Israel Centeno
Sigue siendo la misma casa. Una casa de mundos sombríos donde siempre han asomado caras abostezadas. Los días limpian y empalidecen aquellos rostros acostumbrados a la intriga, a las infamias tejidas detrás de las orejas. Son rostros y cuerpos vacíos, reveladores de mujeres enteras, altas, romas, delectables. De poco saber pero entendidas de la gente que pasa.
Podría imaginar una escuela de formación. Allí han estado las mejores, las resbaladizas, las que callan cuando les roban un trozo de virginidad. Han dejado testimonio debajo de la escalera, en los rincones descoloridos, en los parabanes, en las paredes forjadoras de celdas, de mazmorras, de cuartos de penitencia.
Los comentarios varían poco y siempre son mórbidos. Luego de tanta ausencia, yo regreso. Pregunto por la cara nueva. Es la carajita aquella, tan muñequita linda, tan de cabellos de oro, tan dientes de perlas, tan fuera de barrio, desenfocada del entorno. Voy recordando, dribla la pelota, el maracucho se la lanza al chino y éste la detiene en seco a la altura del pecho, mira hacia la canasta, juega, quiebra el cuerpo, no puede escapársele al colombiano, y luego de embestir con rebotes cortos me la tira, yo detengo el partido, le doy paso a ella que sube del colegio de monjas con el bulto a cuestas. Camina metiendo el pie, pasea una chupeta por su boca, todos le hacemos caras para que se apure y ella nos saca la lengua rosada por el caramelo. Reiniciamos el juego, hago un pase largo, el colombiano intercepta la pelota y la mete en la canasta.
Tania se marcha despidiendo su olor a madera, a cuero; se pierde en la casa de mundos sombríos y nosotros nos quedamos con la calle como cancha, con las franelas mojadas y el final del partido.
Hoy, un junio de un tal año terriblemente conservador, dejo caer mi cuerpo sobre Daniel, trato de explicar, de entender sus razones, por qué ahora la lucha ínfima, inexpresable —como diría cualquiera— fuera de este contexto, autista. Se empeña en hacer profilaxia social, en cerrar la calle. Me da vergüenza recordarle estupideces, pero antes hablábamos de autodefensa popular, de lucha de masas, del país que ahora ha dejado fuera, del país que lo dejó a él salvando, según me dice, pequeños espacios políticos en mapas a escala de una maqueta.
El Biuti está frente a nosotros, mira a Daniel, se miden y yo me arrellano en la escalera donde estamos sentados.
—¿Qué pasa con él?
—A ese carajo me lo quiebro yo o él me quiebra a mí.
Vuelve el recuerdo con el Biuti pequeño, en el grupito de teatro, en las faenas políticas de los sábados, pidiendo que lo levantáramos en los hombros y le enseñáramos a Dios y Dios no estaba con nosotros, éramos ángeles renegados, con la adolescencia revuelta, hermosa estupidez de quienes creen haber sido tocados por la revelación y se yerguen haciendo el ridículo con hidalguía.
Papito me alcanza una botella desde su moto, que se aviene a mí flotando, envuelta en una burbuja de tiempo.
—Se van ellos o nosotros.
—Ya el Biuti te quebró, Daniel.
Destapo la botella, echo un chorro al piso y miro hacia el faro, donde un grupo o casi un grupo saca pancartas con consignas que apenas se pueden leer.
—Te quebró hace rato, porque detrás del Biuti siempre habrá otro, con más fuerza y con los brazos más largos.
Dejo que corra por mi garganta aquel licor que quema, miro a las mujeres en la puerta de la casa de umbrales rotos, miro a Tania envuelta en una bata de baño azul, ribeteada de negro.
—Qué va, con el Biuti, por lo menos se acaba todo aquí —me dice Daniel—, rompemos el eslabón que une a la cadena.
Le sonrío y se me viene la imagen de un cuerpo infectado, descompuesto. Esa imagen se une a la del reverendo Jones en Guyana, toda su locura podría repetirse en ocasiones desesperadas. Aquí, en esta calle, por ejemplo: sacrificios impuestos, escuadrones de exterminio.
