Un buen marchante
—¡Un buen marchante!
—¡Un comprador fuerte!
—¡Ha llegado un comerciante de los Llanos que está haciendo grandes compras!
Tal es la noticia que circula de boca en boca por todo el comercio.
—¿Cómo se llama?
—Nadie sabe.
—¿De dónde es?
—Tampoco.
—¿Quién lo recomienda?
—Se ignora también.
—Lo único que se sabe es que Mr. Schulze le ha saludado con mucho agasajo.
Se sabe también que ha traído una carta para Wilson y Cía.; y que le han vendido una factura valiosa.
Se sabe que ha traído trescientas reses, que valen más que trescientas cartas, y que Otáñez almorzó con él.
Se sabe que tiene grandes bigotes, y que anda en una mula famosa, y que está alojado en Saint Amand.
—¿En Saint Amand? Pues a buscar al marchante.
No se necesita de otro informe.
—¡Cuando se aloja allí, debe ser un personaje!
Como cosa muy secundaria se averigua que se llama Escalante y que vive en el Orinoco. La distancia da mucho prestigio en el comercio.
Todos los corredores andan en solicitud del señor Escalante.
No hay forastero con bigote y mula rucia que no sea detenido en la calle veinte veces.
El portero del hotel está fastidiado de que le pregunten por el señor Escalante.
Desde que tocan a la puerta responde con enfado:
—¡No está aquí!
Llueven los muestrarios y las tarjetas de los almacenes, con ofrecimientos de créditos muy especiales.
El señor Escalante está admirado del crédito que tiene en Caracas, donde no lo conocen, al paso que, donde le conocen, no tiene ninguno.
—¡Ah! —dice en su interior— ¡Nadie es profeta en su tierra!
Aunque no había pensado comprar nada, quiere aprovechar las buenas disposiciones del mercado para hacer una operación.
Se ajusta un magnífico flux que le ha hecho Duprat, en veinticuatro horas, y sale a campaña provisto de las tarjetas.
—¿Por dónde empezará? —Él no sabe, pero un dependiente, que le espera en la puerta para llevarle a un almacén, le saca de dudas.
Llega al almacén.
El principal no puede dejar este lance al vendedor: él mismo quiere tener el honor de atender al señor Escalante, y abandonando su gravedad y su escritorio, sale a recibirlo con el sombrero en la mano y la calva descubierta.
Le ofrece primero un tabaco puro de Alemania, y después toda la casa.
Escalante, que es práctico, disputa los precios, y el vendedor, que está entusiasmado, cede a todo, y así anotan una factura de aquello que el comprador juzga más realizable.
Por fin se despide el señor Escalante, conducido hasta la puerta por el principal, que no queda contento porque la factura no pasa de seis mil pesos.
Sin embargo, al ver la nota no puede menos que exclamar:
—¡Qué buen marchante!
Al salir de la casa encuentra el señor Escalante a dos corredores emboscados, esperando su salida.
¿Con cuál se va? ¡Qué discusión! ¡Qué argumentos!
¡Qué instancias!
El más agresivo vence y se va con él.
Lo reciben también en triunfo.
Examina, escoge, regatea, compra, en fin, todo lo que quiere, y mucho menos de lo que quisieran venderle.
—¡Qué buen marchante! —dice también el vendedor.
De allí pasa a otra casa, y se repite la misma escena.
Los ofrecimientos se van multiplicando y Escalante atiende a todo el mundo y no desaira a nadie: quiere que todos queden contentos.
—¡Qué hombre tan simpático!
—¡Qué caballero!
—¡Qué buen marchante!
Así dicen en todas partes.
Los carreteros y los arrieros se disputan las cargas del señor Escalante.
No se ve otra marca en los almacenes.
No se atiende a nadie.
Por fin, el señor Escalante recoge sus facturas, firma pagarés por cincuenta mil pesos y se marcha, ofreciendo volver muy pronto.
Esto acontecía en marzo del año pasado.
Por ocho días no se habló de otra cosa entre los comerciantes.
—¿Cuánto le vendieron ustedes?
—Nada casi… unos siete mil pesos; ¿y ustedes?
—Otra friolera; por ahí cerca.
—Los quincalleros lo aprovecharon bien.
—Fulano fue quien le hizo la venta.
Estos y otros eran los diálogos frecuentes.
