Judit Gerendas
Vamos a abordar esta nave, o esta modalidad de novela, de una manera poco convencional: negándola. Para atreverme a semejante irregularidad voy a apoyarme en la voz autorizada del maestro José Saramago, quien, en el discurso pronunciado en la Universidad de Salamanca con motivo de su investidura como doctor Honoris Causa, al cual tuve la satisfacción de asistir, dijo estas sabias palabras, entre muchas otras que ahora no vienen al caso:
He rechazado, a veces con impaciencia que no consigo disimular, la clasificación de novelas históricas, que cierta crítica, más expedita que atenta, viene dando a algunos de mis libros. En mi opinión de práctico, que más de eso no presumo, se trata de un rótulo que debería ser retirado del instrumental analítico en nombre de la evidencia de que toda ficción literaria (y, en sentido amplio, toda obra de arte) no es sólo histórica, como tampoco puede dejar de serlo. Y una novela que pretendiese presentarse como “lectura” de este preciso momento en que estamos no tendría otro remedio que utilizar materiales históricos de todo tipo (léxicos, semánticos, ideológicos, etc.) próximos y remotos.
(…)
¿Es histórica una novela porque en ella se trata del siglo XVIII, o de la época de Jesús? Admitámoslo. Y una novela en la que se describen hechos sucedidos en 1936, ¿será igualmente histórica? Y si fueran históricos una y los otros, ¿lo serán de la misma manera y por las mismas razones? ¿En qué fecha ha comenzado entonces la actualidad?
Pues, entonces, tenemos aquí un problema. Para abordarlo, fiel admiradora y seguidora de Saramago, me apoyaré de nuevo en él. Recordemos cómo se balancea su prosa, cómo su escritura oscila en un vaivén, en un oleaje que sacude nuestra histórica nave, en correspondencia con la característica central del pensamiento saramaguiano: cuestionar todo lo dicho, ponerlo entre interrogantes, decir y desdecir, situar la duda en medio de las seguridades, abordar el tema del que se trate desde todos los ángulos posibles, para así conocerlo desde adentro, sin preconceptos, explorándolo, analizándolo, volviéndolo del revés y del derecho, accediendo al latir de su corazón a partir del latir de la escritura, de la palabra, de la historia que se narra y de la historia real que se representa, elusiva e inasible, que se nos resbala de entre las manos, pero que, a la final, logramos sujetar, buscando una verdad que nunca será tal, pero sí verosímil, si el escritor ha sido capaz de hacérnoslo presente de tal forma, que establecemos con él el pacto referencial y aceptamos lo que nos cuenta, sostenido por su lógica interna y por lo que conocemos fuera de lo que está entre las dos tapas del libro (o la pantalla, o el I-Pad, o lo que sea), es decir, en el contexto, que en general tampoco conocemos directamente, sino por lo que nos transmiten el sistema educativo, los medios de comunicación de masas, los otros textos que hemos leído, las películas que hemos visto y lo que nos han ido contando, desde nuestra infancia más temprana, nuestros padres y otras muchas personas. Es lo que llamamos la cultura (constituida por otros elementos también, por supuesto), la cual tampoco es algo fijo, todo lo contrario, se encuentra en permanente transformación y movimiento, sostenida por el sustrato histórico del cual se alimenta y a la cual, a su vez, ella aporta sus nutrientes.
Ahora bien, más allá de que todos estamos situados dentro de la historia y participamos de ella consciente o inconscientemente, su presencia en las novelas es un hecho evidente: está ahí, en mayor o menor grado, a través de distintas modalidades: realistas, metafóricas, irónicas, paródicas o de alguna otra índole. Pero, en mi opinión, sólo podemos hablar de novela histórica –y pienso, alejándome en un vaivén de la opinión de Saramago, que sí podemos– cuando la historia no es un simple escenario sobre el cual transcurre la acción narrativa, o un telón de fondo que le da una dimensión temporal a los personajes y a su quehacer novelesco, sino que forma parte activa del argumento, participa de la dinámica de ese quehacer, es parte sustantiva del tema y, básicamente, de lo que se trata en la novela es de la representación ficcional, a través de personajes inventados y personajes reales recreados, de hechos que efectivamente sucedieron en la realidad pero que son objeto del proceso de ficcionalización al que los somete el escritor. En este sentido, se asemeja al discurso historiográfico, el cual aspira a dar cuenta de esos hechos de una forma documental y fidedigna, objetiva y ciñéndose a la realidad –aspiración por cierto imposible de cumplir, por razones ideológicas, subjetivas y de punto de vista. También el narrativo tiende a ello, pero no se halla obligado a ceñirse a lo que supuestamente fue la realidad, ni debe dar cuenta de sus fuentes ni ofrecer citas textuales. El discurso de la novela histórica puede reformular los hechos, convertirlos en un imaginario y ficcionalizarlos, no por capricho ni por juego –aunque lo lúdico también puede estar presente, sin lugar a dudas– sino para dar cuenta de todos esos sucesos, a partir de la inventiva, de una forma más cabal, más profunda, acercándose más a la esencia de los factores que se movilizaron. El propio Engels llegó a afirmar que para comprender el ascenso de la burguesía en el siglo XIX europeo eran una fuente mucho más significativa y explicativa las novelas que conforman la Comedia humana de Balzac, que los textos de cualquier sociólogo o historiador de la época. Aunque no se deben considerar las obras de Balzac novelas históricas, sino realistas, no puedo dejar de valerme de esta afirmación para subrayar hasta qué punto la literatura es capaz de expresar la vital dinámica histórica y social de una época, de un espacio o de un tiempo.
