Testimonio y homenaje
Esta noche tengo regocijo en la memoria, tal vez porque recordar es un estupendo placer de la inteligencia. Sobre todo recordar a quien ha sido buen compañero de vida, gente de trecho en trecho, como debería ser la gente. Treinta años me separan hoy de una noche en la Plaza Carabobo. Román Chalbaud y yo, saliendo de un fracasado ensayo en un fracasado teatro, elucubrando una fracasada película. Y allí, frente a la Policía Técnica Judicial, como se verá, un pésimo sitio, estaba Rolando Peña a golpe de una de la mañana, recitando a todo lo que le daba la memoria un deprimente monólogo de Antón Chéjov que para nada le iba a quien en ese momento me pareció apenas un mocetón atarantado. Era “El canto del cisne”, no el de Rolando, sino el de un viejo actor ruso harto precisamente de su fracaso.
Así lo vi, tenso y, sobre todo, intenso, pronunciando a manera de conjuro, invocando el anhelo de Stanislavsky, unas palabras a mitad de escena y totalmente absurdas en la aspereza de la Plaza Carabobo: “Este hueco, negro, ay Misha, se ha tragado los mejores años de mi vida, mi juventud, mis ilusiones”. Se refería Chéjov a la oscura platea de un gran teatro, sin espectadores ni testigos. Pero dicho por Rolando, frente a la Petejota, no pude menos que renovar en mi vida el sentido de ese hueco que en ese instante sonaba a país agujero, a Caracas agujero y, sobre todo, a lo que nos aguardaba pero que aún no éramos capaces de medir en barriles, sino en vulgares hoyos.
De todas maneras era un mal augurio y una blasfemia contemplar a un joven, declamando sobre el fracaso de un anciano. Ese día, Rolando estuvo a punto de ofrecerme unos cuantos carajazos al intuir que yo ponía en duda su talento histriónico. Pero la cosa no pasó a mayores tal vez por la cercana presencia del Poder Judicial.
Román lo conocía. Tanto, que había sido actor en una de sus primeras películas: me refiero a Cuentos para mayores, donde Peña aparecía de muchachón moderno y despreocupado caminando por las calles de un Petare colonial medianamente exótico. Entonces usaba franelita y exhibía los bíceps a lo West Side Story. Pero nada de Leonard Berstein. Puro Chelique Sarabia y sobre todo puro Héctor Cabrera, puro “Rosario”, luz del día o del cielo y el impudor de Román transformando todo aquello en serenata de postigo y calle empedrada, como Guanajuato o San Miguel Allende.
Entonaba Cabrera, “Rosario”, dispuesto a cortejar a una chica casadera, y Rolando hacía de bulto en segundo plano, de acompañante del galán como en las viejas películas mexicanas cuando Negrete, acompañado de unos cuantos Peñas sindicalizados, proclamaba su amor por la sin par Gloria Marín. Insólito comienzo para quien esta noche se nos presenta como legítimo artista de vanguardia. ¿Qué otro artista plástico del mundo o de este agobiado continente debutó de sombra, de relleno de imagen, de miembro anónimo de un combo telúrico?
Esa noche, superada la antipatía, Rolando nos llevó a una de sus casas que eran múltiples y dependientes de las compañías femeninas. En esa oportunidad se trataba de la residencia de una ciudadana argentina, vestida de satén, y dispuesta a ofrecernos, cosa que hizo, lo juro, una infusión de yerba mate servida en su correspondiente cazuelita. Yo estaba asombrado, no solo porque era la primera vez que consumía yerba alguna, sino por la conducta estrafalaria de este a quien después se le conoció como El Príncipe Negro, paseándose por aquel apartamento convertido en estancia pampera, donde de un momento a otro podía irrumpir algún gaucho de boleadoras, sin mayor asombro.
Siempre he tenido por norma que conocer a una persona es preguntarle qué hace, puesto que en Latinoamérica no existe ninguna otra posibilidad de definir a un ser humano. Rolando me aseguró que era actor accidental, pero sobre todo bailarín contemporáneo y cuando traté de imaginarlo alado, príncipe de Giselle, consorte del Hada de Azúcar o Espectro de la Rosa, procedió a decirme que lo suyo era la vanguardia y que por esa razón pertenecía al polémico grupo de Grishka Holguin, bailarines de pies sucios, enemigos de cualquier zapatilla y de esos que ensayan en mono y se arrastran por el piso elevando el torso cada vez que se refieren al infinito, o a la soledad, o a la bomba de hidrógeno o a la polución o a la mala vida.
