literatura venezolana

de hoy y de siempre

Anábasis y Salvoconducto (y otros poemas)

Adalber Salas Hernández

No sé qué es esto que te pronuncia en el azar de mis venas,

esto que descubre tu caligrafía marcando las paredes de mi respiración,

esto que me llama a hurgar bajo la blanca ceguera que te cubre.

Padre, no sé qué es esto que sorprende en mis manos las ruinas impares de tu sombra.

***

Tu muerte,

esa tierra amarga que hallaste un día aferrada a tus pies,

eso callado que hace lentamente su rostro en el tuyo.

***

¿Y de qué vale ahora, dime, esa desnudez del pensamiento, el ademán que se cubre con la ceguera de sus techos, que labra su propio sepulcro,

contra eso que me deja su bautismo de sal en la frente,

y busca abrir su boca en la mía?

***

Tu lengua tallada por el hambre es la mía, Padre;

la misma donde se oculta mi nombre esperando ser nada más que aliento,

la misma que ya no sabe articular sonidos y retiene solamente este sabor a tiempo que se quema.

***

Del testigo

No sé cuáles eran sus nombres
al principio.
Se han vuelto borrosos
pasando de una boca a otra
como mercancía de contrabando.
Tampoco conozco sus edades
ni los rasgos que cosían
sus rostros.
Solamente sé
lo que todo el mundo ya sabe
que ellos no tenían
nada que ver que
miraron por error
lo que estaba ocurriendo
allí junto a ellos
y siempre siempre
hay que pagar las miradas que lanzamos.
Solamente recibimos esta ley.
A ellos los ataron
para que no se movieran.
Así pudieron escuchar bien
el ruido de sus propios huesos
al romperse
cuando los patearon.
Escuchar bien sí escuchar bien
hasta que nada más quedara la sordera
el cuerpo haciéndose denso
compacto
olvido.
Los dejaron ahí
y no sé
si sobrevivieron o no.
Sus nombres
irreconocibles
siguen testimoniando.
(Solamente testimonia
lo que se ha vuelto tan ilegible
para sí mismo
que empieza a pertenecer
a la boca de todos
al mundo hambriento y brutal
de los hechos).
Tomo esos nombres
y los pongo ahora bajo mi lengua
como una moneda vieja
y gastada
como un pequeño sol oxidado.

***

Salvoconducto

VI

Mientras escribo el poema, me digo que en él

la palabra muerte no dice nada, no tiene densidad,

no hace más honda la boca. El poema no sabe

de la muerte, como tampoco sabe de la música

que llenará mi cráneo cuando quede vacío.

Ese mismo cráneo que nadie tomará entre sus manos

para anunciar que data del Siglo XXI, qué período

remoto, qué tiempo bárbaro, qué época de luto. Ese

mismo al que nadie hablará, llamándolo Yorick, ser

o no ser, pudiera estar atascado en una cáscara

de nuez y tenerme por rey de espacios infinitos,

y creer que la palabra muerte sirve de algo. Ese mismo

que nadie hallará por azar en una fosa común en

Sudán o en Serbia, en Vietnam o en Catia. Ese cráneo, digo,

ese cráneo mío, que sabrá que el poema es sólo un relato

que se hace la muerte, que se vale de nuestras manos

para decirse, para verse. Esto lo sabrá mi cráneo,

será lo único que sepa, cuando permanezca quieto,

sonriéndole al barro desde su vientre.

Gusanos breves colgarán de sus cuencas,

velarán sus sueños sin palabras.

***

VIII

Sin mucho drama, el fantasma de mi padre
camina a la luz del día. Cada mañana se afeita,
se ducha y sale a trotar (quiere para sí una
muerte saludable).

Nos vemos a menudo. Habla poco, lentamente,
porque tiene piedras en la voz. Recuerda cada
juguete que me regaló cuando yo era niño
y él también. De resto, se dedica a mirar
a su alrededor, a especular, a contar los
años como si el tiempo fuera una manzana
mordida. No sabe cuantas veces ha muerto, ni en
qué poemas o cuáles esquinas. No sabe
cuántos padres ha sido.

Viste su carne intacta con desenvoltura,
sin prisas, seguro de que su ataúd no será
una copla. Tiene bien escondidos sus huesos,
no vaya a ser que se los robe algún santo.

El fantasma de mi padre no es un buen fantasma.
Sabe que ningún tiempo pasado fue mejor.
Insiste en comer y beber, cumple con los ritos
de la respiración y el sueño, se toma el pulso
con regularidad para medir el la velocidad de las
plantas al crecer. No aparece por las noches
llamándome Hamlet, pidiéndome que vengue su muerte.

