Diálogo cien por ciento caraqueño
—Guá, Teobaldo, ¿qué haces por aquí tan temprano?
—Ando buscando una ferretería que quedaba por aquí.
—Ah, ¿tú dices una que estaba ahí donde estaba la esquina de San Lázaro?
—No, una que quedaba ahí donde quedaba aquella plaza que quedaba más arribita de donde quedaba la placita del Nuevo Circo.
—Bueno, San Lázaro era, ¿no?
—Francamente, yo no me acuerdo. Yo lo único que me acuerdo es que yo me venía derechito de allá donde quedaba la Plaza España y llegaba como un clavo.
—¡Sí, hombre, ya caigo! La ferretería que tú dices es aquella que estaba primero allá donde quedaba la esquina del Corazón de Jesús, ¿no?
—¡Eee-lena! ¿Te acuerdas que el dueño siempre la dejaba sola para irse a echar palos ahí donde estaba la esquina del Tejar?
—Sí, cómo no. Pero eso lo mudaron hace añísimos. Yo creo que ahora está por ahí por donde estaban los venados aquellos que estaban donde después estaba la Plaza Venezuela.
—¡Hum! ¿Tú no estarás confundido con eso ahí donde quedaba la Plaza Morelos?
—No, señor. Yo sé muy bien que eso ya viene quedando por ahí por donde quedaba El Conde. Yo estoy
hablando de otra cosa.
—Cará, chico, y a propósito de hablando de otra cosa, ¿tú no sabes qué habrá sido del negro Agustín?
—¿Cuál dices tú, aquel que era muy ocurrente, que vivía por ahí por donde estaba la Subida de Moreno?
—Él como que tiene ahora un botiquincito por ahí por donde quedaba Campo Alegre. Yo lo he visto dos o tres veces. La última fue por ahí por donde quedaba el Mercado.
—Si lo ves me lo saludas; y pregúntale que cuándo volvemos a parar una partida de bolas como aquellas que parábamos ahí donde quedaba El Cenizo.
—Cómo no, viejo… Y por cierto que hace tiempo no nos echamos unos tequichazos en aquella taguarita que estaba ahí donde quedaba la esquina de Santa Bárbara.
—¿Santa Bárbara? ¿Por qué dices que «quedaba» si eso no lo han tumbado?
—¡Claro que lo tumbaron! Lo que pasa es que tú crees que yo estoy hablando de la Santa Bárbara que todavía queda por donde quedaba Salas a Balconcito, y yo la que digo es la que quedaba más arriba de donde quedaba la esquina de Pagüita.
—¡Ah, sí! Bueno vale, nos podemos ver cuando tú digas. ¿Dónde estás viviendo tú?
—Yo estoy viviendo por ahí por donde quedaba la estación del Ferrocarril Central, ¿y tú?
—Pues yo, chico, estoy en mi mismo punto de siempre. Ahí nací, ahí me crié y ahí espero morirme cuando Dios me llame: ahí donde quedaba la esquina de Tenería me tienes a la orden.
¡Vamos a gozar en el supermercado!
Antiguamente –si se puede llamar antiguo lo que existió hace menos de dos décadas–, cuando los caraqueños querían distraerse, se iban a darles maní a los monos de El Calvario. Si querían disponer el diario de la casa se llegaban hasta la pulpería, donde además podían echarse un lamparazo de berro o anís de mochilita mientras les picaban el ocumo. Y si querían distraerse y disponer el diario simultáneamente, entonces se encaminaban al Mercado Principal, donde se podía adquirir lo que a uno se le antojase, desde un arrendajo o un saco de dividive hasta un trombón de vara o un retrato de los Reyes de Italia, todo aliñado con los pintorescos gritos de los pescaderos, las sabrosas discusiones entre martiniqueñas y el canto de centenares de pájaros enjaulados. Pero todo eso se lo llevó la consabida piqueta del progreso. Ahora el caraqueño se divierte viendo culebrones en cinerama o partiéndose las espinillas a silletazos en la oscuridad de una boîte. En cuanto al Mercado, le sucedió más o menos lo mismo que al Imperio Árabe en España, cuando se dividió en pequeños Estados llamados Reinos de Taifa, o sea, que se partió en una serie de rolitos repartidos por toda la ciudad, pequeños establecimientos cuyas dimensiones hacen que el nombre de mercados les quede demasiado grande, pero que, sin embargo, tampoco son “mercaditos” en el sentido tradicional.