Así lo conocí y años más tarde o tal vez meses más tarde, puesto que soy incapaz de recordar fechas, volví a topármelo, esta vez en la Universidad Central de Venezuela, ahora de malla y toalla atravesada. Ese día me propuso un espectáculo llamado Testimonio. Según su propia ocurrencia, íbamos a compartir el formidable escenario de la Facultad de Arquitectura, él con una coreografía sobre muerte, violencia y guerrilla, obligación de los sesenta, y yo, con un monólogo aún inédito denominado “Terrible situación de un necrófago”. Y así se hizo, más por su pasión, que por mi escepticismo. Así me obligó al punto de amenazarme con unos cuantos coñazos de fallar yo en mi escritura o en mi capacidad de memoria.
La coreografía de Rolando según pude enterarme en el último ensayo, consistía en unos pasos y revolcones febriles, aunque, dicho en su honor, casi siempre verticales y en la proyección Kodak de unas diapositivas con manchas y explosiones de sangre y muertos, reflejadas en su pecho, en su espalda, su cabeza y hasta en su culo, como si todo él fuese un depósito de violencia, de Fidel Castro, de Sierra Maestra y hasta la victoria siempre. Aquello fue un delirio consagrante a los ojos del cenáculo vanguardista de la Facultad de Arquitectura, Vaticano de las audacias. A punto estuvimos de salir en hombros de fanáticos que ese día nos proclamaron como auténticos reyes de un sonido nunca escuchado, de un cuerpo nunca visto, de una palabra nunca dicha. Guardo en mi memoria la noche de Testimonio como el mejor regalo que he recibido de este artista.
Después fue escucharle sus coreografías teóricas en el rebelde Cafetín de la Facultad de Ingeniería. Como por ejemplo aquel día que el Príncipe me relató una idea para ser realizada en el Aula Magna con la música de El lago de los cisnes. Quería Rolando inspirarse en los movimientos de Petipa y reproducir nada menos que los cuatro o cinco actos de tan singular partitura, solo que danzada, en lugar de balletistas, nada menos que por Adriano González León en el rol de El Príncipe, por Elisa Lerner caracterizada de El Cisne Negro y por Salvador Garmendia resolviendo los complicados fuetes del Embajador de China. Deseaba allí, Rolando, traer al Aula Magna una buena parte de los mendigos y locos de la ciudad, encabezados por el hermosísimo y rubicundo Luis Lucsick, interpretando el papel de Brujo Malvado que tanto daño le hace al amor.
Pretendía mi amigo que yo me desempeñase en el rol de El Bufón y que el actual ministro de Relaciones Interiores, Jesús Carmona, hiciese el papel de El Chambelán. Como es natural, el espectáculo no encontró ni acogida ni mucho menos financiamiento, pero a los pocos días, este hermoso amigo a quien siempre conseguí con un proyecto, me propuso algo más cercano. Era el tiempo de Henry Miller y esas horribles traducciones argentinas donde el órgano sexual masculino suele llamarse “picha”, miseria cultural de aquel momento. Así, en la Sala de Conciertos de la UCV, presentamos el aguerrido Peña y este servidor, un espectáculo de danza y palabra denominado Homenaje a Henry Miller, donde Rolando, torso desnudo, mallas negras y este servidor, vestido de lo que era, es decir, de intelectual resentido, interpretábamos las infinitas y jactanciosas sexualidades parisinas del gringo renegado.
No había música. Rolando bailaba y yo leía. Rolando bailaba al filo de la palabra, bailaba lo que decidía, sin proyecto, sin idea, a lo que diera, pero sobre todo, a lo que sucediera. Treinta y tantos solidarios, casi siempre arquitectos, nos saludaron con vítores en un espectáculo que jamás logró llenar las butacas de la Sala de Conciertos, pero que fue calificado de intransigente y osado.
Desde allí fue la vida. Cada vez que Rolando ha tenido a bien decirme que es pintor o artista plástico o como se le quiera llamar, tiendo a no creer del todo en esa cédula. Me cuesta trabajo reducirlo. Rolando es artista, simplemente. Ni plástico, ni de goma, ni de madera, sino de temperamento, por no decir de rabia. Sin él, no podríamos explicarnos o, lo que es peor, no podríamos relatarnos. Rolando es un provocador en el más riguroso sentido de la palabra, es decir, aquel que estimula, aquel que molesta. Aquel que no se resigna. Rolando supo mantenerse como atractivo de una aldea frente a la cual se convirtió en disonancia. Verlo, o mejor dicho, presenciarlo, es creer en un espectáculo, no sé si de arte, no me importa, pero sí del ser humano, que sí me importa.
