Luis Barrera Linares
Si dejamos a un lado las estampas y artículos de costumbres publicados en Venezuela antes de 1845, podríamos decir que la aparición en ese año de «El llanero en la capital», tipificado por la crítica como un «artículo de costumbres», de Daniel Mendoza, constituye el primer hito venezolano importante desde el punto de vista literario, y para efectos del desarrollo del cuento, en el inicio de la corriente criollista, privilegio que en el caso de la novela nacional le ha correspondido a Peonía, 1890, de Manuel Vicente Romerogarcía[1].
Asimismo, el surgimiento del cuento venezolano como género estéticamente importante, con independencia ya del artículo de costumbres y de la crónica (perceptibles más como documentos de historia social que como formatos literarios), puede ser ubicado entre 1890 y 1910, lapso que, igualmente, se constituye en momento cumbre para la imposición de la estética modernista en el país[2]. De esa conjunción histórica que permite integrar para la literatura venezolana nociones como las de costumbrismo, nativismo, criollismo, regionalismo y realismo, y hacerlas coincidir en el modernismo, nace la perspectiva principal de este artículo. Sin ser originales, asumimos con otros críticos venezolanos la premisa según la cual, por lo menos en Venezuela, el modernismo no es un movimiento estético divorciado del criollismo, tendencias ambas que, también muy apegadas al realismo costumbrista, han tenido un importantísimo arraigo en el marco de toda nuestra narrativa del siglo XX. Mariano Picón Salas señala, por ejemplo, que:
Despunta hacia el 95 una gran generación que es a la vez cosmopolita y nativista; que estudia en los grandes maestros extranjeros —señaladamente en los de Francia— la técnica de la nueva literatura y que con renovada fuerza y estilo emprende con más definida especialización literaria, el descubrimiento estético de nuestro país.[3]
Y lo reafirma, por ejemplo, José Ramón Medina, para quien «criollismo y modernismo no se excluyen»[4]. Esto permite ubicar el problema de estudio (el cuento venezolano modernista-criollista) como una prolongación que nace en el costumbrismo, desde mediados del siglo XIX, y se proyecta hacia el fin de esa centuria y principios de la actual, sin implicar la extinción ni la ruptura señaladas por Díaz Seijas[5]. Se trata entonces de una línea de continuidad que se va modificando de acuerdo con las motivaciones del contexto. Discutiremos primero al problema del origen del cuento venezolano y revisaremos luego lo que aquí entenderemos como modernismo-criollismo. A partir del análisis de algunos cuentos específicos de cuatro de los autores venezolanos más representativos de ese período, proponemos que los criollistas lograron no sólo formular y practicar una estética bien definida, sino también determinar una manera de elaborar y desarrollar el cuento que todavía hoy subsiste bajo el rubro general de neo-criollismo, reformulada y revalorizada, obviamente, por los vaivenes del transcurrir de más de nueve décadas.
Sobre el origen del cuento venezolano
Pocos investigadores dudan que el cuento venezolano haya nacido entre la última década del siglo XIX y la primera del XX. Al menos en ello coincide la mayoría de quienes se han dedicado a estudiar el fenómeno. Eso significa que en el caso de la literatura venezolana el cuento comienza a instaurarse como forma narrativa estética durante el lapso que Gustavo Luis Carrera[6] ha denominado «período de fusión y debate», cuyo inicio ha sido delimitado por él mismo, entre 1890 y 1900. Se trata de un momento histórico en el que puede hablarse ya de una literatura venezolana concebida como «hecho artístico», esto es, una literatura que comienza a distanciarse de la realidad, pero recreándola, sin llegar a lo fantástico. Es justamente la época de surgimiento del modernismo-criollismo venezolano en sus distintas vertientes: artístico o esteticista (Manuel Díaz Rodríguez), cosmopolita (Pedro Emilio Coll) y regionalista (Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, Rufino Blanco Fombona). Es la época de establecimiento incipiente de la industria petrolera nacional, durante la cual se hace bien patente la discusión entre una literatura inspirada en lo nacional (lo criollo) y otra con la mirada en el universo (lo cosmopolita), polémica que no cesará durante todo el siglo. Aunque revestido en su mayor parte de la retórica estilística propia del momento, puede hablarse de un importante lapso para el cuento nacional, con predominio de lo que la preceptiva denomina cuento épico[7].
En el caso específico del cuento, puede hablarse de dos sub-períodos. Uno, destacable por dos importantes revistas locales que sirven de medios de difusión: Cosmópolis (1894-95) y El Cojo Ilustrado (1892-1915). Se percibe en la literatura narrativa una notable influencia del naturalismo francés. Otro, cuyo inicio pudiera ser propuesto después de 1910, influido por el naturalismo español (con una muy especial mirada en Benito Pérez Galdós) y el realismo psicológico ruso (con Tolstoi, Dostoievsky, Gorki, como referencias importantes) y caracterizado por el inicio de una variante que indaga en la psicología de los personajes (Rómulo Gallegos, por ejemplo) y la utilización de la ideología como recurso para la denuncia social (José Rafael Pocaterra).
Al aludir a esos momentos iniciales del cuento nacional, Domingo Miliani ha dicho, por ejemplo, que «Julio Calcaño puede considerarse como el primer narrador que independiza el cuento venezolano de otras expresiones narrativas breves»[8]. Calcaño edita su primer libro de cuentos en 1913[9], aunque algunos de los cuentos incluidos en ese volumen habían sido publicados ya entre 1893 y 1894 en el Diario de Caracas[10].
Uslar Pietri ubica los inicios dentro del movimiento modernista, con Manuel Díaz Rodríguez a la delantera, más otros nombres como los de Alejandro Fernández García, Pedro Emilio Coll, Rufino Blanco Fombona y Luis Manuel Urbaneja: «El verdadero período inicial del cuento venezolano lo representa el grupo de escritores que, entre los años de 1895 y 1910, publica en las páginas de las revistas El Cojo Ilustrado y Cosmópolis[11].
Otros autores interesados en el problema como Guillermo Meneses y Rafael Di Prisco[12] reducen el inicio a un solo escritor: Manuel Díaz Rodríguez, mientras Mariano Picón Salas[13] sugiere como iniciadores a los cultores del costumbrismo y Osvaldo Larrazábal es categórico al atribuirle ese origen a Fermín Toro y Rafael María Baralt. Del primero cita el cuento «La viuda de Corinto» (publicado en 1837) y del segundo alude a tres cuentos publicados en 1839: «La tempestad», «El árbol del buen pastor» y «La declaración»[14].
