Wilfredo Machado
Toda la eternidad no es más que una sola noche. Platón, Apología de Sócrates
Toda la noche en la vigilia, la mujer estuvo escuchando el ruido pausado y monótono de una gotera cayendo desde un aguamanil desfondado en algún lugar del patio bajo las estrellas. Entreabrió los párpados y sintió un vació indefinido en la escolladura de los huesos, como caer en un agujero sin fondo. La sensación duró sólo un segundo. A un lado, en silencio, el gato orinaba sobre la cama, ronroneaba y se escabullía entre los pies de la mujer que desaparecían en la oscuridad: sólo los ojos verdes por un momento quedaron retratados en la sombra, mientras la humedad penetraba las sábanas y se hacía desagradable, casi fría. La mujer respiró profundamente y lo maldijo en silencio, luego restregó sus manos contra las manchas rosadas de la piel y un vago olor a flores muertas flotó en el aire tibio de la habitación.
Bajo el filo de luz vio el perfil triste dibujado a medias sobre el hueco de la almohada, el tiesto de flores deshojándose en un polvo blanquecino sobre el linóleo, la lluvia afuera resbalando por la calle como un pelele de feria, tal vez la muerte presentida de ese mundo, de esa burbuja fofa que reventaba allá afuera, tan lejos de la habitación.
Ahora lo veía mejor: era un hombre y no un gato el que estaba tirado sobre la cama, entre las sábanas sucias, con la boca abierta y los dientes un tanto separados.
—Tiene manos de mujer —pensó, al sentir el contacto de los dedos largos y fríos entre sus piernas, como si una araña se hubiera puesto a caminar sobre su cuerpo; pero el hombre seguía dormido hablando entre sueños.
El gato arqueó el lomo frente al espejo y en la oscuridad despedía chispas azules. Había que adivinar su salto entre los muebles, la caída de un florero o un candelabro arrastrados a su paso, el ronroneo detrás de los biombos japoneses pintados con escenas de dragones y juncos, la cola como una serpiente de felpa, rozando la piel, el salto a la ventana para luego perderse bajo las luces de neón de los avisos luminosos en las azoteas.
—Es martes— dijo el hombre abriendo los ojos, y fue como una premonición. Trató en vano de recordar en dónde estaba… Deslizó sus manos sobre el cuerpo desnudo y sintió frío. En octubre la temperatura desciende más que en ningún otro mes del año. El viento se metía por una ventana abierta moviendo los materos del balcón; todo permanecía en silencio; sólo escuchaba el ruido de la sangre deslizándose suavemente por las venas como un río subterráneo. Recorrió de una mirada la habitación— el quiebre de luz sobre el costado de una pared llena de alacranes— y sintió que algo se había roto esa noche mientras dormía. Era la sensación de regresar de un largo viaje a través de ciudades que se perdían en la bruma, con lagos helados donde los ancianos patinaban y flores disecadas que colgaban de la percha junto a los guardapolvos, para luego sentir una forma indefinida de tristeza (¿acaso la tristeza tiene forma definida?) en el grifo goteando sobre el lavamanos, vertical, frío. Sintió que el cuerpo de la mujer se expandía en delgadas capas de calor. Intentó en vano reconstruir su rostro, pero no lograba sacarla de la oscuridad. era como si el tiempo se hubiera encargado de borrar sus rasgos, de regresarla a un estado de desecho: huesos, jirones de la piel, vísceras donde leer el futuro, órganos amontonados en cavas frías, lunas córneas arrancadas de los dedos, como en un antiguo rito; pero, ¿quién borraba a quién? Recordó como en un sueño a otras mujeres desgreñadas bajando por una escalera polvorienta. ¿Soñaba ahora? Había un bombillo rojizo flotando en el centro de un gran salón y unas mesas grises, despatarradas, llenas de sobras de comida. Las flores se ahogaban en el humo de los cigarrillos. Una pareja pasó acariciándose rumbo a las habitaciones superiores riendo a carcajadas. A veces alguien sacaba una pistola y apuntaba a las mujeres que se reían en la borrachera, enseñando unos senos rosados bajo la luz tenue y el humo, pero nunca pasaba de allí; sólo una vez: Ofelia se había desembarazado de un cliente pasado de tragos y vino a sentarse a nuestra mesa donde celebrábamos el natalicio del pecado original. El viejo la siguió a