En la Academia…
–¡Si me dejaran caer de un golpe sobre un sillón! –decía yo, cuando la inauguración del Palacio que se construyeron los inmortales –me vendría de perlas. Y hasta una de las muchas viviendas que amueblaron para ujieres y otros empleados me daban envidia, porque ¡cuidado que hay allí lujo! Ya quisiera para sí la nuestra, la correspondiente, un pedazo de lo que sobra a la Real.
Aquí, como allá, a la Academia se la hace blanco de chistes más o menos sangrientos, no precisamente porque los académicos sean unos tarugos –que hay honrosísimas excepciones–, sí por el predominio, por la restricción severa, por esa especie de tiranía que ejerce todo cuerpo conservador y absolutista, sobre la masa independiente. No de otra suerte, de niños hemos llamado verdugo al primer maestro, y ya crecidos, organizado huelgas atronadoras a las puertas de la Universidad. Y ¿quién duda, sin embargo, que fueron bien empleadas por los catedráticos aquellas severidades contra la rebeldía estudiantil, como han sido, son y serán justísimas las de la Academia de la Lengua? Nadie. Ella cumple con su deber, a tuertas o derechas, pero cumple; ella fija, limpia y da esplendor al idioma (divisa que optó desde su fundación), ella nos da su Diccionario, su Gramática, sus Compendios y sus Epítomes, y últimamente la Analogía, donde figuran los principales poetas americanos. La saña, valga la verdad, que tenemos a esta emperifollada corporación es algo así como una monomanía; el espíritu revolucionario de las masas no bien halladas con la autoridad. Está en la sangre: de tal suerte que “con lo que han dicho de los académicos y de la Academia, muchos de los que hoy están dentro habría para formar algunos procesos por injuria”. De aquí que todavía tenga yo esperanza de vestir la casaca verde… en España, se entiende, porque en Venezuela no me dejarían.
Y cuando esto ocurra escribirá de fijo, algún distinguido cronista: “Ayer a las tres de la tarde se verificó el ya esperado ingreso en la Real Academia Española del señor D. Miguel Eduardo Pardo, cuyo discurso se limitó a probarnos que los académicos de acá como los de allá, excepción hecha de unos cuantos, son unos adoquines mayormente”.
Volviendo a formalizarme, diré que el Palacio de la Real Academia inaugurado ha poco es hermosísimo. La fachada arrogante; la escalera principal toda de mármol blanco como el pavimento; la Biblioteca ocupa el ala derecha; la izquierda pertenece íntegra a la sala llamada del Diccionario. Amplio, extenso y decorado con arte es el gran salón de actos, flanqueado por las tribunas arriba, y orillado, abajo, por los sillones verdaderamente regios, como las alfombras. Hay otra gran sala con destino al archivo y un segundo piso para despachos, viviendas de dependientes, etc.
A la inauguración asistieron muy pocos literatos, de esos que no pertenecen a la docta madre (ya
voy aprendiendo a escribir como Viso). Cuando entré al gran salón estaba todo ocupado; pero alcancé a ver el asiento de un académico vacío (no el académico, el sillón) y me senté tan tranquilo… El inmortal del lado –que por cierto se parecía mucho a Julio Calcaño, en la calva– me preguntó si yo era de la Academia.
–No, señor –respondí– soy Corresponsal.
–¿De dónde?
–De Venezuela.
–¡Ah de la Correspondiente de Venezuela!… Querido colega, ¡venga esa mano!…
Yo me quedé como viendo visiones y le estreché la mano al buen señor, que tornó a hacerme preguntas.
–Y ¿qué le gusta a usted más de la Academia?
–¿De la Academia? –Menéndez Pelayo.
–Hablo del edificio.
–Pues del edificio, una lápida de mármol que está ahí fuera con los nombres de los muertos ilustres entre los cuales figura el de mi eximio compatriota Don Andrés Bello.
El inmortal se me quedó a su vez mirándome de pies a cabeza. Yo creo que intentó echarme del salón, lo que le habría agradecido con toda el alma porque me aburría soberanamente.
Recuerdo que salí dando traspiés, borracho de sueño, de ciencia y de discursos soporíferos. Si para llegar a estos sitios se necesitan tales sacrificios, dije, ahogo las aspiraciones y desde luego renuncio al sillón y a la casaca de hojas de laurel, o de lo que sean.