En realidad, el origen del cuento venezolano no puede ser atribuido a un solo autor o grupo particular. Más bien debería verse como parte del proceso de la prosa narrativa de ficción. Para ello, un buen punto de partida puede encontrarse, por ejemplo, en el auge periodístico del costumbrismo, en cuanto que período de gestación (desde lo que Picón Salas refiere como su primera época, 1830-1848[15]), y el modernismo como lapso de consolidación, sin que ese origen tenga que ver con un solo autor. Los contextos históricos y estéticos de esos dos momentos habrían dado pie para la gestación de géneros narrativos breves, entre los cuales estaría el cuento, como variante directa del relato costumbrista. De allí que consideremos al criollismo venezolano como una tendencia estrechamente vinculada con lo que se conoce en la historia de la literatura hispanoamericana bajo el apelativo de modernismo. De manera que es preciso ubicar con Uslar Pietri y Juan Liscano el origen del cuento y la novela venezolanos dentro del proceso histórico del costumbrismo, que históricamente se consolida con el advenimiento del criollismo modernista y marcará para todo el siglo el particular tono realista que ha caracterizado al cuento venezolano y ha permitido la evolución de diversas variantes de lo que se entiende por regionalismo[16].
Por otra parte, la dicotomía realidad/ficción puede servimos de fundamento para evaluar el proceso histórico del cuento venezolano, cuya trayectoria se ha debatido oscilantemente entre los extremos que aquí hemos diferenciado como cuentos épicos y cuentos líricos[17], principalmente en dos aspectos. Primero, desde el modernismo hasta nuestros días, ha sido permanente la confrontación entre lo metafórico, simbólico y retórico y el lenguaje narrativo directo y transparente, con predominio de una u otra tendencia en ciertos momentos, o con fusión de ambos en otros. Segundo, igualmente, ha sido objeto de confrontación lo relativo al vínculo entre realidad y literatura, aspecto que toca muy de cerca el surgimiento y trascendencia del criollismo, que en Venezuela ha sido de larga trayectoria. En realidad, el proceso se ha movido en las tres direcciones posibles: representación mimética, evasión y re-creación, pero como diría Juan Liscano[18], hasta hace poco la narrativa venezolana en general ha sido de tendencia marcadamente realista y localista (mimética). Los intentos para entrar en lo fantástico han sido escasos, como puede verificarse en cualquier mirada panorámica o histórica de nuestra literatura.
Para la consideración del modernismo venezolano como movimiento general al que hay que supeditar el desarrollo del criollismo, su caracterización global ha estado limitada a una tendencia del mismo, quizás la más difundida en la poesía latinoamericana, pero no así en el cuento. Esa mirada parcial ha sido reducida prácticamente a tres frases: exotismo estilístico, refinamiento verbal y adjetivación descriptiva.
Un ejemplo típico de tal caracterización lo encontramos para Venezuela en el «Cuento Azul», de José David Curiel, señalado como el primer documento narrativo que representa a la tendencia modernista, publicado en 1892 en un diario de provincia, y referido por Osvaldo Larrazábal[19]. Los dos primeros párrafos del mismo serán suficientes para darnos cuenta de su diseño modernista descriptivo:
La bella hada, después de pasearse en su carro de conchas de nácar que rondaban mariposas y colibríes, por mágicos jardines de su encantado palacio, fue a sentarse a la sombra de una alta palmera, cuyas hojas de esmeralda retrataban su follaje en el transparente cristal de un arroyo que a sus pies corría.
La hermosa hechicera, envuelta en su rico manto azul color de cielo, bordado con estrellas de oro, se extasiaba oyendo el canto arrullador de las vistosas aves y aspirando el aroma que despedían de sus vivos incensarios, las flores multicolores de aquella mansión feliz.
Sin embargo, una evaluación más expansiva y menos inmanentista del mismo, nos reserva una sorpresa para el final, cuando en la última sección, delimitada gráficamente por tres asteriscos, irrumpe fuera de la historia la voz del narrador y dice:
¡Que el cuento es fantástico! ¿que parece tomado de una leyenda oriental? Te engañas, niña.
La imájen(sic) de Vénus (sic) griega que tiene el rostro de una vírgen(sic) hebrea, no es sólo ficción de un cuento de hechiceras; el mundo real las tiene semejantes y como aquella arrobadoras.
Antonia se llama una, y son para ella estas pobres líneas que aquí van como ofrenda de cariño y admiración.
Es natural que ya haya aquí conciencia de la supuesta «factura literaria» que tiene un estilo como el que introduce la historia del cuento. El propio narrador lo aclara, pero la segunda parte, que también pertenece a la estructura del cuento, habla de otra variante diferente, de otro lenguaje, en ese caso más directo, más apelativo, si se quiere más «local».
La primera creencia, la relativa al estilo, es a lo mejor la misma que ha servido de base para que se insista en un sólo tipo de modernismo venezolano durante los inicios del presente siglo. En todo caso, es una visión que reduce el modernismo a un problema de utilización de cierto lenguaje, nada más, y dentro de la cual no cabe duda de la representatividad que, como veremos, tiene un cuentista como Manuel Díaz Rodríguez, quien sería el escritor nacional más prolífico de esa tendencia.
No obstante, si el fenómeno del modernismo se redujera solamente a una utilización particular del lenguaje, su valor estético global disminuiría. Ningún movimiento literario adquiere relevancia solamente por sus incursiones lingüísticas, que pueden ser muy originales e inéditas pero no suficientes. Porque en la comunicación humana no existe problema estético de forma que no remita al fondo, a los contenidos del texto, a la actitud de los proponentes y a las potenciales reacciones de la audiencia enfocada.
En esa dirección habría que buscar las razones para la coexistencia de cuatro cuentistas del modernismo tan diferentes como Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927), Rufino Blanco Fombona (1872-1947), Pedro Emilio Coll (1972- 1947) y Luis Manuel Urbaneja Achelpohí (1873-1937). Puede decirse que los cuatro se integran dentro de un canon modernista que para nada es ajeno a las propuestas del criollismo. Sus recursos estilísticos particulares, que sin duda son bien diferenciados, sobre todo en el caso de Diaz Rodríguez, se funden y se infunden en una propuesta temática que tiene su eje en lo nacional, como veremos en los cuentos que para efectos de una ejemplificación hemos escogido para este artículo.
¿Qué tienen en común los cuatro para considerarlos como integrantes de un movimiento histórico denominado modernismo-criollismo? En primer lugar, ellos y todos los demás cuentistas del modernismo coinciden en una nueva actitud hacia el hecho narrativo: dispuestos a transgredir las «marcas» literarias de la tradición romántica, sobre todo de la tradición romántica española, como afirman Sambrano Urdaneta y Miliani[20], encuentran en el cuento una vía posible para fijar su «compromiso» con el contexto histórico-estético en el que escriben. Buena parte de ellos son escritores «políticos» en el buen sentido del término, aunque unos más que otros y no siempre en la misma línea. De modo que la orientación de los modernistas es una postura ideológica que, sin salirse de la esencia del naturalismo-criollista, intenta literaturizar las características de la sociedad venezolana de ese momento.
