Argenis Gadea
Era media noche. El aire estaba viciado por el humo de cigarrillo y perfume, todo acorde con el ambiente de un burdel. Parecía que el domicilio estuviera encerrado en un círculo, donde cualquier fantasía podía cumplirse. Los hombres, coronados por el prestigio de la experiencia, bailaban y se intercambiaban las mujeres, antes de entrar a los cuartos. Pensé en quedarme una hora más; pero una voz secreta dentro de mí, igual a la que escuchan los apostadores, me decía que volviera a casa. Miradas conspirativas se veían en los rostros de los hombres ansiosos de sexo. El hombre el de canas sospechosas, que me había recibido en la puerta, me indicó que caminara unos doscientos metros, para llegar al sitio donde podía esperar un taxi; y antes de que yo le diera las gracias, agregó con una seriedad de plomo:
—Qué valiente eres al andar a esta hora por esta zona de ladrones, que no interrumpen el ejercicio de su profesión.
Mantuve la calma y salí caminando sin mirar hacia atrás, pensando que se trataba de un chiste de mal gusto. ¿Por qué será que es más fácil infundir miedo que explicar una idea? A lo lejos se escuchaban sirenas de carros de policía. Apuré el paso por aquella calle amorfa, donde escuchaba cómo mis pasos resonaban en las paredes; las luces del alumbrado público eran tan débiles que parecían estrellas.
Gracias a mi eterna buena suerte, vi un taxi que se acercaba hacia mí, a los pocos segundos de pararme en aquella avenida desolada. Sin dudar le saqué la mano; era un Fairlane 500 marrón, que lucía como si el chofer lo hubiera sacado de la agencia segundos antes de recogerme. Me subí al carro, dándole las buenas noches a mi salvador y, queriendo no llegar a mi casa, le dije al taxista la dirección de mi amigo Moisés Bravo. El taxista me dijo un «sí», con un acento que ipso facto me hizo saber que era español.
El hombre iba fumando, así que encendí un cigarrillo para acompañarlo. Al ver que mi encendedor no funcionaba, me prestó el suyo, diciéndome:
—¿De qué van los fabricantes de encendedores de este país, que no sirven para una mierda?
Le agradecí y le di una fuerte calada a mi cigarrillo, mientras mi cabeza era un caos, llena de preguntas: antes de irse a dormir, ¿en quién pensará Nicol?, ¿tendrá familia e hijos?, ¿cuál será su edad?, ¿para qué me pediría mi número telefónico? Salí de aquel trance cuando el conductor, le dio volumen a la radio donde hablaba un hombre con un acento peninsular, más fuerte que el del mismo taxista:
—¿Es usted español? —, le pregunté tirando la colilla de mi cigarrillo por la ventana.
—¡Claro, hombre! De Madrid, capital de la gloria, capital de ladrones y putas, como en todos lados y el que está hablando en la radio es madrileño también, amigo mío: Javier García—, me respondió el hombre de una forma simpática.
El locutor hablaba de los vientos huracanados que azotaban la Península, con rachas que superaron los 120 kilómetros por hora; la ciudad de Valencia (España), fue la más castigada, con cuatro muertos. Luego pasó a las noticias de Venezuela, donde la tensión aumentaba por las medidas económicas del presidente Carlos Andrés Pérez.
La noche era callada, sin tráfico; era una noche en la que parecía como si alguien conspirara contra todo el país. Ya al frente de la casa de Moisés Bravo, y después de pagarle, el taxista me estrechó la mano y me dijo con fuerza, con su característica entonación madrileña: “Ernesto González”, que tenga usted muy buenas noches caballero.