Entonces, hablamos del grupo, del local, de aquella semilla propagadora de una revolución dada por segura en una época y que ahora se ha convertido en una escuela con sus viejas mamás de culos gordos, las que llamaban a la policía y nos decían comunistas.
—¿Ésa es tu gente ahora?
—De eso se trata —me dice Daniel—. Ahora buscamos hablar el mismo lenguaje.
—El mismo lenguaje puteado y pazguato. ¡Viva el tótem de las viejas caras de culo! A nosotros nos echaron vainas por comunistas y al Biuti por drogo.
Daniel se paró, estiró su cuerpo largando las manos sobre su cabeza, como diciendo que si no entendía era porque no me daba la gana.
—Es lo mismo.
—Casi, casi.
Bebo largamente, allí está la casa. Recuerdo la mía. ¿Mi mujer continuará allá, esperándome, mirando el techo, acariciando mi espacio vacío, o habrá salido a pasear por los cafés, a conseguir a alguien que la acompañe al bautizo de un libro, para sacarse la idea de la amante? Para ella casi seguro que la tengo, lo corroboran mis faltas, los ciclos de desapariciones. Y en realidad la tengo. Ayer pensé en salir con Raiza.
De hecho, caminé con ella desde la plaza del Rectorado hasta el metro. Deseaba que pasáramos la noche juntos, proponerle una fuga a la casa de la playa. Podríamos hablar de los libros de Kundera, del futuro de Checoslovaquia y de las repúblicas bálticas, de cualquier lugar común o de los avances del montaje de Hamlet en danza; al final, terminaríamos mirándonos con la intención de mandar al socialismo, a Adam Smith y a la tormenta del desierto al carajo para revelarnos las partes ocultas; me aferraría a sus nalgas como ventosas marinas, me acoplaría lentamente hasta conseguir, luego de fatigosos placeres, el verdadero motivo de estar con ella allí: tenderme de espaldas a fumar. Descorchar vino blanco, destrozarnos la lengua en un juego aún más erótico que el beso: lamer ostras en sus conchas. Pero ayer le di una nalgada y le dije que la llamaría luego. Hoy, después de una noche indigna de recordar por tanta vagancia en una ciudad a veces despiadada con lo que a vagancia y soledades se refiere, discuto aquí con Daniel de cosas que considero estúpidas, aunque tengo la necesidad de vivir esta estupidez, de involucrarme en una marcha antidrogas que, de más está decir, es un sinsentido a pesar de todas las razones de peso que se puedan exponer, pero tengo un impulso de resucitar una buena arremetida contra un trapo rojo y ondulante, de salir a la arena a exponerme a los toques de muleta de quienes tienen sus sinrazones, de quienes fuman sus cachitos en las esquinas y se doblan con el bazuco, aniquilados por momentos, y así se dobla Daniel, dando voces contra ellos y lo hago yo, siguiendo a un pequeño redil impopular de beatos, de seres inexorables, como en los mejores tiempos.
Ricardo me hace señas desde el balcón de su casa, mueve el dedo en torno a su sien, luego me invita a escuchar música de los sesenta. Qué ironía, detesta los sesenta y sucumbe ante Eric Clapton y Layla, entre montones de revistas Playboy y finos tabacos de marihuana. Mesiento herido, me doy cuenta de la presencia de Tania, que ha crecido y habla probablemente de mí. No sé si me quebraré.