Una somera revisión de los cuentos de los autores mencionados, escogidos como referencias, no sólo habla de una temática realista común (algunos más naturalistas o criollistas que otros, quizás), sino también de cuatro maneras diferentes de postular la pertinencia estructural y formal del relato. Los cuentos que a nuestro criterio podrían representar las líneas estéticas del modemismo-criollismo venezolano, en cuanto que casi manifiestos estéticos, son: «El diente roto» (1898>, de Pedro Emilio Colí, «El catire» (1913), de Rufino Blanco Fombona, «Ovejón» (1922), de Luis Manuel Urbaneja Achelpohí y «Las ovejas y las rosas del Padre Serafín» (1922), de Manuel Díaz Rodríguez.
Pedro Emilio Coll y «El diente roto»
«Existe también hoy una noble impaciencia por apresurar el advenimiento de lo que unos llaman «criollismo» y otros «americanismo», es decir, de la cristalización estética del alma americana y su objetivación por medio del arte. Laudable ideal que es el de casi todos nosotros los hijos del Nuevo Mundo y al que marchamos deliberada o indeliberadamente de años acá.» (Pedro Emilio Colí, 1896) Cuentista fundamental del grupo que se dio aconocer en la revista El Cojo Ilustrado, Pedro Emilio Colí publicó por esos años dos libros importantes: El Castillo de Elsinor[21] y La escondida senda[22]. «El diente roto» apareció incluido en el primero y había sido publicado con anterioridad en El Cojo Ilustrado, en 1898. Otro cuento suyo intitulado «Las divinas personas» (1927), con el que iniciaremos este comentario, formó parte del segundo libro.
Este último es un cuento útil para precisar en el autor tres posibles vertientes del modernismo venezolano. Aparece dividido en tres partes, cada una subtitulada de tal manera que pudiera constituir un cuento independiente. La primera parte, «Cuento del padre», remite a la relación entre el ángel Azael y el Eterno, dentro de un contexto en el que se funden las escenas en el cielo con otras más terrenales: Azael sirve de encomendero al Eterno para verificar la situación de felicidad de JOB y la posibilidad de probar su paciencia a través de una serie de situaciones difíciles de las que se encargará Luzbel. Como se ve, una incursión posible en lo fantástico, a través de un referente religioso.
La segunda parte del macro-cuento («Cuento del hijo») se desarrolla completamente en la tierra y se refiere a la curación de un mal del que sufre un personaje popular (netamente «criollo») llamado Higinia, a quien a raíz de unas extrañas dolencias, su amiga Severiana le aconseja elevar una promesa al arcángel Miguel, cuya imagen tallada en madera reposa en una iglesia, integrado a una escena donde San Miguel hiere a Satanás, quien cae al piso adolorido. Aquí el narrador introduce algunos pasajes de humor muy bien logrados cuya principal motivación es que Higinia cae en pecado porque se equivoca de santo y hace su promesa al diablo, en la creencia de que debe ser San Miguel porque es quien «sufre», castigado por el otro en la escena descrita:
… cuando empecé a rezarme parecía que me levantaban por las greñas y que San Miguel sentía un dolor-tan grande como el mío. ¡Y cómo no, con aquella espada que le encajaban en el estómago! Se le comprendía en los ojos que me estaba compadeciendo como yo lo compadecía a él, mientras el diablo se gozaba con la maldad que le estaba haciendo y le ponía el pie sobre la cabeza…» [23]
Una vez que ha escuchado el relato, su amiga Severiana le hace ver el equívoco que ha cometido, en cuanto que ha sido curada por el mismo diablo. Higinia entra así en un terrible conflicto, pero más adelante una aparición del hijo de Dios en un sueño suyo sirve para dar cierre al cuento, en tanto la supuesta pecadora es perdonada definitivamente y curada.
Con eso se da paso a la tercera parte, «Cuento del espíritu santo», referido a dos amantes (Angélica y Ben Alahmar), él adorador de Alá y ella del Dios Católico. En diferentes situaciones, ambos deciden cambiarse de religión a la hora de la muerte para encontrar al otro en el respectivo paraíso, pero igualmente toman diferentes caminos, hasta que son juntados definitivamente por el espíritu santo.
Si queremos formular hipótesis acerca de los valores de este cuento, podemos decir que la primera parte representa la tendencia del cosmopolitismo, la segunda es obvia evidencia del criollismo, en tanto que la tercera parece mucho más cercana al esteticismo. Pero las tres partes confluyen obviamente en los ideales estéticos del modernismo. No en balde es la tercera parte la más cercana a los cuentos de Manuel Díaz Rodríguez.
Sin embargo, será la vertiente netamente criollista la que definitivamente dé relevancia a la cuentística de Pedro Emilio Coll, con el más universal y mejor logrado de sus cuentos: «El diente roto», muy a pesar de que Meneses no lo considere «el mejor cuento del autor» sino más bien un texto «demasiado sintético y despojado en exceso de literatura narrativa»[24]. Es obvio, primero que la materia narrativa es mucho más que evidente en ese cuento, aunque se perciba poca acción (que es lo que suponemos desea afirmar Meneses) y, segundo, que la síntesis no es un defecto del cuento sino una virtud y un rasgo de los que mayores obstáculos ofrecen a un buen cuentista para su logro.
Justamente se trata del cuento más local y más universal de Coll no sólo por la temática (un niño venezolano común y corriente a quien el azar de un golpe de guijarro convierte en pensador mítico, mientras rasga el diente roto con su lengua), sino también por el valor asignado a la brevedad y al lenguaje. No habría mejor ejemplo para la verificación de lo que significa el logro de un elevado nivel de intensidad, mediante un mínimo uso de palabras. Además, en este texto resalta también la habilidad paródica del narrador que ya destacamos en el cuento anterior y el desarrollo de una línea de humor que más adelante será utilizada por otro cuentista venezolano muy importante, Don Julio Garmendia.
«El diente roto» es sin duda un cuento que viaja a contracorriente del romanticismo, por lo que se inserta perfectamente en las propuestas renovadoras y transgresoras del modemismo-criollista. No obstante, es lo más extremo que podamos apreciar a la adjetivación redundante y a ese estilo tan particular con que se ha caracterizado a todo el movimiento modernista. Allí lo importante no es sólo la conducta autóctona ni las peculiaridades del lenguaje coloquial. Puede decirse que su recurrencia a la metáfora en el nivel micro es mínimo, si no inexistente. Pero todo su contenido es una gran metáfora acerca del modo como puede darse paso al surgimiento de un mito popular nacido de la ingenuidad y de la técnica del rumor. Es eso lo que hace de Juan Peña (el personaje central del cuento) un estereotipo literario y lo convierte en uno de los personajes recurrentes en la literatura venezolana posterior.
