publicaciones periódicas, casi todos insertos posteriormente en volúmenes misceláneos). Con independencia de que otros escritos suyos hayan sido catalogados por algunos editores o compiladores como “cuentos”, sin serlo en realidad, su obra narrativa breve se limita estrictamente a los textos “Un borracho” (denominado luego “Borracho criollo”), “El sueño de una noche de lluvia”, “El sueño de una noche de verano” (diferentes aunque de títulos similares), “Figuras”, “Viejas epístolas”, “Opoponax”, “El diente roto”, “El paraíso de Alonso Herrán”, “La sotana del cura” y “Las divinas personas”[1]. Mas, en obvio tributo a la brevedad, su legado casi podría considerarse la obra de un virtuoso. En esta ocasión me detendré en “El diente roto” y “Las divinas personas”.

Volviendo al primero de ellos, hay que decir que no es poco mérito exponer en una extensión cercana a las dos cuartillas (552 palabras, 43 renglones) la hondura de una mínima historia, casi estática, que incluso servirá en el futuro para fijar en nuestro país la posibilidad de un estereotipo político universal. Porque eso es, sin lugar a dudas, la figura gigantesca diseñada magistralmente en “El diente roto”, un auténtico estereotipo. Decir Juan Peña en Venezuela es equivalente a decir Doña Bárbara, Juan Bimba, Tío Conejo o Panchito Mandefuá, cuyos rasgos y características no requieren de mayor explicación ante el colectivo histórico que somos. No podría haber mayor acierto en un texto literario que convertir a un personaje en una tipología social. En tal sentido, Juan Peña alude a una serie bastante amplia de hombres y mujeres de cualquier espacio geográfico o temporal, colocados –por la vía de las murmuraciones, los supuestos, la falsa publicidad y las comidillas interesadas– en altares cuyos falsos soportes no tolerarían un leve movimiento y, de ser removidos, podrían derrumbarse como manojos de cartas agrupadas sin ninguna base de sustentación.

Se podría añadir que la idea central plasmada en “El diente roto” aparece igualmente contenida en uno de los más resaltantes textos humorísticos y costumbristas publicados por el autor. Me refiero a “La Delpiniada y otros temas (Crónica del ocaso de Guzmán Blanco)”, considerado explícitamente por Coll como adelanto de su proyecto de “un novelín, mitad histórico, mitad imaginario que pensé titular La noche de Santa Florentina” (2011: 57)[2] Las sardónicas y humorísticas alusiones que hay en “La Delpiniada…”, tanto a la cursilería de cierta literatura y literatos de la época como a la figura casi rocambolesca de Antonio Guzmán Blanco (“El Ilustre Americano”) y, más importante, al burlescamente “reconocido” (y falsamente encumbrado por sus “seguidores”) poeta Francisco Antonio Delpino y Lamas, permiten elucubrar acerca del falso pedestal levantado por la murmuración popular al personaje Juan Peña. Luego de un for- mal diagnóstico emitido por un médico, Juan es asumido colectivamente como un “filósofo precoz, un genio tal vez”, mientras en realidad el niño “con la punta de la lengua… tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada –sin pensar” (15-16)[3].

Como algunos otros relatos del autor, El diente roto” se publica por primera vez en El Cojo Ilustrado (15-08-1898), y aparecerá después incorporado al volumen misceláneo del autor El castillo de Elsinor (Caracas: Tipografía Herrera Irigoyen, 1901). A partir de ese momento, será infaltable en la mayoría de las antologías o muestras del cuento venezolano del siglo xx. Para no mencionar las diversas y dispersas selecciones extranjeras que también lo han considerado[4], me limito a referir el camino recorrido por las compilaciones exclusivamente nacionales, desde la de A. Uslar Pietri y J. Padrón (Antología del cuento moderno venezolano. Caracas: Biblioteca Venezolana de Cultura, 1940), hasta La vasta brevedad (de A. López Ortega, C. Pacheco y M. Gomes. Caracas: Alfaguara, 2010).

