literatura venezolana

de hoy y de siempre

Crónicas de Ana Cristina Bracho

El fin del mundo no es para tanto

Pekín está más cerca que echar gasolina

El fin del mundo llegó en marzo. Bueno, para nosotros en este pedazo del mundo donde amanece tantas horas después que se ha hecho de día en China. Llegó como pasan las vainas aquí, después que pasamos dos o tres semanas echando broma. Primero echándole la culpa a algún mercado de la China donde un pana no lavó bien el murciélago que le echó a la sopa. Después, poniéndonos conspiranóicos y analizando desde la perspectiva de la geopolítica. Cuando yo lo dije, con mi mejor pose de profesora ilustre, salió Ramón y me dijo: “Vos sí que sois buena hablando paja”, y me eché a reír, como Dios manda.
Aunque lo bueno fue que, antes de que yo preparara mi defensa, vino Manuel y se puso histórico. Sacó la cuenta que hace cien años hubo una gripe fea, fea, que como ésta venía de lejos; aquélla de España y ésta de China. Es normal, antes España quedaba más lejos de lo que ahora queda China, porque vos sabéis que la hija de Manuela, ésa, la que estudiaba mucho, se fue a hacer robótica en Pekín y llegó en dos días; es decir, en lo que yo me echo en la cola de gasolina.

Estos panas vivieron el fin del mundo en la intimidad de una casa maracucha. Una donde la sala queda en el frente; es decir, afuera. Una donde el calor adentro alcanza una sensación térmica que si el primer astronauta que visitara el sol fuera maracucho, regresaría afirmando que le pareció que allá arriba hace fresco.

Por eso, la primera escena transcurre con unos carajos que una tarde se encuentran ante una situación en la que nunca nadie ha estado. Ni siquiera “El Plomo”, del que me habló mi abuelo como el más legendario hablador de pendejeras que había vivido en Bella Vista.

Ahora la vaina es bien distinta porque para sobrevivir esta vez se requiere un arte poco explorado en esta ciudad, el de tener paciencia y quedarse quieto. Aunque para ser serios, últimamente han ocurrido tantas cosas en ese espacio que a ninguno de nuestros personajes le sorprendió la noticia.

De bolas, después de tantos estallidos de subestaciones, tantos apagones generales, tantas horas sin agua, tantas colas de gasolina, ¿qué más iba a pasar?

¡Tenía que llegar el fin del mundo; éste, el de verdad, verdad!

Así pensó Ramona cuando veía la alocución al tiempo que le empezaba a doler la cabeza, la garganta y el corazón. Claro, todos los que estaban viendo el televisor, oyendo la radio o mirándola por internet en Maracaibo se enfrentaban a este capítulo con la piel más curtida que aquellos a los que les agarró tomando un apéro frente al Mediterráneo.

Era allí, en el frente de una casa, en la reunión de la tarde, con la sombra de una mata de mango y mientras llegaba la luz, que estaba yo discutiendo con los muchachos cómo íbamos a enfrentar esta vaina. Primero, el problema que nos dejó Arquímedes, el hijo de Pancho, el que es médico y lleva el nombre de su abuelo, diciéndonos que debíamos meter en cuarentena a todos los viejos.

“A Manuelita no la mete en casa nadie. Ésa nació en la calle y ésa es la madre mía”. Ése fue mi primer pensamiento ante la seriedad de Arquímedes que decía también que iban a mandar a todo el mundo a encerrarse en la casa.

—Verga mi’jo, vos queréis que yo mire pa’l techo todo el día. Yo me vuelvo loca sólo de pensarlo —así le contestó Marisela, que veía toda aquella vaina con mucho desgano.

—Mirá, vos sabéis que yo me baño con las bendiciones de la Chinita, a mí esa vaina no me toca. Yo hablé con Dios y a mí me queda bastante rato —insistió Marisela sin disimular que ya estaba nerviosa; se le notaba porque iba de la seriedad a la joda mientras se movía sin poder controlarlo—,vos sabéis que Arquímedes, desde que el papá le puso ese nombre se la tira de importante, y después de que se graduó de matasanos, ay no, no hay quien pueda con él.

Arquímedes no disimulaba su molestia y antes de retirarse lo dijo categóricamente:

—Sigan con la guachafita y a mí no me estén llamando, que allá en el Hospital Central no hay nada pa’ nadie, menos pa’l que se enferme por no andarse cuidando.

Se montó en el carro, tiró la puerta y arrancó el motor. Los demás se quedaron sentados, callados, hasta que habló Benjamín que era el único que siempre le creía a Arquímedes. Sin mucho protocolo vino y dijo:

—Verga, vos te imagináis que esta verga sea cierta. Yo me voy a casa a encerrar a la vieja.

