literatura venezolana

de hoy y de siempre

Aproximación a la palabra escrita en Venezuela

María Fernanda Palacios

I. Los primeros destellos de una literatura

Las características generales de este trabajo obligan a que se parta de la premisa confusa y limitativa de lo «nacional». Pero, si de literatura se trata, la nacionalidad no es asunto de papeles de identidad ni de límites geográficos, históricos o políticos, sino que surge de una imaginación y de una sensibilidad; es decir, de una manera de sentir y de vivenciar verbalmente la realidad. Lo nacional no es la realidad en sí, sino la manera de vivirla. Aquí interesa esa nacionalidad imaginada, la que surge de una manera de sentir y de exteriorizar ese sentir, lo que Guillermo Sucre ha llamado «la reciedumbre interior de un país».

Los límites que se establecen desde la imaginación no son estables ni definitivos; más que límites, la imaginación ofrece relieves y perfiles y funda la frontera interior de una cultura, su paisaje humano, aquello sin lo cual, al decir de Lezama Lima, ninguna cultura puede hacerse descifrable[1].

En estas líneas no se pretende enjuiciar la literatura venezolana, sino explorar y vagabundear en torno a lo leído, con el propósito de introducir algunas valoraciones que ayuden a confrontar las imágenes que nuestra cultura proporciona a través de la literatura. Por lo tanto, este panorama es un primer intento de aproximación, no un resumen exhaustivo con pretensiones concluyentes o excluyentes. La finalidad de este ensayo sería entonces la de iniciar a un posible lector.

Hace ya mucho tiempo que, en la comprensión de los procesos culturales, el comportamiento crítico (lucidez individual) ha sustituido al antiguo comportamiento religioso (patrones de iniciación colectivos). Pero la crítica puede ser la vía iniciática de nuestros tiempos, siempre y cuando no confunda su función reveladora, valorizadora de la experiencia (dar contornos), con un simple informar y juzgar desde fuera, desde patrones y esquemas provenientes de terrenos ajenos a la materia que trata.

Nadie puede iniciarse por otro; ninguna crítica, por lúcida que sea, puede ahorramos la relación personal con las obras. Pero ella, la crítica, funda un orden en el que esa iniciación es posible. Es así que la crítica ha inventado ese espacio relativamente nuevo que los tiempos modernos llaman «literatura».

Desde luego se evitarán las preguntas, hoy bastante bizantinas, respecto a si existe o no, y desde cuándo, una literatura venezolana. Es preferible mantener la ambivalencia del objeto de estudio y no prejuzgar de antemano sobre la legitimidad de su filiación. Pero cabe decir que por literatura venezolana se entiende el acopio heterogéneo de obras que una confusa tradición nos ha hecho tener por tal.

Mas a ese impreciso conjunto se agrega, guste o no, cierta idea de lo que la crítica y la historia literaria han ido precisando mediante fechas, períodos y etiquetas. De modo que bajo el rótulo de «literatura venezolana» no sólo existe un catálogo de autores y de obras cuya partida de nacimiento dice «venezolanos», sino también un discurso intelectual que ha centrado sus valoraciones en torno al asunto de la identidad nacional y ha querido hacer coincidir la evolución literaria con la de una supuesta conciencia nacional. Existe, pues, un ojo moral que ha intentado distinguir entre obras legítimas o ilegítimas, soslayando con mucha facilidad el hecho irremediable de nuestra bastardía cultural.

A estas dos cuestiones es necesario agregar una tercera que proviene de un querer diferenciar, desde dentro, entre aquellas obras que son fruto de un quehacer específicamente literario, es decir, que son imaginación y experiencia verbal, y aquellas otras que son versiones «literarias» de intenciones y programas políticos, educativos, etc. Sin duda, esta última cuestión es la más fértil, ya que en lugar de sistematizar desde fuera, comienza por preguntarse cuáles han sido las vivencias y las experiencias que han permitido que aparezca esa imaginación. De entrada se ha renunciado al catálogo y al fichero sistemático; son muchos los autores omitidos por ignorancia o descuido, pero ello se justifica por la amplitud del tema y por las limitaciones obvias de todo panorama; y también se ha de saber que una literatura nacional no es un orden concluido para siempre, sino un terreno virtual que cada mirada crítica y cada lector pueden rehacer.

No se parte de ninguna división específica, sólo se recurre a la leve guía de cierto hilo cronológico; por lo tanto, el orden y las agrupaciones no dejan de ser un tanto arbitrarias a veces o convencionales otras. Si se insiste en algunos escritores más que en otros es porque en cierto modo son puntos de referencia irremediables, de los cuales cualquier ensayo debe ocuparse; pero, por otra parte, conviene tener presente que existe siempre como «posibilidad», como revés, otra literatura venezolana que está por dibujarse y que se puede perseguir, como al sesgo de todo panorama convencional, en el diálogo de esas mismas obras, fuera del espacio rígido de la cronología. Es en ese evasivo dibujo que podemos adivinar el lento aparecer de una imaginación y de una cultura venezolanas.

Hasta ahora la historia literaria se ha empeñado en achatar los relieves, los accidentes, y se ha ahorrado el trabajo de tener que construir un ángulo de visión ajustado a su objeto. La consecuencia de ello es un contorno inadecuado o ilusorio: se ha supuesto un desarrollo literario acorde no sólo con el de toda gran literatura europea, sino también con la no menos ilusoria historia patria. Nada más lejos de los baches, balbuceos y traspiés de nuestro desarrollo cultural.

