literatura venezolana

de hoy y de siempre

La bella y la fiera

Ene 2, 2024

Rufino Blanco Fombona

FRENTE AL CERRO DE BÁRBULA

El tren corre en la mañana llena de sol. Por los cristales del vagón se divisan horizontes verdes, cielos azules, las aguas argentadas de un río. Peñones rompen, aquí y allá, el río en espumas.

En el vagón presidencial va don Tiberio Borgia, el dictador, el monstruo, con su séquito: «doctores», militares, seides, esbirros, espías, algunas concubinas, algunos ministros y muchos espalderos.

Vestido de pantalón ancho, botas de montar, guerrera azul marino, se repantiga en el asiento de rejilla el viejo Tiberio iletrado, el mandarín rural de ancha cara terrosa y sonrisa de colmillo. Empieza el calor. Se abanica con el panamá, entrecerrados los capciosos ojillos de cerdo, oyendo complacido las adulaciones de los palaciegos. Su corpacho es el más voluminoso. Parece una torre. La torre de las pleitesías, la torre del homenaje.

—¿Qué hora es?—pregunta, por decir cualquier cosa.

—La que usted quiera, mi general—le responde uno de los ministros en tono ambiguo, mitad de manido chiste cínico, mitad, y aun más, de sincero servilismo.

Ha puesto delante de los ojos al general una enorme cebolla de oro. Veinte cebollas idénticas, encadenadas a veinte gordas leontinas, habían salido a un tiempo de veinte chalecos de buena voluntad.

***

El tren avanza. El día avanza también. El sol se aproxima al cénit y cae en cálidos chorros. Aun a los que víajan a cubierto los acalora y ofusca. Las frentes se emperlan. Abajo, en la vía, cada guijarro centellea como una piedra preciosa.

Las montañas angostan el horizonte. A las llanuras de ajedrez, a los tendidos campos de cañas de azúcar, han sucedido masas enormes y empinadas.

—Pronto divisaremos el cerro de Bárbula—exclama uno de los doctores, dirigiéndose al «general».

El viejo Borgia responde vagamente:

—Sí, ¿eh? El cerro de Bárbula. No tengo ningún recuerdo del cerro de Bárbula.

El país sí los tenía. Allí cayó, cien años atrás, en el momento de coronar la cúspide y el triunfo, uno de los héroes de la libertad: Girardot.

Un corpachón adiposo, como el del viejo Tiberio, con una ancha cara terrosa, unos ojillos de cerdo y una boca de saurio, propuso:

—Vamos a remojar el gañote por Bárbula y por Girardot.

Era el primogénito del viejo Tiberio, Tiberio júnior, su trasunto moral y físico. Servidos al instante por un
negro y fiel copero, todos bebieron, menos el general.

—A desconfiado no le gana ninguno—comentaron, en un extremo del vagón, dos espalderos.

***

El tren iba aproximándose a Bárbula. Las narices iban achatándose contra los cristales.

El coche es abejeo de conversaciones y risotadas que el sorbo de coñac ha promovido.

—Negro—grita el Borgia júnior—, prepare los bártulos: la segunda copa, frente al cerro.

—¡Y viva Girardot!—dijo, aprobando, uno de los «doctores».

El negro Ganimedes abrió la boca:

—Ya tengo la…

No pudo concluir.

Se produjo un estampido tremendo. Se detuvo el tren. Se levantó un sonar de tornillos, de clavos sacudidos; un ruido de ferretería que sucedió al estampido seco. A todos los envolvió espesa niebla de polvo, de humo. Corrió el negro Ganimedes; corrió Borgia júnior; corrieron los doctores, los militares, los seides, los esbirros, los espías, las concubinas, los ministros, los espalderos. El vagón quedó solo.

Se empezaron a escuchar imprecaciones, quejidos, súplicas de socorro. Las concubinas del general lloraban jurando en su interior consagrarse a vida cartuja y honesta. Algunas voces y algunas piernas salían de debajo de los vagones.

Nadie sabía la causa de lo ocurrido: ¿Casual siniestro? ¿Horrible atentado? El barullo ensordecía. Todos habían perdido la cabeza. Algunos habían perdido también el portamonedas.

***

En medio de la algarabía y la desbandada, inquieren algunas voces con angustia:

—¡El general! ¿Dónde está «el general»?

En efecto, ¿en dónde está? ¿Se lo ha tragado la tierra? ¿Yace en medio de los escombros? ¿Frente al cerro de Bárbula, en homenaje a la libertad, queda el monstruo tendido? ¿Se ha hundido en los infiernos?

El vagón presidencial permanece intacto. Los ministros, los espalderos y las concubinas, en busca de don
Tiberio, miran por las ventanillas. Tiberio Borgia permanece allí, tranquilo, impertérrito. No se ha movido.

—General, por Dios—le gritan—. No haga locuras; salga de ahí.

El «general» no responde.

Uno de los ministros sacude la cabeza, atónito, como significando: «Este hombre es más que un héroe.»

—General, general—gimotean las concubinas.

Como Tiberio Borgia no se moviese, uno de los espalderos gritó:

—¡Cuidado! Pudiera estar herido.

—¡Quizás muerto!—masculló otro.

Y penetraron en el coche, cautelosos. Don Tiberio no estaba muerto… Es decir, sí estaba muerto, pero sólo muerto de miedo. Rígido, pálido, sincopado, ¿cómo volverlo en sí?

Le rociaron el rostro con agua fría. Una de las concubinas le dio a respirar un frasquito de sales.

«El general» abrió los ojos, el gesto amarrido. Estaba incólume. Aprovechó el negro Ganímedes para ofrecerle una copita de coñac. El monstruo agradeció la obsequiosidad con la mirada, pero no quiso beber. Para pasar aquella vergüenza necesitaba otra cosa: beber sangre.

¡Cuánta gente iba a verse complicada en aquel asunto! ¡Cuántas lágrimas costaría aquel susto del «general»!

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