Camilo Pino
Mi teléfono nunca suena temprano. Nadie me llama antes de las once de la mañana, ni siquiera los vendedores, pero ese día repicó como desesperado. Contesté de una vez. Una llamada a esas horas tenía que ser importante. Era una señora con un acento imposible. Pensé que se había equivocado, pero, cuando me explicó que era productora de televisión y que tenía una oferta que hacerme, presté atención. La oferta era demasiado buena: veinte mil euros y una semana en Berlín con todos los gastos pagados por salir en un programa de televisión con mi viejo. Así cualquiera se entusiasma, mucho más yo, que nunca había ido a Europa ni salido en la tele, que ni siquiera había tocado un euro en mi vida. Con esa plata me alcanzaba para pagar las tarjetas y quedarme en Alemania, o saltar a Barcelona e instalarme en la casa de Ranfis. Veinte mil euros representaban la oportunidad de salir de Miami antes de que la ciudad me expulsara. Acepté sin tener la menor idea del compromiso que estaba asumiendo. Por esa plata hubiera hecho lo que fuera. En serio, lo que fuera. En ese momento no se me pasó por la cabeza invertir el dinero. La idea de Crema Paraíso no se me había ocurrido todavía. Tampoco pensé que pudiera tratarse de una estafa. Había algo en los modales de la señora que me inspiraba confianza. La verdad es que yo tenía todas las de ganar con una oferta así. Por eso me angustié cuando la señora me preguntó por unas cartas que, según ella, yo le había escrito a principios de los años ochenta a una joven alemana de nombre Ulrika. La historia no cuadraba: en los ochenta yo era un adolescente típico; lo último que se me hubiera ocurrido era escribirle una carta a nadie. Es que ni al Niño Jesús le escribí; mucho menos a una alemana que no conocía. Pero la señora sonaba convencida y la información que tenía sobre mí estaba perfecta: mi nombre, Emiliano Dubuc; mi número de cédula, 8.259.111; hasta mi dirección vieja: Edificio Trevi, apartamento 43, avenida Miguel Ángel, Bello Monte, Caracas DF, 1050. Es curioso, pero basta con que piense en la dirección para que me sienta en el edificio: el eterno olor a guiso de res en la planta baja, el ascensor para dos personas, las escaleras inclinadas, el piso de granito limpio, brillante y frío, la reja blanca de nuestro apartamento de dos habitaciones conectadas por la cocina-sala-estudio y, sobre todas las cosas, el insoportable desorden de los libros.
La señora insistió en preguntarme por las cartas que yo supuestamente le había escrito a la tal Ulrika. Tengo buena memoria a pesar de mis excesos, pero no me acordaba de ninguna Ulrika. Sí me pareció que Ulrika sonaba como urraca Me tranquilicé un poco cuando entendí que, según los registros, fue mi viejo el que las había despachado. Una historia así tenía sentido: que mi papá me hubiera hecho un dictado para alguno de sus proyectos y se me hubiera olvidado después de tantos años. En esa época mi viejo estaba obsesionado con el correo, al punto de dedicarle el poema con el que se hizo famoso, unos versos con un título ridículo que hoy en día los niños en Venezuela tienen que aprenderse de memoria: «Instituto Postal Telegráfico». Pobres niños. Las dichosas cartas tenían las características de uno de sus caprichos: un ejercicio literario vanguardista, una obra de arte conceptual, alguna de sus idioteces intelectuales.
Creo que la señora se olió que había gato encerrado cuando le dije que no me acordaba bien de las cartas, porque me hizo preguntas complicadas. Pero yo no iba a perder esos reales por nada del mundo y me adelanté: le dije que no me había olvidado —esas cosas no se olvidan—, sino que mi vida había sido intensa y tenía una memoria pésima. Había pasado demasiado tiempo. Era normal que se me escaparan algunos detallitos; quizás podía enviarme las cartas para ayudarme a recordar. Por suerte, la señora cambió de tono y me habló con entusiasmo de la fuerza con que estaban escritas las cartas, de la inocencia que transpiraban y de las promesas que yo le había hecho a la tal Ulrika. Le dije que era muy romántico de joven. Con eso la aplaqué. Quedamos en que, además de aceptar la oferta, yo me encargaría de ponerla en contacto con mi viejo. La señora lo había llamado con insistencia, pero no había podido dar con él. Le pregunté si era estrictamente necesario que saliéramos los dos. La respuesta fue terminante: «Sin su padre no hay programa». Antes de colgar le dije que no se preocupan por mi viejo, estaba seguro de que le iba a fascinar el proyecto, y ella se comprometió a enviarme una oferta formal por correo electrónico. Entonces me senté en la computadora. Puedo pasarme días enteros jugando Candy Crush. Una vez me pasé todo un fin de semana.