En primer lugar se hace indispensable comenzar por reconocer nuestra relación y filiación europea; pero también, e inmediatamente, es necesario mirar nuestra diferencia. Pocos ensayos tan iluminadores al respecto como El Discurso Salvaje, de J. M. Briceño Guerrero: «antes de habernos observado a nosotros mismos para reconocemos y saber quiénes somos, antes de tener edad para sentir la pregunta por la identidad y medios para formularla, antes del desasosiego interrogativo nos fue dada la respuesta: somos occidentales». En efecto, cualquier estudio que se haga sobre nuestra cultura debe partir de este hecho, a no ser que se prefiera instalarse en los terrenos del delirio y de la ilusión fantástica. Pero a continuación agrega Briceño: «somos occidentales, sin duda alguna, pero debemos admitir la presencia de una resistencia no occidental en América”[2], Mucho se habla hoy día de comenzar a miramos «sin complejos»; pero también cabe decir lo contrario: debemos comenzar por reconocer nuestros complejos. Es en esos complejos históricos, culturales y psicológicos donde yace la verdadera trama del vivir del pueblo, y es de esos complejos que se ha nutrido siempre toda imaginación.

Una paradoja no menos reveladora de nuestra ambivalencia subyace en ese querer y creemos radicalmente otros, nuevos, originales, pero aludiendo siempre a una novedad y una originalidad «pintoresca» o «exótica», procedente de la apropiación exterior de un decorado y no de una visión. Es decir, afirmamos nuestra originalidad calcando patrones de visión y de valoración ajenos, ahorrándonos la experiencia misma de lo que somos.

La literatura venezolana defrauda si la vemos con pretensiones universalizantes; es decir, si forzamos el material para encajarlo en unos supuestos esquemas cronológicos y genéricos. Desde hace tiempo, la mayoría de los críticos e historiadores se han dedicado a la dudosa tarea de ordenar, clasificar y justificar un romanticismo, un modernismo, un realismo o un surrealismo… En definitiva, en construir un paralelo más o menos coincidente con el desarrollo de las literaturas europeas. Esto hace que se exagere la importancia de ciertas tendencias en detrimento de otras y que se sobrevaloren obras que de otro modo se ignorarían. Por lo tanto, lejos perfilar nuestra literatura, la han uniformado con la de otras culturas; y en lugar de precisar su contorno han hecho más que hincharlo.

A fuerza de buscar ese paralelo se ha dejado fuera su verdadera originalidad, su diferencia, los lugares donde aparece la resistencia y se cumple ese diálogo tenso con nuestra filiación occidental. A fuerza de cubrir nuestra literatura con etiquetas que no le pertenecen, se ilusiona al lector con algo que luego no aparece: un romanticismo sin profundidad, un realismo folklórico, un heroísmo sin aventura, unas vanguardias de segunda mano.

Tratemos, pues, de no exigirle nada de antemano a esta literatura. Dejemos que los límites surjan desde dentro. No hay que exigir que sus temas sean importantes para el país, ni que sus formas reflejen las de otras literaturas; ni siquiera se puede pedir de entrada que sea «buena», porque antes de exigir hay que comenzar por reconocerla.

Entre nosotros, la preocupación por ser «nacional» cuando se escribe ha obstaculizado o enrarecido la verdadera vocación literaria. Y es que la literatura la hacen los poetas, no los intelectuales; pero en nuestros países el escritor y el intelectual han estado siempre confundidos en una misma cosa y en un mismo quehacer.

Lo que conforma una literatura no son los temas o las intenciones «nacionalistas», sino la manera como ha sido vivenciado verbalmente cualquier tema y cualquier intención. La crítica, el intelectual, los dirigentes de la vida nacional exigen periódicamente al escritor que convierta en literatura los acontecimientos más notables de la vida nacional.

Si tuvimos una lucha de independencia, debe haber una épica que lo confirme, y si tenemos una selva tropical, debe haber una literatura que la exalte, incluso cuando lo más característico de nuestra vivencia cultural sea, a veces, la falta de conexión afectiva o memoriosa con esas «realidades» (no siempre hay simetría entre realidad exterior e interior). Por otra parte, a menudo la crítica ha confundido esta conciencia exterior de la nacionalidad (política o histórica) con su conciencia interior (cultural, intrahistórica).

Por lo tanto, la valoración de una literatura nacional debe comenzar por evitar esas escalas que jerarquizan atendiendo a la importancia filosófica, educativa o política de las obras; no es el valor didáctico lo que da la clave, aunque tampoco se trata de un, asunto puramente formal o estético. Hay que buscar más abajo, en una zona impura donde ni lo estético ni lo ético están aún deslindados. El quehacer literario surge de una zona más elemental, de un contacto con lo constitutivo del vivir: los mitos, las imágenes, los ritmos y los humores de una cultura, su caldo vivencial.

En países como el nuestro la literatura no surge como un todo coherente y diferenciado, no se inserta en una tradición nítida y libre de impurezas; por el contrario, nace de un proceso bastardo, in mersa entre culturas y tiempos diferentes. Por lo tanto, la utilización de los mismos patrones críticos que el estudio de otras literaturas ha consagrado, en la nuestra resulta inadecuado. La literatura venezolana se presenta más bien como un cuerpo errático, un tanto indiferenciada de otros procesos; el espacio que configura es más un panorama de excepciones que un tramado de constantes y continuidades. Cada tendencia está minada desde el interior por otra, cada tema aparece en tensión con su sombra. Estos rasgos mercuriales obligan a hablar de una literatura que surge por destellos, como algo que oscila sin cristalizar definitivamente en formas, géneros o escuelas. En lugar de quejamos por no tener un proceso similar al de otros países, celebremos la falta de esas certezas, pues quizá en esa imprecisión y en esa debilidad esté lo más interesante y lo verdaderamente original. Seguramente la realidad, la presencia más poderosa de esta literatura es esta descolocación y este descentramiento.