Cual pájaros buchones

Sólo fueron necesarias un par de horas para que Arquímedes tuviera razón. El fin del mundo había llegado y se había instalado en esta ciudad. Las calles estaban aún más solas y las viejas leyendas, esos sitios que parece que no cierran nunca, estaban completamente cerrados.

Ramona miraba por la ventana y a pesar de que sabía que ya era la hora del “sálvese quien pueda”, le parecía que nada había cambiado, que todo era igual, que la luz se iba a ir cuando quisiera, que el agua no iba a llegar; pero ahora ella se veía lacerada, abatida, desprovista de la posibilidad de salir.

Ramona era una de esas viejas que vive con el cuerpo bajo una bata y la mente en la nostalgia. Recordaba aquellos años cuando se enamoró en secreto de un vecino y quiso fugarse. Esperaría a las 10 de la noche en la esquina del liceo “Baralt”, allí llegaría el hombre con su mejor pinta para raptarla. Un rapto de amor, una vaina como Romeo y Julieta pero sin suicidios.

¡Qué molleja de angustia! Hay que ver que las cosas antes eran muy jodidas. Ramona decidió mal y se fue poniendo vieja. Se fue quedando para cuidar una mata de cayena que tenía en el frente. La mente es un sitio lleno de veredas y de esquinas raras —pensó—, el mundo cambia en un abrir y cerrar de ojos. Ayer le parecía que el fin del mundo era que Benjamín había preñado a una muchacha y hoy ni se acordaba de eso.

Benjamín, mirando por la ventana, moría de pánico. Primero porque él le creía a Arquímedes. Segundo por la barriga de Alcira, ese hecho que no estaba previsto, que había subido en colores a todo el barrio y que lo había sumido a él en una angustia terrible. Tercero porque su madre ya se había enterado.
Esa vieja estaba histérica, paranoica, aterrada y arrecha del otro lado de la puerta, y además en cuarentena. Es decir, era todo lo que un maracucho aprende a temer, porque hay que ver que ninguno desarrolla una fobia más grande que la que produce ver a una mujer arrecha, y dígame ésta, ésta no era cualquiera.

Rosaura era una mujer particular y perfumada. Era una asidua de la misa del Perpetuo Socorro y de comer tequeños los domingos. Era una experta dando consejos de crianza, aunque Benjamín siempre ha sido su dolor de cabeza; el indomable, el incorregible, el coñito ‘e madre.

Rosaura se ahogaba esa tarde y no sabía si la opresión era por el calor, porque tenía fibrosis —como decían en la tele— o por la vaina que le echó Benjamín: “Preña’o, sin graduar, sin casar y pobre; no joda, la lotería completa”.

Es curioso cómo la gente habla sola cuando se prende un problema como éste. Benjamín había entendido que entre la pandemia y su gracia, mejor guardaba veinte metros de distancia de Rosaura.
Cuando Benjamín era pequeño amaba los animales, Rosaura con frecuencia lo llevaba al lago. De todos los seres vivos ninguno generaba más alegría en Benja, como le decían, que ver un pájaro buchón pasear por el agua. Aquel animal, de pico largo y patas como manos, le resultaba el rey de aquella fauna.

Hacía mucho desde que a Benjamín se le olvidaron los pájaros, los caimanes y las toninas. Se había vuelto un chamo más de esos que vienen y van, de esos que ríen con tristeza y que se echan la vida como un juego. Hasta hoy, comienzo de la muerte y de la vida, explosión de tristeza y alegría, tiempos de pelícanos y soledad.

Más triste que la tragedia del “Ana Cecilia”

Manuel, como todos regresó a casa pero siguió divagando entre tragedias. Lo bueno de las tragedias —pensó— es que siempre sobrevive alguien y si le toca a uno quedará más curtido, más sabio y con mejores cuentos que contar. Para él, una tragedia era la tristeza intensa y colectiva. Así como la que se le instaló en la mirada a su madre el 20 de marzo de 1970 cuando a Caldera le dio por tumbarle la casa.

Por aquellos meses, cuando él apenas tenía seis años, la ciudad andaba vestida de tragedia. Todo empezó un domingo, cuando pasó por los cielos el vuelo 742 que intentando llegar a Miami se cayó en La Trinidad, dejando la ciudad en llamas, los pasajeros y la tripulación muertas y obligando a que sacaran el aeropuerto de Grano de Oro. Lo recordó porque también creía en eso de que una tragedia sigue a otra, que a esas bichas no les gusta andar solas sino presentarse acompañadas.