A mí no me tocó nada de la feria. Más vale así.
Mi parte ha sido registrar esta crónica en los anales mercantiles.
Los pagarés de Escalante se vencían en septiembre, y con gran asombro de los tenedores no eran descontados; pero, en fin, llegado el vencimiento, se esperaba por momentos el dinero. Todas las mulas rucias se parecían a la de Escalante.
Todo hombre con bigotes era Escalante.
Las pisadas de toda bestia que entraba a un almacén hacía levantar al principal y cambiar con el cajero una mirada interrogativa, que quería decir: —¿Será Escalante?
Al llegar un periódico, se buscaba antes que todo el movimiento de los hoteles para ver en cuál de ellos se había alojado Escalante.
Se daba por hecho que había llegado.
No podía menos; ¡si el plazo tenía dos días de vencido!
Cada hora que corría aproximaba más la llegada de
Escalante. ¿Cómo retardarse, debiendo tanto?
Pero pasó un mes y comenzó a entrar la zozobra…
Pasó otro mes y la zozobra se iba convirtiendo en pánico…
Escalante y escalofrío eran cosas relativas.
Los comerciantes, entre sí, no se atrevían a nombrar
a Escalante.
Tenían cierto rubor muy natural; pero al fin llegaron a tocar la cuestión.
Ninguno de ellos había recibido dinero ni noticias de Escalante. Nadie les daba informes seguros: para unos vivía en Cabruta, para otros en Nutrias.
Por fin, se resolvió mandar un comisionado, cautelosamente, a averiguar el paradero de Escalante.
Se le encomendó mucho tacto para no manifestarle desconfianza.
Debía de haber un motivo muy justificado para el retardo. Quizá le hallaba en el camino.
Un mes de espera. ¡Un mes de mortal ansiedad!
Era urgente la llegada del emisario. Los fondos estaban haciendo falta para las remesas del próximo paquete.
Llega por fin.
La noticia se extiende como un acontecimiento de grande importancia.
La impaciencia reúne en su morada a todos los interesados.
—¿Qué hay de Escalante? —preguntan en coro.
—No he podido encontrarle —respondió el comisionado.
—¿Y las mercancías?
—Las realizó muy bien, según noticias.
—Y el dinero, ¿se ha perdido?
—No, señores, él lo tiene.
—¿Y la casa?
—Quedó sellada por la autoridad, y traigo aquí el inventario de los enseres, mercancías y animales que existen.
—Leamos —dijo con avidez uno de tantos, tomando el inventario:
«Una armadura de pino, picada.
Un reloj de sol.
Una pipa desarmada.
Otra ídem sin fondo.
Un anteojo de larga vista sin vidrio.
Dos gruesas pulseras mohosas.
Una gruesa de almanaques del año pasado».
—Basta, basta de mercancías —interrumpió el más grave—; siga con los animales, que son la riqueza del Llano.
«Un burro despaletado.
Un gallo ciego.
Una perra con seis cachorros.
Una vaca perdida.
Un caimán embalsamado».
—No siga, no siga —volvió a decir el viejo.
—Falta lo principal —dijo el emisario.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué? —preguntaron todos.
—Ochenta y cuatro mil pesos en deudores.
—¡Vaya! —exclamaron todos—; ya eso es algo.
—Y ¿qué tal? —preguntó uno—: ¿son cobrables?
—Según informes, la mitad por lo menos se han muerto.
—¿Y los otros?
—Los otros… creo que no han nacido.
—Cómo, ¿son imaginarios?
—Al menos no están ni en las listas de sufragantes, que es donde se encuentra más gente del otro mundo.
—¿Y las 300 reses?
—No eran de Escalante.
—¿Y la mula rucia?
—Era del dueño del ganado.
—¿Y la carta para Wilson y Cía.?
—No hubo tal carta.
—Sí la hubo —interrumpió un joven—; yo la he visto, pero…
—Pero ¿qué decía?
—«El portador va a comprarles una factura al contado para mí. Trátenlo bien».
— ¡Al contado!— exclamaron diez voces.
—Sí, señores —dijo un mocetón atronerado—; el señor Escalante nos ha escalado. ¡Si nos hubiera escaldado también!
