Luis Beltrán Guerrero
Frente a Margarita y Coche, en la costa norte de Venezuela, está Cubagua, estéril y desolado peñón: 9 kilómetros de largo por tres de ancho. Colón avistó a la Isla de las Perlas a mediados de agosto de 1493. Fernando el Católico, admirado de las hermosísimas perlas que de Cubagua le llevaron, se afanó porque allí hubiese poblamiento.
El virrey Diego Colón, desde Santo Domingo, también se empeña en lo mismo, En vano. Hasta fines de abril de 1521, la expedición a cargo de Francisco Vallejo como Alcalde Mayor no funda a Nueva Cádiz, capital de Cubagua. Celosos de sus dominios, los neogaditanos hicieron pagar caro a Diego de Ordaz, compañero de Cortés y explorador del Orinoco, sus ambiciones territoriales sobre la isla, rica sólo en perlas y de todo lo demás desprovista. Siendo Alcalde Mayor de Cubagua y Costa de Tierra Firme Pedro Ortiz de Matienzo, va éste a la Corte, a intrigar contra doña Isabel Manrique de Villalobos, que regía la Margarita como tutora de su hija Aldonza, y obtener la anexión de la Margarita a Cubagua. Lo obtiene. Cubagua es poderosa: domina toda la costa de tierra firme desde el fondo del Golfo de Cariaco hasta Maracapana y toda la isla de Margarita.
Allí, en ese estéril islote, nace nuestra historia literaria. En la primera mitad del siglo XV: Cubagua es rica y esplendorosa, y a la vez decae, hasta que se extingue. De Margarita se trae la leña. Del río Cumaná, siete leguas distante, el agua. Sus primeros vecinos son Barrionuevo, Juan de la Barrera, Diego Caballero. Nueva Cádiz ha sido hoy sacada de sus ruinas. Es la única ciudad en el mundo cuyo piso es totalmente de nácar. De las conchas de las perlas codiciadas, que se amontonan, en cerros altísimos, a uno y otro lado de la costa. De las excavaciones de la isla han salido escudos en piedra, que representan las cinco llagas de Cristo y el cordón de San Francisco, como ese del Convento de los Padres Franciscanos. Gárgolas de piedras monumentales, carcomidas por las aguas. El plano de la antigua capital se ha reconstruido, con linderos de nácar, Los más bellos caracoles se encuentran por doquier.
En Cubagua, durante su breve auge, se hermanaron el vicio y el sacrificio, la riqueza y el crimen. Creciente codicia en los exploradores; robo del quinto real; aventureros sin otro incentivo que el azar de la fortuna; trata de blancas para lascivia de ricos improvisados; esclavos hambrientos marcados con la letra trágica, bajo el látigo, en el trabajo sin descanso de zambullirse en el fondo de las aguas y surgir, para nuevamente sumergirse en pos de la ostra grávida, ajeno provecho y signo de la propia y común servidumbre. Todo un cortejo de pasiones al amparo de la riqueza y la miseria en violento contraste, anticipan la ciudad doliente. En diciembre de 1541, huracán y aguacero le dan el primer golpe de gracia para su destrucción. Pero ya, años antes los ostrales se habían agotado, y la mayoría de los habitantes se han trasladado a N. S. de los Remedios del Cabo de La Vela, a donde el pueblo en masa se había mudado. No quedó piedra sobre piedra. “Tiembla la isla donde quiera por aire conmovida desde el centro”, dice Juan de Castellanos, el muy prolijo cronista en verso. Pero no fue solamente eso: en julio de 1543, corsarios franceses asaltan las ruinas, sin que los restos de habitantes puedan impedirlo. Saquean. Incendian. Todos los archivos perecen. Queman y se van.
Sobre la ciudad abandonada, “y en un alto pilar de la ribera”, fueron grabadas las primeras estrofas escritas en tierras de Venezuela de que se tenga conocimiento, en las cuales junta Jorge de Herrera, para testimonios de postreros peregrinos, el treno salomónico al sentir de las coplas de Manrique. Dice así, traducida al español, la memoratísima estrofa:
Aquí fue pueblo plantado,
Cuyo próspero partido
Voló por lo más subido;
Mas apenas levantado
Cuando del todo caído…
Quien examinar procura
Varios casos de ventura
Puestos en humana casta
Aquésto solo le basta
Si tiene seso y cordura
El Beneficiado de Tunja, que así se llamará Juan de Castellanos, pasa, después del que él mienta “terremoto”, y que no fue sino un ciclón antillano, a describirnos a Margarita, pero no se queda en el temperamento y costumbres de los naturales, ni en contar cuantas aventuras y malaventuras sean dignas de cumplida referencia, sino que pasa a bosquejamos el inicio de nuestra vida cultural.