El cuento responde entonces a una vertiente del modernismo que, partiendo de un simple incidente local y un comportamiento colectivo típico de las todavía nacientes sociedades latinoamericanas postcoloniales alude a un fenómeno de carácter universal: al considerársele un eterno pensador, Juan Peña es convertido en sabio, ministro, diputado, académico, etc.). Lo que en «Tres divinas personas» fueron después atisbos o tanteos (lo paródico, el humor, el lenguaje directo, literal, la linealidad y nitidez de la historia) se había concretado ya en «El diente roto», que a su vez no deja de contener un planteamiento ideológico relevante, razón por la que también es notorio su tono expositivo.
La gran magnitud de su obra y su personalidad de viajero incansable y de hombre de armas temer, han sido los rasgos más relevantes para la crítica, sin detenerse demasiado en su valoración como cuentista.
Rufino Blanco Fombona y «El catire»
«El criollismo es la pintura.., de las costumbres populares con los tipos y el lenguaje del bajo pueblo, lenguaje constelado de provincialismo… salvo extravagancias, disculpables con todo el ardor de la lucha, los criollistas, enemigos de todo lo exótico, tienen razón. Ellos fomentan nuestra literatura del porvenir.» (Rufino Blanco Fombona[25])
De Rufino Blanco Fombona poco se ha dicho en los estudios panorámicos del cuento venezolano, muy a pesar de que es otro de los narradores sobresalientes de El Cojo Ilustrado, cuyo inicio en la narrativa se debe precisamente al cuento[26], y uno de nuestros primeros narradores traducidos a otras lenguas y conocidos en el exterior, no sólo como escritor prolífico en diversos géneros, sino también como editor y como promotor de la literatura hispanoamericana. La gran magnitud de su obra y su personalidad de viajero incansable y de hombre de armas temer, han sido los rasgos más relevantes para la crítica, sin detenerse demasiado en su valoración como cuentista.
A partir de una estética que también propone la transgresión de las marcas literarias atribuidas al estilo adjetivizante del modernismo poético, Blanco Fombona representa una tendencia narrativa cuya proyección posterior será mucho más influyente para el desarrollo de la novela y el cuento venezolanos que la de otros escritores como Díaz Rodríguez, que quizás fueron mucho más importantes dentro de los límites de su momento histórico, al menos en lo referente a su estilo. No es casualidad que un narrador como José Rafael Pocaterra reconozca en Blanco Fombona, igual que en Urbaneja Achelpohí, uno de sus precedentes literarios más importantes. La dedicatoria con que abre Blanco Fombona su libro de cuentos es una muestra evidente de su vinculación con el movimiento criollista venezolano:
«Dedico estos cuentos, hechos con nuestras cosas venezolanas de todos los días, a los escritores criollistas de mi patria, en la persona de L. M. Urbaneja Achelpohl, apóstol del criollismo con la doctrina y el ejemplo…
Dedico estos cuentos a los criollistas de mi patria porque son ellos los primeros que en América han realizado con una serie de obras importantes y con propósito explícito, voluntario, uniforme y sostenido desde hace veintitrés años, la emancipación definitiva del pensamiento americano… » [27]
La misma factura del cuento aquí escogido, «El catire», puede servir de punto de partida para establecer una posibilidad de vinculación con la novelística posterior de Rómulo Gallegos, en cuanto al valor atribuido al paisaje, y con la cuentística de Arturo UslarPietri, en relación con el efecto que el medio ejerce en la conformación psicológica de los personajes. Varios de sus cuentos se caracterizan por la violencia feroz que ejercen algunos de los personajes. Por ejemplo, en «El eterno femenino» un hijo asesina a su padre por vender la muía de la que está enamorado y con la que al decir del narrador «mantenía relaciones sexuales»; Casimiro Requena, personaje central de «El canalla San Antonio» se ofrece sin mayores preámbulos para golpear y matar a alguien que desde un periodiquillo local molestaba al sacerdote del pueblo, quien apenas ha ordenado que se le dé «una buena paliza» al fablistán. En un acto de proyección de conducta, Casimiro termina descabezando de un machetazo a un San Antonio de la iglesia del pueblo por no haberle concedido el milagro de devolverle a su burra extraviada. Como veremos luego, este juego recurrente con la violencia, algunas veces determinada por el medio físico, alcanza su clímax en «El catire».
En el marco de un regionalismo-criollismo bastante «galleguiano», este cuento ofrece al analista una superestructura narrativa en tres planos, correspondientes a cada una de las partes en que está dividido el cuento: Una primera parte correspondiente al escenario o marco en que se desarrollará la historia: la selva, los pobladores, los medios de vida, con una predominancia de la materia descriptiva. En la segunda parte, también descriptiva, el narrador traslada su objetivo hacia la presentación del personaje central, que a su vez es el motivo fundamental del cuento, para pasar luego a un tercer plano en el cual se desarrollarán las acciones que conducirán a un verdadero conflicto narrativo: el ensañamiento del personaje central, apodado «el catire» con un asno.
La organización del cuento busca un equilibrio entre la estructura global del relato, el lenguaje utilizado, carente de la retórica estilística de otras tendencias, y las acciones que permiten apreciarlo indudablemente como un texto narrativo. La acción primordial de la historia constituye una auténtica exaltación de cómo la hostilidad del medio puede influir en la motivación del odio. Se relata el lado oscuro, pero muy real, de un joven de diecisiete años, de «una actividad inextinguible», al decir del narrador. Su rutina de servicio es interrumpida por la ocurrencia de un accidente con un asno, cuyas ancas estimulaba con cosquillas, en la medida en que bajaba una cuesta. El narrador se detiene de modo magistral en la exaltación de la crueldad que en este caso puede ser explicada por el desarraigo del personaje, su conducta descentrada en un medio natural que no era el suyo. El modo como el catire ha llegado a la hacienda a servir como peón («entregado por los mismos padres… que no podían soportarlo: tan maleante era y tan perturbador»), ya nos coloca, desde la segunda parte del cuento, en el camino de lo que puede ocurrir después. La misma conducta compulsiva de la rutina de trabajo abre para el lector la posibilidad de imaginar la reacción posible ante el accidente con el asno. De inteligencia extrema pero también de instintos casi animales, el catire no pierde detalle a la hora de planificar la venganza del medio agreste que lo explota y lo castiga.
Un cuento como éste tiene que ser muy tomado en cuenta al momento de hablar de las tendencias del cuento venezolano de inicios de siglo y su repercusión en el desarrollo posterior de la cuentistica nacional. Su factura lingúistica y la tensión que logra a través de la acción principal, motivada por una introducción inicial en el paisaje, lo revelan como un texto verdaderamente antológico. Modélico, principalmente en una tendencia que durante el período de florecimiento de la vanguardia tendrá en Anuro lisiar Pietri su más digno representante.