En 1927 aparecerá su segundo libro, también misceláneo, La escondida senda (Madrid: Talleres Espasa-Calpe), importante porque incluirá otro de sus cuentos en el que de manera indirecta –quizás sin hacer de ello un propósito explícito y premeditado– el autor fijará posición frente a las modalidades del llamado movimiento modernista. Me refiero a “Las divinas personas”[5].

No habría manera de comprender cabalmente la importancia de “El diente roto”, su valor literario, estético e histórico, si no nos acercáramos primero a ese otro relato, aunque paradójicamente haya aparecido con posterioridad.“Las divinas personas” se divide formalmente en tres partes, cada una subtitulada de tal manera que pudieran constituir tres cuentos independientes. La primera, “Cuento del padre”, remite a la relación entre el ángel Azael y el Eterno, dentro de un contexto en el que se funden las escenas en el cielo con otras más terrenales: Azael sirve de encomendero al Eterno para verificar la situación de felicidad de Job y la posibilidad de probar su paciencia a través de una serie de situaciones difíciles de las que se encargará Luzbel. Una incursión en lo fantástico a través de un referente religioso. La segunda parte, el “Cuento del hijo”, se desarrolla completamente en la tierra y se refiere a la curación de un mal del que sufre un personaje popular (netamente “criollo”) llamado Higinia. A raíz de unas extrañas dolencias, su amiga Severiana le aconseja a Higinia elevar una promesa al arcángel Miguel. La imagen tallada en madera de San Miguel reposa en una iglesia, integrada a una es- cena donde este hiere a Satanás, quien cae al piso adolorido. Aquí el narrador introduce algunos pasajes de humor cuya principal motivación es que Higinia cae en pecado porque se equivoca de santo y hace su promesa al diablo, en la creencia de que debe ser el elemento maligno de la escena descrita porque es quien parece “sufrir”, castigado por el otro:

(…) cuando empecé a rezar me parecía que me levantaban por las greñas y que San Miguel sentía un dolor tan grande como el mío. ¡Y cómo no, con aquella espada que le encajaban en el estómago! Se le comprendía en los ojos que me es- taba compadeciendo como yo lo compadecía a él, mientras el diablo se gozaba con la maldad que le estaba haciendo y le ponía el pie sobre la cabeza…[6]

Una vez que ha escuchado el relato, su amiga Severiana le hace ver a Higinia el equívoco que ha cometido, en cuanto que supuestamente ha sido “curada” por el mismo diablo. Higinia entra así en un terrible conflicto, pero más adelante una aparición del hijo de Dios en un sueño suyo sirve para dar cierre al cuento: la supuesta pecadora es perdonada definitivamente y sanada.

Con eso se da paso a la tercera parte, “Cuento del espíritu santo”, referido a dos amantes (Angélica y Ben Alahmar), él adorador de Alá y ella del Dios católico. En diferentes situaciones, ambos deciden cambiarse de religión a la hora de la muerte para encontrar al otro en el respectivo paraíso, pero igualmente toman diferentes caminos, hasta que son juntados definitivamente por el Espíritu Santo.

Como hipótesis podemos asumir que la primera parte representa la tendencia modernista del cosmopolitismo; la segunda es obvia evidencia del criollismo; en tanto que la tercera parece mucho más cercana al modernismo esteticista. Pero las tres partes confluyen obviamente en los ideales estéticos del modernismo. No en balde es la tercera parte la más cercana a algunos de los cuentos de dos contemporáneos de Coll: Manuel Díaz Rodríguez y Alejandro Fernández García. Asimismo, es difícil obviar el criollismo de Luis Manuel Urbaneja Achelpohl en el momento de recordar a un personaje como Higinia, sin olvidar, por supuesto, su familiaridad con la epifanía y lo fantástico religioso. Por otra parte, y ahora en cuanto a lo lingüístico, el Rufino Blanco Fombona de algunos de los Cuentos de poeta[7] podría ser emparentado con un esteticismo cercano a la tercera tendencia. Pienso en el cuen- to de ese autor intitulado “Idilio roto”, catalogable como magna metáfora al comparar la naturaleza socio-animal del hombre con el mono; y también en algunos pasajes de “Juanito”, cuya anécdota se focaliza en lo que para un adolescente implica la ausencia de una madre, a quien el narrador describe como “bella errante” para no utilizar un calificativo que ofenda al hijo que por ella clama ante su padre hacendado.