La fiesta de las letras
–Escriba usted para este número la Revista de nuestra fiesta –me dijo ayer Herrera.
–¿Con qué? –le pregunté.
(Herrera asombrado).
–¿Hombre, con qué va a ser? Con pluma, papel y tinta…
–¿No sería mejor con pincel de seda?
–Con lo que usted quiera. Lo que yo necesito es la Revista.
–Es que…
–Es que usted está entregado a una pereza vituperable, hace mucho tiempo, amigo. Sacúdala usted y escriba…
Latigueado por aquellas crueles palabras salí decidido a cumplir mi cometido para echárselo luego en cara al señor Herrera.
Y bien sabe Dios que con la mejor voluntad del mundo acabo de sentarme frente a mi mesa de trabajo.
Tengo la pluma, el papel y la tinta antedichos.
Pero hoy es un día espantoso; un día de esos en que, a mi pesar, palidezco ante un puñado de cuartillas, como periodista inválido al fin. Me amedrenta la faena, me horroriza la crónica. Estoy por maldecir la hora en que me comprometí a escribirla.
–Una cosa tan fácil, una crónica –dirán ustedes.
Eso es: una cosa: que yo he hecho tantas veces jugando, como si dijéramos, en cuestión de momentos, apremiado por el tiempo. ¡Ah! Por aquel entonces era yo dueño del buen humor, de la invectiva amable, de la frase flexible, de la idea nueva –si no lo toman a mal los que hoy se creen con derecho a todo eso. –Papel, pluma y tinta, nada más pedía yo. Ahora lleno de zozobra, desesperado, loco como el infeliz autor de Boule de suif pido sobre estos chirimbolos mis ideas, y pregunto:
–¿Dónde están, dónde están esas ideas mías? ¿Alguno de ustedes las ha visto por ahí?
Y las busco por los rincones del despacho, por sobre las mesas, detrás de los tinteros, en todas partes, como si fueran cosas tangibles las ideas, aquellas que salieron siempre retozonas de mi cerebro, sedientas de luz…
¡Mis ideas! En solicitud de las muy pícaras salgo hoy a la ventana. Un sol potente, deslumbrador y bravío lanza destellos luminosos sobre la tierra regocijada y envuelve en magníficos oleajes las rojas techumbres de las casas, las blancas paredes, las estrechas calles y los árboles del jardín vecino; donde un pájaro despreocupado, irguiéndose sobre la rama de un naranjo puebla el espacio de una interminable serie de atronadores, acaloradísimos gorjeos. Dijérase que quiere echar los pulmones por la boca. Es un pájaro sin temor al qué dirán, sin pizca de vergüenza: tiene algo de mi juventud ese pájaro, porque aturdido, osado, desenvuelto, como él, era yo en mis buenos tiempos de cronista infatigable. Yo escribía al modo que el pájaro cantaba: sin arte, sin respeto a la gramática, pero con decidido amor a la gloria, con un caudal de ideas que ahora me hacen mucha falta para llenar estas cuartillas que destino a la Fiesta artística-literaria celebrada por EL COJO el día de Año Nuevo en la Biblioteca Nacional.
***
Y ahora caigo en cuenta de que eso, precisamente fue lo que yo ofrecí a Herrera Irigoyen, cuando me brindó pluma, papel y tinta: la Revista de su gran fiesta.
Porque esa fiesta es suya, suyísima; proteste él si le viene en gana de mi honrada afirmación, pero no me borre ni una línea de lo escrito. Ello sería un abuso; no lo autoriza la amistad, ni lo tolera mi dignidad de periodista, señor Herrera: así se enoje usted y se dé a todos los diablos. La fiesta del día de Año Nuevo es suya.
Y por otro lado vamos a ver. ¿Qué quiere el director de EL COJO ILUSTRADO que yo haga? ¿La descripción del acto verificado de la Biblioteca?… Pues ya es pedir gollerías pedir la revista de una fiesta que debía grabarse en el periódico, no con letras de imprenta sino con rayos de luz. Había de venir a pintarla cualquiera de nuestros primeros artistas de la palabra y como no pusiera a contribución, para hacerla, otra cosa que las bellas y peinadas frases de uso en estos casos, no saldría de fijo de tan gravísimo aprieto ni con todo un empedrado de esmaltes y camafeos.