Esto no implica, evidentemente, que se puedan relativizar los hechos a extremos inverosímiles, ni mucho menos tergiversar la historia a capricho. Se trata de que hay un sujeto de la enunciación, de modo que, por ejemplo, la historia narrada por los cronistas españoles que llegaron a lo que luego se llamó América, no puede ser la misma que ha sido conservada en los textos de los indígenas, ni tampoco lo que se ve desde las ventanas enrejadas de la cocina –el lugar de enunciación de muchos textos de la llamada narrativa femenina– es igual a lo que se ve desde los espacios del poder en el que se mueven los hombres, siempre matizando la expresión, por supuesto, porque cualquier esquematismo en blanco y negro sería sólo una caricatura de situaciones extremadamente complejas. Evidentemente, en ningún caso se trata de una mímesis, de una representación que pretenda el imposible proceso de copiar fielmente una realidad unidimensional, inamovible y fija en el tiempo y en el espacio.
Aparte del papel activo y dinámico de la historia en las novelas que estamos intentando abordar, otro elemento significativo es un aporte teórico de Luz Marina Rivas, estudiosa venezolana que ha profundizado exhaustivamente este tema, quien señala que lo que caracteriza a la novela histórica es una cierta intencionalidad, a la que ella denomina, de un modo muy pertinente, en mi opinión, conciencia de la historia (Rivas, 2004), término doblemente útil, porque permite desligarse de los hechos tal como han sido historizados por lo que podríamos llamar la historia oficial, y esto es algo que agrego yo a lo que ha dicho Rivas. En todo caso, es bueno recordar que la novela histórica es un discurso sobre otro discurso, el historiográfico, y que abre la alternativa para una interpretación de los sucesos, un internalizarlos para reelaborarlos, reorganizar el material y, a partir de ahí, crear un argumento, una atmósfera y unos personajes que generan esa conciencia dentro del texto y, a partir de ahí, contribuyen a que el lector mismo vaya produciendo dentro de sí la conciencia de que esos hechos ficticios están íntimamente imbricados y ficcionalizan y/o simbolizan hechos históricos específicos, a partir de un punto de vista que generalmente no coincide con el de la historia oficial.
Esto lo podemos ver a lo largo de la novela Abrapalabra, de Luis Britto García, una vasta y dramática representación de toda la historia de la América Latina, con especial énfasis en la venezolana, en lo cual no me puedo detener en este momento, aunque sí en la primera página, y las dos siguientes, páginas que nos sitúan de una vez dentro de la ficción, creación del autor, y dentro de la conciencia histórica, porque reconocemos los elementos de la historia y de la mitología precolombinas de la zona del Caribe, con los cuales ha creado el argumento narrativo de esta sección el autor:
Nosotros, los hijos de Urakán, desafiamos para buena y leal guerra a nuestros hermanos los hijos del mar, y sobre las aguas les dimos muerte a todos, y nos dieron ellos muerte a todos, salvo a mí, que por no haber muerto de las heridas, tomando el canalete en las manos ensangrentadas dirigí la piragua hacia el seno de las olas en busca del latir del corazón de Urakán para rendir en él la última batalla. (…) Tres lunas navegué en la piragua alimentándome de los peces que alanceaba hasta que las olas me arrojaron a una bahía llena de chozas que flotaban. Un poblado de bohíos de piedra vomitó una tribu de hombres repugnantes y pálidos. Con gran escándalo de homenaje o asombro señalaron mis heridas del costado, de los pies y las manos. Cayeron al suelo cuando aferré en una mano un pez, que traía para alimento, y en la otra la macana, donde se cruzaban el asta de madera y la maza de pedernal (2003: 1).
El párrafo único, que abarca algo más de tres páginas, culmina, luego de una riquísima metaforización cultural e histórica, en el encuentro final con su dios: “En el horizonte encendido de fuego por fin se oía el latido del corazón de Urakán, que me llamaba” (p. 4). Urakán, corazón del cielo, era uno de los grandes dioses de la mitología maya y estaba relacionado con las tormentas. En el espacio textual revisado encontramos cantidad de referentes históricos y culturales, narrados como si el trozo fuera un poema en prosa, lleno de imágenes, escrito con el particular ritmo de Britto García, el cual adquiere su más alto nivel precisamente en esta grandiosa novela. El lector, aunque no conozca nada de esta mitología indígena, gracias a la enunciación de este subtexto, y a los enunciados concretos que abundan en él, de entrada ingresa en el pacto referencial y asume una conciencia histórica, aquella de la que hablaba
Luz Marina Rivas. Todo ello gracias a la capacidad de persuasión del texto, que se convierte en un llamado al lector para que lo reconozca como novela histórica. Al mismo tiempo, es bueno señalar que, como la mayoría de las novelas históricas del siglo XX y de lo que va del XXI, no puede considerarse solamente histórica, sino también social, cultural y política, a la vez que gran literatura. Con lo cual, en nuestro vaivén de abordaje, tenemos que darle la razón, en este aspecto, a Saramago.
