Refranes y muletillas criollos
Sabido es que los caraqueños han sido siempre gente burlona, y que desde tiempo inmemorial siempre han tenido una palabra o frase en boga, para expresar una socarrona duda de las exageraciones y presunciones que también forman parte de su carácter.
El más remoto de estos refranes, o mejor, estribillos, de que hacemos memoria, es este: «¡La pistola!», que todavía tiene un uso esporádico.
Vino luego una época en que la duda crónica se manifestaba con una frase en verso: «Si tu lápiz tiene goma, / bórrame de tu libreta». Frase que al cabo se redujo a una sola palabra: «¡Bórrame!».
Después le tocó el turno, si no mienten los folkloristas vernáculos, a esta repugnante frasecita: «Me extrañan esos amapuches», que todavía se estila en algunos pueblos del interior de la república.
Y la cual fue suplantada, hace cosa de veinte años, por otra sacada del juego de póker: «¡Veo esa caña!», que luego se redujo también a un categórico «¡Veo!».
Más adelante tuvo éxito el nombre «Cirilo», y después el de «Simón», prolongaciones ambos de un «sí» más que hipotético, completamente escéptico.
Lo mismo puede decirse de la palabra «¡Chino!», que andando el tiempo sustituyó a las anteriores.
Y allá por el año 1923 o 1924, floreció en los labios de los caraqueños de todos los sexos una antipática muletilla: «¡Dos veces!», cuyo origen nadie llegó a desentrañar.
De entonces a esta parte había habido una tregua en este ramo de la filología criolla, pero ahora, con motivo del perifoneo de los sorteos de la lotería, en cuanto alguien dice algo que se presta a duda, no falta quien le chille, con una vocecita gangosa: «¡Cien bolívares!».
Como pueden darse cuenta mis lectores, este es el comienzo de un estudio serio y minucioso que arrojará intensa luz sobre la psicología venezolana en el presente siglo de las ídenes (las luces), y que publicaré completo en cuanto reúna para pagar la edición del trabajo, es decir, «¡Cien bolívares!».
«Con tan mala suerte»
Cuando hace una treintena de años, poco más o menos, este cronista empujó por primera vez la péñola para redactar su primer suceso local, estampó orondamente, siguiendo el canon que para entonces era rutina, la frase que sirve de título a este suelto: «Metió por descuido una mano en la trilladora, con tan mala suerte que…». Y de entonces a esta parte jamás ha dejado de aparecer en los sucesos caraqueños, cuando menos una vez al día, el absurdo pero inquebrantable lugar común.
«Fulano conducía anoche el automóvil número 8888, y al llegar a la esquina de Los Albañales, chocó contra un poste de teléfonos, “con tan mala suerte que…”»; «La anciana Rosa Rosado salía esta mañana de su casa, situada en el caserío del Guarataro, y como el pavimento estaba húmedo por el aguacero de anoche, resbalóse y cayó “con tan mala suerte que…”». Y así por el estilo, todos los días y en todos los diarios de la urbe.
Los reporteros se marchan o se mueren; los periódicos se acaban; las generaciones se suceden: solo la frase rutinaria y absurda permanece inmutable e impertérrita, desafiando a los hombres y a las ideas, al «romanudismo» y al vanguardismo, inconmovible, como la roca de Pedro, como las pirámides de Egipto. Y dentro de otros treinta años, cuando ya los cronistas y redactores de sucesos de los actuales diarios estén purgando ha tiempo sus múltiples pecados en esa especie de estación intermedia que hay entre el cielo y el infierno, es decir el purgatorio, el encargado de la sección de sucesos locales en cualquiera de los periódicos de esa fecha escribirá fatalmente: «Anoche, cuando se disponía a aterrizar en su aeródromo el piloto López Hamilton, tuvo una falla en el motor y descendió violentamente, “con tan mala suerte que…”».
Aceptemos, pues, con cristiana resignación, la frase, insustituible; pero puesto que el público la tiene ya en los huesos y la adivina sin leerla, y para economizarle tiempo a los reporteros y linotipistas, sustituyámosla con las cuatro iniciales de sus cuatro vocablos; y así como decimos, por ejemplo, «s. e. u. o.», por «salvo error u omisión», pongamos «c. t. m. s.» cada vez que vayamos a poner «con tan mala suerte»…
La segunda mujer
Parece mentira, pero llevo quince días pegado de la Biblia y de otros textos sagrados, y a la fecha no he logrado averiguar una cuestión importantísima: ¿Quién fue la segunda mujer?