—La culpa es nuestra —dijo el que parecía tener más juicio—; nos desvivimos por vender sin reparar a quién; nos seguimos por lo que hace el vecino sin saber por qué lo hace, y no es lo peor, sino que esos caballeros o pillos de industria arruinan a nuestros honrados compradores del interior, que no pueden competir con ellos.
Los comerciantes se disolvieron cabizbajos y haciendo propósitos de enmienda.
Poco después supieron que Escalante había hecho otra rubiera en Ciudad Bolívar y otra en Santomas.
Les falta todavía la más gorda: ¡que no están los Estados Unidos y Europa libres de un buen marchante!
Las necrologías
La muerte no es, como se ha dicho, la última calamidad de la vida, sino la penúltima.
Hay otra después de la muerte.
¡Esa última calamidad es una mala necrología!
La muerte impone respeto a todo el mundo menos a esos furibundos necrólogos, especie de cuervos literarios, que andan olfateando cadáveres para satisfacer su hambre de publicidad.
Los que escriben necrologías, por lo regular, no piensan tanto en elogiar los méritos del muerto como en hacer ostentación de los suyos.
Lo que parece una lágrima sobre una tumba suele no ser más que un grito de la vanidad. La tumba es el apropósito.
Otras veces, el homenaje rendido a un muerto no es más que la adulación de un vivo.
Sin embargo, los necrólogos son de gran utilidad.
Yo pregunto: ¿Qué sería de la fama de tanto bribón muerto si los panegiristas de oficio no hubieran desfigurado su historia, para rehabilitarlos ante la posteridad?
Cualquier renegado puede morir en opinión de santo con tal que deje en su testamento con qué pagar media docena de necrologías.
Esa manda testamentaria le valdrá más ante el juicio de los hombres que las treinta misas de San Gregorio ante el Juez infalible.
¿Sabéis por qué? Porque a los hombres se engaña, ¡pero a Dios no!
Las necrologías son la puerta más accesible del Parnaso.
Casi todos los poetas ramplones han hecho su entrada por esa puerta sombría.
Yo soy uno de tantos.
Siendo muy joven, sacrificaron en las cercanías de Puerto Cabello, a un pobre oficial en una emboscada.
Aunque yo no le conocí vivo, su cadáver me conmovió y escribí cuatro disparates.
Cuando yo me vi en letras de molde, me sentí henchido de vanidad.
No me cansaba de deletrear mi nombre al pie de aquellas líneas, llenas de puntos suspensivos.
Había dos renglones así:
—¡¡¡¡¡Oh, alevosía!!!!!
—¡¡¡¡¡Oh, crueldad!!!!!
Estas dos hileras de admiraciones me parecían una calle de sauces, y como a mí me gusta tanto el campo, me paseaba por ella y exclamaba:
—¡Quién creyera que yo tenía tanto talento! Qué lástima que no hubieran asesinado a este oficial cinco años antes, para haber hecho este descubrimiento más temprano.
Y volvía a leer el periódico y seguía mi soliloquio.
—La patria ha perdido una de sus más legítimas esperanzas.
—¡Qué párrafo! ¿Qué dirá mi dulce novia cuando sepa todo lo que yo tenía guardado?
Estuve tres días creyendo que nadie pensaba sino en mi talento, y que todo el que me veía pasar decía: «Ese es el autor de la necrología».
Después supe que nadie la leyó; pero el impresor no perdió su tiempo porque yo la leí diez veces por cada habitante de la ciudad.
Esto le sucede a todo el que lanza al vacío su primera necrología.
Cada vez que encuentra una persona acatarrada, con los ojos colorados y sonándose las narices, dice en su interior: «Ese acaba de leer mi necrología». Y cuando ve que nadie le habla de su escrito, se lo explica así: «No quieren enternecerse».
Las necrologías son la manía de nuestros tiempos. He visto una escrita por cuatro individuos.
No era preciso ver las cuatro firmas para adivinar que allí se habían empleado fuerzas colectivas. Un hombre solo no habría coordinado tantos desatinos, por más talento que tuviera.
Vi otra autorizada con los nombres de dos bárbaros. Sin embargo, era una obra maestra de literatura.
Se conocía que en aquella sociedad había un socio comanditario que daba el capital y dos que daban la cara.
Yo creo que hay gentes que están deseando la muerte de cualquier prójimo por el piadoso placer de decirle que era buen esposo, buen hijo y buen ciudadano.