Ahora bien, volviendo al otro ángulo de abordaje, considero que es importante subrayar que la recuperación de la historia y del pasado a través de la creación de imaginarios narrativos ha sido una constante fundamental de una significativa línea de indagación de la novela latinoamericana desde prácticamente sus comienzos, y que a mediados del siglo XX culminó con las vastas propuestas totalizantes del boom. Responde a la necesidad perentoria de recuperar la historia y la memoria por otros medios, desde otras perspectivas y a partir de otros puntos de vista, ya que la historiografía tradicional, en un gran número de casos, ha dejado de cumplir con su función de dar cuenta crítica de los hechos y de interpretarlos, dejando un vacío que la literatura se ha sentido obligada a ocluir, motivada a hacerlo, con pasión y creatividad, dando a ver lo que estaba oculto y ofreciendo un espacio a las voces que no habían podido ser oídas. Eso que llamamos historia oficial ha borrado numerosos acontecimientos y/o tergiversado su espíritu, su significado, sacando fuera de contexto hechos que, por lo tanto, dejan de entenderse, o se interpretan de una manera tendenciosa, con abundante uso de adjetivos calificativos de índole negativa para todo aquello que la ideología dominante no está dispuesta a aceptar. La novela histórica latinoamericana ha tomado sobre sí la tarea de recuperar lo borrado, de restituir los hechos aislados a su contexto y, básicamente, de darle otro sentido a aquello que ha sido descalificado.
Más recientemente, surge lo que se ha dado en llamar nueva novela histórica, la cual se caracteriza por ser irreverente, paródica, muchas veces grotesca, con una fuerte presencia de la intertextualidad y por ser frecuentemente un hipertexto que reelabora numerosos hipotextos. Esta tendencia se caracteriza por la desestabilización de los aspectos históricos y la utilización del pastiche en la producción de una reescritura, entre paródica y recuperadora, de los acontecimientos históricos ficcionalizados. En esta nueva novela histórica se manifiesta con fuerza una tensión dramática (que utiliza el humor, en numerosas ocasiones, para manera ha resultado inútil y que ha conducido a múltiples vías que terminaron siendo callejones sin salida, y la intensa necesidad de reencontrarse con ese pasado, ocluir los vacíos que van dejando la desmemoria y el olvido, tender puentes y recuperar la historia propia con otros recursos, entre los cuales se destaca el de renunciar voluntariamente a apoyarse en el devenir histórico, de cualquier fuente que sea y entremezclar, deliberadamente, aconteceres muy distanciados en el tiempo, creando así historias aparentemente disparatadas, pero que, en última instancia, logran brillantemente la función que los cultores de esta modalidad, entre los cuales se destaca Abel Posse, se han propuesto: mostrar unas constantes, una continuidad histórica que se oculta detrás de situaciones aparentemente muy distintas entre sí. Mostrar los vínculos ocultos, por ejemplo, entre la explotación iniciada en los tiempos de la colonia y la que se seguía produciendo en el siglo XX. Tal como subraya Ingrid Galster, con esta modalidad se abandona la aspiración totalizante de la novela histórica latinoamericana, la cual dejó, indudablemente, un vasto conjunto de obras valiosas y fundamentales.
Según Ingrid Galster:
[Las] técnicas narrativas puestas de moda por los autores de la nueva novela: en la macro-estructura predomina lo heterogéneo. En el texto narrativo se insertan otros géneros. En el nivel de la microestructura, la narración se caracteriza por el multiperspectivismo y la fragmentación. Hay alternancia constante de discursos en primera, segunda y tercera persona. A veces, no se puede identificar al narrador que se sitúa ora dentro ora fuera de la acción. El discurso auctorial se funde con los discursos directos o indirectos de los personajes (1997: 199).
Se considera que la novela histórica fue inventada por el escritor escocés Walter Scott, a comienzos del siglo XIX, quien escribió más de veinte novelas, entre ellas algunas tan populares como Ivanhoe y Rob Roy. Lo han dicho autoridades en la materia, tales como los húngaros György Lukács y Arnold Hauser. Walter Scott desarrolló una forma épica cerrada y un método descriptivo y analítico. Tal como dice Hauser, popularizó la descripción del pasado feudal que hasta entonces constituía lectura exclusiva de las élites ilustradas.
Desde el comienzo los personajes individuales tienen un papel protagónico dentro de la novela histórica, como es el caso del caballero Wilfredo de Ivanhoe o de Rob Roy, en las dos novelas más conocidas de Walter Scott. Al mismo tiempo, ninguna de estas dos obras, como en general ninguna novela histórica, gira fundamentalmente en torno a estos personajes, por más importancia que tengan dentro de cada texto: alrededor de ellos hay toda una colectividad a la que pertenecen y a la que representan, así como otro colectivo y otros personajes que son los antagonistas que tratan de impedir que el héroe y su gente puedan cumplir con sus objetivos, con sus ideales. De aquí nace la tensión que lleva la acción narrativa hacia adelante.