En este sentido, difiero parcialmente de la propuesta de Douglas Bohórquez (2006), quien integra a Coll en la misma corriente modernista de Díaz Rodríguez. Esto es así solo en alusión a algunos de los cuentos de Coll (por ejemplo, “Sueño de una noche de verano” y “Opoponax”), mas muy poca relación encuentro entre la cuentística de Díaz Rodríguez y “El diente roto” o “Las divinas personas”[8].

De manera que será la vertiente criollista la que definitivamente dé relevancia a la obra de Pedro Emilio Coll, con el más universal y mejor logrado de sus cuentos, al que ya nos hemos referido: “El diente roto”. Pero habría que pensar extenso), que tanto auge adquirirá en la narrativa nacional después de los años sesenta del siglo XX[9].

Envuelto en una aparente paradoja de corte rulfiano, se trata del cuento más local y más universal de Pedro Emilio Coll. Pero no solo por la temática (un zagaletón común y corriente a quien el azar de un golpe de guijarro convierte en aparente pensador mítico, mientras acaricia el diente roto con su lengua), sino también por el valor asignado a la brevedad y al lenguaje. No habría mejor ejemplo para la verificación de lo que significa el logro de un elevado nivel de intensidad mediante un mínimo uso de palabras. Además, en este texto resalta también la habilidad paródica del narrador que ya destacamos en “Las divinas personas”. Y eso sin obviar el desarrollo de una línea de humor que más adelante será utilizada por otro cuentista venezolano muy importante, Julio Garmendia. Baste con mencionar la escena ocurrida una vez que la preocupada madre ha decidido llamar a un médico para que examine a su hijo:

Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

—Señora –terminó por decir el sabio después de un largo examen–, la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted…

—¿Qué, señor doctor de mi alma? –interrumpió la angustiada madre.

—Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible –continuó con voz misteriosa– es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez (15-16).

Por otra parte, se trata de un cuento que viaja a contracorriente del romanticismo, por lo que se inserta perfectamente en las propuestas renovadoras y transgresoras del modernismo criollista. No obstante, es lo más extremo que podamos apreciar en cuanto a la adjetivación redundante y ese estilo tan particular con que se ha caracterizado todo el movimiento modernista. Lo importante no es la conducta autóctona ni la peculiaridad del lenguaje. Puede decirse que su recurrencia a la metáfora en el nivel micro es mínima, si no inexistente: narración directa, casi literal, desnuda, libre de toda retórica. Pero todo su contenido, su estructura global, constituye una gran metáfora acerca del modo como puede darse paso al surgimiento de un mito popular nacido de la ingenuidad y de la técnica del rumor. Es eso lo que hace de Juan Peña (el único personaje en verdad relevante de la mínima historia de este cuento) un estereotipo lite- rario. Cabe perfectamente Juan Peña en la caracterización nacional retratada en la muy conocida definición de otro importante representante del criollismo venezolano, Manuel Vicente Romero García (1861-1917): “país de nulidades engreídas y reputaciones consagradas”.

El cuento de Coll responde entonces a una vertiente del modernismo que, partiendo de un simple incidente local y un comportamiento colectivo típico de las todavía nacientes sociedades latinoamericanas postcoloniales, alude a un fenómeno de carácter universal:

Pasaron meses y años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua (16).

Lo que en “Las divinas personas” serían, años después, atisbos o tanteos (lo paródico, el humor, el lenguaje directo, literal, la linealidad y nitidez de la historia) se había concretado ya en “El diente roto”, que a su vez no deja de contener un plantea- miento ideológico relevante, razón por la que también es notorio su tono expositivo. Ante el silencio abrumador y “enfermizo” del personaje, ante el dictamen “científico” del médico, el colectivo asume irreflexivamente que Peña está dedicado al oficio de “pensar”, cuando en realidad era lo que menos hacía.

