Por: Luis Beltrán Guerrero
Tal día como hoy se supone nació en San Diego de los Altos, pues allí fue bautizado el día 3 de febrero, Cecilio Acosta. ¿En qué punto? En Los Berros, dicen unos, otros en El Guayabo o Cortada del Guayabal o Guareguare, quienes afirman que en El Guásimo o Culebrilla… Continuador de la tradición humanística de Andrés Bello, estudia para sacerdote, pero no llega a ordenarse; continúa con los estudios jurídicos, y llega a ser maestro en letras, tanto como en derecho y economía. Vida recoleta, con escasa participación activa en la política de su tiempo; sí con mucha participación idealista, intelectual. Político idealista, tenía forzosamente que ser Cecilio Acosta, pues le tocó vivir una época muy distinta a aquella, anterior, en la que habían actuado sus pares Fermín Toro y Juan Vicente González. Triste tiempo político el de Acosta: de guerra federal, de guzmancismo, de dinastía monaguera. Su timidez innata se aumenta en el retiro de su casita de Velásquez a Santa Rosalía, a donde van a visitarle los Gil Fortoul, Alvarado, Zumeta, López Méndez, Luis Razetti, la nueva generación positivista que tiene en él ejemplo y guía. El amor a su madre se hipertrofia en este temperamento de patriota desvelado, incorrupto, célibe, con el amor platónico de la mujer, en abstracto, que apenas si llega a personificarla por un momento en su vida, pero se retira pronto, temeroso de algún compromiso vital que pueda mañana impedirle que su lámpara consuma solamente su fuego de pureza.
Cecilio Acosta estudió latín, pero habló mal de los latines, de la enseñanza museal, de los conocimientos estereotipados, que no estuvieran de acuerdo con las necesidades de la época. Predicó el tributo al pasado, a la substancia sagrada de los nombres perdurables —térra patrum —y por su prosa desfilan en síntesis magníficas, los varones capitales de la venezolanidad: Bello, Vargas, Cajigal, Tovar, Gual, Ávila, Espinal, Ramos, Revenga, Michelena, Aranda. Sí, sin ese pasado no somos los mismos, dejaríamos de ser venezolanos. Pero no fue el pasado muerto, el pasado estático, el que nos puso de ejemplo: fue el pasado vivo, cuanto en el pensamiento o en la acción de los antecesores pueda tener vigencia. La educación para él no tenía sentido en tratándose de cosas obsoletas: todos tenían derecho al dictado de buenos ciudadanos, si eran útiles; pero más que mojigangas aristotélicas, se necesitaba de la granja y del taller; más que de universidades con enmohecidos estudios, requeríase de estudios prácticos: había que unir a las humanidades mejor, al humanismo, la ciencia cierta, la técnica, la industria aplicada, cuanto significase la utilización de las energías del ciudadano en pro del desarrollo nacional. Nadie luchó más que él por la industrialización, y hasta defendió una de las industrias que entonces comenzaban: la de sorbetes o helados.
Poeta, más lo fue por espíritu, y por la versación extraordinaria en punto a métrica y poética; pero nada tuvo de bohemio, nada tampoco de falta de pragmatismo. Predicó un pragmatismo fecundo, adelantándose a su tiempo. Desgraciadamente, sus ideas, vivas todavía, no tuvieron continuidad de desarrollo, y menos se realizaron. Habló de cooperativas, de solidaridad, de ahorro, de difusión de luces, de evolución pacífica, de inmigración, de artesanía. Porque está vigente su pensamiento, es un venezolano contemporáneo. Muchos de los problemas de hoy tienen en él tratamiento luminoso y válido.
Jurista, economista, pedagogo, latinista, y no se supieron utilizar sus luces. Ni se comprendió su moral. Vivió aislado en la sociedad de su época. Aislado por los caudillismos triunfantes, así se disfrazaran de ilustrados los despotismos, pero no por más ilustrados podían no someterse a una ética. Y su ética, sobre todo, era impecable. Cuando él murió, tenía limpias las alas, dice frente a su cadáver José Martí. Sí, resplandecientes las alas, y no con falso fulgor. Veces hubo en que no tuvo con que pagar las estampillas del porte de una carta para Ospino. Vivió y murió en la pobreza, mejor, en la miseria. En tanta decepción, con tantas virtudes públicas y privadas, apenas si falló en el nepente que hiciera olvidar el sacrificio duro, que muchos reputarían estúpido. ¿Cómo no olvidar que hubiera podido ser mil veces más útil a su patria, y no pudo? Lo que Bello fue para Chile pudo haberlo sido él para Venezuela; pero difirieron considerablemente los gobiernos de Chile en tiempo de Bello y los gobiernos de Venezuela en tiempos de Acosta.
Cecilio Acosta es un clásico. Pero no un clásico de museo. Su lenguaje, como expresión de un pensamiento moderno, está vivo. Tampoco quiso nunca que el lenguaje fuese momificación del habla, antes por lo contrario, no obstante haber sido Miembro Correspondiente de la Real Española, sobrepuso el valor dinámico de la expresión como producto del pueblo, antes que la afectación académica, falsamente purista. A tal clásico, el mejor homenaje que corresponde es leerlo, revivirlo. Miles de compendios del pensamiento de Acosta inunden los hogares. Que los jóvenes se apropien de su doctrina, y le presten otras generaciones nueva vitalidad.
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