literatura venezolana

de hoy y de siempre

Crónicas de Luli Delgado

Seguro salgo en la televisión

En mi casa hay que multiplicar todo por tres, y el mes que empiezan los colegios es un horror la gastadera de uniformes, zapatos, libros y útiles.

Además de que las listas son interminables, lo ponen a uno a correr atrás un compás de no sé qué, creyones de no sé cuánto, libros que no aparecen por ningún lado, y encima apurada, porque es para la semana que viene sin falta.

Este año se me ocurrió que a lo mejor con los buhoneros del centro o en las tienditas que hay por allá me resultaban más fáciles de encontrar y me salía más barato, así que me fui a ver qué tal.

Después de hacer equilibrios de circo en el Metro y pasar por el amplio espectro de los olores humanos, llegué al centro y me fui a caminar por los corredores de El Silencio, un calorón, un gentío, una gritería, y los mismos precios que en todos lados.

Para no perder mi viaje terminé comprando los consabidos uniformes, ni sé para qué, porque después de que los pagué me di cuenta de que iba a tener que salir andando con el paquetero por aquellas calles llenas de ventorrillos, sucias y con huecos de agua empozada, con gente que te mete las cosas que vende por los ojos, todo esto en medio del calorón, la humareda y un tráfico de miedo.

Furiosa conmigo misma, me preguntaba una y otra vez. “Pero ¿qué necesidad tengo yo de todo esto? ¿De meterme de puro brejetera en un centro que no es ni la sombra de lo que era, en un país que parece otro país, con la cartera apretada contra el pecho para que no me la arranquen, las bolsas pesadísimas, amargada y sin poderle echar la culpa a nadie, porque a la que se le ocurrió meterse en ese lío fue a mí?”.

Todo para ver si uno logra ahorrarse unos reales en lo que parece un ajuar de tres novias que hay que sacar a como dé lugar de debajo de las piedras todos los años. Pero ese es nuestro deber de padres, o ya ni sé si lo que deberíamos los padres es agarrar a nuestros hijos y sacarlos de una vez por todas de ese sistema de educación cada año peor. Pero claro, eso ni en sueños, porque lo que tendría que pasar es que uno pudiera vivir en su país en paz, con la tranquilidad de que trabajas para pagarle a tu familia una educación decente y alimentarlos con comida que se encuentra fácil y sacarlos a la calle sin el miedo de que pase una desgracia. Pero parecería que es que uno está pidiendo polvo de estrellas, porque cada día todo esto está más lejos y que a los que lo llegamos a vivir, nos sacaron el caramelo de la boca y nos hacen parecer unos mismos locos hablando de algo que cuesta trabajo creer que fue diferente alguna vez.

Rumiando mi calentera, seguí caminando hacia las Torres a ver si encontraba cómo salir de allí sin ser aplastada dentro del vagón del Metro, asaltada en una camionetica o raptada por un taxista de los piratas, porque esos son los medios de locomoción que tienes y a los que te expones cada vez que sales de tu casa y no tienes carro. Claro que si tienes carro, tampoco las tienes todas seguras, porque en cualquier semáforo te pueden bajar a punta de pistola, estés sola o con los niños, a eso hemos llegado, y yo como el hombre del bacalao con las bolsas de un brazo para el otro, aguantándome el solazo y la furia conmigo misma de haberme metido en esto, cuando de repente empiezo a oír gritos por altoparlantes y cuando vengo a ver es que me atravesé en una manifestación de estudiantes, policías, pancartas, gente de la prensa, y yo metida en aquel zaperoco, que me estratesacó de cuajo de mi calentera y me cambió la furia, o mejor, me la condimentó, con un miedo horrible de que aquello terminara feo y yo metida ahí, llena de bolsas y sin poderme mover rápido e irme rezagando para salirme del tumulto, todo ese maremágnum en pleno apogeo, cuando de repente veo que viene una periodista con un camarógrafo atrás, que sin más se me para por delante, me cierra el paso y me pregunta: “¿Y usted qué opina de la situación de los estudiantes del país?”.

“Pues de los estudiantes no sé, pero sí te puedo contar de la de los padres de esos muchachos, que todos los años tenemos que exprimirle agua a las piedras para comprarles unos útiles cada vez más caros, y eso cuando se consiguen, y sin saber si por re o por fa suspenden las clases y muriéndonos de miedo de que no les vaya a pasar nada y aguantándonos la cantidad de cambios que ha habido en los programas de estudio. De eso sí te puedo yo contar. Y de que aquello cueste un realero que no sabes si vas a poder seguir pagando y de no saber si van a poder terminar el año o si vale la pena que sigan estudiando y qué van a hacer con ese bachillerato tan flojo cuando por último terminen, ni para qué es que hay que conformarse con esa calidad de educación. ¿Quieres que te lo cuente en detalle ahora o lo dejamos para más tarde?”.

La periodista se me quedó viendo como quien ve un fantasma. No sé si me miraba así por estar convencida de que me acababa de volver loca o si fue por solidaridad, pero el hecho es que me dijo con una voz que casi no se le oía, que muchas gracias, y sin más le hizo una seña al de la cámara, me pasaron por un lado y siguieron su camino.

Yo me quedé en medio del zaperoco viendo cómo cada quien, manifestantes, policía, prensa, seguía en lo suyo, sintiéndome rarísima, porque a mí nunca me había pasado nada así.

Me olvidé del peso de las bolsas, resolví dejarme triturar otra vez en el vagón del Metro y me regresé a mi casa, repasando una y otra vez lo que había sido mi mañana y felicitándome por haber tenido esa rapidez de pensamiento y de haber dicho sin pepitas en la lengua lo que desde hace rato sentimos los padres.