Esto no lo logra plenamente todavía Scott, sino Stendhal, un par de años después, con sus dos brillantes novelas, Rojo y negro y La cartuja de Parma, en las cuales los respectivos protagonistas, Julien Sorel en la primera y Fabrizio del Dongo en la segunda, resultan personajes mucho más tortuosos y complejos psicológicamente que los de Walter Scott, a la vez que su vínculo con la historia es menos “desde afuera” que en las obras del escritor escocés, están en el propio centro de los acontecimientos, aunque, quizás por ello mismo, no perciben realmente lo que está sucediendo (esto se refiere sobre todo a Fabrizio), los textos no son tan didácticos como los de Scott, los personajes están en medio del vendaval histórico sin comprender claramente la magnitud de los sucesos.
Según Luz Marina Rivas,
entenderemos como históricos, (…) aquellos elementos del pasado cuya trascendencia ha sido o es visualizada por los discursos historiográficos conocidos, todos ellos, pues se trata de discursos con grandes variaciones de una época a otra, que abarcan múltiples formas discursivas y múltiples interpretaciones de lo que es la historia o lo que afecta la vida colectiva. Con ellos dialogan, de una u otra manera, los textos que ficcionalizan lo histórico. (…) todos [estos textos ficcionales] suponen un conocimiento intertextual por parte del lector ideal (2004: 34).
En una videoconferencia realizada el 14 de marzo de 2012, en el ámbito de la 8ª Feria Internacional del Libro de Venezuela, desde Montevideo, el escritor uruguayo Napoleón Baccino Ponce de León estuvo de acuerdo con la afirmación de que la nueva novela histórica latinoamericana es desmitificadora, aunque subrayó también que toda literatura es contestataria e interroga a la historia. Aportó sugestivos y originales comentarios en relación a su novela, Maluco, la novela de los descubridores, de 1989, la cual, como en general toda la llamada nueva novela histórica, reinterpreta el pasado en un registro irreverente y paródico, no totalizante, diferente a la corriente denominada boom latinoamericano. La obra es narrada por su protagonista, el bufón Juanillo Ponce, que ha participado de la expedición de Magallanes y Sebastián Elcano. En la videoconferencia mencionada el autor calificó, con agudo humor y original ingenio, a los bufones como obreros del absurdo, así como de psicoanalistas avant-garde.
El bufón le está hablando a un narratario, el personaje que escucha sin intervenir en la acción. En el caso de Maluco se trata, nada menos, que del rey de España, Carlos V, el cual lee la relación que le hace Juanillo. Este hecho es otra importante diferencia con la novela histórica tradicional, en la cual los héroes eran los grandes señores y los personajes populares sólo jugaban un papel secundario. Aquí el protagonista es un ser marginal, de la periferia más externa del entramado social, pero es él el que posee la voz, es él el que cuenta la historia y es él el que le reclama al rey, que permanece callado, la pensión que le corresponde. Se trata, como dice Luz Marina Rivas, en relación a otro grupo de textos, de “una visión de lo histórico desde una perspectiva ajena al poder, es decir, desde la subalternidad social” (2004: 63).
En mi opinión, las mejores novelas históricas, sean de la corriente que sean, son aquellas que logran captar el devenir de los procesos económicos, sociales, políticos y culturales en el pasado y ponerlos a dialogar con el presente. No está entre sus objetivos proyectarse al futuro, puesto que esa no es su tarea. No son un ejercicio de ciencia ficción ni el trazado de una utopía o de una antiutopía, son una puesta en escena del pasado, en un vínculo dialéctico con el presente.
Manuel Vázquez Montalbán, entrevistado por Ingrid Galster en 1996, a una pregunta acerca de la posible ventaja de la literatura con contenido histórico frente a la historiografía, contestó:
Creo que tiene una ventaja ética evidente. El historiador ha de disimular su parcialidad, pero la tiene, y a poco que investigues, la descubres. Y en el caso del novelista, no tiene por qué hacerlo, el novelista puede intervenir. (…) Yo creo que a través de la novela se puede dar un marco general de cómo se han producido los hechos y al mismo tiempo los elementos subjetivos que han intervenido en la interacción de los personajes. Pero eso es tan viejo como la novela histórica (1996: 78).
En todo caso, se trata de la ficcionalización de la historia, la cual en general se construye a partir de la voz autorial (la novela histórica tradicional), la voz de uno de los personajes, casi siempre la del protagonista (que suele ser la del boom latinoamericano), ya sea la de algún personaje marginal o subalterno, situado en la periferia del acontecer narrativo (que sería el caso de la nueva novela latinoamericana, la cual ya realmente no es tan nueva). En la narrativa la historia se reinventa, para darla a ver de una manera más verosímil que si la narración se ciñera estrictamente a los hechos documentales, a lo real que se encuentra disperso y que sólo adquiere vida coherente si el escritor les otorga voz a los datos mudos que por sí mismos no pueden hablar.