Están aquí, ahora cuando lo celebramos, los barriles que somos, la simple y sensata reducción que alguien ha hecho de nuestra vida. Barril que es tosco como somos y dorados como se nos dice. Barril adorno, y barril cuenta. No habrá pájaros ni árboles ni mares en el arte de este excepcional ciudadano. Nadie los busque. Solo el relato, casi frío, casi austero de lo que nos permite existir a pesar de nosotros mismos. La historia de un país que desde 1922 se cuenta por barriles, es decir, por recipientes.
Viéndolos aquí, apilonados, vuelvo a repetirme la misma pregunta: ¿qué hay adentro ahora que Rolando los ha convertido en fachada? ¿Qué es ese líquido allí guardado? Testimonio y homenaje: allí vivimos, allí nos hierven, nos procesan, nos refinan, nos exportan. Pero Rolando ha tenido el decoro de no mostrar el contenido. Tan solo la fachada.
El poste
El martes se me fue la luz. Estuvo parpadeando unos minutos, indecisa, y de repente, se ausentó, sartreana, como una sensación de posguerra. Se va la luz y uno de inmediato adquiere eso que Heidegger denominaba «la conciencia de sí» o el «acto de la espera» que consiste en dar vuelticas por la casa y mirar hacia el techo y no saber qué hacer con la vida puesto que el exceso de «yo» suele desconcertarnos hasta el punto de tornarse en una sensación de vacío existencial de esas que tú te preguntas: ¿Seré yo tan bolsa como me siento? para que el ser te conteste: ¡Hijo!, ¡y peorcito!
Durante dos horas, estuve por ahí merodeándome, convencido de que en julio cumplo cincuenta y cuatro años y no he hecho nada que valga la pena. Cuando estaba a punto de irme a almorzar solitario y perro, reconfortado a medias con el pensamiento de unos calamares, la energía eléctrica regresó a la casa tras siete tímidos intentos. No sé por qué, pero pensé una vez más en la presidencia de Rómulo Gallegos. Últimamente me ha dado por pensar en la presidencia de Rómulo Gallegos cada vez que tengo un contratiempo. Y me descubro a mí mismo diciéndome: «¡Qué bonita era la presidencia de Rómulo Gallegos, cuando Rómulo Gallegos hablaba de cuando en cuando y decía Tantantán, tantantán, tantantán… tatán… Tacan, tacan… tantantán. ¡Qué diferente a Pérez Jiménez, que lo único que decía era: Ruquiruqui, ruqui, ruqui, ruqui, ruqui, plam, plam».
Estaba pues en esa pendejada, cuando decidí regalarme unos vermicelli con albahaca y ralladura de tomate. Recordé que en la nevera había guardado un pedacito de parmesano duty-free, adquirido en Margarita y sin más abrí la portezuela del freezer. Silencio. La vida me ha enseñado a reconocer un freezer apagado y éste era un freezer inerte, ausente, con esa peculiar manera que tienen los freezers de irse y generar angustia, porque tú dices: de aquí a la seis… ¿qué será de estas sardinitas?
No había corriente.
Ni en la nevera, ni en la cocina, ni en el Picatodo Moulinex, ni en la lavadora, ni en el televisor del dormitorio. Inexplicablemente todos los bombillos de la casa donde vivo, encendían si uno le daba al tuturito. Es decir: había corriente, pero corriente selectiva, corriente goda. Aquí sí y allá no, acullá funciona, pero en denantico ni de vaina, más acaíta sí hay, pero detrasito no hay, un enchufe sí y otro no, aquí prende, pero enfrentico se apaga. La plancha sí, pero el sartén eléctrico, no. El tocadiscos sí, pero la lamparita no.
—Corriente a medias, maestro—, fue el diagnóstico de Orlando, el electricista que se la pasa en la esquina, junto a la bodeguita. Felizmente no hay nada en la brekera, así que quédese tranquilo, porque el problema no es suyo, sino de la compañía de la luz eléctrica. Eso debe ser que están trabajando en la avenida, y vaya usted a saber el reguero que habrán hecho.
Dijo eso con una autoridad que ni el ingeniero jefe de la Mitsubishi a la hora de explicar una caída de voltaje en la ensambladura de motocicletas.
—Pero el problema es mío, Orlando, porque yo me iba a hacer mi pastica. ¿Cómo no va a ser mío el problema, Orlando?
—Siempre hay pollo en la esquina de abajo—, fue su respuesta, propia de un hombre acostumbrado a vivir en la posguerra, porque aquí, después de la Batalla de Carabobo, todo ha sido, en realidad, posguerra.