Por eso estoy segura de que esta noche me sacan por la televisión, porque mientras más lo pienso, más siento que hablé buenísimo y, lo más importante, fui muy espontánea sin caer en la grosería. Lo malo es que andaba vestida como una loca, sudada, llena de paquetes y sin una pinturita. ¡Ojalá que no se note!

Jugó el Caracas y ganamos todos

Anoche jugó el Caracas y los niños estaban fascinados, porque vinieron mis suegros, mis cuñadas y sus esposos, unos primos, los vecinos de al lado, y unos amigos del trabajo. Como algunos trajeron hijos de su edad, les dimos permiso para que se acostaran más tarde y eso fue una gozadera que no sabes cómo me dejaron los cuartos.

A Carlos Enrique, uno de los que vinieron, le encantan mis empanadas de cazón, así que en la tarde Irma me llamó para decirme que venía llegando de la pescadería y anoche me ayudó a prepararlas. El resto de las mujeres trajo cosas para comer y los hombres hicieron su vaca para la bebida.

Parecerán exageraciones mías, pero el programa de anoche me tenía entusiasmadísima. Además de que íbamos a estar juntos, eso de un mujerero metido en la cocina, los chamos corriendo por toda la casa, y los hombres echándose palos y riéndose durísimo, siempre me hace sentir contenta, segura, tranquila, porque es que llega un momento en que no se habla de otra cosa que no sea la política, la corrupción, a quién fue que asaltaron o cuál fue el último escándalo que se destapó, y eso un día y otro y otro, le va poniendo los nervios de punta a cualquiera.

Yo antes no le hacía mucho caso a esa especie de película de terror que estamos protagonizando, pero te van cerrando el cerco y llega un momento en que es imposible seguirte haciendo la loca, porque para donde te voltees ves una situación peor que la otra y no sólo la ves, sino que empiezas a padecerla: tres días sin recoger basura, colas infernales por todos lados, escasez en los mercados y lo que encuentras está a precios por las nubes, el periódico lleno de muertos y heridos, un caos general que sin que te des cuenta se te va metiendo en la sangre.

Nosotros antes inventábamos que si una parrilla, que si irnos a pasar el día a la playa, pero se nos ha ido quitando la costumbre, primero porque ahora cualquier salida sale por un ojo de la cara, y segundo, porque las cosas están tan malas que es mejor no ponerse a inventar.

Mi esposo dice que de un tiempo para acá lo que más le provoca es quedarse en la casa y a mí también me pasa, que prefiero mil veces quedarme con él y los chamos viendo un video que zanqueando por la calle a ver si encontramos lo que no se nos ha perdido.

¡Por eso fue que anoche estaba tan contenta, viendo el juego del Caracas y friéndoles a todos empanadas de cazón!

Felices, como si no hubiera pasado nada y estuviéramos en nuestro país de toda la vida, donde a nadie se le ocurriría interrumpir un juego con una cadena.

¿Qué importa cuántas carreras anotó el Caracas, si los que a fin de cuentas ganamos fuimos todos nosotros?

El deslave

La verdad me mudé para Catia La Mar porque me quedaba más cerca de mi trabajo en el aeropuerto.

Al principio fue muy raro, porque había vivido toda la vida en la casa de mis padres, y no estaba acostumbrada a vivir sola, pero ya con más de treinta años, graduada desde hace rato y trabajando lejos, era lo que me parecía que había que hacer.

Pero a lo que voy es a que el día que empezó a llover, al principio fue como si nada, pero después por el mismo aeropuerto corrieron rumores de que era más serio y como seguía lloviendo nos empezamos a asustar.

Fueron doce horas seguidas de lluvia, no podíamos salir y lo que veíamos en los noticieros era de horror. ¿Usted se acuerda lo que fue aquello?

Cuando por último me animé a salir del aeropuerto, subí a Caracas con dos compañeros de trabajo que me pidieron la cola; la verdad, en un momento así, en lo último que pensé fue en mi apartamento, pero igual no hubiera podido llegar, porque el paso a Catia La Mar era literalmente imposible.

Después de atravesar el mismísimo infierno, llegué a casa de mi papá y mi mamá, que estaban angustiadísimos, y mi papá esa noche me dijo que por sobre su cadáver volvía al aeropuerto. No hubo manera de que entrara en razones y yo tampoco tenía argumentos para convencerlo de lo contrario.

Pero ese día mi vida se partió en dos, doctor, porque yo sentí como si me hubieran arrancado de cuajo lo que había construido como adulta, mi trabajo, mi casa, y me hubieran metido otra vez en el mundo de mi niñez.

Y no le quiero ni contar lo que fue cuando por último logré volver al apartamento de Catia la Mar. Un lodazal, las calles llenas de basura, poca gente, parecía cosas de la guerra, y de mi apartamento no quedaba nada. ¿Usted ha de creer que lo habían saqueado al extremo de que hasta las piezas sanitarias se las habían robado?

Salí de allí sin poderme controlar, aquello fue una sola lloradera y ahora no quiero que ni me lo nombren. A veces me despierto muy asustada soñando con el espacio vacío, y me consuelo pensando que todavía soy joven y que poco a poco irán apareciendo otras posibilidades, pero por encima de todo, yo siento que hay como una tristeza dentro de mí que no me deja hacer nada.

Y como lo que veo por la televisión me asusta tanto, no me atrevo a salir a la calle, lo que quiero es estarme en mi cuarto y dormir el día entero. Yo no quiero saber de más nada. Dígame la verdad doctor, ¿usted cree que tengo malos los nervios?

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