En otro sentido, podría decirse que si “cosmopolita y nativista” son los calificativos con que Mariano Picón Salas (1940) caracteriza de manera magistral a la generación de escritores venezolanos que se hace presente en Venezuela hacia el año 1895, resulta difícil no remitirse a “El diente roto” y a “Las divinas personas” en el momento de recordar tales calificativos. Una afirmación del propio Pedro Emilio Coll nos puede ilustrar al respecto:

Algunos cuentos suyos revelan tan visible intuición del misterio circunstante, de lo que hay de eterno en lo transitorio, de los elementos estéticos y morales latentes para el artista y el filósofo en el espectáculo contemporáneo, que en ocasiones temo no se aleje en demasía de la realidad presente seducido por las confidencias y consejas…

Son palabras del autor de “El diente roto” leídas en julio de 1914, en su discurso de recepción de Santiago Key Ayala como individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua[10]. Bastaría sustituir el nombre de Key Ayala por el de Coll para argumentar que idéntico juicio es aplicable a los dos cuentos aquí analizados.

En conclusión, escribir con plena conciencia en un período determinado, saliéndose de los patrones imperantes, es sin duda un riesgo que –aparte de dejar poca ganancia ante los contemporáneos– podría significar dos cosas. Una, que se esté escribiendo a contracorriente, pero anclado en el pasado. Otra, que se vaya contra lo imperante, adelantando el futuro. Este último hecho caracterizó por ejemplo, la poesía de José Antonio Ramos Sucre y la obra de otros narradores venezolanos como Julio Garmendia, Enrique Bernardo Núñez y Oswaldo Trejo. Y eso mismo podría ser atribuido a Pedro Emilio Coll. Enfrentado a los polos del modernismo que se debaten entre la retórica edulcorante, cosmopolita, y la exaltación de lo criollo con énfasis en el lenguaje popular, sin necesariamente abandonar el criollismo, en “El diente roto” y Las divinas personas” Pedro Emilio Coll aboga por una narrativa estilísticamente plana, directa, sin mucho regodeo lingüístico ni retórico. Una estética que, sin duda, también se acercará a la narrativa posterior de José Rafael Pocaterra –paradójicamente puesto que, como se sabe, este último se caracterizó por su lucha frontal contra el gomecismo.

Se trata, en suma, de una obra cuentística en la que incluso el autor se ubica desde muy temprano en ese impreciso límite donde se difumina la frontera entre el cuento y la cró- nica, unas veces con humorísticas y sardónicas alusiones a escritores y obras que le son contemporáneos –y de quienes difiere estéticamente–, otras, asumiendo el cuento-crónica como parodia de una época. Pero no son sus cuentos cercanos a Díaz Rodríguez los más relevantes de su propuesta. Antes que la metáfora puntual, local, Coll prefiere el planteamiento de la macrometáfora: el texto completo como re- presentación simbólica de una realidad particular. Lo que a su vez viene a significar un quiebre con buena parte de las estéticas narrativas más destacadas del momento, a excepción de cierta hermandad artística con algunos cuentos de Rufino Blanco Fombona.

Así, lo que para Guillermo Meneses parecía un defecto (la excesiva brevedad y la supuesta falta de acción), resultarían más bien virtudes, si las juzgamos a la luz de pará- metros narrativos posteriores. Muy a pesar de la mínima extensión de su cuento más relevante y de su escasa obra narrativa total, con “El diente roto”, Pedro Emilio Coll ingresaría a la nómina de narradores venezolanos que contribuyeron a desarrollar, fortalecer y ampliar los horizontes del cuento venezolano del siglo xx.

Referencias 

Blanco Fombona, R. (1907). Cuentos de poeta. Maracaibo: Imprenta Americana.

Bohórquez, D. (2006). “Nuevos modelos canónicos en el cuento modernista ve- nezolano”. En Espéculo. Revista de Estudios Literarios, Nº 32 (marzo-junio). Ma- drid: Universidad Complutense de Madrid. Disponible en: http://www.ucm. es/info/especulo/numero32/cuenvene.html [consulta: 25 de abril de 2010].