En América Latina, frente a un conjunto de novelas que ficcionalizaron dramática y magistralmente la pérdida de la memoria, la conversión del pasado en ruinas, el desdibujamiento de las huellas y la imagen de un tiempo detenido o circular, surgió posteriormente, creo yo que con objetivos parecidos, pero con una orientación inversa, la necesidad de recuperar esa memoria, de reinventarla y ponerla a interactuar en un diálogo múltiple, intentando reelaborar los hechos y los datos, para diseñar un espacio diferente y reorganizar el tiempo, encontrar un asidero para un modo nuevo de pertenencia cultural a la historia.
Esta especie de combate agónico entre recuerdos y olvido, y dentro de ello, cual dentro de las famosas cajas chinas, el combate entre el afán de desprenderse de los recuerdos y el anhelo de recuperarlos, así como la lucha contra el olvido y la necesidad de olvidar los estereotipos, las mediaciones y los pesos muertos que obstaculizan el acceso a la visión de las realidades nuevas, todo esto ha sido ficcionalizado brillantemente por la literatura, la cual, como ya tantas otras veces en su larga historia, ha profetizado y metaforizado numerosas situaciones mucho antes de que fueran sospechadas siquiera desde otras instancias.
Un elemento digno de ser señalado es la presencia de la política dentro de la novela histórica. De hecho está presente siempre, de forma implícita, pero lo que no contribuye a sus valores es que lo esté de forma explícita, porque entonces corre el riesgo de ser panfletario y propagandístico, de ser una versión de cualquier índole del realismo socialista (realismo capitalista, realismo evangélico o fabulación directamente al servicio de cualquier programa cuya divulgación se pretenda potenciar por medio de la literatura, misión de por sí fallida, puesto que es matar la literatura).
Evidentemente, en la novela histórica, como en toda literatura, hay una intencionalidad (incluso en los bestsellers: lograr grandes ventas), no se trata de ignorar ni de descartar eso, todo lo contrario: se trata de expresar la necesidad de que todo ello se funda dentro de la narración, esté en función de la materia narrada y forme parte orgánica del quehacer de los personajes, de los diálogos que mantengan entre sí.
En el filo del más reciente cambio de siglo, que es un cambio de milenio también, se produjeron nuevas circunstancias, que venían estando presentes intensamente desde los años ochenta. Podemos mencionar entre ellas la globalización de la economía mundial, la imposición de fórmulas económicas desde grandes centros internacionales de poder y la tremenda sacudida moral y política producida por la caída de una parte significativa del mundo socialista, entre otros hechos importantes. Todo ello nos lleva a una confrontación dramática con realidades nuevas, hasta ahora insospechadas.
En Europa se han publicado en los últimos tiempos dos libros relativamente breves que, además de ser un gran éxito de público, han sido bien valorizados por la crítica. Se trata de la novela Soldados de Salamina, del escritor español Javier Cercas, editada en 2001 y la cual ha sido elogiada por dos Premios Nobel, Mario Vargas Llosa y J.M. Coetzee, así como por la ya fallecida Susan Sontag, igual de prestigiosa. La novela ha sido traducida a más de veinte idiomas y sólo en lengua española se han vendido de ella más de un millón de ejemplares, reeditada más de treinta veces. La otra es Sostiene Pereira, publicada en 1994, del gran escritor Antonio Tabucchi, recientemente fallecido, cuyas novelas y ensayos han sido traducidos a cuarenta idiomas.
Sostiene Pereira, que transcurre en Lisboa, se construye básicamente en torno a dos personajes: Pereira, un viejo periodista, depresivo, que lleva la página cultural de un mediocre periódico, y un joven graduado en filosofía, Monteiro Rossi, que se encuentra desempleado y acepta un trabajo que le ofrece Pereira en el periódico, para hacer necrológicas anticipadas de escritores, de manera de tenerlos ya listos para cuando mueran.
La historia transcurre en 1938, en la misma época histórica que Sostiene Pereira, esta vez la guerra civil española, que investiga el personaje Javier Cercas (representación del autor, que forma parte de la trama) en Soldados de Salamina. La situación política tiene fuertes puntos de contacto: en Portugal se está viviendo la dictadura de Salazar, en España la de Franco, y en Italia, de donde es originario el padre de Monteiro Rossi, la de Mussolini.
El joven aceptó hacer necrologías, aunque ama a la vida y ha apostado por transformarla, aunque eso no lo sabemos, ni Pereira, que es apolítico, ni nosotros, que somos lectores; y en la obra hay datos ocultos que sólo poco a poco se nos van develando. En cierto momento Pereira le cuenta al muchacho que un tío de él decía siempre que “La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad” (Tabucchi, 1999: 27). Creo que esto podemos extrapolarlo al objeto de nuestro estudio, la novela histórica, la cual también dice verdades, ya sea formulándolas, ya sea con su silencio, como veremos posteriormente.
La obra trata, al igual que Soldados de Salamina, del valor, del compromiso individual y de la solidaridad. Como ya dije, Pereira vive una vida mediocre y rutinaria. Su encuentro con Monteiro Rossi va a producir un giro radical en su existencia, del todo inesperado para él. Cuando en algún momento queda claro que el muchacho está en la resistencia activa en contra de Franco y que ha venido a Portugal con una misión política, Pereira espontáneamente lo ayuda y le ofrece protección en su propia casa, ya que la policía secreta lo anda buscando. Es ahí, en el tranquilo y solitaro hogar del viejo periodista, donde nunca nada sucede, que el luminoso joven, pura vitalidad, pero también pura disciplina y valor, es asesinado por sus perseguidores.