II. Orígenes barrocos

«Nosotros vamos por la imagen proyectada sobre la futuridad haciendo mito. Para ellos, europeos, el mito como el lenguaje es un disfrute, pueden hablar con no oculta voluptuosidad de recreación; para nosotros, americanos, el mito es una búsqueda, una anhelante y desesperada persecución. Mito y lenguaje están para nosotros muy unidos, no pueden ser nunca recreación. sino verbo naciente, ascua, epifanía. Tenemos que situar y crear un rostro en el fuego, en el aire, en el agua, en el remolino que asciende» (José Lezama Lima).

A diferencia de Europa, en Hispanoamérica los mitos no están al comienzo; ni siquiera hay un comienzo. Por lo tanto, la literatura no los recrea, sino que los busca, como indica Lezama Lima: no podemos «echar el cuento» de lo que somos o fuimos, sino perseguirlo en sus epifanías.

Si se comparan nuestros comienzos con los orígenes de las literaturas europeas hay dos cosas que saltan inmediatamente a la vista: en primer lugar, entre nosotros la formación de la literatura no ha corrido paralelamente a la formación de una lengua nacional y en segundo, no hemos convivido directamente con la cultura latina. Es decir, se empezó con una lengua ya hecha y en todo su esplendor; pero nuestra relación con el pasado latino medieval de la lengua será forzosamente indirecta, a través de la cultura hispánica del Siglo de Oro. Por lo tanto, nuestros orígenes son barrocos. Para nosotros el barroco no es la continuación ni lo opuesto a nada anterior, sino el plasma original de nuestra lengua.

Nuestra cultura nace en moldes barrocos y es esa sensibilidad barroca, contra-reformista, la que nos define. Como ha dicho Briceño Guerrero: «somos europeos de América, europeos de frontera… en América, Europa combate con Europa y hace participar de su lucha los elementos no occidentales de América, que mediante esa participación se occidentalizan”[3], Así pues, hay que partir del europeo en nosotros, hay que reconocerlo para poder acercarnos a lo que ha sido nuestra sensibilidad. Pero también es necesario establecer diferencias dentro de ese europeo, ya que en él conviven trasfondos culturales muy distintos (baste recordar el caso de España, que fue durante siglos una frontera de Europa). Sin una memoria de este poso cultural, sin una memoria de la colonia, Venezuela no existe, o en todo caso existe tan sólo como proyección o fantasía, sin cuerpo que la sostenga. El cuerpo que somos como pueblo y no como idea.

Lo difícil es que ese pasado colonial no está con nosotros. Aparece como dato de archivo, como espécimen de museo, identificable y manipulable; pero no hay imágenes vivas en nosotros, es decir, hemos perdido la colonia como memoria. Revisando los viejos cronistas, que son el obligado principio de toda literatura nacional (Pedro de Aguado, Jacinto de Carvajal, José Gumilla, Pedro Simón y Juan de Castellanos), se descubre el contrapunto de dos imágenes: Venezuela. como paraíso terrenal, lugar de abundancia, la más cercana al cielo, aliado de otra Venezuela de pueblos miserables y de tierras yermas. Tierra de gracia y tierra de desgracia conviven desde el comienzo. Riqueza oculta hacia dentro (las perlas de Cubagua, el sueño de El Dorado) y ruina evidente fuera, sin ciudades ni culturas asentadas, sin campos labrados. Venezuela es, simultáneamente, lo que se ve y lo que se sueña. Lo que se es y lo que se cree ser.

Pero entre una y otra media un abismo irreparable. Estas son las imágenes básicas que vienen de las crónicas, y esta visión escindida -una luminosa, otra sombría- aún persiste en la imaginación de nuestros escritores. La literatura venezolana, en cierto modo, no ha sido más que la expansión de ambas imágenes. Para algunos continuamos siendo tierra de promesa; los que se vuelcan hacia fuera querrán alcanzar el sueño y construirán imágenes de esplendor y de triunfo, aunque ese triunfo sea una fantasía y ese esplendor una retórica. Otros miran hacia sí mismos y prefieren atenerse a la desolación y la pobreza, porque en esa pobreza hay vivencias y en esa desolación su única verdad.

El siglo XVIII es el momento en que Venezuela incuba un estilo de vida y forja una sensibilidad. Después de la ruidosa y confusa empresa de la conquista y de la evangelización aparece el callado rumor de la vida ordinaria: el rezo y no el himno, el cuento y no la gesta. Entonces aparecen las virtudes más sólidas de un pueblo; ahí se templa un cuerpo y un sentir, ahí el criollo hace paisaje. Esa vida en sordina es la fuente de nuestra más auténtica tradición. Cultura casera y provinciana, europea y tropical, ventilada en patios y corredores espaciosos, sobria de fachada, pero de contornos firmes; despojada de monumentos y de grandezas, pero centrada en torno a una mentalidad civil y unas proporciones discretas.