José se me encima con la pancarta. Lo recuerdo unos meses atrás, disertando de música dura en su habitación, me decía que suele crear situaciones, atmósferas distintas a la de su cuarto y a las del barrio, finalmente siempre una imagen, la de ella, confusa, perdida en la neblinosa noche de un escenario, tocando la guitarra, reflejada en un espejo, al revés de la realidad. Me imagino que siempre ha buscado un buen filón para hacer trascendentes sus tenidas onanísticas, en las cuales termina con una eyaculación dormida, solitaria, maldiciente. José se tragó todas las pastillas que le di una vez con el fin de que me revelara el secreto de tener dos amantes disputándoselo por su habilidad de tocar la guitarra con la mano izquierda. Ambas, sajonas, chicas Penthouse. El vencía sus limitaciones atiborrado de monte o de cuanta parásita alucinógena le llevara, para sacar de su costilla a dos roqueras, que tenían que tener algo de Janis Joplin, un poco de Joan Báez, otro tanto de Linda McCartney y mucho de una puta rubia que conocimos en un burdel caro. Hoy está a mi lado, yergue una pancarta con un rotundo MUERTE A LAS DROGAS, la camisa manchada en las axilas y la frente sudada; todos los embarcados en la marcha antidrogas sudan como si hubiesen estado sometidos a las impiedades de un gran desierto. ¿Cuáles serán las expectativas de Daniel? Ahora envuelto en una turbamulta de señoras que lo arrastran y lo agitan haciéndole creer por momentos que vuelve sobre aquellas lejanas luchas por la libertad de los presos políticos. Me pregunto hasta qué punto no serán políticos los presos de las drogas, cuál será el límite de lo político en la vida de cada quien. Vamos por la calle, subimos y bajamos escaleras gritando NO A LAS DROGAS. A excepción de quien maneja el megáfono y cuatro imbéciles entre los que me incluyo, los demás son niños y señoras culonas. Qué vergüenza. Hay un grupo en la esquina, uno nos muestra un bazuco preparado, otro hace el amago de sacar una navaja y pasársela por el pescuezo. Señalan a Daniel, a Papito, a José. Yo intento esquivar aquellos dedos tremendos, me aparto, me encojo, me acerco a la esquina, me ven con ojos luminosos, quisiera conciliar, darles una explicación, esto ya no es asunto de ñángaras que inspiraban respeto en su lucha contra el sistema. Es estar contra ellos, el barrio contra el barrio. Se marean todos los conceptos de lucha de clases y me parece ridículo ponerme a conceptualizar, a no ser que llegue a la conclusión de que es una locura estar reducidos a una procesión moralista, olvidada de las cosas esenciales, como la marginalidad, el desfase social, el capital, la enajenación del mismo, las posturas aquellas de trabajar con todos para cambiar todo. Güevonadas.
Estaba frente a un grupo de malandros en la esquina, intentando una explicación, no para ellos, que me ignoraban, ellos veían crepúsculos sangrientos, callejones cerrados donde dejarían sus vidas arrumadas, junto a otras. Explicaciones para mí, el último de los imbéciles, que tendría que volver junto a los manifestantes y marchar en una cruzada de hombres con sayas blancas, cruz en el pecho y sombrero cónico. Seguía pensando y veía los valores trastocados y la vida se me antojaba un desorden, estaba confuso.
Regresamos al punto de partida. Busco los ojos de Tania en la casa de los mundos sombríos. No está. Tomo una botella de las manos de
José, bebo. Ricardo, desde la platabanda de su casa, me sigue haciendo señas para que suba. Desde allí Catia se ve mejor.
Ya en su casa me abrazo al viejo, que deambula tumbando vasos y floreros. Me siento ebrio. En esa casa verde todo huele a alcohol, a destilería clandestina.
—¡Entonces! —me grita Ricardo bajando las escaleras—. ¡Hay que tener bolas para rayarse de esa manera! Parecían un coro de Testigos de Jehová.
En realidad parecíamos una falange. Faltaba el estandarte rojo, los pelos ralos, las camisas arremangadas. Le pasé un brazo por el hombro y él me acercó a la ventana basculante desde donde se veía la calle. Busco a Tania. No hay nadie en la puerta de aquellas mujeres que venden sus virginidades a precio equivocado.
—Maldita coca —farfulla Ricardo—, por culpa de ella no se consigue monte. —Me sonríe. Mete la mano en el bolsillo y saca un pucho.
Aprieta mi hombro con la otra mano, suspira—. Pero los chivos viejos siempre encontramos hierba.