Como la intensa mirada del miliciano republicano que aparece en la portada de Soldados de Salamina, formando ya parte de la novela que vamos a leer, la intensa presencia del joven revolucionario que parecía tan bohemio y frívolo, es un detonante dentro del devenir narrativo, en particular en la actitud existencial de Pereira, en quien nace la solidaridad, el impulso valeroso y generoso de no dejar impune el atroz crimen cometido. Escribe un artículo con los detalles de lo que ha sucedido y organiza toda una trama para que, mediante la intervención de terceros, que no saben de lo que se trata, el artículo no pase por la censura, que vaya directamente a la imprenta y se publique en el periódico vespertino en el que él escribe o, más bien escribía, puesto que ese hombre, tan sedentario, tan hecho a una vida rutinaria y sin sobresaltos, aunque también sin momentos de felicidad ni de grandeza, se apresta a huir a Francia, de donde nunca más regresará a su país.
Tal como lo ha señalado Carlos Gumpert, en relación a la narrativa de Antonio Tabucchi,
muchos de sus mejores relatos (…) arrancan precisamente de una muerte, (…), ante la que otros personajes manifiestan su rebelión indagando en la vida y personalidad del difunto, afanándose por lograr que no se desvanezca del todo gracias a ese recuerdo.
Vemos en esta novela cómo un suceso que conmociona a los seres humanos logra hacer salir de la neutralidad política a un personaje. A este personaje que se nos ha hecho entrañable durante la lectura de este breve pero muy intenso texto, construido con inteligencia y sentimiento, haciendo que no podamos soltar el libro de la mano, como suele decirse. Dentro del lenguaje ocupa un lugar central la frase que le da título a la obra, cuando a las afirmaciones que se hacen se les antepone la frase “sostiene Pereira”, con lo cual el texto aparentemente se distancia, se sugiere que hay alguien que narra aquello que el propio Pereira le ha contado; este narrador, siempre en apariencia, pareciera no hacerse responsable de lo que se está diciendo, nos advierte que es Pereira quien lo sostiene, no hay seguridad en lo dicho. Pero, en mi opinión, y dándole otra vuelta de tuerca a esta modalidad de la composición, se trata de darle un fuerte matiz poético al discurso, con el uso de una figura retórica como es la anáfora, aquello que se repite en el inicio de los versos y que en este caso estaría en función de subrayar la individualidad de Pereira, su compromiso de decir, de dar a conocer la injusticia, tal como lo ha hecho en el transcurso de la narración. De este modo lo que se cuenta se corresponde plenamente con la manera de contarlo, el personaje ha asumido su libertad y su compromiso y sostiene la palabra que ha dicho, lo que nos está diciendo.
Soldados de Salamina, por su parte, es una obra original y creativa, escrita en un registro metaficcional que lleva a que el narrador en primera persona se llame Javier Cercas y esté realizando una investigación acerca de los hechos que va a contar a lo largo de su novela, en la cual aparece como periodista, aunque en realidad es profesor universitario. Es curioso leer en los comentarios por Internet cómo muchos lectores, carentes de competencia lectora, consideran que no se trata de una novela sino de un ensayo y que el Javier Cercas de la obra es el verdadero, el que está fuera de las dos tapas del libro, el cual ha tenido la vanidad de referirse a su propia investigación, en vez de ceñirse a los hechos históricos.
La obra es una lograda novela histórica que aborda el tema de la guerra civil española sin repetir lo que ya se ha escrito, creando un texto fascinante y capaz de suscitar eso que se llama “no poder soltar el libro”, tal es el interés que mantiene, capaz de ver y de hacer ver al otro, sin atizar odios ni remover rencores. La genialidad de la construcción de la obra, entre otros aspectos, se encuentra en que una especie de gozne o bisagra gira más o menos a mitad de la novela, y con ello gira toda la narración, la cual, de estar centrada en un dirigente del franquismo en la primera parte, pasa a desarrollarse en torno a un fantasmagórico miliciano republicano. Al mismo tiempo, en otra vuelta de tuerca, sorpresivamente, pero sin dañar la verosimilitud, se incorpora a la ficción otro personaje, llamado Roberto Bolaño, que no es el escritor tan prematuramente fallecido, sino una representación de él, una figura de papel que forma parte de la trama. Tal como se dice en una página sin firma de la página web ClubCultura:
No caben adjetivos huecos con este libro. Realmente conjuga de forma magistral la realidad y la ficción: todas las historias y todos los personajes tienen el mismo peso, desde la novia de Cercas a Miralles, el ex combatiente retirado en un asilo de Francia, pasando por el propio Cercas, o el escritor chileno Roberto Bolaño… pero, ¿hasta qué punto son los personajes reales o imaginarios? Ese es otro de los grandes méritos de Soldados de Salamina, uno de esos libros que congracian con la literatura.