Luego de tocar la pesada puerta de madera, Moisés Bravo me abrió y al verme reaccionó con su habitual grito: —¡Gomecito! Lo conseguí como siempre, con un cigarrillo en la mano, una cerveza servida en un vaso pequeño de cristal y un disco de vinilo girando en el plato de su tocadiscos. Conocer a alguien puede ser una empresa muy complicada; es como caminar a oscuras por mucho tiempo, sin saber qué podemos conseguir. Pero con Moisés Bravo todo fue espontáneo y diferente: nos conocimos en la fila de un banco, yo de veinte años y él frisaba los cincuenta y cinco; es decir, tenía la misma edad que tengo yo ahora, cuando estoy escribiendo estas líneas.
Nos dimos conversación criticando lo lentas que eran las cajeras del banco. No recuerdo muy bien cómo caímos en la música. Y en el momento que me confesó que se ganaba la vida vendiendo discos de vinilo y motivado al hecho de que compartíamos la misma idea acerca de que los discos y la música influían en nuestra existencia, al día siguiente de haberlo conocido fui a su casa: era una construcción maciza, hecha por su padre a finales del siglo XIX. Todo siempre estaba muy limpio, aunque reflejaba los problemas financieros de Moisés Bravo. Las paredes de la sala estaban cubiertas de estantes de madera llenos de discos de vinilo y, además, tenía un depósito con cientos más.
La casa, el tiempo, las anécdotas y los recuerdos y lo que le quedaba por vivir, eran los únicos patrimonios importantes para Moisés. Aquel lugar se convirtió para mí en un lugar sagrado, en un templo donde el idioma era la música. Moisés Bravo había nacido en 1934, a finales de la dictadura de Juan Vicente Gómez; cada vez estaba un poco borracho me decía en un tono burlón: ¿Tú no serás familia de ese hombre, Diego?
Moisés Bravo rara vez hablaba de su vida, así que supe muy poco de su niñez y de su adolescencia; aunque aprovechaba los momentos de borrachera para lanzarle preguntas sobre su pasado, pero Moisés era una presa dura de cazar, porque su lealtad a no decir nada era casi medieval. La única información que le pude sacar fue que se había casado con una mujer llamada María Ugenia y que aquel matrimonio se terminó cuando la mujer lo puso a escoger entre los discos o ella. Moisés no dudó en escoger los discos y una moto con la que pocas veces se movía los domingos.
Siempre vestía con guayaberas de diferentes colores, bluyines, botas de montaña y un Rolex heredado de su padre. Aquella noche no pude confesarle a Moisés Bravo de dónde venía, así que le dije que había estado en una fiesta de cumpleaños muy aburrida. Bebimos cervezas escuchando un disco de salsa y terminé como casi siempre, es decir, un poco borracho en el sofá, escuchando Mahler.
Cuando amaneció aquella mañana del 27 de febrero del 1989, Moisés Bravo me despertó con el inconfundible aroma a café recién hecho; pero también sentíamos algo más en el aire: el otro olor inconfundible de caucho quemado. De inmediato nos enteramos de que en el centro de Caracas había protestas por las medidas económicas. El transporte público suspendió sus actividades, igual que los taxistas. Llamé a mi madre para informarle dónde estaba y que no tenía cómo llegar a casa y que me iba a quedar en donde Moisés Bravo, hasta que todo se calmara.
Salimos a un supermercado cercano a comprar algo para almorzar y recargar la nevera de cervezas, pero ya era muy tarde: una muchedumbre eufórica trataba de derribar a golpes las cortinas metálicas del local. Yo, en mi inocencia, le sugerí a Moisés aproximarnos, para tratar de calmar a la turba de personas, para que no destruyeran el negocio de aquel portugués que había llegado a Venezuela en busca de una mejor vida. Pero Moisés, un poco aturdido por lo que estaba viendo, me agarró de un brazo y corriendo nos devolvimos a su casa.