Ya sabemos todos que Adán y Eva tuvieron dos hijos: Caín y Abel. Parece ser que también tuvieron otro llamado Seth, que no hizo cosa de provecho, por lo que apenas si se le nombra en el Génesis. Pero no se dice ni jota acerca de una muchacha hija del primer matrimonio y que sería la segunda mujer.
Y, sin embargo, debió haberla, puesto que en ninguna parte se dice que Jehová repitiera el primitivo sistema de fabricación a base de costilla.
Y no obstante, la familia humana continuó su desarrollo hasta ahora. Tampoco es presumible que Dios, con ser Dios, haya podido pasar de la primera mujer a la tercera, sin que hubiera una segunda. Esto es un absurdo aritmético.
Y Dios no comete absurdos; y menos en aritmética, ciencia cuyas primeras bases puso Él mismo cuando dijo: «Creced y multiplicaos». (Lo que demuestra también que
Adán debía conocer, por lo menos, tres de las cuatro reglas aritméticas primordiales, ya que si no hubiese sabido sumar y restar, mal podría saber multiplicar.)
Es, pues, necesario, indispensable que haya habido una segunda mujer en el mundo.
Porque los niños de la segunda generación no podían venir de París como vienen ahora. ¿Por qué? Porque París no existía todavía.
Bueno, es para volverse loco, esto de pensar que la segunda mujer no ha existido nunca.
Y como yo no quiero volverme loco, por más que hay quien afirma que la locura es el estado perfecto de felicidad, ofrezco solemnemente la mitad de mi cuantiosa fortuna y la mano de mi hija a quien me aclare suficientemente este punto: ¿Quién fue la segunda mujer?
Creación del mundo
De un curioso libro que se acaba de publicar en Alaska, traducimos el siguiente relato acerca de la creación del mundo, escrito por un acaudalado comerciante alaskeño que se volvió loco de remate:
El año doble cero se le ocurrió a Dios fabricar una gran pelota en forma de melón, que se llamaría Mundo, y en la cual tendrían cabida toda clase de animales, plantas, corotos y otras fruslerías que se proponía fabricar luego, a fin de comerciar con los mercados interplanetarios. Para realizar sus planes, estableció cerca del Edén una sociedad anónima que se denominaba The Papa Dios World Building Company Limited. Allí modeló la pelota de marras y la echó a rodar, calientica, por los espacios siderales.
Comenzó entonces a llenar el mundo, dedicándose a la fabricación en grande escala de murciélagos, de los que hizo 20 000 000 en la primera sentada; pero pasado este tiempo, y en vista de que no se vendía ni uno, a pesar del descuento en las ventas al contado, montó una planta a la que llamó The Electric Light of the World y que tenía por focos principales el Sol, la Luna y las Estrellas. Estas últimas tuvieron muy buena acogida, y casi todas fueron contratadas ventajosamente. Instituyó luego el Hacedor la Universal Potable Water Corporation, separando las aguas buenas de las dañinas; y elaboró setecientos millones de peces, sin contar el lenguado, que fue hecho posteriormente por San Pedro, el cual era tan distraído que solo hizo la mitad.
Por último, el sexto día Papá Dios confeccionó al hombre; pero como estaba algo cansado del trabajo de la semana, se le deslizaron algunos errores que no se han podido corregir hasta hoy. Al cansancio divino se debe, pues, que los humanos tengan dedos en los pies, cosa verdaderamente inútil, como también la colocación de la espinilla en la parte delantera de la pierna, cuando a cualquiera se le ocurre que, si se la hubiera colocado en la «batata», se evitarían muchos golpes desagradables.
Piensan algunos que es también un error, y muy grave, el no habernos dotado de una instalación de alumbrado mejor, colocándonos un ojo en la punta del dedo índice de la mano derecha para poder explorar en todas las direcciones; pero esto hubiera sido muy costoso por las constantes reparaciones que habría que hacerle al farolito citado.
Por último, Papá Dios cerró la oficina el sábado en la tarde, se acostó a dormir y… hasta la fecha.