No importa que haya sido soltero y huérfano, y que su muerte haya rescatado a un pueblo de sus desafueros: tiene que entrar en el molde, quepa o no quepa.
Yo no critico las necrologías, sino los desatinos y las impropiedades que se escriben bajo ese título.
Muy justo es que se rinda tributo de alabanza a la virtud.
Es una deuda que la sociedad debe pagar al mérito muerto para que sirva de estímulo a los que viven; pero se necesita discreción y verdad y buen gusto.
Escribir vulgaridades es mancillar, más bien que enaltecer, una memoria venerable.
Confundir en una pauta común al que mereció reproches y al que mereció alabanzas, es desacreditar los juicios póstumos, es acabar con la sanción moral.
La casa de empeños
Las casas de empeños son termómetros para medir la miseria de un pueblo.
Aunque parezca extravagancia, tuve cierto día la curiosidad de penetrar en los misterios de la desgracia.
Para lograr mi objeto me fui a visitar una casa pública que tiene en el frente este rótulo:
AGENCIA DE NEGOCIOS,
y que yo cambiaría por este otro:
NEGOCIOS DE URGENCIA.
Declaro que me quedé asombrado.
Allí estaba la crucesita de oro que el padrino había regalado a la ahijada en memoria del bautizo.
¡Con cuánto dolor no había sacrificado la amorosa madre aquella prenda que le recordaba uno de los días más felices de su vida!
¡Oh!, ¡la necesidad impone sacrificios muy crueles!
Junto a la cruz estaba un medallón de oro que aún conservaba el retrato del marido ausente.
Acaso la atribulada esposa no se había atrevido a separarlo del relicario.
¿Creería que arrancarlo del marco en que la afectuosa mano del esposo lo había colocado era como separarlo de su corazón?
¿O pensaría que el medallón valía más con el retrato?
¡Pobrecita!, ¡ella ignoraba que en la balanza del interés los afectos no aumentan el peso ni el valor del oro!
Mas allá estaba un anillo de compromiso, con la fecha memorable y querida, atado a la colcha que había cubierto el lecho nupcial el día de la boda, luciendo el monograma bordado en oro.
Aquellos dos objetos estaban comprendidos bajo el mismo número y representaba el dolor de dos almas fundidas por el amor, y condenadas al martirio por los rigores de la suerte.
Pero los hijos pedían pan y era forzoso conseguirlo en cambio de lágrimas…
¡Y era preciso, además dar las gracias al usurero!
¡El sarcasmo añadido a la opresión!
–¡Qué casualidad! –me dijo el prestamista, radiante de gozo. –Ya tengo la colcha muy bien vendida a un banquero para regalarla a una bailarina cuyo nombre tiene las mismas iniciales.
–¡Horror! –exclamé en mis adentros. –¡Del tálamo nupcial, sagrado como el ara de la fe, va a descender hasta el lecho de todas las impurezas!
¡Oh muerte sublima redentora!, si no aniquilas a los opresores ¿por qué a lo menos, no redimes a los oprimidos?
¡Sea el mundo solo para los despiadados y destrócense como lobos hambrientos!
Pero, como siempre, junto a las notas tristes que conmueven el alma se encuentra el ridículo que provoca la ironía: allí en un saloncito inmediato estaba el mobiliario de una escuela.
Presidía la terrible palmeta junto al pizarrón; después, mesas de escribir, bancos, muestras, tinteros y colgadores.
–¿Y esto? –pregunté asombrado. –¿Tiene usted escuela? ¿Enseña usted lo que sabe?
–No, señor –me contestó el israelita. –Es que los preceptores tienen sus días sin sol. Cada vez que se atrasa el pago del sueldo por fuerza han de vender algún mueble para no morir de hambre. Cuente usted las mesas de escribir: cada una representa un sueldo no cobrado. Cuando el Gobierno mande pagar lo atrasado vendrán los preceptores a rescatar sus muebles: y si no vinieren nunca aquí quedará eternamente prisionera la instrucción primaria por más que sea obligatoria y gratuita.
–Según veo –le interrumpí riéndome– lo obligatorio es para los alumnos y lo gratuito para los profesores.
–Algunas veces puede entenderse así.
–¡Desgraciados profesores! –exclamé–: ¡ellos que dan el pan del alma no obtienen en cambio ni el mezquino pan del cuerpo!