Luis Manuel Urbaneja y «Ovejón»
«Hoy como ayer venimos a abogar por el arte esencialmente americano… No contemos, pues, con apoyo en nuestra tarea, ni aun con el de los que se ocupan de literatura: que a sus ojos, por la índole misma de nuestra tendencia, hemos de aparecer retrógrados, en estos hermosos días de pleno fanatismo por el ideal cosmopolita.., sólo pedimos usar aquellos términos producto de nuestra vida, sancionados por la costumbre. Inaceptable demanda, según ellos, pues creen al idioma capaz de hacer literatura cuando sólo es un medio… Observación y sinceridad, he aquí nuestro único método…» (Luis Manuel Urbaneja Achelpohl, 1895[28])
Hemos querido introducir este tercer autor y su cuento con unas líneas que permiten ubicarlo de una vez como el gran teórico del modernismo criollista en Venezuela, probablemente el único de los narradores de ese momento que hace literatura a partir de la explicitación de una propuesta estética. Hecho que pocos años después se repetirá en la defensa que de su modo de hacer literatura hará José Rafael Pocaterra[29].
Narrador y ensayista relevante, tanto de El Cojo Ilustrado como de Cosmópolis, Gustavo Luis Carrera (1976)[30] ha visto en el Urbaneja Achelpohl cuentista el antecedente más importante de Rómulo Gallegos, muy a pesar de que la difusión de sus cuentos se hizo principalmente a través de publicaciones periódicas. De comienzos de siglo, apenas si puede reseñarse la edición del libro Los abuelos[31] La verdadera compilación de su obra narrativa breve es de 1945[32]. Es además autor de una de las novelas venezolanas más importantes de este siglo, En este país[33], el texto narrativo nacional que de manera más fidedigna representa la estética del criollismo venezolano. En ella se integran magistralmente la temática local, el léxico vernáculo del país, los personajes criollos y el contexto político-social del momento histórico en que se desarrolla (la Venezuela postcolonial y pre-petrolera), en una estructura narrativa que no deja dudas sobre su factura abiertamente regionalista.
Posiblemente sea Urbaneja el cuentista del modernismo-criollismo venezolano por excelencia, y si no, por lo menos el más claro en sus propósitos, razón para que José Fabbiani Ruiz lo considere el gran iniciador del cuento venezolano[34], hecho que vendría a ratificar un vinculo con los primeros costumbristas, como lo hemos planteado antes.
Su bien definida estética defensora de lo nacional, se debatió sin embargo, en una dicotomía estilística que puede ser ubicada entre el criollismo y el denominado realismo crítico, bastante apegado al naturalismo, pero con un punto de partida fundamentalmente local: «El mirar los patrios asuntos alejados del arte, siendo productos nuestros, es un defecto de mera interpretación debido a una ligera falta de sensibilidad al medio»[35].
Su cuento «Ovejón», publicado por primera vez en 1914, y el más conocido del autor, es el ejemplo más claro de la fusión de esos elementos. Parte el narrador de una sencilla y ejemplar escena en la que un mendigo enfermo de una pierna es auxiliado y curado por un extraño, que finalmente resultará ser el mítico bandido del pueblo conocido como «Ovejón». Ante la creación de un conflicto de intereses surgido en la mente del mendigo al enterarse de que por aquel bandido ofrecen una recompensa que le alcanzaría para sanar todos sus males, el harapiento agradecido decide salvar el pellejo de la única persona que alguna vez se habíac ompadecido de él. El texto no deja de ser moralizante pero no puede esperarse menos de un autor cercano al realismo crítico. Y mucho más que en eso, habría que detenerse tanto en el estilo global del texto, escasamente retórico (sin exageraciones metafóricas), como en el modo de conducir la anécdota.
Texto de ambiente absolutamente campesino, absolutamente «criollo», de acuerdo al modo como su autor entendía su adhesión y defensa del criollismo[36], es cierto que hay en «Ovejón» algunas adjetivaciones típicas del preciosismo modernista: «feraz comarca» / «crepúsculo de seda» ¡ «luengos atardeceres» ¡«dulcedumbre pastoril» 1 «…el nenúfar de los ríos criollos comenzaba a entreabrir sus anchos cálices sobre las aguas tibias»
Y aunque las mismas no van más allá de la parte del cuento que corresponde a la descripción del marco en que se desarrollan las acciones, es decir del primer párrafo de la segunda parte, sirven para ratificar que tanto estética como históricamente modernismo y criollismo venezolano se funden sin contraponerse. De allí en adelante, una vez iniciada la reaparición del personaje principal, el mendigo, el narrador pondrá el énfasis definitivo en la historia que ha originado el relato, hecho en el que se evidencia para el lector la maestría narrativa en el uso de los diálogos, que hasta ahora no habíamos apreciado en ninguno de los cuentos anteriores (estrategia discursiva que alcanzará su máximo esplendor en el cuento del mismo autor «Upa, Pantaleón, upa», publicado en 1915), y en la descripción casi cinematográfica en que se resuelve el conflicto del relato:
«El mendigo se escurrió como una sombra. A lo largo de la calle se alejaba renqueando. El farolero encendía los mecheros. La gente armada, soltaba la potranca y corría tras ella. El mendigo había dejado atrás la última casa del poblado y se perdía en la carretera. Se detuvo en un recodo…
Se agazapó contra el talud. Pronto sintió el correr menudo de la potranca… A lo lejos se oía el voceo de los hombres, quienes venían reclutando voluntarios. El trote se hizo más cercano. La potranca estaba allí, en el recodo. El mendigo alzó su palo con ambas manos y lo descargó con fuerza sobre la cabeza del animal. La potranca se detuvo, aturdida. Otro golpe la hizo precipitar al barranco».
Hay aquí una relación de parecido con la escena de «El catire», cuando el protagonista asesta un golpe al asno, aunque guiado por razones muy diferentes. Además, a diferencia de aquel cuento, en éste se aprecia una relación psicológica como más cercana entre el impacto del paisaje sobre la conducta. El comportamiento del catire guarda consonancia con la violencia del medio en que se desenvuelve el personaje, el del mendigo, por el contrario, va a contracorriente en relación con la influencia del medio. En este último, parece haber ejercido mucha mayor fuerza la conducta individual de Ovejón para con su pierna, más aún que las insinuaciones de aquellos que hablan de la obtención de la recompensa.