través de las mesas y se acomodó a su espalda. Había comenzado a sonar un bolero de Santos y las parejas se apretaban en los rincones siguiendo el compás de la música. No hubo tiempo de nada. El estampido del disparo nos dejó sordos por un segundo. Ofelia seguía riéndose; intentó levantarse y se derrumbó sobre la mesa arrastrando los vasos hasta el piso, donde quedó una mancha oscura de sangre; luego vinieron las declaraciones en la policía, la notificación a una tía lejana (tan lejana que nunca llegó). Las demás muchachas decidieron vestirla de novia para su entierro. Ese día me puse un traje de mi padre y caminé bajo un sol abrasador hasta el cementerio. Pensaba que la muerte era una estupidez que nos inmovilizaba para siempre, que cada gesto, cada sonrisa tarde o temprano se borrarían para dar paso a otros recuerdos que también sucumbirían al paso del tiempo. Deposité un ramo de flores que se habían marchitado durante el camino. Allí estaban todos con los rostros sudados y olorosos a jean marie farina. El viento levantaba un polvo reseco que nos aguaba los ojos. Alguien comenzó a recitar entre labios una antífona; una mujer se desmayó y hubo que llevarla a la sombra de un árbol. En el cielo no había una nube y el sol caía agrietando las tumbas que yacían rotas semienterradas en la arena:
AQUÍ YACE OFELIA DIETRICH
MUERTA EN LA PAZ DEL SEÑOR
RECUERDO DE SUS PADRES Y AMIGOS
29-10-56 24-06-84
Cerré los ojos. Ahora podía escuchar el ruido de las palas arrojando la tierra sobre las placas de cemento, el zumbido de una colmena sobre la maleza a pocos metros de distancia, una lave de agua abierta en algún lugar junto al quejido de un niño, lento paso del tiempo sobre los ángeles de yeso enceguecidos en la luz del mediodía, el sudor pegajoso de las manos metidas en los bolsillos del traje demasiado grande. Por un momento quedé suspendido en el sueño: Ofelia recogía flores en las cercanías de un río, luego su cuerpo flotaba en la corriente encerrado en una burbuja y se alejaba rompiéndose entre las piedras. Cuando abrí los ojos estaba solo. Todos se habían marchado; la mujer bajo el árbol también había desaparecido y en su lugar una columna de hormigas arrastraban a un escarabajo sobre la hierba. Desde un muro amarillo se proyectaba una sombra que oscurecía la maleza. Caminé durante un largo tiempo perdido entre las tumbas, sin objeto, mirando sin interés las inscripciones, los números, algunas veces un nombre despertaba recuerdos, pero todo era tan confuso. Pensé que la muerte era eso: una confusión, un estado de ánimo parecido a la tristeza, aunque las personas tristes siempre me parecieron más vivas, como si el dolor o la conciencia resaltaran lo humano, la soledad, la respuesta que nunca supe darme a mí mismo. Antes de salir vi al gato caminando entre las tumbas hasta que cerraron el portón. Dentro de poco sería de noche y todo estaría olvidado. Algunas estrellas comenzaban a brillar en el cielo, Aun lado un viejo dormía sentado en una acera bajo una nube de moscas; ya en la calle alguien me tocó el hombro y me invitó a celebrar. —Vamos —dijo— los vivos nos esperan, pero ahora ni siquiera podía estar seguro. (pero era sólo eso: un juego absurdo que siempre terminaba con un disparo al aire, o la imagen del hombre en el espejo como una farsa de suicidio).
EL GATO RODÓ por la cornisa con un murciélago en la boca. A ratos lo soltaba para atraparlo nuevamente dándole tímidos zarpazos. Olisqueaba entre sus alas; saltaba a un lado de la noche y lo golpeaba cuando éste comenzaba a levantar el vuelo. Se estiraba como un resorte, flotaba y adivinaba los movimientos en la oscuridad con antelación. Estaba en todas partes y en ninguna. Desaparecía con el arco de la luna en la curva de la espalda. Describía un círculo evitando los obstáculos y ya estaban aquí los ojos verdes, la piel lisa de nutria, las diminutas garras seccionando la piel, las alas membranosas, un chillido como de rata herida, un sabor dulce de sangre, los frágiles cartílagos rocas, la fría intuición de la muerte en los ojos. El gato cierra los ojos y sueña: la sombra bajo las estrellas, la electricidad en la piel, las uñas clavadas como pequeños anzuelos en la noche. Es sólo un juego donde se pierde la vida -maúlla.