Y seguí recorriendo los armarios.
Allí estaba la sagrada imagen de la Virgen junto al cuadro desvergonzado de la bacante.
La vara de marfil con puño de oro del joven libertino junto a la vara de medir del artesano sin trabajo… ¡todavía llena de cal!
El espejo veneciano que reprodujo fastuosas orgías, resto del esplendor de una meretriz abandonada, junto a la humilde máquina de coser de la infeliz obrera.
En el estante de los libros se hallaban en contubernio mudo la sagrada Biblia con las Confesiones de Rousseau, La imitación de Cristo, con La doncella de Orleans de Voltaire, Los mártires y Graziela, con El vientre de París y Naná.
¡Así como viven en el mundo confundidos la virtud y el crimen, la humildad y la soberbia, la opulencia y la miseria, las esperanzas alegres y los recuerdos tristes: así se han reunido en aquel infierno de la desgracia millares de objetos, adquiridos algunos con afrentosos servicios, otros con crímenes infames y los más con trabajos perseverantes y sacrificios sublimes: pero cada uno representa en la «Casa de empeños» la desesperación de un momento, la miseria, el dolor!
Cuando salí de aquel bazar de las angustias, sumido en tristes reflexiones, pasaba un joven enriquecido al acaso con el sudor del pueblo.
El polvo que levantaban los cascos de su soberbio peruano me manchó el vestido…
¡Anda! –dije para mí –¡algún día vendrán tus joyas a reunirse con el espejo veneciano de la meretriz abandonada!
¡Igual origen, igual fin!
El baladrón
Me voy a ocupar en hacer el bosquejo de un ciudadano que no se ocupa en nada; de un ser que gana su vida amenazando la ajena: especie de piedra suelta con que tropieza todo el mundo, y con la cual no se puede construir nada.
El baladrón no es una calamidad nueva: existe desde que se descubrió que la insolencia tiene superioridad sobre la moderación, y más ruido hace un hombre gritando que mil callando.
Entre nosotros no hay plaga más vieja: pero el baladrón antiguo era muy distinto del que nos azota hoy.
Aquel era un mocetón medio criollo y medio andaluz, rico por su regular y botarate, simpático a las mujeres, repugnante a los maridos, espada pronta, jamás puñal; mal ciudadano si se quiere, pero gallardo en la agresión y travieso sin maldad. No permitía que nadie pagara donde estaba él, a trueque de que nadie se creyera más valiente y de que todo el mundo estuviera dispuesto a aceptar los compromisos que él provocara. Era un buen bailador, billarista y coleador.
Él llegaba inesperadamente a los bailes de candil, embozado en su capote, y por quítame allá esas pajas, o por puro placer, echaba el capote atrás, apagaba las luces a garrotazos, cortaba las cuerdas del arpa, hacía volar la guitarra, lanzaba una imprecación y se quedaba en medio de la sala desierta, blandiendo su garrote, gozoso de ver que hombres y mujeres, en apiñado tropel, corrían despavoridos por dormitorios y pasadizos, como manada de ovejas a la aparición del lobo.
Tal era el baladrón de los tiempos pasados; de aquella época de inocencia, o más bien de ignorancia —anterior al revolver, cuando a nadie le ocurría reclamar su derecho, porque no le ocurría tampoco que podían negárselo; cuando la libertad y la igualdad y otra multitud de palabras hermosas, no se veían sino en algunas proclamas antiguas, y nadie averiguaba si tenían alguna significación, o si eran vocablos sonoros para dar rotundidad a los períodos.
Pero el país abrió un día los ojos; empezó a tomar y darse cuenta de todo; tradujo las palabras en ideas, puso las ideas en práctica, importó el revólver, y anuló para siempre al baladrón de los bailes del candil, que no podía existir sino al favor de la mansedumbre de aquellos tiempos.
La nueva corriente de ideas encontró resistencia en las ideas antiguas, y el choque produjo la guerra.
Con la nueva era de militarismo, de sangre, de persecución, de odios y de violencia, brotó de nuevo el baladrón, en la forma moderna que conserva en nuestros días.
El baladrón es militar forzosamente: sin machete no podría amenazar a nadie; es su arma, aunque no la tenga empeñada: la milicia es su profesión, al menos no se le ha conocido otra.