En esos tiempos no hay una cultura original, no puede haberla: somos europeos de América y el criollo comienza su lento trabajo de asentamiento. ¿Cómo escribían, qué escribían? Junto a una tradición oral de raigambre medieval están los romances y las fábulas, las plegarias y los rituales, el pathos señorial y la imaginería cristiana; simultáneamente, al otro lado, aparece un lenguaje legislativo y una retórica académica de protocolos y de tratados. Al lenguaje vivo de la tradición se agrega el lenguaje muerto de la eficacia. A lo anónimo memorial hay que sumar el caso pasajero.

Este siglo XVIII se abre con Oviedo y Baños haciendo memoria de la conquista con su Historia de Conquista y Población de la provincia de Venezuela (1723). Cuando la vida se aquerencia en las casonas y se siente la invasión del tiempo opaco de la siesta y las cosechas, es cuando aparecen las imágenes legendarias, deslumbrantes y ruidosas de la conquista. Lo heroico se fabula desde lo domestico.

Pero si existió una memoria de la conquista, no habrá quien haga luego memoria de los tiempos coloniales: desde lo heroico nadie cantará lo doméstico. La Independencia no sólo cortó los vínculos con España, sino que amputó la memoria de la colonia.

Cuando se dice que hay que hacer conexión con la colonia y reconocer nuestros orígenes barrocos no se hace referencia a obras o a hechos particulares ni a verdades de orden histórico, sino que se alude a un sentir y a una imaginación que hizo posible la existencia de una cultura: el caldo donde se fue fraguando y templando un sabor y un vivir que oscuramente llamamos «venezolano».

Esta conexión antes citada podría darse si se precisaran mejor las imágenes que ofrecen dos tipos de tradiciones paralelas y coincidentes. La primera sería la tradición popular, eminentemente oral, y la segunda la tradición literaria propiamente dicha y en su totalidad escrita, como son las fuentes clásicas, los tópicos de la literatura europea y, en particular, las relaciones con la tradición literaria hispánica. Escasean los estudios específicos sobre ambas tradiciones, pero si bien la tradición literaria ha sido mal tratada y muy descuidada, hay que subrayar la casi total ignorancia en que estamos con respecto a la tradición popular.

En Venezuela es evidente el papel aglutinador y decisivo que los periódicos, las revistas y los grupos literarios han tenido en la configuración de una vida intelectual y de una historia literaria. Pero quizá se han sobrestimado estos factores en detrimento de otras fuentes. No cabe duda de que el trabajo en las publicaciones periódicas y el mundo intelectual ayuda a establecer el universo mental, las influencias, los programas, los códigos estéticos, las posiciones filosóficas o políticas. Mas esa visión no deja de ser exterior cuando se quiere indagar el humor y la sensibilidad. El caldo de cultivo de una cultura hay que buscarlo más en el fondo, en la textura misma del vivir. De ahí el interés de la tradición oral y escrita. Pero como ese estudio está aún por hacer, digamos de una vez que hasta ahora la visión que tenemos de nuestros procesos culturales es exclusivamente exterior.

La Venezuela colonial es un conjunto de pueblos y de villas aisladas, de provincias independientes, cuya obsesión es más interior (configuración vivencial), que exterior (configuración política): son los principios y formas de vida hispánicos los que establecen una unidad cultural eminentemente agraria y ganadera. Cualquier trabajo sobre nuestras formas culturales debe tener en cuenta esta pobreza inicial, esta precariedad básica. Una pobreza que para los ojos del alma nunca es tal; la cultura funciona con otras valoraciones y para ella no hay pobreza que no esconda la riqueza de una verdad más Íntima. El progreso, el crecimiento en el orden económico y político, nos ha hecho olvidar que para el alma no hay pobreza y que en ese pasado está el tesoro.

Se dice con demasiada facilidad que en Venezuela no hubo barroco. Esto es cierto solamente si entendemos por barroco las manifestaciones estéticas monumentales que se dieron en México, Perú y Brasil. Realmente, la pobreza de nuestras ciudades, la sobriedad de nuestras iglesias no merecen ese calificativo. Pero si hablamos del barroco como lo hizo Lezama Lima[4], si buscamos más bien una imaginación y una sensibilidad, veremos que la vida colonial lleva en el secreto de sus patios y en el lento discurrir de sus tertulias la fibra y el temple del barroco: » … dentro de los hondos patios de las hondas casas, que eran islas dentro de la isla de la ciudad, aquellos fuertes contrastes, aquellas iluminaciones definitivas maceraban los espíritus”[5].

III. Intelectualismo y costumbrismo

Sería ocioso hablar de intenciones literarias durante la guerra de Independencia. El final del siglo XVIII y parte del XIX son tiempos de agitación, zozobra y desajustes; la vida es movilización y campamento. El señor barroco deja su hacienda y debe escoger entre el barco o el caballo.

La dimensión creadora de la palabra escrita hay que buscarla fuera de las consabidas formas literarias modernas. No son vivencias de escritor, sino escritura de alzados y desterrados. Porque en el sueño que atraviesa la palabra incendiada de los alzados y en la vigilia distante o nostálgica de los desterrados y de los fracasados, volvemos a encontrar el contrapunto de las primeras crónicas. Un contrapunto de delirios y desengaños, de manía y depresión, será el tejido permanente de nuestra intrahistoria. Serán los desterrados, los presos y fracasados los que más se atendrán a un paisaje y a una historia local, en tanto que los alzados imaginarán paraísos y construirán un país con frases encendidas, proclamas y consignas. Sobre el vacío y la ruina real de la guerra ellos imponen una construcción ideal.