El murciélago con plumas de gallina abre su boca llena de dientes. Muerde el aire, el polvo de la noche, las luces, el sonido del viento. Aletea y se escabulle. Gira intentando subir y siente de nuevo el zarpazo, suave, casi como una caricia, Ahora está tendido boca arriba esperando. Un ala está desprendida y se mueve como si tuviera vida propia. El cielo está lleno de ojos de gato, El juego ha terminado. El gato mordió la cabeza del murciélago hasta que los huesos cedieren en un crujido como de madera rota y una pequeña mancha de sangre comenzó a brotar desde la boca. Después se alejó presintiendo la lluvia en la humedad del aire. Detrás de él, los aletazos se hacían más débiles, casi imperceptibles, como lo de una mariposa.
Era absurdo escuchar una gotera en el patio, mientras afuera, la lluvia continuaba cayendo. Existía una pausa, un intervalo de tiempo minutos, segundos, horas, días enteros extraviados de los calendarios- en que todas las cosas parecían como muertas: el polvo de las flores, la cretona de las cortinas, el hombre desnudo baje: las sábanas. Todo dejaba de respirar y sentir, el movimiento se reducía a lo fundamental, los relojes enmohecían dentro de las esferas de cuarzo. Todo estaba a la espera de un momento que no reseñaban las estaciones meteorológicas, los higroscopios, la rueda de la fortuna, los horóscopos chinos, el loro de la buena suerte en el mercado (tomando un trozo de papel con el pico liso “¿Quid novi vetus?«) Los objetos regresaban a un silencio vegetal de materia en descomposición, de savia dormida. Cumplido el ciclo comenzaban a transformarse, a sufrir cambios en su estructura física; un pájaro cobraba vida de un cuadro y luego de girar en la habitación huía por una ventana, un florero se llenaba de peces que miraban la tarde a través del cristal aumentado, una salamandra disecada cambiaba a colores de tonos más cálidos. El silencio casi podía morderse, pero ella apretaba los dientes aguantando las ganas de gritar. Creyó que estaba volviéndose loca y eso la tranquilizó.
—Ya hemos vivido esta historia y la conozco como la palma de mi mano. El azar juega con nuestras vidas —murmuró entre dientes—. Realicemos nuestro papel y acabemos con esto —finalizó.
El hombre creyó que soñaba o hablaba dormida: la frase le era familias, pero no atinó a recordar dónde ni cuándo la había escuchado. Desde la ventana podía mirarse una parte de la calle y ver el enjambre de edificios grises diseminados en la ciudad como una colmena (los compartimientos destrozados por las palas mecánicas que trabajaban hasta altas horas de la noche; arrojados al suelo en un desorden de escombros de postguerra, y vueltos a levantar a los pocos días en diseños de dudosa modernidad). las luces lejanas de ultramar escamoteadas en la neblina, el paso veloz de los autos sobre el fango de las calles; luego la ventana se empañó y ya no se vio nada.
Comenzó a sentir la gotera ajena a todos los ruidos de la noche, la humedad pudriendo la madera del piso. Por un momento pensó que era su corazón. Fue cerrando los ojos hundiéndose en el sueño como en una arena movediza. Ahora la gotera era un metrónomo que marcaba regularmente el compás de las horas muertas, del tedio, de los deseos insatisfechos. A su lado, el gato tenía los ojos clavados en el artesonado, por donde caminaban en secreto las arañas, la cola danzaba suavemente como una cobra.