Aquí quisiera yo ver al escritor más calificado traduciendo en vocablos bizarros la voz angelical de la Budriesi; la ejecución maravillosa de la señorita Domínguez Olavarría que convierte el piano en orquesta y la no menos admirable de María Irazábal, cuyos finos dedos de artista transforman el teclado en escala de murmullos de amor. Aquí quisiera yo verlos poniendo en prosa los acordes del violín soberano del señor Hass; aquí, diciendo cómo leyó Díaz Rodríguez el poema de Mata y cómo arrancó aplausos nutridos y sinceros Méndez y Mendoza con los frescos y delicados versos de Luz, de ese poema que tiene toda la inocencia de una virgen de quince años…
Esas revistas no se hacen, o se hacen en verso. Queda uno mal por más que pretenda quedar bien. La prosa es una cosa excelente, lo sé, y por ende se la recomiendo con toda mi alma al señor Herrera. Pero la prosa solo puede copiar lo que ve en prosa. Y en la Biblioteca Nacional yo no vi ni sentí más que poesía… Flores, músicas, elogios, aplausos y sonrisas de mujeres bellas, arrebatadoras, de formas juveniles y gloriosas, de ojos negros, melancólicos, desmayados, húmedos de emoción…
¡Cuando digo que estas cosas no pueden hacerse más que en verso!
Una sola vez miré hacia un grupo cuyos trajes formaban todos los colores de una paleta y tuve que volver la cabeza al sitio donde Rufino Blanco acababa de sentarse. La abundante cabellera del poeta empezaba a descender y en breve tiempo logró cubrirle parte del rostro. A poco rato sobre la silla del joven laureado no se distinguía sino una cascada de cabellos. Juanito estaba representado por una melena.
***
No representado por una cabellera de artista sino por la cabeza pensadora de un hombre eminente, del señor doctor Rafael Villavicencio, estuvo allí el Presidente de la República.
Y “el señor Presidente –dijo su ilustre representante– que no ha podido concurrir a este acto como lo deseaba, por habérselo impedido el cumplimiento de deberes oficiales, me ha encargado presentaros, con tal motivo, sus excusas; al mismo tiempo que, al entusiasta y progresista director de El Cojo Ilustrado, señor Herrera Irigoyen, sus calurosos parabienes porque, no contento con fomentar la cultura en Venezuela por medio de la propaganda hecha a diario en su periódico, ha tenido la feliz idea de promover esta lid en que han cruzado sus armas nuestros inteligentes adalides; no, empero armas destructoras, sino armas creadoras y civilizadoras, que el astro sombrío de la discordia se retira y hunde en el horizonte ante el sol radioso de la civilización que se levanta. Lucha esta, gallarda, magníficamente coronada por tan simpática fiesta en que todo concurre al cultivo del espíritu y al encanto del sentimiento. De mí sé decir que es uno de los momentos más agradables de mi vida”.
Luego se puso en pie don Marco Antonio Saluzzo y se expresó en los siguientes términos:
“Hemos presenciado, señores, un acto verdaderamente civilizador.
“Protegiolo el amor al Arte; lo realizó el ingenio; y el culto pueblo de Caracas lo ha prohijado para registrarlo, de seguro, en sus anales como hecho plausible.
“¡Loor a los Mecenas! ¡Gloria al numen patrio! ¡Aplauso al pueblo que así sabe galardonar con laurel y encina como con mirto y rosa!
“Tras galano torneo en que gallardos caballeros de la lira se han emulado para alcanzar la prez de la victoria, confúndense fraternalmente vencedores y vencidos, pudiendo decir cada uno de ellos:
“Yo también soy poeta: yo también pulso una lira en cuyas cuerdas vibra el canto triunfal que enaltece la gloria de mis hermanos en el Arte. –Yo también soy poeta; y ni jamás los lauros de otra frente asombraron la mía, ni las tristezas de la envidia la tiñeron de mortal palidez.
“Sí, señores: hemos presenciado un acto verdaderamente civilizador.