Muy a pesar de los deslices inevitables en que el cuento incurre en la influencia del preciosismo y que en este caso es mínima, muy importante resulta éste como producto final en el que acciones e incidencia psicológica de los personajes logran cautivar a un lector Una virtud nada desdeñable tratándose de un texto de literario cuyo efecto comunicativo no ha sido en lo más mínimo perturbado por el paso del tiempo.
Manuel Díaz Rodríguez y «Las ovejas y las rosas del padre Serafín»
«Los que profesan el criollismo cómico, los que pintan las aventuras risibles del llanero en la capital o las malandanzas del patiquín, o señorito de las ciudades, metido entre rústicos, o carecen del don de observación genuino o no han visto nunca verdaderos campesinos venezolanos. (…)
Díaz Rodríguez, después de una larga familiaridad con el paisaje criollo, lo comprende e interpreta con sensualidad intensa y profunda de pintor enamorado.» (Jesús Semprum[37])
Si hablamos del modernismo esteticista, aquel que se regocija en el estilo y en la adjetivación, nadie puede dudar de la representatividad de los cuentos de Manuel Díaz Rodríguez. Se trata de un autor con quien la crítica literaria venezolana contemporánea ha sido poco generosa al evaluar sus aportes a la narrativa nacional, no obstante ser tal vez el novelista más sobresaliente del modernismo, como lo dijera José Fabbiani Ruiz[38]. En él confluyen las virtudes, los altibajos y hasta las limitaciones de ese movimiento literario. Eso lo convierte en un paradigma, aunque no en el único cuentista modelo del movimiento.
Su oficio literario constituye, además, el extremo más opuesto a Luis Manuel Urbaneja Achelpohl. No es verdaderamente firme en sus concepciones estéticas. Su variabilidad conceptual acerca de la factura de lo literario oscila desde la posición de la «torre de marfil» (ídolos rotos, 1901, Sangre Patricia, 1902, Cuentos de color, 1899) hasta los coqueteos con el criollismo, perceptible, por ejemplo en los cuentos «Música bárbara», «Égloga de verano y «Las ovejas y las rosas del padre Serafín», todos de 1921, anexos a la novela Peregrina o el pozo encantado, precisamente subtitulada «novela de los rústicos del valle de Caracas»)[39].
En cuanto al estilo, Díaz Rodríguez lo considera como el elemento formal más importante de la obra literaria, el que abre la posibilidad de la trascendencia: «[el estilo] la única sangre que da vida imperecedera, el único secreto aroma que hace triunfar del espacio y del tiempo a la obra de arte»[40].
Y esa ha sido precisamente una de sus deficiencias principales porque de la edulcoración lingüística, de la excesiva adjetivación descriptiva, pasa sin detenerse a las formas más conversacionales del lenguaje, a los dialectalismos criollistas y a las variantes fonéticas propias de la oralidad. Lo suficiente como para que Orlando Araujo llegue a tipificar su obra como portadora de una «palabra estéril»[41], Dos ejemplos servirán para ratificar ese contraste de estilos tan particular:
«Cuentan las crónicas del cielo —y estas crónicas las he leído en el cielo azul de unos ojos— que el Señor de los mundos y Padre de los seres ocupa altísimo trono, hecho de un solo enorme zafiro taraceado de estrellas, y deja caer, a semejanza de vía láctea fulgurante y en dirección de la tierra, mezquina y oscura, su luenga barba luminosa color de nieve, a cuyo laberinto de luz llegan, a empaparse en amor y convertirse en esencia eterna y pura, todas las quejas, todos los sollozos y el llanto inacabable de la humanidad proscrita.» («Cuento azul», párrafo 1)[42].
«… de cuando en cuando, cada año por la Cuaresma, se tropezaba con el negrito Bruno o con Antonio que le regalaba una locha[43] o algún medio.
—¿Qué Antonio?
—¡Guá, misia Madalena! ¿Ya no se acuerda de Antonio, aquel isleño grandote, juerto, bisojo, llamado el Chajnelo, que siempre era de mi cuadrilla?
—¿Ah sí, ya me acuerdo.
—Pues Bruno y él son los que me socorren con algo… Ya en Maiquetía no hay sino pobres, todos semos pobres» («Música bárbara», 1921).
Digamos que Díaz Rodríguez escribe mucho más para el fulgurante momento modernista que para la posteridad. Sin embargo, no obstante que se deja seducir por el criollismo, al que continúa tratando desde la óptica muy particular de su estilo en el que prevalecen las imágenes de colores, la descripción del ambiente, el ritmo musical, la metaforización rebuscada, sus cuentos, por lo menos aquellos alusivos al país, a lo nacional, resultan bastante artificiales. Eso explicaría la limitación de su narrativa. El excesivo apego a lo estilístico confunde sus propósitos literarios, tanto que después de los primeros cuentos y novelas (los de aspiración cosmopolita, exotista) incursionará bastante fallidamente en las otras posibilidades, aquellas asumidas por sus contemporáneos. Esa segunda posición, resulta entonces en un autor que repite fórmulas pero no logra originalidad, sobre todo porque no llega a tomar en cuenta que el cambio de temática implica también un giro en el estilo.
Y decimos esto, un poco para justificar las razones que nos llevan a argumentar sobre el hecho de que no es éste precisamente el «cuentista fundador», al que tanto halagan algunos críticos y narradores. Su cuentística es oscilante. Fabbiani Ruiz llega a calificarlo con razón de «maestro frío y marmóreo»[44]. Su proyecto narrativo no tiene asidero estético seguro, vacila mucho en intentos: algunas veces para acoplarse al modernismo, otras veces para buscar sintonía con algunos contemporáneos. Su apego al cosmopolitismo confunde los propósitos que orientaban su estética inicial, pues no termina de convencer al lector de estos tiempos, no logra vencer las exigencias de los contextos que vayan más allá de su línea modernista esteticista.
De allí entonces que el cuento aquí referido lo represente como el típico autor a dos aguas, entre el criollismo y el esteticismo. En cuanto a la anécdota principal, parece obvia la relación de continuidad con el cuento de Urbaneja, casi una misma excusa (la necesidad de aprehender a alguien) sirve de telón de fondo a ambos cuentos, con la diferencia de que «Las ovejas y las rosas…» se hace excesivamente extenso en sus explicaciones, hecho que puede hacer desviar el interés del lector Y eso sin olvidar los intentos descriptivistas, tan recurrentes en éste como en otros cuentos suyos:
«De repente, sobre el coro, se alzó rasgando la sutil seda de aire estival una voz airada y plañidera… hacia el fin de una de las calles que van a la plaza del pueblo, una vieja mulata canosa, con desgreñada cabeza de Medusa, vociferaba.» («Las ovejas y las rosas…»).
«… en dirección de un punto de la sabana yerma y ardida que hay al pie del Ávila, donde un solitario bambú derrama sobre los muertos la fresca sombra musical de sus cañas annoniosas.» («Las ovejas y las rosas…»).