El supuesto «romanticismo» de estos hombres poco tiene que ver con el alma romántica de la literatura europea; en su prosa nada se vincula al universo onírico y sugestivo que Mario Praz y Albert Béguin[6] tipifican como propio del gran romanticismo. Aquí no tenemos poetas que se sientan héroes solitarios, sino héroes que se sienten poetas solitarios[7].

Entre nosotros el romanticismo no alcanzó configuración estética, fue sólo sustancia interior: una fantasía y no una forma. No hubo un sentir que se expresara en géneros literarios diferenciados, sino más bien una emoción indiferenciada que se ajusta a las fórmulas expresivas tradicionales, procedentes en su mayoría del academicismo hispánico. La escritura más fecunda de este período no tiene valor artístico, sino intelectual; la ética humanista y las pasiones individuales tienen la palabra.

En Simón Rodríguez, reflexivo y solitario, en Simón Bolívar, impulsivo y brillante, y en Andrés Bello, ponderado y académico, se detectan tres maneras diferentes de encarnar el sentir de estos tiempos. Simón Rodríguez (1771-1854), educador, viajero infatigable y desterrado voluntario, fue una «rareza», un «lujo americano”[8]. Su soledad y su marginalidad no fue un desentenderse del mundo, sino su más lúcida respuesta al orden del día.

En lugar de teorías, ofrece una imaginación pedagógica; pero sus ideas educativas interesan tanto como la forma en que las expresó. Con su escritura «logográfica» trató de escenificar sus ideas. La página se convierte en partitura o en constelación del pensamiento. Quiso evitar el isocronismo de la lectura utilizando una disposición tipográfica y espacial que reflejara el énfasis y los matices de la idea. El ingenio y las redes asociativas aligeran la rigidez sintáctica del español académico de entonces. Esa expresión aforística y sobria sirve de contrapeso a la elocuencia enfática de la época. Su sabiduría supo alejarse de las abstracciones en boga para buscar conexión con la tradición proverbial.

Con Andrés Bello (1781-1865) aparece el linaje de los estudiosos, de los hombres lentos, apegados a la tradición, que prefieren lo duradero a lo efímero, lo ordenado a lo confuso, lo que ven a lo que sueñan. Su vida se templó en moldes precisos y graves. A los treinta años abandona definitivamente Venezuela. Pero, a diferencia de Simón Rodríguez, su destierro voluntario no será escenario de empresas interiores novedosas, sino el de una silenciosa dedicación a las letras.

En Londres escribe su poema fundamental: Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida (1826). Este largo poema es una celebración no del paisaje, sino del repertorio agrícola; es decir, no hay interiorización de las vivencias, que es lo que convierte la geografía en paisaje. Aquí el topos clásico de la exaltación del campo es el molde retórico que da forma a su nostalgia. En su poesía cuenta más la laboriosidad que la intuición, prefiere el razonamiento al sentimiento y la imitación a la innovación. No puede hablarse de una voz, sino de una idea poética que controla la expresión, y esa idea está, por lo general, tomada de los moldes clásicos.

Este tema tradicional ha tenido una larga vida en la literatura venezolana y ha dado lugar a que se hable de corrientes criollistas y nativistas. En este sentido, y en poesía, hay que mencionar la Silva Criolla (1901), de Francisco Lazo Martí, que se sirve del mismo tema pero desde una visión más lírica. En la narrativa este asunto se incorpora como trasfondo pintoresco o programático en las obras de M. y. Romero García (Peonía, 1890) y de M. Urbaneja Achelpohl, hasta llegar a Rómulo Gallegos. La imagen de América como paisaje arcádico, como edén acogedor, abundante y virginal, fue un lugar común de la época. Las ideas de libertad política se conjugan con las de un regreso a las fuentes nutridas. En nuestra literatura ha sido constante la visión de la tierra y del paisaje como imágenes maternas, omnicomprensivas, como un fondo de energías indiferenciadas. Al no haber sentimientos individualizados a través de una memoria, se termina siempre en un paisajismo literal o metafórico.

Simón Bolívar (1783-1830) es quizás el más hispánico de los tres. Leer a Bolívar es la mejor iniciación que se puede tener no sólo con respecto al pensamiento, sino también a la imaginación característica de la Independencia. Su prosa revela las tensiones profundas entre la tradición y la modernidad, entre la Europa medieval y la ilustrada, entre España y Europa. Su palabra muestra el lado luminoso, la inteligencia clara y la inspiración mesiánica que con gran tino él mismo llamó a veces «majadería». Pero el Bolívar triunfante, entusiasta o agresivo es sólo una de sus facetas. Las cartas y los escritos desengañados revelan otro cantar que aún no ha sido explorado. Su estilo, sin buscar la sencillez, no es rebuscado ni trae excesos retóricos. Es la emoción la que rompe las fórmulas. El ritmo y el tono son más importantes que la precisión o la elegancia verbal, y esto es lo que muchos han llamado su romanticismo.

Ese tono y ese ritmo imprimen velocidad, desmesura y énfasis a las ideas y constituyen notas muy reveladoras de lo que fue el sentimiento de los que lucharon en las guerras civiles. La inquietud, el apresuramiento, la brillantez, la intuición y la voluntad dominan por encima de la reflexión mesurada. Su prosa se dirige más a la abstracción que a la imagen, la emoción busca el logos, no el sentir.