En mi larga experiencia como suscriptor de la Compañía de luz eléctrica, he sufrido avatares diversos: interrupciones del flujo, sobrecargas del flujo, disminuciones del flujo, amaneramientos del flujo, inconstancias del flujo y hasta traiciones del flujo. Pero esto del flujo parcial, realmente nunca me había sucedido.
Fue así como se me ocurrió llamar al 662-22-22, que es el teléfono de la sección de Reclamos de la Compañía Anónima La Electricidad de Caracas, también conocida como SAICA-SACA, siglas que jamás he logrado entender, pero que figuran en la parte superior del recibito. Allí, la mayor parte de las veces, atiende Belkys Chacín, con quien suelo sostener conversaciones de esta índole:
—Buenos días, Belkys.
—Buenos días, señor Cabrujas. ¿Problemitas con el servicio?
—Desde hace media hora, Belkys.
—¿Y qué sería lo que pasó, señor Cabrujas?
—Que primero hubo tres apagoncitos, mi amor. Y después, como un chisporroteo en el bombillo de la lámpara.
—¿Qué tipo de chisporroteo?
—Tipo abejorro, Belkys… como si un abejorro se estuviera achicharrando dentro del bombillo. Una cosa como cruuuu.
—¡Ah! Eso es típico del ramal 6, señor Cabrujas, que anda echando broma desde antier. Pero la cuadrilla salió a las nueve, así que cójase el día libre porque el servicio le va a regresar como a las ocho y se le va a volver a ir sobre las once, para que se acueste temprano. Por cierto que hay un ofertón de velas en la Central Madeirense, no vaya a ser que se le hayan acabado.
Y dicho y hecho, porque la palabra de Belkys es oráculo.
Pero esta vez no estaba Belkys, sino una telefonista de esas que mascan caramelitos de leche y empegostan las eses para acentuar la jerarquía. De entrada me sentí desamparado, como Orfeo, cuando le pide permiso a Caronte para atravesar el riíto, porque la escuché decir: —Servicio de Atención al Público, buenos días— y no le creí ni Servicio, ni Atención, ni buenos días. Público, sí, y como se dice, de vaina.
Con la delicadeza del caso, me atreví a relatarle lo que estaba sucediendo, tratando de aparentar una cierta dignidad no exenta de decoro. No había corriente, es decir, sí había corriente, pero no del todo porque había puntos con corriente y puntos sin corriente, electrodomésticos que encendían, electrodomésticos que no encendían y electrodomésticos que encendían a medias como era el caso de la cocina, donde acabábamos de comprobar que la hornilla tres, la de atrasito a la derecha tenía cierto calorcito, lo suficiente como para ablandar los vermicellis en unas catorce o quince horas.
Caramelito de leche ignoró mi relato, como quien se sacude unas migajitas de mazapán, y detonó, porque no encuentro mejor palabra, la siguiente pregunta:
—Señor: ¿puede darme el número del poste?
Igual que si me hubiera preguntado por las Obras Completas de don Andrés Bello, porque el vacío que estalló en mí a partir de ese momento fue de esos abismales y dignos de ser recordados toda la vida, algo parecido, a mi novia de los 19 años, cuando yo le pregunté: mi vida, ¿te quieres casar conmigo?, y ella me dijo: «Siempre y cuando no esté de turno la farmacia».
Sobrecogido, me atreví a expresarle que no había entendido del todo la pregunta, que en todo caso yo no vivía en un poste como un gorrioncillo, sino en una casa corrientona y de lo más 47-B.
Pero Caramelito de leche insistió con las siguientes palabras:
«Señor: para procesar la información necesitamos saber el número del poste por donde entra la corriente a su casa».
Mentalmente traté de ubicarme en la acera, preguntándome si alguna vez había visto un poste con una acometida hacia la vivienda donde habito. Pero si de algo padezco en la vida, aparte de leer las declaraciones de Henry Ramos Allup, que ya es bastante padecimiento, es de cretinismo topográfico. De allí que tras un largo esfuerzo, donde apenas lograba representarme la calle y la casa del vecino en medio de un montón de manchas y colores y perros vagabundos y sacos de arena y un camión de pastas Capri, logré recordar un farolito que siempre ha estado en la esquina, pero que no alumbra desde noviembre de 1989.
Y así le dije a Caramelito de leche:
—Discúlpeme, señorita, pero yo no recuerdo ningún poste. Yo recuerdo un farolito en la esquina.
A lo cual contestó Caramelito de leche, que ríete de Goering:
—Entonces, salga a la calle, señor, y averigüe dónde le queda el poste y cuando sepa dónde le queda el poste, fíjese en el número del poste, anótelo en un papelito, vuelva a llamarme y trataremos de procesar su reclamo. ¡Deustsche uber alles! ¡Achtung! ¡Raus!