Subimos a la platabanda y nos sentamos, acariciados por un helecho anciano e inmenso, que nos va respirando, y nosotros nos quedamos con los alientos cortos como las palabras, sin tener mucho que decir. Ya es de noche. El helecho nos devuelve la neblinosa oscuridad de la calle.
Ricardo se estira en el espaldar de la silla de extensión, con un petardo sin encender en la boca. Pasea su mirada por la terraza y me ve por el rabillo del ojo.
—Y qué —enciende el cigarrillo, aspira, sostiene el humo, lo bota a pujos y me lo pasa— ¿Y Marta?
—Estará en la casa. —Fumo sin retener, me lloran los ojos, le señalo con la punta del cigarrillo la puerta de la casa de los mundos sombríos
—. ¿Y esa carajita?
—¿Tania?
—¡Tania! Pero…
Me quita el tabaco.
—Está buenísima, ¿verdad? Es territorio virgen, como el Amazonas. Y como al Amazonas le han metido bastante mano. —Chupa y cambia de conversación brusca— mente—. El único serio de esos carajos es Daniel. Papito vende escondido, porque mantiene a dos mujeres. No son consecuentes. Y si es el locazo de José, con sus bocetos, las mujeres de mentira-tira. A ese bicho le hace falta un roce.
—¿Con qué, loco?
—Con esto —hace un triángulo, uniendo los dedos de ambas manos— o con esto —se da un golpe en el cuenco del brazo y lo yergue—.
Ahora, chico, lo de la campaña es más enrollado de lo que creen. No me imagino que Daniel no lo haya pensado. ¿Cómo van a sacar a los jíbaros de la calle, qué va a pasar con el Biuti, cómo van a retirar a la policía del negocio? Definitivamente —chupa de nuevo y en la oscuridad veo cómo se enciende, chirriante, la punta del cigarro—, me parecen mariconerías de Daniel, debería saber que detrás de cada tubo de perico está la mano de alguien tan pesado que se le puede sentar encima y hacer pasta de hígado con él.
Las luces de Catia se meten todas en mis ojos. Recuerdo amaneceres que dieron muerte a noches interminables, en las que yo andaba con la boca espumante, pretendiendo morder la vida. Iba por el camino de una mala nota, quería irme a la cama, volver a mi casa y olvidar toda esta truculencia. A veces tenía ganas de pedirle perdón a Marta, jurarle fidelidad eterna y quedarme a su lado en una vida sin mayores sorpresas, debatiendo prólogos de libros, recorriendo galerías y sacando punta en mezquinos cenáculos a cualquier acontecimiento político. El cielo me daba vueltas, eran las sábanas de Ricardo, tendidas entre el helecho y nosotros. Bajé hacia los cuartos, cogí al azar una revista; en sus páginas centrales había una mujer completamente abierta, tuve una leve erección. Todavía me conmovía. Tomé el teléfono y disqué el número de mi casa.
Me contestó una voz de hombre. ¿Se atrevería al fin, la muy puta? Colgué. Luego marqué el teléfono de Raiza. Nadie atendió. Fui a la sala. Allí estaba Ricardo con otras personas difusas para mí en aquel momento. ¿Me estaría rayando también con éstos? Ya parecía una cebra. Siempre le cabía una raya más al tigre. Poco a poco me di cuenta de que los conocía. Sus caras habían quedado en algún mes, en algún año, desprovistas de nombres. Sonó el teléfono, lo cogí. Una voz ansiosa preguntaba por Ricardo. Era una voz de mujer, oscura, ronca. Tenía que negarlo. Pude sentir la zozobra, las manos en el cuello calmando las palpitaciones. Preguntó quién era yo y comencé a darle disuasivas. Me esmeraba en aumentar su angustia y me reconforté al sentirla más agitada, sin aire. Ahora menos le pasaría a Ricardo, me apasionaba la idea de hacerla sufrir, de crearle falsas expectativas para mantenerla al otro lado, en una terrible espera. Estaba vengado. (Marta: ¡te di en la cara!) Y así oscilaba entre calmarla y excitarla. La mantenía en un hilo, hasta que sentí su llanto. Me alegré y colgué el teléfono. Busqué en el periódico la sección de las masajistas y disqué un número al azar. Esta vez el agitado era yo. Sentí una excitación extraña, me convertí en una cosa vil, hablando entrecortadamente, siseando. No terminé de hacer la proposición cuando, tras una mentada de madre, me colgaron.