Hacia calor esa noche a pesar de la luvia y la humedad que envolvía la maleza y los árboles cercanos a la plaza. El agua caía sobre el pavimento formando una delgada costra de barro que era arrastrada calle abajo dentro de un remolino de hojas muertas. La luz de los anuncios brillaba reflejada en las ventanas opacas de los Cafés— donde los rostros pegaban la nariz al cristal contemplando peces que eran carros avanzando en la noche, paraguas transformados en medusas, camiones de basura en argonautas—. Adentro el calor era aún más intenso. El gato entró en la habitación por una ventana abierta con el cuerpo esponjado de agua. Se revolcó sobre un cajón de ropa sucia, y desde allí— a través del polvo y de la luz difusa—, miró los cuerpos inmóviles sobre la cama; una pierna dormida sobre otra pierna, un brazo sobre un brazo, como una figura repetida en un espejo; un vientre mordisqueado como una manzana, una mano oscilando como un péndulo, los ojos cerrados. El hombre elevaba burbujas de saliva que flotaban hasta reventarse con un ruido sordo, En ese momento el gato subió al tocador en un desorden de cremas y pomos faciales. Pasé junto al espejo donde vio reflejado el daguerrotipo amarillento de una geisha dormida sobre un recamier. Desde allí saltó a la cama lamiendo la espalda de la mujer que despertó al contacto de la lengua fría. Ésta estiró la mano y acarició la cabeza del gato que ronroneaba cerrando los ojos; después encendió la luz de un velador que se escamoteó entre la sombra que proyectaba la mano sobre la superficie de la pared. Encendió también un cigarrillo y le dio una larga pitada: la pequeña brasa iluminó el rostro, los labios, que sonreían despacio, casi sin querer. El humo dibujaba animales grises, tentáculos, extrañas flores, formas alargadas que desaparecían mezcladas al olor de la cera derretida. La mujer se levantó, y en silencio, contempló su desnudez frente al espejo. Afuera el viento despegaba los listones de la ventana y se colaba retorciendo la llama que parpadeaba casi muerta goteando sobre el linóleo.
Hubiera querido otra noche para morir, otra ciudad, otra muerte diferente a esta. Una calle bañada de niebla donde la hiedra venenosa escalara los muros y las flores no se murieran de frío. Donde vinieran los amigos a tomar el té de las cinco y a decir cosas sin importancia, mientras la ciudad se hunde bajo el peso de la noche.
Hubiera querido una ciudad atravesada por un río de vidrio, un cenotafio lleno de flores, una bola de cristal para mirarnos el futuro, si acaso teníamos alguna. Pero uno no escoge su muerte, ni la ciudad ni la hora. Puede que haya niebla y que su río baje quebrándose entre las piedras, y que contemplemos todo esto desde una orilla mientras la corriente arrastra animales muertos que se alejan veloces como da figura de un sueño. Tal vez—no lo sé con exactitud la ceniza sea nuestra forma definitiva.
ELLA se asoma a la ventana rozando con los labios el cristal húmedo y siente frio. Afuera ha dejado de llover; el aguamanil aún gotea sobre los ladrillos del patio rodeado de arecas. La luna dibuja la sombra de un caballo sobre la arena que huye por un callejón sombrío. Ella piensa en una armonía secreta junto a las formas de la noche. Las calles continúan desiertas como siempre a esta hora. Una mariposa atraviesa la calle y va a dar a un charco de agua: agita las alas llenando de ondas la superficie, luego se decolora y tiñe el charco de una tintura azul, hasta que el agua recobra su quietud y la mariposa desaparece en el fondo. A veces piensa que la vida de un hombre puede ser la vida de una mariposa, efímera, dar un golpe en el aire y sentir debajo el vacío, el vértigo de la caída cada vez más hondo como un pájaro que se hunde en el abismo del agua. A veces piensa en esto y se siente tan frágil y se queda dormida frente a la ventana con la nariz pegada a un extremo de la noche.