El fantasma de mi padre olvidó hace años el rostro
de su padre, e incluso ha logrado borrar alguna que otra
sílaba de su nombre; como yo, nunca aprendió a leer bien
la herencia, sus papeles falsos.

***

IX
(don Luis de Góngora y Argote en los infiernos)

¿Y dónde más iba a estar? De cierto
no allá arriba, pasando hambre entre tanto silencio,
tanto santo en éxtasis, tanta esfera celeste
obsesionada con medir los siglos,
ni tampoco aquí abajo, domesticando esa
soledad tan de nadie,
dándole de comer sílabas
y naufragio.
No, don Luis tiene que estar
allá en los infiernos,
así, en minúsculas,
en una gruta espesa como su garganta,
condenado a no repetir
una sola palabra, a gastar
irremediablemente lo dicho,
a ser testigo de ese lujo secreto
que es la voz cuando se da por vencida
y se vuelve pura ceniza desatada.

***

XXIII
(san John Coltrane en los infiernos)

Prefiere tocar aquí, aunque haya pésima
acústica y apenas se escuche la respiración
áspera del saxofón. Prefiere montarse en escena a pesar
del micrófono dañado, la mala ventilación, los tragos
sin hielo. Aquí, a tan sólo quince minutos
de la eternidad, si no menos, entre los yonquis
y las putas trasnochadas, entre los condenados por anfibios
o ambidiestros, por faltos de simetría, aquí, bien lejos de
los coros celestiales, donde ya no queda espacio
para un ascenso más. Porque esta música solamente
puede subir, fue hecha con esas cosas que se derrumban
sin un crujido, sin pedir perdón. No separa la carne del día
de los huesos de la noche, no se sienta a la diestra
de nadie. Lluvia dura, viento de hojalata, cielo
inconcluso y terco, música que lleva en el costado
una herida que no sangra, luz que busca
hacerse polvo entre las manos.

***

XXV

A Ezequiel Zaidenwerg

Mi abuela tenía un soplo que le endurecía las venas
y se las volvía quebradizas; cuando caminaba,
en ellas se abrían huecos por los que
se escapaba mi infancia. Ningún material
servía para tapar las grietas y detener el derrame.
Entonces ella me hacía buscar un coleto
para limpiar el charco que se había formado en el
piso. A veces, el soplo también le empañaba la voz
y las palabras se le quedaban suspendidas,
ilegibles. Era necesario esperar por un rato, hasta que
finalmente se evaporaba la humedad y uno podía
escuchar qué había dicho.

***

Era robusta, pero nunca tan grande
como la recuerdo. Tenía la piel rugosa
y amarga, tenía el cabello seco, las piernas
espesas, la espalda como una caída libre. No
sabría decir cuál era el color de sus ojos. Mi abuela
era una formación geológica, un puño de calcio
endurecido bajo el suelo de un país extranjero,
estaba repleta de pasadizos y pliegues, minas
y grutas, hierro y flebitis, huesos que pasaban la noche
murmurando entre sí. Mineral tallado por una tristeza
que no comprendía ni comprenderé. Por eso siempre
creí que hablaba el lenguaje de las piedras y
me preguntaba con insistencia por qué
no querría enseñármelo.

***

Solamente habitaba por completo esa hora del atardecer
en la cual se encienden todas las lámparas, pero no
se ve nada: cuando a la luz le da vergüenza. Iba de un
extremo a otro de la casa, arreglando todo a su paso,
precedida por el olor a detergente, como si fuera su cortejo,
murmurando Cara al sol con el tono indefenso y un poco
distante de las canciones para niños, el tono de los que no son
ni víctima ni victimario, de los que ya fueron
perdonados hace tiempo, porque nunca saben lo que
hacen. No reparaba en el peso furtivo de la tierra
que le llenaba la boca. Con esa canción me mandaba
a dormir, y yo cerraba los párpados, insomne, tieso,
mientras crujía la esclerosis de la tarde.

***

Nunca descubrí si ella también dormía
o si, en cambio, esperaba el amanecer
oyendo la tos lisa de los pájaros, rodeada
de sus muebles, cojines con faralao, figuras
de porcelana, todos tan viejos que ya no
se parecían a sí mismos. Una casa como
un espacio vacío en la memoria. Y en medio,
ella, quizás dormida, quizás no, con un amasijo
de raíces en el pecho, bajo las tetas caídas,
las manos nudosas tanteando en la oscuridad,
buscando el clavo del que cuelga
lo que soñamos cada noche.

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