Ahora sí era verdad. Estaba disminuido en el colmo de mi ridiculez. Sentía el éxtasis de lo poca cosa en que me había convertido. Los demás se movían por la sala, ensombrecidos por el humo y delatados por la punta de los cigarrillos que vagaban como luciérnagas pasadas de mano en mano, figurando un cáliz. Lo había logrado, estos dos días me habían llevado a la ingrimitud, a la ausencia de mundo. Subí de nuevo a la terraza. Allí contemplaba una parte de la ciudad titilante y bullente. Pensaba en la mujer que había llamado con voz requisitoria. Escuchaba sonar el teléfono de nuevo y sabía que tenía que ser ella. Me movía bajo el techo de sábanas con lentitud, disfrutando mi desasosiego. Marta probablemente estaba con alguien y Raiza descansaba en la mesa de un café pensando en su Ofelia. ¿Y yo? Ya les había dejado de importar. No le importaba a nadie.
Ricardo vino, me dijo que tenía que salir un rato, que pusiera la música que quisiera, que allí había algo de monte. El helecho se balanceaba, expelía un aliento de años, recogido en su densidad babosa. Seguramente era la mujer que lo llamaba insistente. Me tentaba la idea de prolongar su abstinencia, pero en todo caso, era mejor que Ricardo le llevara su gramito, un suspiro para continuar la noche. Cuál noche. No pude imaginarla, igual a la mía, amenazante, chantajista, angustiosa. Tenía que huir del final triste, porque finalizar mal una noche era como finalizar mal la vida. Comenzaba a deprimirme cuando José emergió de entre las sábanas tendidas. De inmediato saqué el puchito y me puse a enrolar.
—¿Po-por qué te viniste aquí luego de la ma-mar— cha? —me reclamaba carrasposamente—. No es bu-bueno que te vean en esto.
—Pero si vine a esto, me acabo de dar cuenta. Mi fatum es la platabanda donde nos encontramos, ¿entiendes? —encendí el cigarrillo—. Total, presiento que estamos aquí por el mismo motivo, queremos que nos den la droga, no que nos la vendan. Ven —puse mi rostro más perverso, busqué el gesto más inteligente—, jala, es un rito. ¿No te interesan los ritos? Todo ritualismo nos incumbe, como diría Eliade. —Volví a fumar, esta vez contuve el humo—. Contigo se puede hablar —me puse erudito—: el peyote, el mezcal de los aztecas, el akuyico de los incas. La vida es tan difícil, José, en este momento mi mujer está en la cama con otro y yo me arrecho aunque la hubiese inducido. —Di un nuevo toque y seguí desbarrando—. Vamos, yo siempre hago el papel de serpiente. Te tocó el papel de Eva. En estas cosas está la posibilidad de comer del árbol de la sabiduría. ¿Por qué los demás deben saberlo todo? Prueba un poco y hablemos un rato. —Rehuye dudoso el ofrecimiento—. El hecho de que fumes no va a desmeritar una postura. Mira, este helecho y el cielo de sábanas me recuerdan al dios Quetzalcoatl y a los jardines de México. ¿Es raro, no? Que en este miserable barrio me sienta en mundos tan trascendentes. ¿Tú crees que exista alguien putamente limpio? No me dejes hablando solo, contesta. Lo que pasa es que asumen el problema de las drogas como una cuestión de principios, eso no se discute. Yo sí discuto. Es una aberración de la que no se salva nadie, ni tú, ni san Daniel. —Le ofrezco de nuevo, él lo toma, le tiembla el pulso, se lleva el pitillo a la boca y aspira profundo.