Sin duda son fragmentos que contrastan con los momentos de tensión logrados en ciertos pasajes, por ejemplo, los que el autor logra cuando se refiere a la necesidad de los pobladores de capturar al fugitivo del cuento, quien es perseguido injustamente por un asesinato que no cometió, y los intentos del padre Serafín por evitar el linchamiento. Pero la distancia mayor con el lector se exacerba en un final extraño, inesperado por ilógico, por rebuscado, que sin justificación convierte al padre Serafín en una especie de santo de las espinas, luego que se frustra su propósito de salvar al fugitivo de las manos de la poblada que desea hacer justicia. Es obvio que el verdadero final del cuento se logra en el momento en que una de las mujeres (la «impura vieja desdentada» que «hurgó con su machete la masa rojiza, mascullando») dirige un machetazo hacia el cadáver del ajusticiado y le mutila el sexo. De allí en adelante, no parece tener cabida la necesidad de convertir al padre Serafín en ese personaje que ante su fracaso como pastor de almas, decide internarse, perderse, para ser encontrado tres días después en estado de locura («lo hallaron en devota actitud al pie de un alto peñón que el Sebucán labra y pule con su perenne beso cristalino»).
Con sobrada razón sostuvo Jesús Semprum que los cuentos de Diaz Rodríguez «carecen por lo común de intriga amena, a lo cual se debe por lo menos en parte su escasa popularidad»[45]. Pero más que «intriga amena» lo que parece faltar en ellos es el logro de un verdadero efecto de interés para el lector. La lentitud de la acción, las descripciones y la poca consistencia de su propuesta estética lo hacen sin duda el representante más genuino del modernismo esteticista, pero también el menos convincente cuentista de ese período. He ahí la razón para que creamos que mucha más responsabilidad con la consolidación del- cuento venezolano del período modernista-criollista tienen Luis Manuel Urbaneja, Pedro Emilio Coll y Rufino Blanco Fombona, pero por encima de todos el primero, por ser el más consecuente con el género y el más sólido en su programa estético narrativo.
Conclusiones
Hemos intentado una muy sucinta revisión de algunos aspectos del cuento modernista criollista venezolano. El análisis realizado nos permite ratificar que no debe hablarse de un corte radical, de una ruptura, entre lo que se denominó el costumbrismo y la narrativa venezolana del lapso modernista. Cuentos específicos de cuatro autores venezolanos, han servido de muestra para ratificar la prolongación y reformulación de un proceso en el que fue (y continúa siendo) difícil obviar las constantes relaciones que la narrativa venezolana ha integrado en las nociones de costumbrismo, regionalismo, nativismo, criollismo y, ahora, neo-criollismo. Todas al mismo tiempo imbricadas en la predominancia que en nuestro medio ha tenido el cuento realista-naturalista, fenómeno perceptible en buena parte de la narrativa venezolana del siglo XX.
Más de rupturas, en el tiempo de los ordenadores podríamos hablar mejor de un «reseteo» que intenta acoplar los intereses nativistas o costumbristas a los nuevos formatos estéticos que van surgiendo: se trata de un reajuste del proceso: primero llamado costumbrismo, después criollismo, en otros casos «mundonovismo», el afán por insistir en lo criollo o lo nacional y convertirlo en marco referencial de la literatura persiste, no desaparece, sólo que va ajustándose al devenir e implicándose con los formatos del poema, la novela y el cuento. Como en todos los aspectos relacionados con la vida y la cultura humanas, estos procesos sencillamente implican nuevos modos de interpretar y dar forma a la realidad; lo existente no desaparece sino que adquiere nuevas estructuras.
En concreto, el modernismo venezolano habría estado profundamente imbricado con el criollismo y éste a su vez con el regionalismo y costumbrismo: todos integrados en torno a la necesidad de identificación del espacio nacional, una vez lograda la independencia; de allí se generó, además, la relación tan estrecha que ha existido entre nuestra narrativa y nuestra realidad y de allí la poca afición a lo fantástico que ha tenido la literatura venezolana hasta el presente. Una vez emancipados, requeríamos de la fundación de un país, pero también de una literatura que nos diera identidad propia. Y eso muy aparte de que, por lo menos en Venezuela, la tendencia criollista ha sufrido altibajos, mas no ha desaparecido, por mucha insistencia que se haya hecho durante ciertos períodos en lo cosmopolita. Hasta el punto de que en la actualidad se habla corrientemente de un neo-criollismo para agrupar a un buen número de los narradores venezolanos de fin de siglo.
Notas
[1] M. y. Romerogarcia. Peonía. Costumbres venezolanas. Caracas. Imprenta El Pueblo. 1890. Ya en la dedicatoria, que el autor hace «Al Sr. Dr. Jorge Isaacs» dice lo siguiente: acaso encontraréis en ellas (en mis páginas) ese sabor de la tierruca que debe caracterizar las obras americanas.»
[2] Vid. O. Sambrano Urdaneta y O. Miliani. Literatura Hispanoamericana. Caracas. Monte Ávila. 1994, t. 1, págs. 305-330.
[3] M. Picón Salas. Antología de costumbristas venezolanos del siglo XIX. Caracas. Biblioteca venezolana de cultura, 1940 (cito por la reedición de Monte Avila, 6’. Edición, Caracas, 1980, pág. 8).
[4] J. R. Medina. Noventa años de literatura venezolana. Caracas. Monte Avila. 1993. pág. 139.
[5] «El costumbrismo… va a desaparecer casi por completo en el modernismo, quizá entre otras cosas, por el auge del criollismo en el cuento y la novela.» P. Diaz Seijas, «Hacia un concepto del costumbrismo en Venezuela» (pág. 430), en Antología de Costumbristas venezolanos del siglo XIX, op. cii., págs. 423-435.
[6] G. L. Carrera, «Proposiciones para una periodificación de la literatura venezolana» en Imagen virtual, Mérida (Venezuela), Ediciones Actual, págs. 25-33.
[7] Para una diferenciación entre narrativa épica y narrativa lírica, vid. E. Baldesbwiler, «El cuento lírico esquema para una historia» en C. Pacheco y L. Barrera Linares, Del cuento y sus alrededores, Y ed., Caracas, Monte Ávila, 1997, págs 165-171.
[8] D. Miliani, «La narrativa venezolana» en Tríptico venezolano, Caracas, Fundación de Promoción Cultural de Venezuela, 1985, pág. 28.
[9] J. Calcaño. Cuentos escogidos. Caracas. Litografía y tipografía del comercio. 1913.
[10] Vid. O. Larrazábal y otros. Bibliografía del cuento venezolano. Caracas. Universidad Central de Venezuela. 1975.