El siglo XVIII y gran parte del XIX fue un período dominado por la polémica, el combate político, las intenciones didácticas y las pasiones patrióticas. La vida intelectual se vuelca al exterior y al futuro, y está sujeta a la misión o a la ilusión de hacer un país nuevo. Describir, enjuiciar y proponer son las intenciones dominantes. Son tiempos sin memoria: nadie cuenta, nada revive, porque todo tiene que nacer; pero lo que nace surge sin raíces, ya que el pasado colonial ha sido enfáticamente rechazado. No son tiempos propicios a la reflexión ni al sentir; se vive por impulsos. Es un vivir emocional, pero que gira en torno a las ideas y a las causas. Las abstracciones, las palabras, las utopías son los continentes de esa emoción.

Para comprender mejor las expresiones típicamente literarias escritas durante ese larguísimo período de guerras civiles hay que tener en cuenta la tensión entre las formas de vida colonial (la vida lenta, sobria, sedentaria y rutinaria) y el espíritu independentista (afanado, exaltado, improvisado y utópico). Los poemas cívicos, los versos eruditos, constituyen la cultura libresca y académica. El subjetivismo propio de los tiempos se mezcla ahora con las fórmulas clásicas.

Paralelamente corre una tradición de romances, décimas y letrillas de corte popular en la que destacan los versos de Rafael Arvelo (1814-1878), cuyo tono satírico y risueño acusa una nota característica de la tradición popular venezolana. Para las producciones líricas de esta época el calificativo de romántico resulta exagerado, y es justo reconocer que ni la sensibilidad ni la escritura de estos trovadores de provincia lo merecen. Los versos de Abigail Lozano (1821-1866) y de José Antonio Maitín (1814-1874) han sido los más divulgados. Ambos escriben una juglaresca provinciana, de acuerdo con la cultura municipal y doméstica de la Venezuela de entonces. Son versos espontáneos y confesionales en los cuales como dice Mariano Picón Salas, «la gracia anda envuelta con el ripio y el acierto con la vulgaridad”[9]. Más que de poesía puede hablarse de una afectividad en verso, dominada por una tristeza crepuscular e irreflexiva.

Dentro de esta misma línea de escritos sin pretensiones académicas hay que agregar todo un conjunto de estampas criollas o regionales y artículos de costumbres que van configurando un terreno expresivo diferente. La cuentística del siglo XX debe mucho a la riqueza del costumbrismo del siglo pasado. En esta escritura breve, suelta, de tono festivo y de imágenes precisas puede observarse una imaginación más original que no renuncia por completo a la elaboración literaria. La presentación de tipos, el habla caraqueña o regional, constituyen la sustancia primera de esta tendencia. En contraste con la novelística de esos años, el cuadro de costumbres permite al escritor dejar a un lado la anécdota rebuscada y convencional, libera la prosa de énfasis retórico y facilita la conexión con unas dimensiones domésticas y cotidianas del vivir. Por lo general, la intención satírica o didáctica acaba por controlar la fuerza imaginativa.

Siguiendo la excelente Antología de Mariano Picón Salas[10], los autores más destacados en este género son los siguientes: Juan Manuel Cagigal, R. M. Baralt, Luis D. Correa, Daniel Mendoza, N. Bolet Peraza, F. Tosta García, F. de Sales Pérez y Tulio Febres Cordero; los últimos cultivadores de este género fueron Miguel Mármol (Jabino) y Pedro Emilio Coll Durante el siglo XIX el periodismo es casi exclusivamente político y la gran mayoría de los trabajos intelectuales se publican fuera del país. Por ejemplo, en Londres, Andrés Bello funda Repertorio Americano y Biblioteca Americana, dos revistas importantes para la formación y divulgación del pensamiento hispanoamericano.

En el revés de la historia literaria, en la prosa política, en el ensayo ocasional y en los trabajos de divulgación y opinión sobre temas históricos o filosóficos es donde pueden encontrarse los tonos y las imágenes más reveladores de una sensibilidad diferenciada. Junto a una novelística sentimentaloide y truculenta y una poesía artificiosa, grandilocuente o pueril se desarrolla una prosa ágil y precisa que, poco a poco, se va despojando de los moldes retóricos hispánicos. Entre muchos otros destacan los trabajos de: Fermín Toro, R. M. Baralt, Cecilio Acosta, Juan Vicente González, Julio y E. Calcaño, Tomás Lander, Eduardo Blanco, Felipe Larrazábal, Antonio Leocadio Guzmán, Felipe Tejera, Lisandro Alvarado, Coto Paúl y Muñoz Tébar. A veces, lo mejor de la prosa no está en los trabajos académicos, sino en las cartas y en las memorias, porque en ellas la preocupación enciclopédica y la fórmula expresiva no ahogan la vivencia personal.

IV. Distanciamiento de lo tradicional

No tiene mucho sentido comparar el aburrimiento y la rebeldía de una Venezuela de montoneras y serenatas con lo que fue el spleen y el espíritu revolucionario de las grandes ciudades. El París del siglo XIX, con sus príncipes, sus comuneros y sus bohemios tiene muy poco en común con la Caracas de Guzmán Blanco y de Castro. Digamos de una vez que no hubo en Venezuela una vida moderna que respaldara las teorías y las formas europeas, ni existía una cultura dispuesta a confrontar o asimilar tales preocupaciones. Las ideas y las formas llegan disociadas; llegan como los vinos, agriados o mareados por la travesía. En la Caracas de 1900 muy pocas calles están empedradas y las carretas de burros todavía atraviesan el centro de una ciudad que empieza a soñar con bulevares. Los espectáculos se reducen a las visitas esporádicas de un circo, un tenor o una compañía de zarzuelas. Las tertulias y los recitales caseros son el centro de la vida cultural. Y mientras, la ruina agrícola y ganadera es total. Son los años del Mocho Hernández y de La Libertadora. Los alzamientos y las revoluciones de caudillos se suceden ininterrumpidamente hasta la dictadura de Gómez, en 1909.