Cuando entramos, fuimos directo a la cocina, donde Moisés tenía un pequeño televisor y al encenderlo vimos en los noticieros los saqueos en otras zonas y cómo un tropel de personas arrasaba y destrozaba todo a su paso. Por un momento pensé que Moisés había sintonizado una película del fin del mundo. Enseguida, llamé a mi madre para verificar si estaba viendo lo que pasaba; pero estaba vez me contestó mi tío Francisco, que al escuchar mi voz se ofreció a buscarme. Me opuse diciéndole que estaba muy bien resguardado.
Moisés mudó su pequeño televisor a la sala, donde estuvimos una media hora, viendo las noticias, sentados en el sofá, fumando sin parar. Al escuchar unas ráfagas de tiros a lo lejos decidimos cerrar las puertas y ventanas de la casa. En el momento en que Moisés salió hacia el portal, un hombre que vivía a pocos metros, apodado “El conejo”, se paró con su camioneta vieja. Rápidamente abrió la maleta, sacó una bolsa negra y se la dio a Moisés sin decirle nada. Se montó de nuevo en su carro, arrancó de inmediato, haciendo que sus ruedas traseras chillaran: la bolsa estaba llena de comida perecedera y algunas botellas de ron.
No entendíamos nada de lo que pasaba; el pequeño televisor, al calentarse, distorsionaba la imagen; así que decidimos encender la radio. Se escuchaban las sirenas de las patrullas de un lado a otro. Empezamos a sentir el trote de personas, huyendo de la policía y hasta pudimos ver cómo el sobrino de una amiga de Moisés pasó caminando al trote, con una pierna de res entera en sus hombros. Las ráfagas se escuchaban más cerca. Entonces nos sentamos en el suelo con la pequeña radio cerca, escuchando los boletines de noticias. Decían que el ejército estaba en la calle para ayudar a la policía a acabar con el caos.
Un poco antes de la nueve de la noche, el ambiente se calmó. Nunca voy a olvidar cuando Moisés sirvió dos tragos de ron, me miró directamente a los ojos y con el tono de voz de un hombre que lleva días sin dormir me dijo:
—Se terminó de joder este país.
Aseguraba que lo que estaba pasando era un movimiento muy bien planeado, que esas protestas no podían ser espontáneas:
—Este país nunca va a poder vivir tranquilo. Nuestra historia es esta vaina: golpes de estado y asesinatos entre militares
Yo lo escuchaba atentamente, ya que no era muy ducho en política e ignoraba muchas cosas para aquel tiempo: ignoraba quién era Margaret Thatcher; ignoraba por qué se hizo el Muro de Berlín; ignoraba que un hombre llamado Stalin había matado a 42 millones de personas y que Mao Zedong, que escribía poesía en sus tiempos libres, mató a 21 millones de personas; también ignoraba que el Che Guevara fue llamado el «Carnicero de la Cabaña», apodo que no se lo pusieron por casualidad; ignoraba que nuestra historia había sido de dictadores, traiciones entre políticos, cárceles llenas de torturados y personas asesinadas por el caudillo de turno.
Eran las once y media de la noche cuando se fue la luz. Moisés buscó dos velas pequeñas y, luego de tanta tensión, más el licor, nos quedamos dormidos tirados en el suelo. A la mañana siguiente nos despertamos con la voz engolada del locutor que salía de la radio, que a su vez decía que la luz había vuelto. Escuchamos los primeros boletines tomando una taza de café y con un cigarrillo.
El panorama parecía de tranquilidad; pero la verdad era que las morgues estaban llenas de cadáveres y mucha gente desesperada buscaba a sus familiares desaparecidos. Todo aquello me parecía absurdo: el ambiente en toda la ciudad era de incertidumbre. Era la primera vez que veía largas colas para comprar comida y los cadáveres incinerados de los autobuses constituían la evidencia del disparate colectivo.