En este caso Javier Cercas ha desarrollado una forma novedosa de recuperar el pasado, de reescribirlo y darlo a ver a los lectores de las nuevas generaciones. Pone en escena formaciones históricas y muestra el quehacer que en ellas se ha producido, las confrontaciones que tuvieron lugar y las fuerzas sociales que ahí se enfrentaron. Evidentemente hay ahí también una ética, algo que va más allá de lo político, de los combates y del horror desatado, el cual cobró tres millones de vidas en España, entre 1936 y 1939. Un giro narrativo fundamental en la novela se produce en un bosque, en el cual se enfrentan dos miradas: la del dirigente franquista que ha logrado huir del fusilamiento en el momento mismo en el que ya iba a ser ejecutado, y la del miliciano republicano que lo encuentra, lo ve, no le dice ni palabra ni hace intento alguno por atraparlo, se limita a gritarle a sus compañeros, que no están a la vista, que “aquí no hay nadie”. Vale la pena agregar que la portada del libro es una fotografía tomada por Robert Capa, el gran fotógrafo húngaro que documentó la Guerra Civil Española, y que esta imagen nos muestra a un voluntario que fue a España a formar parte de las Brigadas Internacionales.
Escribir en el año 2001 un texto que gira en torno a la solidaridad, a la compasión frente al otro, frente al enemigo, requiere de valor, es ir en contra de las modas postmodernas, que se burlan de estos conceptos, y en contra del capitalismo salvaje, el cual no es ninguna moda, es un violento y cruel proceso que está teniendo lugar actualmente, cuando la solidaridad se ejerce en relación a los bancos, que han arruinado a familias y a países enteros, y frente a los individuos que caen víctimas de este vendaval económico se considera que tener compasión es signo de debilidad y se nos machaca, insistentemente, que son los países y las personas que los habitan los únicos culpables de su situación, por lo tanto no hay que compadecerlos ni prestarles auxilio, por más evidente que resulta que son gigantescas fuerzas económicas e históricas las que han desatado los catastróficos hechos actuales. La mirada y el silencio solidarios del miliciano republicano, del fantasmagórico soldado de Salamina, no caben aquí, de acuerdo a los políticos, a los fondos monetarios internacionales, a las uniones europeas y demás organismos que rigen la vida actual de países soberanos y de individuos que alguna vez se creyeron libres. Pero sí cabe dentro de la literatura, tal como lo demuestran el alto número de ediciones y la gran cantidad de traducciones que ha tenido esta novela.
No sé si el autor se lo ha propuesto, ni debe resultar evidente de su obra, pero lo deseable fuera que su lectura del pasado ejerciera una influencia benéfica sobre el presente, en el que sobreviven tantos odios y prejuicios heredados de tiempos anteriores, a los que se han agregado otros, muchos, en el mundo entero, productos del fanatismo, del racismo y, sobre todo, de la desaforada voracidad por el poder y por la propiedad, la cual no pareciera poder detenerse hasta no extraer de las entrañas de nuestro único y devastado planeta, la última partícula de riqueza que contiene. Quizás sea una inmensa ingenuidad de mi parte creer que la solidaridad pueda instaurarse en el miserable siglo XXI que con tan mal pie ha comenzado a nivel mundial. En verdad, resultaría demasiado optimista incluso pensar que la literatura ejerce alguna influencia en el mundo. Sin embargo, los que creemos en ella, y la amamos, nos permitimos estas fantasías, quizás del todo irrealizables.
En Latinoamérica han surgido nuevos escritores, con nuevas perspectivas, radicalmente diferentes a todo lo anterior a ellos, a todo lo que hemos estado revisando hasta ahora, como por ejemplo la denominada generación del Crack, en México, cuyo representante más conocido es Jorge Volpi, ganador del Premio Biblioteca Breve de 1999 y del Premio Planeta-Casa de América 2012, ambos de España, dos de los galardones más prestigiosos para novelas escritas en lengua española.
La generación del Crack, movimiento literario mexicano que entronca con la narrativa europea, y la corriente literaria denominada McOndo, cuyo representante principal es el escritor chileno Alberto Fuguet, han propiciado una ruptura (el ya manido e inevitable parricidio, que tanto daño hace) en la narrativa latinoamericana, sacando de la nada la afirmación de que los grandes escritores latinoamericanos del realismo mágico (sic), entre los cuales nombran a Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa, escribieron, no por una necesidad interna, ni por un contexto cultural propio, sino, apenas, para complacer el afán turístico de las editoriales europeas y estadounidenses, su deseo de ver y mostrar una América Latina pintoresca y de tarjeta postal, imagen (y libros) supuestamente orientados a los lectores de esos lugares, Europa y Estados Unidos. Resulta francamente absurdo y esquemático englobar por medio de una etiqueta (cualquiera que sea), a cuatro autores tan diferentes entre sí como los mencionados, al igual que a otros, que han sido rechazados de igual manera. Una tendencia a negar nuestros valores, a empezar siempre desde un grado cero de la literatura, o de la historia, las cuales comenzarían con las personas que así lo decretan, lleva a situaciones totalmente arbitrarias, en las cuales sobran adjetivos calificativos (des/calificativos) y brillan por su ausencia los análisis sustantivos, porque lo de las tarjetas postales es francamente insostenible, la lectura de la obra de los cuatro autores mencionados (y de la de muchos más, englobados en la ambigua etiqueta) de ninguna manera lo justifica. En todo caso, la crítica literaria especializada que se ha ocupado de la descripción y del estudio del llamado realismo mágico, de entre estos escritores sólo considera perteneciente a esa corriente a Alejo Carpentier.