—¿Volvemos a las andadas?
—Pe-pero que no trascienda —titubea—, siempre que las cosas se hagan así, en secreto, en cofradía, está bien. Lo malo son los entuertos de la calle.
Ya no estaba solo, no me sentía desgraciado. Compartía la noche amenazante de finales tristes bajo un cielo peculiar que mojaba y un helecho narcotizante, más allá de las simplicidades del cannabis. Buscaba aclarar un poco las ideas. Me gustaba inducir y luego me dolían las consecuencias, tenía palabras para refutar, para convencer a pesar de estar consciente de pequeñas verdades. Me manejaba en el mundo de la doble moral, como todos, pero disfrutaba al reconocerlo. Por lo menos sabía que se tenía que pelear, que la vida era pelea, había que pararse allí, en cualquier parte frente al dragón y reclamarle la doncella. Pero sólo tenemos una espada y él tiene tantas caras como ojos una mosca. En definitiva, me invade la apatía.
Nos quedamos callados un largo rato. Yo me sentía miserable. Había aprendido a jugar con la gente a mi antojo. Lo hago con Marta, con Raiza y ahora estoy dispuesto a aceptar cualquier opción de manipular. ¿Esto era cinismo?, ¿pero acaso no tenía razón?, ¿por qué he buscado siempre lo absoluto, el matrimonio, por ejemplo? Aquel estado idílico no compatible con la realidad, con la realidad de no pertenecer, de corresponder poco, de traicionar ante la primera tentación. ¿Por qué Raiza? ¿El juego de la madurez de los sentimientos, la doble cara, las posturas movedizas, si no aceptaba realmente el doble juego de la otra? ¿Y cómo estos carajos pretendían defenderse de las patas del ciempiés utilizando todas las extremidades del gusano y rechazando sólo una, por principios? Sentí vértigo. Todo principio era una gelatina. Bajé al cuarto de Ricardo, marqué de nuevo el teléfono de mi casa. Estaba ocupado. Ocupado eternamente. Qué carajo, estarán tirando. Los principios de Marta también eran una gelatina. Mis ojos se cargaron como si quisiera llover. Necesité a Raiza, pero no estaba, necesitaba de alguien fuera de mí que me guiara por las cornisas y me garantizara que un arranque de no querer estar con nadie no me lanzaría al vacío.
Allá abajo, probablemente, estaba Tania. José y yo salimos a la calle. La brisa fría me enrojecía la nariz. Parecía un borracho irlandés y católico, pero no tenía crucifijo. La casa de los mundos sombríos había cerrado sus puertas y aunque se podrían asaltar sus fortificaciones por las ventanas, me empequeñecía ante ese pensamiento. Una violenta sensación de muerte se apoderó de mí.
José entró al faro y pidió un turno para la partida de ajedrez. Calma verdadera, calma lejana de la calle, lejana de mis despechos. Calma de mar. Le hago un gesto de desgano con el brazo. Ricardo llega con su moto y le pido que me lleve a un hospital.
—Me estoy muriendo, loco. —Una mano agigantada me sofoca, sentía un frío como de clavos en las piernas, una pérdida progresiva del conocimiento. Él se rio y me dio un trago de anís.
—¿Quieres que te deje en tu casa?
Pensé en la posibilidad de encontrar a Marta con su amenaza materializada.
—No. Llévame a Colinas de Bello Monte. —Pensé que allí podrían estar tanto Raiza como Marta en el bautizo del libro de un gordo intrascendente—. Así matamos la noche bebiendo y oliendo.
Subimos a la moto. Al principio me balanceé en la parrilla, cobramos estabilidad a medida que arrancamos, luego las calles y avenidas fueron pasando hasta achicar la ciudad como material de silicón. Perdí el conocimiento sobre la espalda de Ricardo y sólo volví en mí frente al gran ventanal de la casa del bautizo.
—¡Aquí traigo el agua bendita! —grité mientras me bajaba de la moto desabrochándome la bragueta— ¡Espérenme! Que no comience la ceremonia… ¡Marta! ¡Marta! —Le toqué el hombro a una señora—. Usted no es Marta. ¿Ya echaron el insípido champán?