En medio de una atmósfera tan poco propicia a la reflexión y a las preocupaciones estéticas, José María Herrera Irigoyen se empeña en mantener y dirigir por más de veinte años una revista peculiar: El Cojo lustrado. Esta revista ocupa un capítulo obligado en la historia literaria venezolana por el papel que desempeñó en su época gracias a la indudable calidad de sus colaboradores, a la novedad de su presentación y al eclecticismo de su director[11]. En una de sus cartas a Felipe Tejera, Herrera le explica, con su ironía característica, que El Cojo se sostiene: primero, porque es empresa anexa a una industria; segundo, «porque es asunto de íntima satisfacción personal del dueño sostener esa publicación que le honra a él, honra a la empresa, honra a los escritores venezolanos y con ella al país»; y tercero, «porque su director es completamente sordo a la censura, sordo a los reproches y a los celos de los escritores”[12].

Fue así como El Cojo sirvió de cauce al diálogo y al comercio cultural entre las distintas generaciones y tendencias. La terquedad, la cultura y el eclecticismo de Herrera forjaron una distancia crítica y una amplitud de criterios muy rara en tiempos de pasiones radicales y de actitudes primitivas o parroquianas. El Cojo fue uno de los primeros signos civilizados de la Venezuela poscolonial. Para tener una idea de esa amplitud basta entresacar algunos de los nombres que figuran en las traducciones o bien como colaboradores habituales: E. Zola, los Goncourt, Darwin, Spencer, Claude Bernard, Nietzsche, D’Annunzio, Dostoyevsky, Gorki, Knut Hansum, Panaït lstrati, R. Kipling, Daudet, Pierre Louys, P. Loti, Maeterlinck, Stefan George, R. M. Rilke, Eca de Queirós, Pardo Bazán, Unamuno, Rubén Darío, Menéndez Pelayo, J. Ramón Jiménez, Ricardo Palma y Santos Chocano.

La lista de los venezolanos reúne a casi la totalidad de los pensadores y escritores de la época: José Gil Fortoul, Jesús Semprún, Gonzalo Picón Febres, Rufino Blanco Fombona, Eduardo Blanco, los Calcaño, Pedro E. Coll, Jabino, E. Juan de Dios Méndez y Mendoza, Pedro César Dominici, F. Lazo Martí, Urbaneja Achelpohl, Andrés Mata, Udón Pérez, Pérez Bonalde, César Zumeta, Felipe Tejera, Miguel E. Pardo, Manuel Díaz Rodríguez … y muchos otros.

En 1895 aparece Cosmópolis. Sin que alcanzara la amplitud y trayectoria de El Cojo, tuvo, sin embargo, la importancia de ser la primera publicación literaria con una orientación abiertamente anti- tradicional. Por eso algunos la asocian al movimiento modernista. Sin embargo, sus redactores (Pedro E. Coll, Urbaneja Achelpohl, Pedro César Dominici y M. Díaz Rodríguez) están muy lejos de compartir un mismo ideario estético.

Se habla en estos años de un período modernista, de una pugna entre tendencias positivistas y realistas con otras esteticistas o decadentistas. Por lo general, los nombres de tales tendencias más bien han confundido que diferenciado el panorama literario. Existen, sí, algunos rasgos de la vida moderna que han comenzado a introducirse en el país: el oficio literario comienza a distinguirse de la actividad política y se mueve ahora en torno a las revistas especializadas; se reduce la erudición académica y la intención descriptiva enciclopédica cede ante un lirismo más personal y una prosa de opinión en la que la novedad y la audacia ocupan un lugar preponderante.

En cierta forma la vida intelectual pierde calidad, el gesto importa más que la idea y la atmósfera ocupa el lugar que antes llenaban los individuos y las acciones. Sin embargo, en esta nueva superficie está quizá la clave de una nueva sensibilidad aún difusa y torpe, pero que comienza a desprenderse de la espontaneidad y de la improvisación propias del siglo pasado.

Mientras la escena literaria hispánica está dominada por Rubén Darío, en Venezuela, como han dicho algunos críticos, su influencia ha sido marginal y tardía. Algunos toman de Darío solamente las innovaciones métricas o la profusión metafórica, es decir, sus aspectos más exteriores, mientras que los fundamentos propiamente modernos de su estética tendrán que esperar hasta muy avanzado el siglo xx para ser reconocidos y valorados con justicia.

En esta época nuestros escritores se esmeran más en dotarse de un estilo que de una poética; para ellos la palabra continúa siendo un adorno más que un símbolo y formulan ideas antes que imágenes. Se estimulan las fantasías exóticas y el tremendismo (Pedro César Dominici) o las pretensiones científicas (Gil Fortoul), de modo que la palabra elabora un mundo sin asideros vivenciales. Son escritos plagados de ideas, de temas y de motivos «modernos», de recursos estilísticos y léxicos igualmente «modernos», pero sin una afectividad o una memoria que los asimile. Algunos tratan de remediar esta carencia con referencias exteriores a la vida nacional (el paisajismo o el cuadro sociológico). Pero la desproporción es evidente entre el universo mental (ya sea positivista o esteticista) y la trama psíquica y cultural donde la insertan.

A la corriente humanista de temple romántico emocional hay que agregar ahora una actitud intelectual que se aparta de la vía intuitiva y emotiva. Con la divulgación de las ideas positivistas se impone un nuevo estilo más preciso, menos metafórico.

