Por: Celso Medina
César Suppini publicó en 1987 Comenzar a morir, un poemario que traza los caminos esenciales de su poética, caracterizada por un uso mistérico de la imagen. Luego en 1988 edita Pozo de cuervos y en 1996, Hasta el cielo se cansa. De Varios condimentos están hechos los poemas que conforman esos libros: de memoria, de silencios, del embelezo por su ciudad, cuya imagen se corporiza de la mano de su peculiar producción onírica.
Luego nuestro poeta publicó El olvido de Dios, editada en la Colección Poesía Venezolana, por la Editorial El Perro y la Rana, del Ministerio de la Cultura. Toda la obra de Suppini está hecha de un reflexionar añejado. No olvidemos que fue a los 57 años cuando da a conocer su primer poemario. De modo que este libro viene a corroborar los rasgos iniciales que hemos venido observando en su poética.
Tendríamos que decir que César Suppini es un poeta de lo regional, no regionalista. Por supuesto, Suppini es un gran lector; sus poemas contienen muchas alusiones a sus lecturas, pero lo primero que lee el poeta es a su ciudad. Su poesía levanta la topografía de esta región. Pero ese mapa invita a un recorrido espiritual. El viaje hacia el Maturín suppiniano requiere de una preparación iniciática; porque, como buen lector de Rimbaud, nuestro poeta ve a la ciudad con los ojos del vidente, o con la angustia de aquel Virgilio que busca un paraíso, que sabe perdido del todo, pero que vive del empeño por soñarlo cotidianamente.
Pero César Suppini es un poeta que parece escribir su poesía no con palabras sino con cincel. De la piedra real ha venido elaborando un imaginario, que creció sin apuros, pero con firmeza. ¿De qué está hecha esa piedra que sirve de sostén a la poética de Suppini? Un paseo por ese último poemario puede ofrecernos algunas claves que nos permita acompañar a ese impenitente viajero hacia la raíz genésica de Maturín.
A pesar de su poeticidad, los poemas de Suppini se alimentan de la anécdota telúrica. Es decir, en sus poemas su tierra natal, Maturín, se cuenta a sí misma; y eso muestra al poeta en la plenitud de su sentir. No es descartable la impronta surrealista del poeta Juan Sánchez Peláez. Recordemos que el autor de Elena y los elementos fue su profesor en el famoso Liceo Sanz, y junto a Lira Sosa y Jesús Rafael Zambrano, entre otros, fue objeto del revulsivo impulso de un poeta que venía de experimentar con los escritores del grupo Mandrágora, de Chile. Pero nuestro maturinés no es un surrealista ortodoxo; su poesía se alimenta de memoria, no es presentista, como suele ser la poesía del surrealismo. Tal vez lo que rescata Suppini de ese movimiento es la técnica de urdir imágenes de azogue, que moldean la realidad a manera de sueños.
En su prólogo (“Poética de la poesía”), se quiere dejar sentado de antemano la ideología estética: “La poesía es el infinito salto mortal/El auto exorcismo perpetuo”. Con ese concepto de muerte que debió haber bebido de los simbolistas (en especial de Lautremont), hace de él la principal guía que lo pasea por una topografía donde todo se transforma para vivir el diario trasmutar de la vida. La noche prevalece; pero no la noche romántica, recargada de dramatismo; no, su noche es jolgorio, cuyos voceros vitales son los pájaros silenciosos, que anotan la voz de las casas, inventariando la memoria de una ciudad que sólo se hace presente en una oscuridad luminosa.