“Y como el civilizar no es pasatiempo estéril, ni mera presunción, ni alarde vanidoso; síguese de ahí que tal acto no se ha efectuado para que caiga sobre él triste silencio, sino a fin de levantar los espíritus a la serena región de la verdad, de donde llueve la belleza, y a donde tiende con fuerza irresistible la inspiración del genio, para manifestarse luego en obras de arte, símbolos de progreso, las únicas que perduran en el tiempo y constituyen título de inmortalidad.
“Los magistrados de la antigua Roma en los buenos tiempos de la República, al despojarse de la autoridad, juraban haber respetado la majestad de las instituciones; y nosotros, los honrados para constituir este Tribunal, cumplido ya nuestro encargo, juramos no haber tenido en mira sino los fueros del arte propiamente dicho, a saber: el libre ejercicio del ingenio en el orden; la manifestación de la verdad en la belleza; el vaticinio de venideras formas superiores que acerquen cada vez más y más las sociedades a la pacífica posesión del bien.
“Del bien, señores: atributos supremos de la Divinidad y testimonio de su presencia entre los hombres.
“Aunque ello lastime la modestia de los propietarios de EL COJO ILUSTRADO, no parece justo prescindir de presentarles públicas felicitaciones por haber promovido este acto, e iniciado con él juegos literarios que acaso habrán de connaturalizarse entre nosotros para honra y fama de nuestros ingenios nacionales.
“En nombre del JURADO que me ha tocado presidir y en el mío propio, saludo y felicito a los poetas y a los escritores laureados, y les deseo nuevos y nuevos triunfos para prez del Arte y gloria de la Patria.”
Y tiene razón el Presidente del Jurado exigiendo a esos jóvenes nuevos triunfos; porque en Venezuela, como en casi todos los pueblos latinos, se padece de una enfermedad nativa que Sellés con su gran talento ha calificado admirablemente de Meridionalismo espiritual, una enfermedad que no se cura.
Y el meridionalismo –según él– es “el entusiasmo pronto y el cansancio fácil: el pasar rápido del holocausto al olvido”…
Que no se figure esa juventud que lo ha conseguido todo y que es dueña del mundo porque ha alcanzado una pluma de oro en buena lid y en buena lid ha conquistado una medalla que disputaron muchos.
Quiera Dios que a ninguno de esos jóvenes se le suba la medalla o la pluma a la cabeza, porque entonces estamos perdidos: tendríamos que declararlos genios y los genios en estos tiempos no se usan, no están de moda, o por lo menos no se dan como las cosechas de café, ni entran muchos en libra.
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Para concluir.
Me autorizo los presentes consejos por dos razones, a saber: porque estoy en vena de darlos –lo cual es una razón concluyente– y porque sé que no lo echarán a mala parte ni Mata ni Blanco Fombona, a quienes resueltamente los enderezo a título de amigo y compañero… Juntos toda la vida, marchando en una misma peregrinación, alentados por idénticas creencias, con iguales o muy parecidas ambiciones, derrotados o victoriosos en un mismo campo de batalla, apenas si en las rabiosas faenas de la vida se ha visto interrumpida la comunidad entre nosotros. Mis repentinas excursiones al extranjero me distanciaron de ellos en varias ocasiones; a ratos la política da un estirón y nos separan: ¡la literatura nunca!
Por eso el día de la fiesta organizada en honor de estos muchachos, al pasar yo revista al mundo literario allí reunido y ver que faltaban muchos de nuestros sabios, muchos de nuestros poetas egregios, muchísimos de nuestros críticos insignes, estuve a punto de echarme a llorar.
Afortunadamente las antedichas eminencias fueron ventajosamente sustituidas por lo mejor y más bello de nuestro mundo femenino. Entonces comprendí que no hacían falta y que no todos nuestros sabios son ilustres, ni todos nuestros poetas insignes. Hay algunos que la opinión público señala como tales, pero ya saben ustedes que la maledicencia en Caracas no respeta nada. No hubo allí egregios, es verdad, pero hubo, según dije antes y me complazco en repetir ahora, mucha poesía, muchas flores, música, aplausos de manos menudas, canto de ángeles y ojos negros, desmayados, brillantes, húmedos de emoción…