La gran mayoría de las novelas de García Márquez, Vargas Llosa y Carlos Fuentes (así como las de Onetti, Rulfo, Guimaraes Rosa y tantos otros) por lo que se caracterizan es por el hecho central de que respiran literatura, sean de la tendencia que sean. Algo que no podría decirse de las obras de muchos de los autores que se han levantado, sin buenas armas en las manos, en contra de ellos. La mayoría de sus novelas resultan largos, farragosos y enciclopédicos textos en los cuales falta el suspenso, los nudos de intriga –si es que los hay– son flojos y se desatan sin que nos causen emoción alguna. Transcurren en cualquier lugar del mundo, tratan historias de la segunda guerra mundial o del siglo XIX europeo e incluyen extensas parrafadas teóricas, científicas o filosóficas, las cuales ya sobraban en La montaña mágica de Thomas Mann, escrita hace casi cien años, en 1924. El largo, profundo y excesivo análisis que ofrecen sobre la situación europea de comienzos del siglo XX genera menos conocimiento al respecto que el brevísimo y dramático final, sin teorización de ninguna especie, cuando Hans Castorp abandona el sanatorio, luego de los largos siete años que ha pasado ahí como invitado, puesto que enfermo no estaba, y se alista como soldado para lanzarse a la primera guerra mundial, como lo hizo Europa toda, alegre e inconsciente, creyendo que iba a una fiesta, olvidando su pasado cultural y retornando a su pasado bélico, lo mismo que Hans Castorp, para quien al final resultaron inútiles los siete mágicos años en la montaña, su educación iniciática que sólo lo conduce a desaparecer para siempre en medio de la guerra, que ya lo abarcaba todo.
Escribir sobre Europa y su historia, escribir sobre el siglo XIX, es una libre elección de cada escritor, quién se puede oponer a eso. Sería un fanatismo y un dogmatismo exigir que los novelistas se ocupen de un tema o de otro, o que dejen de ficcionalizar aquello que es su deseo. Pero cuando la creación literaria va acompañada de entrevistas, textos teóricos o discursos en los que se cuestiona el concepto de la identidad de América Latina, concepto que, por supuesto, no podría esquematizarse como único e idéntico en medio de tantas diferencias internas (pero si se puede hablar de una Europa ¿por qué no se podría hablar de una América Latina?), entonces no puede dejar de asociarse esta escritura, y esta actitud de un grupo importante de intelectuales latinoamericanos del presente, con el proceso de globalización que está en marcha en el mundo, violento proceso que está avanzando incontenible. Y cuando se descarta el concepto de identidad (quizás creyendo que también se trata de cuestiones de tarjeta postal) es inevitable encontrar correspondencias con la agresiva transformación que se está dando actualmente en el mundo, cuando las naciones (que apenas tienen una breve historia, comienzan a surgir a finales del siglo XVIII y se consolidan durante el XIX, antes de eso en Europa sólo había ducados o principados, pequeñas regiones sin fronteras claras y sin leyes comunes, en muchas de las cuales predominaba la arbitraria y feroz voluntad de los barones feudales; del inicio del surgimiento de las naciones latinoamericanas apenas estamos celebrando el bicentenario actualmente) pierden aceleradamente su soberanía, e instituciones supranacionales comienzan a gobernar el mundo, a través del irracional juego financiero, de la aplicación de normas arbitrarias que surgen de “agencias calificadoras” que nadie ha elegido, son entidades privadas que funcionan por encima de los gobiernos y de las naciones.
En la narrativa más reciente de numerosos escritores latinoamericanos ya las novelas históricas no parecieran estar orientadas a propiciar miradas diferentes a las de los historiadores; más bien da la impresión de que se han convertido en vitrinas para exhibir toda la bisutería del capitalismo actual, de la globalización, de la desaparición de las naciones soberanas; se dedican a calificar a los que hablamos en estos términos de seres anacrónicos, anclados en una modernidad ya superada, mientras ellos nos miran desde sus aires de superioridad, suspendidos entre el cielo y la tierra, más allá del bien y del mal, desprendidos de sus referentes históricos, paseándose en medio de otros bosques, cual ingenuas caperucitas que nada saben de la existencia del lobo feroz. O, quizás, como la famosa Caperucita del cuento, lo saben muy bien, mientras, hechos los distraídos, van recogiendo flores de todo tipo y de todas partes, muy conscientes de que el lobo feroz terminará por llegar, más bien esperándolo.
¿Hay en estas novelas esa conciencia de la historia, de la que nos habló Luz Marina Rivas? O está sólo el aleteo de la mariposa, la cual, con sus largas ondas vibrando en el espacio inconmensurable y carente de límites, quizás ya no sea capaz de crear su propia verosimilitud, haciendo estallar el pacto referencial con sus lectores y contribuyendo al caos que se está gestando.