[11] A. Uslar Pietri, «Esquema de la evolución del cuento venezolano» en Antología del cuento moderno venezolano, Caracas, Ministerio de Educación, 1940, pág. 10.
[12] «… con Díaz Rodríguez se hace criatura perfecta de realidad literaria el cuento venezolano», O. Meneses, Antología del cuento venezolano, Caracas, Ministerio de Educación, 1955, pág. 17. «Hemos colocado la zona aduanera del pasado en el hito ilustre que marca el hito de Manuel Díaz Rodríguez. Con este escritor se incorpora a nuestra literatura el cuento, tal como lo entendemos hoy, tal como lo entendía el genial compilador de «Las mil y una noches». Díaz Rodríguez sabe qué es el cuento y maneja el instrumento con sabia magia. Otros de nuestros cuentistas – anteriores o posteriores a él – no fueron tan hábiles artistas ni conocieron tan bien características del territorio literario en el cual se aventuraban», ídem, pág. 12. Además, Meneses considera a Calcaño más un «precursor» que un fundador. «Desde un punto de vista histórico, tanto la novela como el cuento en Venezuela logran un estado de creación consciente con los albores del siglo XX ( R. Di Prisco, Narrativa venezolana contemporánea. Madrid, Alianza. 1971, pág. 8) «Reducido a términos de fuerza creadora y originalidad, la lista de la prosa de ficción modernista se reduce a un solo nombre Manuel Díaz Rodríguez» (ídem, pág. 9).
[13] M. Picón Salas. Formación y proceso de la literatura venezolana. Caracas. Edit. Cecilio Acosta. 1940.
[14] O. Larrazábal H., «Presencia modernista en los inicios de nuestra narrativa» en Anuario, Canicas, UCV, instituto de Investigaciones Literarias, 1989 (págs. 23-31).
[15] Mariano Picón Salas, Op. cit,
[16] Para un análisis de los inicios del costumbrismo, Vid. Alba Lía Barrios. Primer costumbrismo venezolano. Caracas. La Casa de Bello. 1994.
[17] Eileen Baldeswiler, Op. cit.
[18] Juan Liscano. Panorama de la literatura venezolana actual. 2° ed. Caracas. Alfadil. 1995.
[19] O. Larrazábal, «Presencia modernista en los inicios de nuestra narrativa» en Anuario, 3, Caracas, Instituto de Investigaciones Literarias, Universidad Central (págs. 23-31).
[20] Op. cit., pág. 309.
[21] Caracas. Tipografía Herrera Irigoyen. 1901.
[22] Madrid. Talleres Espasa-Calpe. 1927.
[23] Cito aquí por la versión inserta en A. UsIar Pietri y J. Padrón, Antología del cuento moderno venezolano, Caracas, Ministerio de Educación, 1940, pág. 49.
[24] Guillermo Meneses, Op. cit., pág. 14.
[25] R. Blanco Fombona. Letras y hombres de Hispanoamérica. París. Paul Ollendorf. 1908, págs. 61-62.
[26] Su primer libro, Cuentos de poeta, se publica en Maracaibo. Imprenta Americana. 1900. Aparecerá después en París como Contes Americains (1903) y luego como Cuentos americanos (Paris. G. Richards. 1913) y más adelante en Madrid (Dramas mínimos, 1920). Hay algunos añadidos en las sucesivas ediciones. Vid. Bibliografía del cuento venezolano, Caracas, Universidad Central, 1975, págs. 34-38. Blanco Fombona es también autor de seis novelas, en las que es notoria su adhesión al criollismo.
[27] «Dedicatoria» en R. Blanco Fombona, Cuentos Americanos, Paris, 1913.
[28] Este ensayo de Luis Manuel Urbaneja se publica originalmente en 1895, cito en este caso de la versión recogida por O. Rodríguez Ortiz, Venezuela en seis ensayos. Caracas. Monte Ávila. 1987, págs. 83-87.
[29] Vid. «Prólogo del autor» en José Rafael Pocaterra, Cuentos grotescos, Madrid, Edime, 1955.
[30] G. Luis Carrera, «Prólogo» en Luis Manuel Urbaneja A., Selección de cuentos, Caracas, Monte Ávila, 1976.
[31] Caracas. Imprenta El Cojo. 1909, 64 págs. (incluye tres cuentos: «Los abuelos», «La bruja» y «Nubes de verano»).
[32] L. M. Urbaneja Achelpohl. El criollismo en Venezuela, en cuentos y prédicas. Caracas. Editorial Venezuela. 2 vols.
[33] L. M. Urbaneja A. En este país. Buenos Aires. Imp. José Tragant. 1916 (ganadora del Primer Premio en el Concurso de Novelas Americanas, Buenos Aires, 1916). Reimpresa en Venezuela en 1920, Caracas. Edit. Victoria. Hay edición reciente de Monte Avila Editores, Caracas, 1987. lJrbaneja es además autor de otras dos novelas de carácter criollista: El tuerto Miguel (Caracas. Tipografía Moderna. 1927) y La caza de las cuatro pencas (Caracas. Tipografía Americana. 1937).
[34] Vid. Gustavo Luis Carrera, «Prólogo» en Luis Manuel Urbaneja, Selección de cuentos, Caracas, Monte Avila, 1976, pág. 14.
[35] L. M. Urbaneja A., «Sobre literatura nacional», en O. Rodríguez Ortiz. Op. cit., pág. 85.
[36] «… si cultivamos una literatura nacional acentuaremos nuestro carácter, teniendo siempre fijos ante la masa común, usos, costumbres, modos de pensar y sentir» (L. M. Urbaneja A., “Más sobre literatura nacional”, reproducido en O. Rodríguez Ortiz, 1987, Op. Cit., pág. 96).
[37] Jesús Semprum, «Del modernismo al criollismo» en Crítica literaria, Caracas, Ediciones Villegas, 1956, pág. 160.
[38] J Fabbiani Ruiz. Cuentos y cuentistas. Caracas. Ediciones Cruz del Sur. 1951.
[39] Manuel Díaz Rodríguez. Peregrina o el pozo encantado. Madrid. Biblioteca Nueva. 1922.
[40] Manuel Díaz Rodríguez. Sermones líricos. Caracas. Talleres de El Universal. 1918.
[41] Vid. Orlando Araujo. La palabra estéril. Maracaibo. Universidad del Zulia. 1966.
[42] Manuel Díaz Rodríguez. Cuentos de color. Caracas. Tipografía de Herrera Yrigoyen. 1899.
[43] «Locha» y «medio», monedas venezolanas de la época, aluden respectivamente a la octava y la cuarta parte de un bolívar, moneda nacional. «Medio» significa exactamente, «medio real», la mitad de un bolívar.
[44] José Fabbiani Ruiz. Op. oit., pág. 14.
[45] jesús Semprum. Op. cit., pág. 157.