Bueno, también dormí, comí comida china y fui al baño, pero aparte de eso no hice otra cosa sino jugar de un viernes en la noche a un lunes en la mañana. No iba a ser fácil convencer a mi viejo de viajar a Alemania para salir en un programa de televisión conmigo; mucho menos a la cuaima de María Eugenia, que no lo deja solo ni para ir a la panadería. Papá se convirtió en otra persona desde que se casó. No necesariamente por ella, sino porque el matrimonio coincidió con su consagración literaria y su insólita transformación en ciudadano ejemplar. María Eugenia y mi papá se conocieron después de que le dieran el Reina Sofía a mi viejo. Ella no conoció al borracho inútil que me crío, sino al prócer de la cultura, al mejor poeta de Venezuela, nuestro eterno candidato al Premio Nobel.
Una de las discusiones que más detesto es la de si mi viejo es mejor poeta que Rafael Cadenas. Odio tener que explicar que no he leído a ninguno de los dos y escuchar otra vez el dicho del herrero y el cuchillo de palo y la consabida reafirmación de que mi viejo es mejor que Cadenas. En la época de las cartas las cosas eran muy diferentes. Al principio de los años ochenta, papá sufría mucho porque era un fracasado. Cuando se emborrachaba, le entraba una rabia incontenible y se ofendía a sí mismo en el espejito del baño con un insulto idiota, pero que a él le ardía en el alma: «Tú lo que eres es un poeta menor», se decía, y se largaba a llorar. De verdad era patético. Se la pasaba echado en calzoncillos en el apartamento. Dormía en un colchón en el suelo y luego se acostaba a leer en una hamaca que tenía justo encima del colchón y encendía un cigarrillo del tamaño del planeta que todavía se está fumando. Mi abuela le tenía una campaña para que buscara trabajo, pero él lo que hacía era mecerse en la hamaca con un libro y, cuando entraba la noche, salir con sus amigos a emborracharse y hablar de poesía. El único sitio al que lo vi ir a buscar trabajo fue, precisamente, el Instituto Postal Telegráfico, el Ipostel. No consiguió nada porque su experiencia se limitaba a reposar, fumar cigarrillos y acumular libros viejos, y por su aspecto, que parecía una combinación de guerrillero y vagabundo.
Tengo que admitir que yo ayudaba poco; digamos que era un adolescente problemático de manual. Y mi mejor amigo era la persona con peor fama de Bello Monte: Ranfis, ladrón de reproductores, mariguanero, pirómano y violador; lo acusaban de todo, casi siempre con razón, salvo por lo de violador. Ranfis era malandro de vocación, pero se regía por un código que prohibía las violaciones. Crecí en la calle con él, escapándome del letargo de mi viejo y sus malditos libros. Odio los libros con toda mi alma. No tengo ni uno solo en mi casa, ni siquiera un manual de Candy Crush. La idea del papel acumulado a mí alrededor me da grima. Todavía tengo pesadillas con los libros de mi viejo: el polvo, las hojas apolilladas, las manchas de café», los hongos circulares en las esquinas, el olor a humedad… Son asquerosos. Bastante los padecí para tener que mamármelos ahora que vivo solo.
Yo estaba convencido de que María Eugenia iba a prohibirle a papá participar en el programa. A María Eugenia no le gusta nada que tenga que ver conmigo. Para ella yo soy un trasto del pasado, la oveja negra que a última hora se fue a Miami a buscar una fortuna que nunca iba a encontrar y que, más temprano que tarde, caería en uno de los abismos a los que se asomaba con frecuencia. A María Eugenia sólo le importan las morochas, pero eso no es culpa de ellas. Adoro a esas loquitas. Mis hermanitas gemelas son lo único que extraño de Caracas.