Ahora bien, después de 33 años de lo sucedido, debo reconocer que Moisés Bravo tenía razón. Años antes, para ser más exacto en el 1984, en la Republica Dominicana, durante el gobierno de Salvador Jorge Blanco, se desataron protestas: una “rebelión popular”. En los meses de mayo y de junio del 1989 tres meses después del supuesto “estallido social” que acabo de evocar, en Argentina se repetía el mismo escenario. Para aquel tiempo pensaba que Moisés Bravo exagerada con sus tesis; pero el tiempo demostró que en aquel tiempo que algunos idiotas exclamaban: “llegó la hora del pueblo”, no era más que un simple plan.
Hay siempre en la vida buenas y válidas excusas para todas las debilidades; pero en honor a la verdad, debo decir que siempre, cuando escribo, caigo en el imperio de la melancolía, removiendo todo un mundo de cosas que no puedo olvidar. Aquí estoy en mi decente habitación pobre, en mi país: porque cuando no estás en donde naciste, tu cuarto es tu país, está lleno de tu país. Aquí estoy sentando, escribiendo estas líneas, mientras todo el mundo duerme, salvo algunos perros que de vez en cuando lanzan un ladrido a la luna, como tratando de decirme que hasta la luna ilumina a los ladrones de flores. Estoy aquí sentado, sintiendo la brisa helada de las tres de la mañana, que roza mi rostro, como el puñal de un sicario mafioso; sitiado por el recuerdo, realizando esta operación lesiva. Pero es algo que no puedo controlar: soy como el perro que no puede hacer nada con la parte de hueso que le toca. Y neciamente no quiero ser otro. Pero, eso se trata la vida, estar vivo es; estar hecho de recuerdos. Así que continuaré escribiendo, evocando el pasado, evocando mis días muertos.
***
Semanas después de aquella locura colectiva, de aquel desorden, de aquella tribu salvaje que destrozó y robó bienes a integrantes de su misma tribu, el país vivía una calma misteriosa, una calma que siempre estaba bajo sospecha en cada anochecer, con miedo a que se repitiera nuevamente la locura. Nunca voy a poder olvidar aquella mañana del 12 de marzo, cuando salí directo al quiosco de prensa, saludé al dueño, Manuel, y a su ayudante Yanira. Algunas viejas terroristas del chisme, que siempre estaban al acecho de cuanto ocurriese, espiando con morbosidad todo movimiento de Manuel, comentaban que Yanira era más que una empleada. Manuel era un hombre pequeño de estatura, con aires y gracias de un caballero moderno; siempre usaba mocasines marrones y unos lentes bifocales; su nariz era respingada y su tono de voz era suave y delicado. Le daba los buenos días a todo humano que veía, incluyendo a las viejas envenenadas que hablaban de él. Con una disciplina de cuartel comenzaba a trabajar a las cuatro de la mañana y terminaba la jornada después del mediodía.
Aquel día compré casi todos los periódicos que ofrecía Manuel. Ya en mi casa, con una taza de café, me senté con mi madre a leer los periódicos, a entregarme a aquel vicio encantador que me había enseñado. En esos tiempos se encontraban periodistas con un alto vuelo intelectual; casi todos estaban casados con la ética y la verdad, con plumas tan potentes que podían tumbar presidentes. Pero, esto cambió con la llegada de Hugo Chávez a la silla presidencial, en el año 1999, con un morral lleno de resentimientos y con muchas carencias intelectuales, y además con una carta de presentación de un golpe de Estado, en el que murieron centenares de venezolanos. Hugo Chávez se encargó de desaparecer los periódicos y la prensa escrita, canales de televisión y estaciones de radio, ya que quería tomar los medios de comunicación a toda costa, con su política de que cada rico era o bien un ladrón o el heredero de un ladrón. Repetía continuamente, en sus largos discursos por televisión, que la prensa mentía todo el tiempo sobre su revolución, acusando a los diarios de estar en una conjura para derrocar a su gobierno, que había sido elegido democráticamente.