Al llegar a la casa, la luz de la cocina estaba encendida y se veía desde afuera. La mesa estaba sucia y llena de trastos apilados que demostraban que Juana se paró tarde y corrió al trabajo. Juana llegó alterada y antes de tiempo, con las manos llenas de bolsas. Se había enterado que el fin del mundo estaba cerca y se vino a resguardar.

—Viste la vaina, ahora sí que nos jodimos —dijo apenas abrió la puerta.

—¡No seas boba que nadie está jodido! ¿Vos sabéis cuántas veces se ha acabado el mundo?

—Como ésta ninguna, no veis que dijeron que nos vamos a morir.

—Todos nos vamos a morir.

—¡Coño! pero que nos vamos a morir de esto, todos juntos, ahora mismo, en una bolsa plástica, sin velorio, sin amigos.

—Como en un naufragio, como cada vez que se muere una gente y a uno le toca vivirlo. ¿Vos no te acordáis que tu abuela cada vez que pasaba una cosa horrible se acordaba del naufragio del “Ana Cecilia”? Esa vaina pa’ ellos fue el fin del mundo. Cien personas muertas, ahogadas, en un ratito. Muertas porque en 1931 a Maracaibo no le paraba bolas la gente de Caracas, nos tenían sometí’os y aquí en Maracaibo la gente no seguía las normas.

—Pues como ahora.

—Entonces ya ves, es lo mismo.

Más aburrida que un juego de ajedrez por radio

Marisela cerró la casa cuando todos se fueron. Entró a la cocina, se sentó en la silla azul y miró la estufa, el piso sin terminar, la remodelación que salió mal y se imaginó cómo sería lo que vendría. En especial, se puso a pensar en el tiempo, ¿cuánto podía el mundo tardar en acabarse?

Marisela creía en la Chinita, en san Miguel Arcángel, en la Rosa Mística, en José Gregorio Hernández y secretamente le parecía que el papa, para ser tan viejo y tan papa era un tipo guapo. Mataba el tiempo recibiendo visita. Ella vivía de vender polos y refrescos, de pasar el dato de en qué casa había gasolina. Sentía que en ese momento le tocaba escoger si moriría de angustia, de inanición o de aburrimiento. Mientras lo pensaba aquella casa se veía enorme, sucia, sin sentido.

Abrió la puerta de la bodega y vio que no tenía nada que sirviera de mascarilla. Pensó que era mejor porque esa vaina le parecía ridícula. Luego miró la calle que estaba totalmente vacía. Así que Marisela pasó un buen rato caminando los espacios de su casa.

Llegó al cuarto, sobre la cama había un Sagrado Corazón de Jesús, en el que reposaba un rosario y que tenía en las esquinas las estampitas de su vieja. En el closet todavía había cosas de su madre que nunca había querido tocar. La ropa de salir y los vestidos de domingo, las pequeñas cajas donde guardaba los aretes y las esclavas. Un sobre amarillo y sobre ellos el certificado de defunción. Puesto sobre las cosas parecía decir verdades: con esta hoja todo lo demás se acaba.

Pero si de pronto el fin del mundo llegaba y nos moríamos todos o casi todos, verga, quién iba a sacar el certificado de defunción. Así, en blanco y negro, ¿si nos morimos todos, quién se encarga?, ¿quién nos llora? ¡Vergación de susto! Yo como que dejo de pensar tantas vainas, se dijo.

Sintió que el pánico empezaba a morderle desde adentro. Y pensar que todo aquello lo pensaba porque en la televisión le habían dicho que le iba a dar gripe. Gripe, ésa, la enfermedad de siempre pero distinta, porque es tan mortal que la iba a matar a ella o a dejarla viva entre los muertos, y ella ya no sabía qué le asustaba más. Poco a poco se fue calmando y con los labios cerrados se dijo: “El que cree en mí vivirá aunque muera y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás”.

La única medicina es la compasión

Arquímedes, como su nombre lo decía, era el más ilustre. Era un carajo que leía tanto que nadie sabía si su abuelo había sido Jesús Enrique Lossada, Cecilio Acosta o Rafael María Baralt. De vaina y no era apellido Urdaneta, porque cuando lo regañaba a uno, uno fácilmente podía creer que aquel discurso cabía en un epistolario con el Libertador.

Llegó al hospital, saludó sin mucha cercanía ni muchas ganas. Se puso su bata, caminó el pasillo. Se empezó a preguntar cosas absurdas. Por ejemplo, él sabía que ése era el más viejo de los hospitales. En aquél sitio debieron morir los enfermos de cuantas vainas locas habían ocurrido. La primera de la que nadie sabía, pero de la que ahora todos se acordaban, fue la visita a este puerto de la “gripe española”, que según decían había causado en Maracaibo en 1918 los más grandes destrozos.