Esa mañana yo me sentía al borde de la caída que María Eugenia tantas veces había anunciado, esperando a que una señora alemana desconocida me mandara unas cartas que nunca escribí y de las que dependía mi vida. Veinte mil euros era más plata de la que yo podía ganar deslomándome un año entero. No sabía cómo, pero tenía que convencer a mi viejo de que saliera en el programa; extorsionarlo, si hacia falta.
El correo de la productora llegó ahí mismo. Tardé un rato en abrirlo porque estaba a punto de pasar al nivel Nougat Noir de Candy Crush y no quería equivocarme. Al final, una maldita cereza confitada me arruinó las posibilidades con una caída sorpresa en la tercera columna y tuve que parar. El mensaje de la alemana estaba escrito en un inglés impecable. Arrancaba con un saludo profesional, algo así como «Estimado Emiliano». Luego venía un resumen de nuestra llamada telefónica; una descripción de una de las cartas a la tal Ulrika, que me enviaba anexa, y un recordatorio de que la propuesta estaba condicionada a la participación de mi viejo. El programa se llamaba Die Kreuzung que significa «la encrucijada». La carta a Ulrika estaba escrita con una caligrafía infantil que no era la mía y decía cosas que yo nunca hubiera dicho. Eso si, la firma se parecía a la que yo usaba entonces. El autor era alguien que se quiso hacer pasar por mí y me conocía. Pensé en Ranfís, pero no mucho rato. Ranfís no hubiera podido escribir una carta sin errores ortográficos. Quizás mi letra era así y no me acordaba.
Según el mensaje, Die Kreuzung era un éxito de audiencia. Lo veían millones de personas en Alemania y en otros treinta y dos países (gracias a Dios, ni Venezuela ni los Estados Unidos aparecían en la lista). Había un enlace a un video con viñetas del programa. La mayoría de los invitados eran alemanes, aunque se veía de todo: turcos, negros…, gente de todas partes. Aparecían pasando el rato en una casa de lo más moderna y luego estresados en un estudio. Al foral salían exaltados: llantos, abrazos, risas, gritos y hasta trompadas se daban. Se parecía a un programa de la televisión española que veía en Caracas en los noventa en el que buscaban gente que llevaba desaparecida muchos años y la reunian con su familia, Quién sabe dónde, creo que se llamaba, pero mezclado con esos shows en los que los invitados se van a las manos. Con razón ofrecían tanta plata. Esos programas los ven hasta las piedras.
No podía esperar más, tenia que llamar a mi viejo. Lo mejor era contarle de una vez. Cuando me dijera que no (estaba seguro de que me iba a decir que no, porque mi viejo le consultaba todo a María Eugenia y ella siempre dice que no), le iba a lanzar un discurso sobre la deuda moral que tenía conmigo y, si hacía falta, le iba a armar una lloradera de las buenas.
Mi viejo nunca contesta el teléfono, así que marqué directo el celular de María Eugenia, que apenas me saludó antes de pasarle el aparato. Papá sonaba como siempre suena por teléfono, distante, indiferente y aburrido. Le lancé lo del programa y los veinte mil euros sin anestesia. Me preguntó si era un programa literario y por qué pagaban tanto. Le dije que más o menos, que en realidad iba a ser sobre unas cartas mías que encontraron y que, francamente, yo no recordaba haber escrito. Estaban dirigidas a una tal Ulrika. Lo importante era la fortuna que nos estaban ofreciendo. En un caso así había que aceptar independientemente de las consecuencias. Veinte mil euros era mucha plata. Cuarenta mil, si sumábamos los reales de los dos. Mi viejo se quedó callado por un rato. Sus silencios son famosos en el mundo de la cultura venezolana. Sus fanes dicen que retumban, pero a mí me consta que son un golpe de efecto que usa cuando no sabe qué decir en público, porque cuando está en confianza no se calla. Por eso me sorprendió su silencio. Porque era sincero. Mi viejo estaba conmocionado. Tanto que tuvo que pasar un rato para que pudiera hablar y por fin decir el nombre: «Ulrika», que pronunció como quien conjura a un espíritu.