Porque también Polimnía y Erato,
con la conversación del duro marte
de número sonoro y verso grato,
tenían deste tiempo buena parte
rara facilidad, suave trato,
y en la composición ingenio y arte,
de las cuales discípulos y alumnos
podríamos aquí decir algunos
Y aún tú, que sus herencias hoy posees
no menos preciarás saber quién era
Bartolomé Fernández de Virués,
y el bien quisto Jorge de Herrera:
Hombres de más valor de lo que crees
y con otros también de aquella era,
Fernán Mateos. Diego de Miranda,
que las musas tenían de su banda.
Diego de Miranda se llama en el Quijote el Caballero del Verde Gabán. Diego de Miranda es uno de los pobladores de la Nueva Cádiz primitiva. Como recordaréis, el Caballero del Verde Gabán es aquél con quien Alonso Quijano topó en la tercera de sus salidas, el que vio absorto la singular aventura de los leones, el primer santo a la jineta que Sancho había conocido, aquel prototipo de la sabiduría clásica que pasaba La vida con su mujer, sus hijos y sus amigos, se ejercitaban en la caza y la pesca, sin muchos aspavientos de utensilios, galgos y halcones, poseía unas docenas de libros, sin que entre ellos se contasen los de caballerías, invitaba a cenar a sus vecinos, amistaba a los desavenidos, daba con La derecha sin que la izquierda lo supiese, ni murmuraba ni consentía que se murmurase en su presencia. Aquella casa del Caballero del Verde Gabán, la bodega en el patio, la cueva en el portal, muchas tinajas a la redonda, que por ser del Toboso le rememoraron al ínclito Caballero el nombre amadísimo de Dulcinea. Hay quienes juzgan que el Caballero del Verde Gabán de Cervantes era hijo del Diego de Miranda de Nueva Cádiz y su casa se levantó con el producto de la venta de perlas. Lorenzo, hijo del Caballero del Verde Gabán, es aficionado a La poesía, contra la voluntad de su padres, hereda la afición literaria, ¿de quién, sino del abuelo? Si las musas tuvieron al abuelo “de su banda” en expresión de Juan de Castellanos, no olvidemos que Cervantes refiere que el Quijote, tan sabidor en achaques de letras, proclamó poeta consumado al nieto de nuestro conquistador,
El “bien quisto” Jorge de Herrera, poeta de Cubagua, se ha venido a Margarita, fugitivo del desastre. Le acompañan Bartolomé Fernández de Virués, Fernán Mateos y Diego de Miranda. Ya tenemos la primera Academia, el primer Atenco, o “peña”, si queréis, en nuestra Venezuela. ¿Cuáles han de ser sus conversaciones literarias? Algún viejo Virgilio, salvado de los escombros, ofrece la varía y enigmática interpretación de sus églogas: las opiniones se dividen y apasionan en la defensa del rancio romance ibérico o de las nuevas extranjerías métricas al “itálico modo”, cuya inmigración comienza en la fabla o la lírica hispana; o, más erudito el uno, rima una estancia latina, y el otro, más sentimental y menos culto, traduce en fáciles octosílabos la nostalgia de su ausencia de la tierra de los mayores.
No queda obra alguna de estos poetas primitivos de nuestra tierra. No por ello merecen menos la recordación histórica. Aunque no conservemos sus rimas, son los primeros cantores de estas islas; de estas islas, madres de perlas y de cantos, cuyos antiguos hombres se hermanan en el hermoso e ilógico amalgama del verso de Lope de Vega: “Margaritas Cubagua”. Que gajos del “Laurel de Apolo” son líricas preseas de estas islas: “en los velos de perlas de Cubagua, —que en nácar cría el sol cuajando el agua”. Las desdichas de amor y el dolor del hijo muerto, en expedición a “Arabia Margarita: tal nombre por las perlas solicita”, son de los últimos temas en la poesía de Lope de Vega. Frente a la visión del claro océano, con las mil rutas abiertas al occidente indiano, consuela sus infortunios de padre: así se trasluce en la égloga piscatoria “Felicio”, elegía a Lope, el Mozo, frustrado pescador de: “Perlas” —que significan lágrimas”.