HAY UN HOMBRE Y UN GATO que trepan sobre mi cuerpo a horcajadas, que chillan como ratas siguiendo el compás de mi respiración, suben hasta mis ojos y entonces podemos ver la muerte retratada en cada uno de nosotros, Trepan sobre mis piernas flacas y las muerden hasta hacerlas sangrar; se retuercen como pequeñas serpientes prestas a saltar sobre cualquier intruso que intente desalojarlas. Los dos maúllan y sueñan con mi muerte; dibujan con sus uñas la imagen de la luna en mi espalda, y hay un dolor leve como el como el desgarramiento de la piel de una mano, o del himen de una adolescente. Alguna vez creí en la posibilidad de cambiar mi vida, pero uno termina comprendiendo que no es así, que nada cambia, que las cosas dan vueltas y se devuelven, giran y se rompen frente a nuestros ojos; creo que a esto lo llaman fe, ¿pero ahora qué sentido tiene? Ahora sólo escucho el ruido que hace el aguamanil sobre las baldosas del patio rompiéndose como una cáscara seca, el crujido de la madera mojada, el sonido de la noche, la respiración del gato que tiembla al contacto de mis dedos. Detrás de la ventana qué queda, sino un pedazo de calle hecha jirones por la lluvia, un olor a humedad que nos ahoga, una vaga forma de la nostalgia que se pudre y luego desaparece sin dejar rastro.
Recuerda todo frente al espejo: movimientos del hombre, ojos de gato, humedad de hojas, avisos luminosos, mariposa atravesando la calle, uñas, rostro como una máscara frente al espejo, risa del hombre, del gato, de la mariposa, lluvia resbalando por el cuerpo o sangre? Hubiera querido otra noche (siempre), otra ciudad, otra muerte. Golpe, y sentir debajo el vacío, caída del hombre-gato-mariposa. Caer antes. Mirar por última vez. No. Movimiento desacelerado del cuerpo. Postura ridícula la de un muerto. Aplausos. Cada vez más hondo como un pájaro en un sueño parecido a la muerte. Habitación gira, luces giran. Vieja manía de los muertos de girar sobre su eje roto. Gota de grifo, grifo de agua, gruta de grito. Última mirada a la mujer que permanece callada frente a la puerta con las tijeras colgando de una mano. Hilo de sangre (ORH positivo) que se desovilla y comienza a manchar el piso como si alguien derramara beaujolais o mermelada de fresa. Un golpe ¿Sueño ahora? Ruido de tijeras cortando músculos, tendones, huesos, flores muertas, nervios. Sentir debajo el vacío de lo inmóvil, materia en reposo, luna muerta entre árboles. Querido otra noche, otra ciudad, otra muerte, otra (ovación).
EL GATO ronronea y tensa el lomo como un arco.
—¿Recuerdas a Ofelia?— dice la mujer contemplando su rostro en la luna del espejo. El hombre respira con dificultad—. Es como regresar de un largo viaje donde nadie nos espera y escuchar un grifo vertical, frío, una forma indefinida de la nostalgia— piensa.
El gato se lame los bigotes y camina sobre el cuerpo que yace en el piso, sin vida.
—Ofelia soy yo mi querido Hamlet—dijo, y se desvaneció en silencio.
La luna se cuela entre los escombros de la habitación y alumbra la cama— hierros retorcidos y quemados— donde una araña teje una mortaja en silencio. En las grietas del piso brillan los alacranes avanzando torpemente sobre una capa de polvo y humedad. Ahora la luna remueve la sombra de los cuerpos en el espejo.
El gato ha cerrado los ojos y sueña que una mariposa atraviesa la calle golpeando suavemente el aire con sus alas, y que Ofelia acaricia su piel como en otro tiempo. De alguna manera sabe que que puede invocar su cuerpo en una nueva historia, despertarla de ese mutismo con que se detiene frente a la ventana a contemplar la lluvia sin verla realmente, escuchando caer las gotas en el mundo distorsionado del cristal. A veces extraña el calor de la piel bajo las sábanas, la soledad de los cuerpos que nunca se encuentran en el espacio reducido de una cama; a veces recupera fragmentos del sueño donde la mujer y el hombre beben café y hablan del curso de la vida, de las mañanas frías, de los viajes pospuestos. En el fondo se reconoce sólo en una habitación vacía donde un florero se deshoja en cenizas sobre el piso. Ahora juguetea con un murciélago en mitad de la noche y no sabe si sueña o está en la habitación sentado delante de la actriz japonesa que sonríe, mientras él, detenido, inmóvil, los ojos cerrados, como un gato de porcelana, y afuera las grandes hojas brillando su piel en torno al viento.