Luego de leer los titulares y algunos artículos, donde comentaban que el gobierno de Carlos Andrés Pérez no había sabido explicarle al pueblo las medidas económicas, ya casi en la última página me encuentro con la noticia de que una joven reportera, de nombre de Angélica Romero, había muerto en medio de la revuelta, por un impacto de bala en la cabeza. Más abajo estaban el lugar y la fecha del sepelio y, por último, las siglas «D.E.P». Me quedé paralizado por un instante y leí la nota muchas veces, sin creer que era el nombre de Angélica Romero, tratando de asegurarme de que no fuera una alucinación, o que se trataba de otra Angélica; pero en efecto, era ella.
Cuesta creer que un objeto tan pequeño, de sólo ocho gramos, pueda acabar con una vida en un instante. Pasé varias horas tirado en mi cama mirando al techo, pensando en Angélica, queriendo llorar, pero no podía. Estar solo conmigo mismo me permite experimentar mis pensamientos y mis sentimientos; así que si leo o veo una película y siento ganas de llorar, lloro. Sin embargo, ese día no afluía el llanto, como queriendo guardar mis lágrimas para otra ocasión. ¿No era ese el momento de llorar? Misteriosamente luego de diez años, caminando por una de las calles del centro de Londres, vi a una mujer parecida a Angélica: me detuve frente a ella; la mujer me miró y me sonrió; me quedé unos instantes observándola fijamente. Ella me miró nuevamente y sonrió otra vez; luego cruzó la calle y desapareció entre una muchedumbre de turistas. Un escalofrió me recorrió desde los pies hasta la cabeza. Enseguida regresé a mi departamento y me puse a llorar, recordando aquel 12 de marzo.
Asistí al entierro de Angélica, aunque me prometí no ver aquel espectáculo patético que la vida nos ofrece sin elección. Llegué al cementerio un poco antes de la hora pautada, para poder observar desde lejos la comitiva de colegas y familiares; sin dudas estaría Rubén Guti, que acompañaría Angélica a su última morada. Una terrible ola de calor atormentaba a toda la cuidad, convirtiéndola en un gran horno. Las calles sofocantes y la humedad lo empeoraban todo. Había muchas fosas listas para recibir a sus nuevos habitantes del vecindario. Con esto se podía demostrar muy fácilmente que las cifras de muertos eran más de las que habían dicho las autoridades.
Ensayé en mi cabeza miles de formas de ofrecerles mis condolencias a la madre y al padre de Angélica; pero también pensaba en que quedaría en evidencia con Rubén Guti y desataría miles de preguntas. Así que decidí mirar el entierro desde lejos. Me entretuve un rato leyendo epitafios de algunas tumbas: uno me sacó una risa en medio de aquel mal día: “Como pasa el tiempo”. Con la llegada de varios carros y una carroza fúnebre, supe de inmediato que era Angélica quien había arribado al vecindario. A lo lejos, vi a sus padres bajarse de un carro; la madre de Angélica caminaba tambaleándose como si fuera una condenada a la horca. Más atrás iba un cortejo de personas, entre ellas Rubén Guti, con sus inseparables lentes de sol. Los empleados del cementerio abrieron la maleta fúnebre y sacaron el ataúd que llevaba el cuerpo de Angélica. De inmediato, encendí un cigarrillo. Quedé nuevamente paralizado al lado de una tumba, de la que solo recuerdo su fecha: «1945-1970». La madre de Angélica lloraba continuamente, aunque intentaba disimularlo quitándose los lentes y colocándoselos otra vez, a los pocos segundos de habérselos quitado. Le daba la mano a su esposo, se acomodaba su cabellera y nuevamente repetía la operación con los lentes. Rubén Guti se mantuvo alejado de los padres, con una mujer joven quien, en el momento en que empezaron a bajar el ataúd hacia la fosa, lo abrazó por detrás y le daba pequeñas palmadas en su pecho. Encendí otro cigarrillo y desde mi tumba «1945-1970» le di el adiós a Angélica.