Clic.
Ni el mismísimo Alexander von Humboldt, camino de Caicara de Maturín, vivió vicisitudes, como la de este servidor, en pos del poste de SAICA-SACA. Primero fue entender la abismal diferencia que existe entre un farol y un poste, conferencia a cargo del abogado Galíndez, mi vecino de más arribita y que se puede resumir de la siguiente manera:
Farol=luz=alumbrado=tetraedro de vidrio en la parte superior=farol de toda la vida=farol, imbécil.
Poste=elevación metálica=conexiones provenientes del ramal=cables de alta tensión=peligro=calavera con dos huesitos=poste, estúpido.
A continuación, diálogo místico a cargo de Panchita Donoso, Testigo de Jehová y propietaria de la quinta Los Geranios del Señor, según se cruza a la izquierda:
—Señor Cabrujas, ¿y usted por qué quiere saber dónde le queda ese poste? Señor Cabrujas, ¿usted no habrá pensado en cometer una locura?
—¿Como qué, doña Panchita?
—Como colgarse de un poste, al igual que Judas después de la traición de Getsemaní.
—Ni de vaina, doña Panchita.
—Porque hay momentos, hermano, donde todo parece perdido y el hombre no vislumbra la esperanza. Pero es allí donde hay que leer Proverbios 3.33, en ese rolito donde dice creo que Zacarías o Ismael: no te abandonen la bondad y la fidelidad. Sujétalas a tu cuello, escríbelas en la tablilla de tu corazón y hallarás favor y buena acogida ante Dios y ante los hombres. Confía en Yahvéh con todo tu corazón y no te apoyes en tu entendimiento.
—Sí, doña Panchita.
—La fe salva. Isaías 64.
—Así es, doña Panchita.
—El suicidio es una cobardía, porque nuestro cuerpo es el Altar del Señor.
—Aleluya, hermana.
—Tobías 5-10.
—Chaíto, hermana.
Seguido de una intervención antropológica cultural, a cargo de Giuseppe Cagliaro, propietario de la pollera El Pollo Vivo.
—El problema es que usted escribe mucha telenovela Cabrúa, e la telenovela funde la maqquina… atroffia il cervelloporque e algoproprio de lo ignorante e de la gente bassa e marginale. Por eso, lui quiere saber quello del poste.
—Yo decía, el número, señor Cagliaro.
—Un uomo di qualitá, di capacita, no tiene que sapere il numero di uno poste. Verdi, que ha escrito «La Forza del Destino», «II Trovatore» e quella dil negrone que uccide la donna…
—Otelo, señor Cagliaro.
—L’Otello que e la piu grande e la piu profonda de tutte le sue opere, un vero capo lavoro, non andaba per le strade di Busetto o de Milano, domandandosi il numero de uno poste. Andaba, pero, imagginando, creando, ascoltandosi, sognando col si bemole o colfa sostenutto. Quelli erano, creatori, Cabrúa, gente di creazione e non mestieranti di crapulezzi brutte e rognosi. Torna a la tua casa, e non ti preocuppare per questi tonteríe. La vita e bella, come diceva il Manzoni.
Pero de repente, logré divisar el poste. Estaba allí, enhiesto, ciudadano, prácticamente cívico, oculto tras un paredón y en feliz conjunción con unas trinitarias azules.
Lleno de júbilo me acerqué y comencé a buscar el ansiado número.
Y estaba. Era un código, como una predicción de SAICA-SACA.
Verde el poste. Blancas las letras. Decía, porque en ese momento me sonó a grito, a proclama.
CLE.R-17.45…
Y a continuación un desgraciado había escrito: Lusinchi, Presidente, encima de los números finales. Era imposible descifrar el resto de los signos. Era arqueológico, como un cuarenta y cinco trunco.
La luz dejó de ser parcial a las once.
Pero me comí mis vermicellis.
Con ralladura de tomate y queso duty-free.
SCHSHSHSHSHSHSHSHSH
Antier, por no dejar, volví a empujar el botoncito de la Radio Nacional. Sigue malita.
Ya ni siquiera hace Schshshshs. Ahora suena como si estuvieran cortando tablones, pero de lejos. La pobre, hace Chiiiiiiiiiiiii. Y después, Prrrr, prrrr, prrrr, antes de volver a hacer Chiiiiiiiii.
Mientras tanto, el presidente Pérez le concedió una extensa entrevista al director de la Radio Nacional… de España.
Ojalá se haya acordado de que aquí había una.