Es bueno advertir aquí que el baladrón no es liberal ni oligarca; de cualquier partido puede salir, pero regularmente está con el que manda, sin que le esté vedado ser oposicionista.
Tiene diferentes jerarquías.
El más encopetado se pasea por los corredores del palacio de Gobierno, tutea al Ministro en presencia de la gente, atropella al portero y manda trabajar de balde a los empleados subalternos.
Es una especie de poder futuro que supedita a los gobiernos débiles.
Del palacio pasa a la tesorería, y de allí a las casas de juego, que son su tertulia familiar. Se quita el saco para ostentar su revólver de doce milímetros, arrebata el mejor asiento a quien lo tenga; pide fichas a la casa y no integra su valor; tira siempre la parada más grande; dispone del dinero ajeno, sin consulta de sus dueños; hace apuestas de boca, y ¡ay de quien se las rehúse!
En todo caso dudoso, decide imperiosamente, y si la duda es con él mismo, la resuelve sin apelación: él no admite arbitramento, porque tiene su revólver al cinto, y, con esa ley, le sobra para tener siempre razón.
El baladrón de las cantinas es también general, pero ése no tutea al Ministro sino al amo del café; no atropella al portero sino a los mozos y al coime.
Él cena en todas las mesas y en ninguna paga: bebe cerveza a costa de todo el que le llega; y entre una copa y otra refiere una proeza, un campaña, una tropelía; y como habla tan alto, y es tan condimentado su discurso, y tiene el quepis tirado hacia atrás, y escupe levantándose el bigote, y deja ver el puñal bajo la solapa del chaleco, todo el mundo le obsequia y le cree sus mentiras y le ríe sus escándalos.
Este baladrón tiene algún barniz de educación; habla bien, es medio poeta y entiende el patois francés y la jerga de Curazao, que aprendió en sus épocas de ostracismo.
Hay otro baladrón de más baja estofa: no pasa de comandante, pero nunca está en servicio; cuando más, en depósito para tomar la ración.
Es una especie de perro que se mantiene y se ata para que ladre.
Iba a pedir perdón por haberle comparado al perro; pero caigo de pronto en que muerde también, sino las carnes, el bolsillo, sin piedad.
Este militar no viste nunca el uniforme de ordenanza: no usa más que un chaleco cerrado, con botones dorados, cuando tiene alguno; por lo regular no lo usa, porque su lujo es ostentar el pecho de pavo, que hace brotar el cinturón de cuero, cuya hebilla tiene en relieve las armas de Venezuela. Un sombrero de paja tirado con abandono hacia atrás y al lado izquierdo, y un fuete en la mano, completan su verdadero informe.
Sus puntos de parada son el mercado público o una plaza de barrio.
Este baladrón mantiene a su lado una corte de viciosos, o mejor dicho, una corte que le mantiene sus vicios; este círculo se renueva, pero siempre va con él.
Cual más, cual menos, andan todos desplomándose hacia sus costados, y tartamudeando maquinalmente esta frase: ―¡Ah comandante! ¡Este comandante es mucho hombre!…
Es cosa divertida oírle referir que la acción tal se ganó por él —que ensartó catorce con su lanza, y que el quince, de lástima, no hizo más que atravesarle las costillas, —que, al jefe cual, que pesaba doce arrobas, le hizo dar vueltas en el aire, como una tarabita, —que a un marido le sacó el viento de una estocada, porque tuvo la osadía de no querer que le robaran la mujer, —a otro le rompió el bautismo, porque saludó a su dama, —a otro le quitó el apetito para siempre, porque no la saludó, y mil bravatas más.
Y es lo más célebre que siempre hay entre los oyentes dos o tres que atestigüen el hecho con la mayor circunspección, y que jurarían, de buena fe, que lo han presenciado. ¡Tanto lo han oído!
Este baladrón es el más peligroso de todos, porque arma camorra por cualquier cosa, pide prestado a cuenta de miedo, y no suelta nunca la eterna amenaza «de que en la primera revuelta que se arme va a dar la sangre el pecho, y que no va a dejar ganado que no arree por delante, ni pícaro a quien no mate». Él llama pícaro a todo el que no se deja quitar lo que tiene.
Aquí concluyo, aunque dejo en el tintero muchas caricaturas de este personaje, que tiene, por desgracia, tantos originales en el país; pero el lector estará aburrido de los baladrones, como estoy yo.