La prosa pierde en riqueza imaginativa y se vuelve más más dogmática, pero a la vez se libra del excesivo patetismo y de la espontaneidad sin cauce (Gil Fortoul, César Zumeta, Arístides Rojas y Lisandro Alvarado son las figuras más destacadas junto al crítico Jesús Semprún). Esta nueva vocación, de tendencia científica y metódica, sustituye la emoción estética o personal por una emoción ideológica; no son voces, sino voceros lo que hallamos en esta escritura.

La poesía erudita y académica ha desaparecido, en su lugar ha crecido la corriente sentimental teñida de acentos bohemios y de actitudes heroicas; el poeta se ha convertido en un «campeón» del sentimiento. Es la época, como dice Picón Salas, de los «criollos apasionados»: el ardor, la fantasía informe y la afectación expresiva son las características más evidentes. Los nombres que en ese campo destacan de manera especial son los de Gabriel Muñoz, Andrés Mata, Udón

Pérez, Juan Santaella, Víctor Racamonde, Tomás Ignacio Potentini, Ezequiel Bujanda y Miguel Sánchez Pesquera. Paralelamente, otros versificadores se muestran partidarios de continuar las formas de la épica popular y no sentimental, sino sarcástica y humorística (Rafael Arvelo, Job Pin, Romanace, Leoncio Martínez y Rufino Blanco Fombona); el humor negro de estos versos es característico de un sentimiento muy acusado entre nosotros; la queja social o personal se convierte en burla y la violencia se resuelve en broma. Es la doble cosa de los discursos éticos y el contrapeso a tanto ideal y a tanta gritería patriotera.

La única figura poética de interés específico es Juan Antonio Pérez Bonalde (1851-1920). Una vez más un viajero, un desterrado, traerá un acento nuevo y la profundidad de visión que parece faltar a los dirigentes de la vida intelectual. La cultura inglesa y la alemana fueron el caldo de cultivo para la poesía de Pérez Bonalde. El introduce una voz dramática y una visión interior del paisaje, desaparece la escenografía exterior del sentimiento, y la circunstancia vivida, el sentir presente, ocupa ahora el primer plano. No pretende reseñar ni llorar, sino dar con una tonalidad del alma; la emoción ha sido recogida y traspuesta a un diálogo interior.

En cuanto a la narrativa, se puede observar que la novela se ha convertido en una excusa para divulgar opiniones y promover soluciones. Si en una determinada época los héroes se sintieron poetas, ahora puede decirse que los escritores se sienten gobernantes. Las novelas de esos años (Julián, de Gil Fortoul; El hombre de hierro y El hombre de oro, de Rufino Blanco Fombona; Ídolos rotos y Sangre Patricia de Manuel Díaz Rodríguez, y En este país, de L. M. Urbaneja Achelpohl) carecen de imaginación novelesca, no hay fábula, la historia que cuentan carece de vida y de tensión, ya que ha sido construida para propagar o ilustrar programas políticos o educativos, teorías psicológicas o resquemores personales.

Pero del conjunto de los narradores destacan, por distintas razones, Rufino Blanco Fombona (1874-1944) y Manuel Díaz Rodríguez (1871-1927). El primero es más interesante como individuo que como escritor. En su producción la imagen del caudillo se traslada a la literatura y sus obras interesan más por la emoción que las conduce que por la sustancia novelesca. Su trabajo El conquistador español del siglo XVI, publicado en 1921, es quizá su fabulación más interesante. En cuanto a Manuel Díaz Rodríguez es, sin duda, el mejor escritor de toda su generación, destacando en el conjunto de su producción sus obras breves (Sensaciones de viaje y Cuentos de color), en las que la expresión aparece despojada de arengas o de psicologismos ingenuos. Si bien sus tramas son débiles y sus personajes estereotipados, interesa la intensidad de la atmósfera que sabe crear: al eludir la descripción pintoresca presenta una imaginería afectiva confusa, pero el lenguaje consigue hacerse alusivo y no deja de ser refrescante encontrar un temperamento estético y una voz no dogmática que se atreve a murmurar y a dudar en lugar de afirmar y gritar.

Sobre la autora

NOTAS

[1]  Lezama Lima: La expresión americana. En: El reino de la imagen. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981, p. 374.

[2] J.M. Briceño Guerrero: El discurso salvaje. Fundarte, Caracas, 1980, pp. 7 y 25

[3] J. M. Briceño Guerrero: Europa y América en el pensar mantuano. Monte Ávila, Caracas. 1981, p. 221.

[4] Lezama Lima: La expresión americana. Ob. Cit.

[5] Arturo Uslar Pietri: Letras y hombres de Venezuela. En: Obras selectas. Edirne, Madrid-Caracas. 1956. pp. 958-959.

[6] Véase: La carne. la muerte y el diablo, de Mario Praz, y El alma romántica y el sueño, de Albert Béguin.

[7] Para confirmarlo, bastaría releer Mi delirio sobre el Chimborazo, de Simón Bolívar.

[8] Lezama Lima: La expresión americana. Ob. cit., p. 407

[9] Mariano Picón Salas: Comprensión de Venezuela. Monte Ávila, Caracas, 1976, p. 77.

[10] Mariano Picón Salas: Antología de costumbristas venezolanos del siglo XIX. Monte Ávila. Caracas. 1977.

[11] El Cojo introdujo la técnica del fotograbado y sus ilustraciones fueron motivo de orgullo editorial.

[12] Archivo familiar.

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