Sobre todos estos herederos del Mercado Principal se extiende hoy una sombra gigantesca, todopoderosa, que se llama supermercado o automercado. El supermercado es una especie de mercado disfrazado de botica, a donde nadie pensaría en ir a divertirse a no ser que esté loco. Allí no hay vendedores, ni pájaros, ni nada: solo largas hileras de potes absolutamente mudos.
¿Qué se vende en los supermercados? Averiguarlo es precisamente la única forma admisible de diversión que tales negocios ofrecen. El noventa por ciento de los artículos en venta son enlatados con unas etiquetas en inglés que han ocasionado el envenenamiento de más de una familia por razones idiomáticas. Una clientela que siempre va vestida como si fuera para una excursión, pero que paradójicamente guarda un respetuoso silencio digno del Panteón Nacional, mariposea por allí a toda hora comprando carne cruda acuñada en vasitos como mermelada; queso rallado en laticas; almidón, azulillo y azulillo con almidón ya preparado y embotellado y otras cosas utilísimas, como un repelente tipo “aerosol” para que no se le metan los venados en su apartamento a uno, alimento para quetzales (en unas graciosas cajitas adornadas con un quetzalito picando el ojo y diciendo “Yum, yum, I like it!”), aserrín en papeletas y hasta pantano preparado por si el cliente quiere hacer adobes en su propio hogar (“Home-brick mixture” lo llaman).
El departamento de adminículos para el hogar no es menos tentador: hay, por ejemplo, un estante lleno de aparaticos que nadie sabe para qué sirven pero vienen pegados en un cartoncito demasiado atractivo para dejar de comprarlos. Claro que después de haber botado el cartoncito usted se entera de que lo que debía botar era el aparatito… Pero no importa; en el estante que sigue hay otros artículos realmente indispensables, como sillas para montar camellos y clavijas de balalaika. Y en el último se consigue todo lo imaginable en accesorios e instrumentos para el cuidado del automóvil, desde una Venus de Milo con su ventosita para pegarla al parabrisas hasta pañitos especiales con siliconas y fibras antiestáticas para limpiar esa bolita que tiene la antena en la punta.
Finalmente, en la sección comestibles, la cocina norteamericana invita, generosa, con sus mejores platos: cabeza de cochino en jarabe yodotánico (“Pig›s Head in Iodotanic Syrup”), tuétanos de gallina puertorriqueña en tubitos, pepa de mango horneada con ostras (“Mango Nuts with Oysters”), consomé de cacho de rinoceronte (“African Caterpillar a la Marsellaise”) y las sensacionales pepitas de auyama tostadas, envasadas bajo el exótico rótulo de “Mexican Pepitas”. Mas no se crea que las modestas vituallas criollas están ausentes del supermercado. No; lo que pasa es que las presentan en una indumentaria tan sofisticada que, al verlas, el venezolano lo menos que puede hacer es exclamar: “¡Cónchale, pero eso es mucho camisón pa’ Petra”. Nuestro humilde ñame aparece tan bien embojotado en material plástico, que en vez de ñame lo que parece es ñema o, mejor dicho, un huevo de pascua italiano. El maíz pilado viene en unos paqueticos que dan ganas de cogerlos para ponerlos en el sofá a manera de cojín. Y si es el papelón, se suministra en unas panelas que, francamente, da lástima utilizarlas para hacer guarapo y no para enmosaicar la casa.
En una palabra, el supermercado es una maravillosa invención que ayuda al ama de casa a salirse de la rutina de ir diariamente a comprar lo necesario, brindándole la oportunidad de comprar lo que no necesita.