Britto García, L. (1987). “El homenaje de la noche de Santa Florentina”. En Rajatabla. Caracas: Alfa / Laia, pp. 41-45. La primera edición de Rajatabla es de 1970 (Premio Casa de las Américas).

Larrazábal, O., Llebot, A. y Carrera, G. L. (1975). Bibliografía del cuento venezolano.

Caracas: Universidad Central de Venezuela.

Picón Salas, M. (1940). Antología de costumbristas venezolanos del siglo XiX. Caracas: Biblioteca Venezolana de Cultura.

                           (1980). Antología de costumbristas venezolanos del siglo XiX (6ta ed.).

Caracas: Monte Ávila Editores.

Rojo, V. (2009). Mínima expresión. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana.

Uslar Pietri, A. y Padrón, J. (1940). Antología del cuento moderno venezolano. Caracas: Ministerio de Educación.

NOTAS

[1]Casi la totalidad de ellos aparece referida en la Bibliografía del cuento ve- nezolano, de Oswaldo Larrazábal, Amaya Llebot y Gustavo Luis Carrera (Caracas: Universidad Central de Venezuela, 1975), con excepción de “El sueño de una noche de lluvia”, “El sueño de una noche de verano” y “La sotana del cura”, cuento este último dedicado a Anatole France, el cual hemos localizado en una página de la Internet. Cf. http://es.scribd.com/ doc/6011718/ VENEZUELA-Coll-Pedro-Emilio-Seleccion-de-cuentos-El- castillo-de-Alsinor [consulta: 5 de mayo de 2011].

[2] Este texto se integró inicialmente a La escondida senda (1927) y después a El paso errante (edición póstuma de 1948). También fue reproducido en la compilación de Mariano Picón Salas, Antología de costumbristas venezolanos del siglo XiX. Caracas: Monte Ávila Editores (6ta ed.), 1980. Aquí cito por la más reciente edición de El paso errante. Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana, 2011. No es casual que también en un cuento de otro es- critor venezolano, Luis Britto García, se haya tomado como tema la sabrosa historia del falso homenaje al poeta popular Francisco Antonio Delpino y Lamas, también conocido como “El chirulí del Guaire”, realizado en el tea- tro Caracas, el 14 de marzo de 1895, como parodia contra el gobierno de Antonio Guzmán Blanco (cf. Luis Britto García, “El homenaje de la noche de Santa Florentina”, en Rajatabla. Caracas: Alfa / Laia, 1987, pp. 41-45). La primera edición de Rajatabla es de 1970 (Premio Casa de las Américas).

[3] Cito siempre por la reproducción del cuento en Meneses (1955)

[4] Cf. Larrazábal, O., Llebot, A. y Carrera, G. L. (1975, pp. 177-201).

[5] Aparece en una publicación posterior como “Las tres divinas personas” (cf. Coll, 1962). El resto de la obra de PEC incluye su primer libro publicado, Palabras (Caracas: Imprenta Bolívar, 1896), además de tres volúmenes pós- tumos: El paso errante (Caracas: Ministerio de Educación, Biblioteca Popu- lar Venezolana, 1948, reedición de Fundación Editorial El perro y la rana. Caracas, 2011); La colina de los sueños (Caracas: Artes Gráficas, 1959) y La vida literaria (Caracas: Congreso de la República / Asociación de Escritores Venezolanos, 1972). Se ha comentado además de la existencia de un texto dramático que nunca se publicó: Homúnculus.

[6] Cito aquí por la versión inserta en Pietri, A. y Padrón, J. (1940). Antología del cuento moderno venezolano. Caracas: Ministerio de Educación, p. 49

[7] Maracaibo: Imprenta Americana, 1907. Se sabe que este mismo libro fue sucesivamente publicado, primero en francés, luego varias veces en español, y que dichas reediciones fueron sufriendo omisiones, modificaciones y di- versos ajustes por parte del autor; aparte de significativos cambios del título general del libro: Cuentos de poeta / Cuentos americanos / Ficciones mínimas

[8] Cf. Bohórquez, 2006

[9] Cf. Rojo, 2009

[10] Cf. Coll, 1983: 75

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