Es importante fijarse en cómo el poeta se funde en esa topografía. Es la ciudad la que adquiere su voz para contarse. El tiempo no es una flecha recta, sino una línea que fluctúa. El poemario que estamos ahora leyendo es, entonces, una amalgama de ecos, que utiliza al poeta sólo como médium. Una de esas voces dice:
Mis antepasados decían que las casas hablaban
y cantaban
Que eran hechas de un barro portentoso color de vino
y de tristeza
Barro y vino; tierra, raíz y la ebriedad que se adquiere al beber los misterios de la ciudad: ellos son los elementos impulsores de ese viaje a la arcadia maturinesa, que poetiza César Suppini. A pesar de las invocaciones permanentes a la muerte, el infierno no existe. La ciudad es un permanente paraíso. Su existencia más que física, es memorial. Y las voces que la refractan hablan de un pasado que se presentiza permanentemente para potenciar ese paraíso ideal. Veamos esta semblanza al abuelo, para corroborar esa fe de Suppini:
Mi abuelo era alto y delgado como una palma
Tenía la frente amplísima de pensador
o de poeta
Amaba la casa
los árboles
las aves canoras
y las cosas viejas
Era laborioso y silencioso
Labor y silencio. Trabajar, hacer que la tierra para sus frutos y conversar con ella desde su silencio. En una visión definitivamente ecológica, este poemario se inclina por oír el mundo como una orquesta de voces. Tal vez pudiéramos relacionar esta visión, con la poética cuántica de Basarab Nicolescu, para quien la vida es un cotidiano milagro. Suppini ve nacer todos los días la ciudad; la ve forjarse desde ese espacio onírico. Así la cuenta:
Esta ciudad oscura
desbocada
ciega
hiperestética
Que cierra los pasos y olvida las estrellas
Que resume el destino en el dorso de sus calles
empavonadas y felices
En la que el hombre construye
día y noche
bellos laberintos para perderse
Esta ciudad abierta
Hace brillar al sol las lápidas y los recuerdos
Y derrama ceniza de su tiempo
a punta de destellos y milagros
La ciudad de César Suppini es un laberinto sonámbulo; no la ve, la sueña. El poeta tiene por casa el cosmos. Su poesía vive jugando a los sueños, algunas veces toca las trompetas del Apocalipsis para levantar su ciudad de una nada productora. Una de sus voces define así su morada:
Mi casa está lejos de todo
Navega la noche sonámbula
(…)
¡Quién sabe en qué orilla de la Nada
queda mi casa!
Importante esa nada que se nombra con una mayúscula; porque se nos antoja que está vinculada a su permanente invocación a la muerte. El poeta, pues, se postula como semilla, que debe morir para dar vida. Y la Nada es ese vacío genésico, que hace que su ciudad cósmica sea un eterno renovarse.
Pero el poeta no diluye su imaginaria ciudad en abstracciones. Y para que no quede duda titula un poema “Maturín”. Lo primero que define como su material constructivo es la piedra: “Maturín es una piedra salvaje del tamaño del corazón/sacudida levemente en los polvos que derrama un Tiempo remoto”. Siguiendo con su prédica ecologista, Suppini idealiza su ciudad como una confederación de sedimentos, como la tierra que se añeja con un tiempo que no es sólo historia sino espacio matrimoniado. Su ciudad cósmica participa de un erotismo mineral; por ello
La piedra se dejaba herir por los fuegos y madurar
en la fronda de las tempestades
Los brillos recibieron el aleteo incesante de las aguas
para que las ráfagas solares
calcinaran sus orillas
y reventaran en alud de espejos en los silencios de la selva
tupida de araguaneyes, apamates, ceibas, jabillos y chaguaramas
Maturín es altar de piedra; diosa que fabrica el poeta no para venerar sino para hundirse en ella. No quiere que la ciudad sea un trazo absoluto, sino un espacio que se exorciza cotidianamente para gozar: “aturdida por el azar de los tiempos/Silenciosa y pura como una bandada fugaz”.
Volviendo a la impronta surrealista en César Suppini, uno pudiera hallar cierta alquimia en los poemas de este autor maturinés. Recordemos que los alquimistas hicieron soñar a los minerales; inculcaron en ellos una vocación de hibridez. De modo que el hierro soñaba con ser oro, no por su afán de riquezas, sino por su búsqueda de pureza. Nuestro poeta procura hacer metapoesía, al decirnos que “El poema corto es como un silbido/un destello”. Pero es también un “ónix puro de los sueños”. ¿Por qué este poeta construye su imaginaria Maturín a partir de la imagen de la piedra? ¿Por qué no trabaja con esa emblemática materia vegetal que se evidencia en su paisaje? Tal vez por el afán alquimista del poeta, por su deseo de hacer que su ciudad tenga un corazón de piedra soñadora, que vive en permanente metamorfosis.