—La insípida champaña —me corrigió un hombre gordo que se balanceaba sobre sus pies al lado de la señora—. ¡Qué manía de masculinizarlo todo!
—¿Sabía usted que la homosexualidad es expresada por ciertos balanceos del cuerpo que el maricón no puede ocultar ni a su mamá?
El gordo me dio la espalda. La señora, toda vestida de verde como un gran pájaro, me enseñó sus dientes amarillos. Le pregunté quién era el gordo.
—Es el autor del libro.
—¡Ah! Con razón. Así se mueven todos los que no he leído.
Alguien que venía de regreso con el gordo, se abrió paso hasta mí y me abrazó, lanzándome encima todo su cuerpo. Busqué a Ricardo, que se perdía entre copas y escapadas a los cuartos de baño.
—Espero que no la armes, Coronel.
—¿Y Marta? ¿Y Raiza? —comencé a gritar. No sabía por cuál de las dos preguntar. Tampoco recuerdo la música que sonaba. Para mi era
Bob Marley cantando No woman no cry, aunque para los demás fuera la trinidad nefasta, es decir, Clayderman, Randall y Angelis—. ¿Y el libro?
¿Dónde está el libro? —Varias manos me sujetaban.
—Pero chico, ¿qué te has creído, que porque eres el marido de Marta tienes derecho a mearte en la culture?
—¡Déjame mearlo, aunque sea yo solito en aquella mata! —Le arranqué el libro de la mano y corrí debajo de un árbol añoso. La vieja cacatúa me siguió estupefacta. Parado ante ella, intenté mear, pero sólo me salieron unas gotas, luego un chorro abierto como una regadera, que le bañó el vestido. Ella se tapó la cara, pasó un brazo sobre su pelo, temiendo que le salpicara el copete.
—¡Esto es el colmo! —gritó altisonante el gordo, que llegaba justo a tiempo para recibir un baño en los zapatos.
Busqué a Ricardo, preguntaba por Raiza, por Marta. Me llevaron a rastras al salón, me decían que no estaba ninguna de las dos. Yo replicaba que por lo menos una debía estar. Me dejaron sobre un sillón, traté de pararme, pero me cerraron el paso. Frente a mí estaba el gordo, grande y maricón como un boxer; balanceándome lo empujé y me devolvió un golpe seco en un ojo que me derribó para siempre. Ricardo salía de una de las habitaciones con los ojos luminosos.
—Qué vaina con el Coronel, siempre la misma cómica.
Presentí el final de la noche. Qué mala vida. Me subí a la parrilla de la moto y le dije a Ricardo, entrecortando las palabras con un hipo llorón, que ya no tenía amigos, ni mujer, ni país. Que me iba al carajo. Que me llevara a los autobuses del Nuevo Circo.
—¿Quieres que te deje en tu casa?
—¡No, no, qué putas! Llévame al Nuevo Circo. El hijo del Coronel está bien.
Al bajarme de la moto, transité entre vendedores de perros calientes, café y Toddy. Pedí un negrito y busqué un puesto entre la multitud que esperaba el primer autobús o simplemente dormía. Los policías caminaban entre nosotros, pero a esa hora no querían molestarse ni a ellos mismos. Busqué acomodo en el hombro de una mujer envejecida por la intemperie. Ella, de vez en cuando, destapaba una carterita y me brindaba un ron que nunca había probado. Sabía a alcohol de quemar. Supuse que así terminaría la noche, sin sufrimientos, pero agotado, entre indigentes. Sabía que ésta sería la muerte.
Después de hacer sonar la corneta largamente, el autobús abrió la puerta. Eran las puertas del cielo. Me senté en los primeros puestos, eché la cabeza sobre los brazos, me dejé conducir por la oscuridad de los ojos cerrados y recordé una mirada, unos labios húmedos.
—Me quebrará —llegué a pensar, y me fui quedando dormido sobre el cuerpo de Tania.