Es decir, que Maracaibo había sobrevivido la invasión española, la crueldad de Alfinger, la fiebre de los piratas, la guerra de Independencia, la fantasma de la Caballero, la industria petrolera, el incendio del lago, las sectas satánicas, el dengue, el cólera, el chikunguya y la petroquímica. Por eso, en esos huesos había un historial de resistencia y tolerancia que no era poca.

Sin embargo, Arquímedes era un hombre de ciencia. Sabía que sobrevivir no es tan sólo la propiedad acumulativa de resistir catástrofes. Hay que vivir y aguantar cada una, reponerse, y ésta no era concha de ajo. La noticia del fin del mundo ocasionó que el final de la tarde fuese muy particular. Ninguno de los enfermos normales, esos que se sienten mal y se agravan, que lamentablemente suelen morirse, se sintió mal ese día. Habían escuchado que en estos días la gente no se moría de esas cosas.

Sin embargo, Arquímedes tenía miedo de que le tocase a él enfrentarse con el Juramento Hipocrático, un atamel y un termómetro al Apocalipsis. Cuando veía las cosas así se sentía digno de un cuadro renacentista, de esos en los que aparece un odontólogo con una llave inglesa y una botella de coñac; tan impotente como un galeno frente a la sífilis sin penicilina y tan asustado como un niño.

Se quedó pensando en eso. En lo que debían sentir todos esos viejos médicos, los que pasaron encima de un burro recorriendo pueblos, los que operaron apenas con agua y alcohol, con hilo y aguja. Con todo y pese a que mucha gente moría, había otra que se salvaba.

Se salvó su abuela con un parto complicado y le dio vida a su madre. Se salvó su madre de la polio. Así le pareció de pronto que los humanos vivimos todo el tiempo haciéndole frente a la muerte. Se reclinó en la silla mientras se desinfectaba las manos y haciéndolo recordó la frase que le dijo su padre el día que se graduó de médico: “La única medicina es la compasión, el resto son herramientas”.

La biblioteca del olvido

Maracaibo, ahora, tiene biblioteca. Pero la biblioteca es como todas las cosas nuevas que se construyen en Maracaibo, un borrador de memoria. Hasta hace poco, había un cartelón en el frente que decía «Biblioteca María Calcaño» y recuerdo que la gente que aún la recuerda, entre ellos Valmore, mi profesor de literatura de bachillerato se quejaban diciendo que el que le pusieran el nombre de alguien tan valioso a tan poca e ineficiente cosa, más que un honor era un insulto.

Ahora hay una biblioteca que al menos la fachada parece digna de rendir honor a la memoria de alguien pero ahora han borrado el nombre de María Calcaño de la puerta, dejándolo solo a una sala de lectura y esto, me conmueve profundamente.

No puedo entender dos cosas de esta situación, la primera, qué tanto daño le hizo María Calcaño a Maracaibo para ser tratada de este modo. Como poeta fue una voz vibrante e innovadora, liberadora, auténtica y su sinceridad, su sensualidad, su trascendencia, la llevaron a su derrota y a su olvido.

Su obra es imposible de conseguir en físico y su prontuario después de muerta señala varios eventos trágicos, el primero, que después de muerta resultó siendo una «chica tendencia» puesto que a la mujer que gritaba en un verso «nací poeta y pretenden hacer de mi, mujer sencilla» el homenaje y el estudio más difundido que se le ha hecho en los últimos años fue un reportaje de una revista de eventos sociales.

Por otro lado, con su nombre se bautizó una infecta sala, de un infecto edificio donde incompetentes empleados y sin libros funcionaba una biblioteca, de la cual, todos los que la conocieron se quejan. Luego, cuando la biblioteca nace –o revive, o lo que sea- se saca el cartelón donde su nombre llevó lluvia, sol y tierra y se borra del todo el nombre de María Calcaño de la biblioteca.

Con un nuevo nombre que sólo remarca que fue construida por la gobernación, allí está la biblioteca, cual mausoleo, en la avenida el Milagro y la gente ni cuenta se da, ni siquiera de que efectivamente está abierta pero que ha quedado como la plaza Bolívar, como el paseo ciencia, la biblioteca desnuda de memoria y de identidad.

Para aquellos que busquen consolarme y decirme que una sala sigue llevando su nombre, les preguntaré a que santo después de estar en el altar le serviría ser capellán. Al resto, si alguien lee esto y lo siente, si alguien le duele como me duele a mi, si alguien la recuerda, al menos del cartelón anterior, les invito a que se haga algo o al menos, se declaren como yo inconformes con semejante homicidio a la memoria, semejante irreverencia a la historia…

*Peste en Roma ”. Jules Elie Delaunay (1869)

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